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LA NOCHE QUE BRAMARON LAS VACAS

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Aquel largo día se enfriaba y las vacas no dejaban de bramar. Esther se había puesto a trenzar el cabello de mis nodrizas, apretaba las hebras con fuerza como si estrangulara seres minúsculos entre los cabellos negros.

«El señor va a tener que matarlas», dijo en voz baja. «Y no van a dar ni siquiera buena carne», agregó.

Nadie le respondió y ella siguió apretando las hebras desordenadas en esa noche fría y sucia. Todas las de ese mes parecían llenas de polvo, y los días estaban colmados de una luz lechosa y flores secas que flotaban en los estanques. El tiempo era torpe, se atascaba en el sonido aquel, un sonido purulento, agotador. Si caminabas cerca de las vacas te arremetían náuseas porque sus bramidos parecían salir de un estómago ulcerado y una laringe seca.

Al principio pensamos que las vacas estaban en celo. Primero las llevamos hasta lo de los toros de los hermanos Moratti y rehusaron cruzarse, los rechazaron como a la peste; luego las arrastramos, Esther, Noah y yo, hasta donde pastaban los toros del padre Hetz; después les hicimos cruzar todo el pueblo hasta la finca del señor Manzi, donde vivía un semental por el que muchos ponían las manos en el fuego.

Recuerdo que cuando llegamos a la finca del señor Manzi el sol se estaba escondiendo y el aire estaba denso, el cielo no era amarillo ni gris, sino una mezcla turbadora de los dos. A unos diez metros de aquel semental, al que el señor Manzi había bautizado como Atrevido, las vacas se quedaron de piedra, inmóviles, todas juntas, como si una pared invisible hubiese estado plantada ante sus rostros. Estiraron el cuello y dejaron las colas quietas. Miraron a Atrevido por unos minutos y nosotros sentimos que ese era el día que iban a dejar de bramar, pero nada sucedió. Esther fingió paciencia hasta que empezó a respirar fuerte y a jalar de las sogas para que las vacas se acercaran, las arreaba con rabia y cada tanto sorbía por la nariz, que le moqueaba por el viento. El señor Manzi la ayudaba azuzando mientras les silbaba, pero las vacas se echaron en la hierba y siguieron bramando desconsoladas. Ese día Esther dijo que no iba a volver a llevar a las benditas vacas a ningún otro lugar.

No era por eso por lo que bramaban. Aunque todavía no lo sabíamos, nos habíamos rendido ya.

Noah, Mara y Sarai se dejaban trenzar el cabello, en esa noche fría y sucia, sentadas de medio lado en el cuarto grande, donde dormían en cuatro camas viejas y enjutas, con barrotes altos, como las de los internados, hospicios y sanatorios. Cuando mis nodrizas se trenzaban el cabello parecían otras mujeres, sus cuerpos rollizos escapaban de los uniformes de peto almidonados, se desanudaban las fajas de la cintura y las blusas se soltaban, caían y se arrugaban. A Sarai se le veía el corpiño blanco bordado muy cerca del pezón.

Esa noche intenté recordar cómo eran sus pezones, fue Sarai la que me dio el pecho cuando nací porque a mamá se le cortó la leche. Sus pechos se levantaban apenas, como las lomas de tierra de las que yo sacaba lombrices, pero por más que me esforzaba no podia recordar cómo se veían sus pezones. A veces pasaba horas intentándolo, con los ojos cerradísimos, pero solo aparecían pechos dibujados con pezones de muñeca, pezones feos sin más. La memoria, cuando no puede recordar, deforma. A usted, padre, lo recuerdo a veces como a Napoleón antes de ser desterrado, ese Napoleón en Fontainebleau de los libros de Historia que traía el profesor Erlano cuando me daba clase, un Napoleón un poco regordete y con poco pelo, pero sobre todo con una mirada derrotada. Y la verdad es que usted era moreno y flaco y tenía sobre la cabeza todo ese pelo engominado, pero por más que me esfuerzo no logro unir todas esas nociones y formar algo cercano a un padre.

Los bramidos esa noche eran peores, parecían empujar las paredes de la casa, atravesarlas y hacer eco en los rincones. Era un sonido intruso, desesperado. Yo daba vueltas por la casa, buscaba babosas siguiendo el rastro brillante y viscoso que dejaban en el piso y las paredes, quería reunirlas y llevarlas al jardín para que Esther no les echara sal. Ni siquiera había babosas, quizá el sonido las había hecho esconderse.

Fui hasta el sofá de rombos de la sala de arriba, donde mamá miraba por la ventana con un libro abierto en el regazo. Yo sabía que no era ella la que miraba el mundo, sabía que había algo ahí fuera que la miraba a ella. Tenía esa quietud de quien sabe que está siendo observado, como un pájaro al que alguien mira a través de unos binoculares o un insecto al que examinan con una lupa. Su piel era tan fina que a veces parecía que todas sus venas iban a levantarse como raíces de un árbol invisible que empezara a caminar, que atravesara su corazón y su pecho y la liberara de ella misma. Apoyé la cabeza en la enagua que le cubría las piernas. Olía a flores y naftalina. Mamá no me sintió, siguió mirando por la ventana.

Usted, padre, salió de su despacho dejando una estela de humo de pipa detrás y nos dijo que subiésemos a nuestras habitaciones. Mi madre, sin apartar la vista de la ventana, solo le dijo:

«No las mates».

Usted se quedó callado y empezó a cerrar todos los postigos que cubrían nuestras ventanas, mientras mamá subía envuelta en sábanas como un fantasma por las escaleras, en completo silencio. Y yo me quedé mirando la forma en la que usted cerraba los postigos de nuestra casa, ponía con fuerza las trancas encima, cerraba los candados y guardaba las llaves en un aro grande de cobre que estaba anudado a su pantalón de lino negro.

«Vete de una vez a dormir, Lucas», me dijo entonces. Y yo subí las escaleras sin dejar de mirarlo.

Cuando estaba por terminar de cerrar los postigos alguien golpeó repetidamente el cerramiento de la casa. Golpearon muy fuerte y sin detenerse.

–¿Esperábamos a alguien, Esther?

–No, mi señor –le respondió ella, de pie en la puerta del galpón donde dormían mis nodrizas.

Cuando salió de la casa, ellas se acercaron a la puerta de entrada para mirar. Yo lo desobedecí, corrí escaleras abajo y como un gato me escabullí entre las faldas de Mara y Sarai, que siempre olían a pan. Solo podía ver detrás de la verja, muy lejos, dos hombres sobre sus caballos, pero era imposible reconocerlos. Esther dijo que no había oído a los caballos acercarse, y Sarai le dijo que en casa ya solo oíamos a las vacas.

A mí no se me ocurría nadie que pudiese llegar a nuestra casa un domingo por la noche, nadie subía ni siquiera entre semana desde el pueblo, solo sor Bruna con el padre Hetz, que venían a darnos la eucaristía, y el profesor Erlano, del que no sabría decir si subía o bajaba porque jamás supimos dónde vivía. La gente del pueblo solo venía cuando había fiesta.

Vimos cómo esos hombres se bajaron de sus caballos y hablaron con usted durante un largo rato. Luego se acercaron por el camino de adoquines y giraron hacia los establos para dejar a los animales. Cuando los volvimos a ver, venían hablando los tres como grandes amigos. Uno de ellos tenía la mano en su espalda, padre, una mano de acromegálico con los nudillos deformes y enrojecidos.

«Enciendan las velas, saquen vino y frutas. Y preparen, para estos hombres, agua caliente y ropa seca», les dijo usted entonces a mis nodrizas, mientras cruzaba la puerta con ellos detrás. No parecía asustado por esas barbas enmarañadas, largas y sucias, los ropajes negros y pesados, ni por ese parecido a dos bisontes con huecos en lugar de ojos.

Durante toda esa noche fría y llena de polvo di vueltas en la cama. Tenía miedo a dormir y que algo sucediera, y tenía miedo a no poder dormir y que algo sucediera. Los bramidos de las vacas empezaron a colarse en mi sueño como humo que lo impregna todo, pero cada vez sonaban más cansadas, como con resignación. Hasta que un silencio total cubrió la casa. Era un silencio que yo sentía por primera vez, quizá lo había sentido ya cuando salí del vientre de mi madre y no oía nada porque de haberlo hecho me habrían estallado los oídos.

El silencio de la noche me estremecía y se extendía como un olor podrido, se pegaba a mi cuerpo y lo volvía mudo.

En ese momento me levanté y abrí apenas la puerta de mi habitación, entonces vi a los dos hombres caminando detrás de las columnas de madera que había al frente. Sus botas grandes y sucias salpicaban lodo a su paso y hacían un sonido como de chapoteo sobre el piso de baldosa.

Eran dos pero sonaban como un batallón y su ruido chocaba con todo alrededor porque todo estaba tocado por ese silencio turbio, menos ellos. El que iba detrás tenía una joroba pronunciada y aun así medía lo mismo que el otro.

Al llegar a la puerta, sus cabezas tocaban el marco de madera. Introdujeron en la cerradura la llave de canuto y entraron en el cuarto que quedaba frente al mío, ese que les dio usted, padre, para que durmieran tranquilos.

Se estremeció la noche.

Las vacas habían dejado de bramar.

Reinaba el silencio a pesar de los ruidos que esos hombres hacían al dormir, o tal vez a causa de ellos.

Nuestra piel muerta

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