Читать книгу Nuestra piel muerta - Natalia García Freire - Страница 8

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No creo que mi difunto padre me esté observando. Pero su cuerpo está enterrado en este jardín, lo que queda del jardín de mi madre, rodeado por babosas, arañas camello, lombrices, hormigas, cucarrones y cochinillas. Quizá haya incluso algún escorpión que se pose junto al rostro medio descompuesto de mi padre y juntos parecen los dibujos de la tumba de un faraón egipcio.

Lo enterramos cerca del lugar donde descanso, detrás de estas estatuas de piedra. Si escarbo toda la noche podría encontrarlo, quién sabe si le agarraría primero las manos o los pies o la punta del pantalón del traje negro. Quién sabe cómo se habrá acomodado su cadáver para descansar en paz. Lo enterramos sin ni siquiera cambiarle el viejo traje ese que llevaba puesto, porque el cuerpo ya olía.

Sucedió todo tan deprisa que solo ahora que han pasado ya tantas noches de tantos días empiezo a pensar en él como un muerto, de los que penan. Y por las noches a veces le hablo.

Si ahora mismo me está observando, padre: he vuelto a casa. Aunque más bien parece que he vuelto a otro sitio, otro tiempo, otro mundo en el que jamás existimos. Disculpe si a veces me distraigo y me fijo, sin descanso, en las cosas que usted llamaba inútiles. Pero ahora mismo con todas esas lombrices alrededor, debe estar usted pensando que después de todo no eran cosas tan sin importancia. ¿No? Si se le meten por la boca y las orejas y hasta, quién sabe, por el culo, y le escuecen por las noches; si van por su cuerpo de arriba para abajo buscando lo que queda de usted que les pueda servir y se posan sobre sus manos y sus pies y se contonean. ¿No le parece que, después de muertos, después de todo, son ellas más fuertes que nosotros? Y que bien pensado, quizá el mundo no es nuestro, sino de esos seres minúsculos que si se juntaran podrían cubrirnos por entero a todos.

Cubrir entera la tierra como una gran alfombra que desde el espacio se vería negra y brillante.

Esta no es nuestra casa, padre. No lo es desde hace tiempo. Creo que usted lo sabía ya y por eso se dejó matar. ¿No es cierto, padre, que fue eso lo que pasó? Que usted se dejó matar. Y que nadie habría podido ayudarlo porque usted lo que quería era irse. Irse de una vez. Aunque fuera por el camino más corto.

Y una mierda, padre. Siempre escogiendo usted el camino más corto.

He vuelto a casa, pero todavía no me he atrevido a entrar. Ellos siguen ahí, los vi comer codornices esta tarde y cuando estuve frente a la puerta tuve un escalofrío.

¿Niñerías, dice? Bah. ¡Pero qué dice, padre! En el tiempo que ha estado usted de muerto, yo he crecido y mientras trabajaba las tierras del señor Elmur, porque ahí me llevaron, sí, padre, a trabajar tierra ajena, cuando estuve ahí mis brazos se volvieron morenos y fuertes, y las piernas, escuálidas como las tenía, son ahora capaces de aplastar el cráneo de un animal pequeño, un mono, o quizá un gato, digamos de una rata, de una sola vez. Nada de niñerías, padre. Pero usted no puede verlo porque anda por ahí de muerto. Y es culpa suya. Y lo sabe. ¿Recuerda que fue usted el que insistió en que se quedaran un poco más? Que había que cuidar a los forasteros y tratarlos como a hermanos. Que Dios mandaba esto, que Dios mandaba lo otro. Pues dígale a su Dios que ahora duermen en su cama, visten sus ropas y que han dejado su cuerpo bajo la tierra de su propio jardín para pisotearlo cada día.

Su cuerpo, padre, que ahora encogido se debe parecer más al mío de lo que los dos podemos imaginar.

Como un espejo esta tierra.

Yo de un lado. Usted del otro.

Nuestra piel muerta

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