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CAPÍTULO OCHO

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Enrique d’Angelica, hijo mayor de Sir Hubert y Neeme d’Angelica, tenía el que suponía que era el trabajo más duro del reino ahora mismo: intentar ablandar a sus padres en relación a todo lo que había sucedido en el reino en las últimas semanas.

—Ianthe está desconsolada, por supuesto —dijo su madre, entre lágrimas, como si fuera una noticia que su tía estuviera triste por la muerte de su hija.

A su padre se le daba mejor enfurecerse que estar triste y dio un puñetazo a la madera de la chimenea con su mano arrugada.

—Qué cosas le hicieron esos bárbaros… ¿sabíais que pusieron la cabeza de la chica en un pincho?

Enrique había escuchado el rumor, junto con cientos de otros, en su mayor parte repetidos por sus padres. Poco más había consumido la casa desde la invasión. Habían acusado de traición a Angelica equivocadamente. Una multitud la había destrozado, o colgado, o decapitado. Los invasores habían corrido por las calles, masacrando a todo aquel que vistiera los colores reales. Se habían puesto del lado del hijo que había asesinado a la vieja reina…

—Enrique, nos estás escuchando, ¿verdad? —preguntó su padre.

En teoría, Enrique no debería de haberse encogido de miedo. Tenía diecinueve años, era un hombre hecho y derecho. Era alto y fuerte, era bueno con la espada y aún mejor disparando. Aun así, había algo en la voz de su padre que lo convertía de nuevo en un niño pequeño.

—Lo siento, Padre, ¿qué decía? —preguntó Enrique.

—Dije que debemos de hacer algo —repitió su padre, con evidente mala gana.

—Como usted diga, Padre —dijo Enrique.

Su padre le lanzó una mirada furiosa.

—Sinceramente, he hecho de ti un hombre con una coraza insulsa. No como tu prima.

—Ya está, mi amor… —empezó su madre, pero con el poco entusiasmo que normalmente lo hacía.

—Está bien, es cierto —dijo bruscamente su padre, paseando ante la chimenea como un guardia ante la puerta del castillo. No porque un hombre tan importante como Sir Hubert hubiera entendido la comparación—. El chico no puede ceñirse a nada. ¿Por cuántos tutores ha pasado de niño? Después vino el cargo con aquella compañía militar que de la que tuve que comprar su parte y el asunto de que se uniera a la Iglesia de la Diosa Enmascarada…

Enrique no se molestó en señalar que todo eso se había debido a sus padres. Había habido tantos tutores porque su padre tenía la costumbre de despedirlos cada vez que le enseñaban algo con lo que él no estaba de acuerdo, así que Enrique se había educado a sí mismo principalmente en la biblioteca de su casa. Por otro lado, su padre había sido el que decidió que un cargo en una compañía libre no era un lugar para su hijo, mientras que el asunto con la iglesia incluso había sido idea del anciano, hasta que entendió que eso significaría que Enrique nunca podría dar a la familia el heredero que esta necesitaba.

—Estás soñando despierto otra vez —dijo su padre bruscamente—. Tu prima no lo haría. Ella hizo algo con su vida. ¡Ella se casó con un rey!

—Y casi se casa dos veces con un príncipe —dijo Enrique, sin poder reprimirse.

Vio que su padre se ponía blanco por el enojo. Enrique conocía esa expresión y sabía lo que auguraba. Había visto esa expresión muchas veces mientras se iba haciendo mayor y tuvo que quedarse sin hacer nada, sin encogerse ante las bofetadas o los golpes que venían a continuación. Se armó de valor para hacer lo mismo hoy.

En lugar de eso, cuando su padre intentó golpearle, Enrique movió la mano casi de forma automática para cogerle el brazo y apretó tan fuerte que le hizo un moratón al inmovilizarle la muñeca a su padre, mirándole fijamente. Dio un paso atrás y dejó caer el brazo de su padre.

Sir Hubert se frotó la muñeca.

—¡Quiero que te vayas de mi casa! ¡Aquí ya no eres bienvenido!

—Creo que tiene razón —dijo Enrique—. Debo irme. Si me disculpa…

Se sentía extrañamente tranquilo cuando dejó la habitación y se dirigió hacia su habitación, la que había tenido desde niño. Allí, empezó a recoger cosas, pensando en lo que necesitaría y en qué haría a continuación.

Enrique conoció muy poco a su prima en vida. Había quien decía que con su pelo dorado, sus profundos ojos azules y sus hermosos rasgos realmente se parecía un poco a ella, pero Enrique nunca lo había podido ver. Tal vez solo fuese que Angelica siempre había sido el ejemplo que él había estado esperando. Ella era más inteligente, o sabía entenderse mejor con la gente, o tenía más éxito en la corte.

Enrique no estaba seguro de que ninguna de esas cosas fuera cierta. Normalmente, antes de que su padre se deshiciera de ellos, a los tutores de Enrique les había sorprendido lo rápido que aprendía, además de que siempre había tenido facilidad para hacer que la gente hiciera lo que él necesitaba. Su falta de éxito en la corte había sido causada principalmente por su falta de interés.

—Esto tendrá que cambiar —se dijo Enrique a sí mismo.

Había escuchado rumores sobre su prima, pero también había sido lo suficientemente inteligente como para buscar información por su cuenta, pagando a hombres por lo que sabían y bebiendo con los viajeros en la taberna de la ciudad. Por lo que había entendido, Sebastián, el hijo del que se decía que había matado a su madre, había dejado de lado a su prima no una vez, sino dos. Entonces Angelica se había apoyado en Ruperto, seguramente para asegurarse de que llegaba al trono, para descubrir que la invasión de Sofía Danse convertía en objetivo a cualquiera que estuviera conectado con la familia gobernante.

—Y eso fue lo que la mató —murmuró Enrique mientras cogía ropa y dinero, pistolas y su vieja espada ropera de duelo.

Él no tenía ninguna duda de que Angelica se había metido en un montón de prácticas perversas para llegar donde acabó. Una parte de Enrique deseaba no entender cómo funcionaban estas cosas, pero no era así, e incluso alguien como ella no creció para ser reina por accidente. De niña, siempre había sido rápida haciendo trampa o mintiendo en los juegos, siempre que parecía que le podía aportar algún beneficio.

Pero las cosas de las que se le acusaba… parecían más la revisión de la historia por parte de alguien para parecer ellos inocentes. Eran una excusa para matarla, despejar el camino hacia el poder.

Si fuera como su padre, Enrique enfurecería por la rabia e impotencia ante ello. Si fuera como su madre, rompería a llorar ante ese horror a la vez que difundía el chisme. Pero no era como ninguno de los dos. Era un hombre que hacía lo que era necesario y eso era lo que tenía que hacer.

—El honor de la familia no es para menos —dijo Enrique mientras se levantaba y sopesaba su bolsa.

Bajó las escaleras y se detuvo en la puerta que daba al salón principal.

—Madre, Padre, me voy. No volveré. Deberíais saber que vengaré la muerte de mi prima, cueste lo que cueste. No lo haré para que estéis orgullosos de mí porque, sinceramente, no me preocupa lo que penséis. Lo hago porque es lo que se tiene que hacer. Adiós.

Cuando se despidieron apenas se inmutaron, pero Enrique vio que no tenía nada mejor para ellos mientras salía de la casa ofendido, ignorando el llanto de su madre y las miradas furiosas de su padre.

Llegó al establo y escogió la buena yegua color castaño que siempre montaba, junto con un caballo pinto para que le llevara sus bártulos. Empezó a ensillarlos, conocía cada paso del proceso de memoria. En su mente, los pensamientos de sus padres ya habían pasado y se concentraba en las cosas que tendría que hacer en los días venideros, las alianzas que tendría que hacer, las luchas que tendría que ganar con la palabra, el oro y el acero.

¿Realmente su nueva reina era uno de los Danses? Era posible, dados los rumores, pero aunque lo fuera, eso no le daría el derecho a tomar el trono. Eso le había caído a Ruperto y a Angelica a través de él. Ya que el único miembro de los Flambergs que quedaba seguramente era culpable de traición, eso significaba…

—Sí —dijo Enrique, con una sonrisa triste por lo rápido que se le había ocurrido—, eso podría funcionar.

No es que quisiera hacerlo. Él no necesitaba un trono más de lo que había deseado la posición sacerdotal que sus padres habían intentado imponerle. Sencillamente era una pieza necesaria de lo que estaba por llegar. Si entraba a la carga en Ashton e intentaba matar a la reina, y no sería más que un traidor.

Aunque no podía permitir que los invasores de Ishjemme quedaran impunes. De un brochazo, habían deshecho todo el cuidadoso trabajo construido tras las guerras civiles. Habían deshecho el antiguo orden e instaurado uno nuevo donde la Asamblea de los Nobles se había reestructurado al antojo de la gobernante, y donde pudieron ejecutar a su prima tan solo con la palabra de la reina.

Enrique no podía tolerar eso. Podía hacer que las cosas fueran tal y como eran de nuevo. Podía hacerlas bien.

Con eso en mente, partió con su caballo. Necesitaría ayuda para esto y, afortunadamente, Enrique sabía exactamente dónde encontrarla.

Una Corona para Los Asesinos

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