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CHINCHE ASESINA

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Ahora que he vuelto, padre, de pie frente a nuestra casa, lo vuelvo a ver a usted en esa noche fría y sucia. Vuelvo a verlo todo. Mis nodrizas sentadas de medio lado, Esther trenzándoles el cabello con fuerza, con las manos temblorosas; mi madre mirando por la ventana, asustada con aquel sonido que nos agotaba, y usted parado en la banca de esterilla vieja: cierra los postigos de la casa, pone las trancas y ajusta los candados.

¿Nos estaba encerrando en su propia pesadilla?

Todavía no ha amanecido pero el cielo está viscoso y no hay viento. Cruzo el jardín con cinco zancadas lentas y meditadas. En mi mente todo da vueltas. Es como si no estuviese viendo con mis ojos, como si en lugar de carne y vísceras tuviese dentro una bruma espesa y fría. Algo, aún no definido, late debajo de mi piel y me empuja.

La pintura descascarada de las paredes de la casa deja ver el adobe agrietado, cuando me apoyo cae la tierra y cruje; el tejado de la casa, con espacios como hileras de dentaduras viejas y podridas, traquetea con lentitud; los postigos se pegan contra las ventanas y chirrían. Y yo camino porque no me puedo arrastrar.

Con un poco más de suerte, yo podría haber sido una mantis flor espinosa, un escarabajo Hércules o una chinche asesina. Si fuese una chinche asesina, ahora mismo me escabulliría por el piso hasta lo que queda de nuestra casa y la rondaría entera sin que nadie me mirase, incomodando por aquí y por allá, subiendo por los cuerpos de Felisberto y Eloy, llamando a mi banda de amigos a hacer de las nuestras. Les picaría las manos, el cuello, detrás de las nalgas, los muslos, les comería todo el cuerpo y cuando no pudiese más y estuviese inflada, obesa, llena de sangre, quizá explotaría de pura placidez.

Pero me he tenido que conformar con lo que soy y afinar mis habilidades más provechosas. Incluso a veces cuando ha sido necesario he aprendido a robar y mentir casi sin remordimientos, padre. Al señor Elmur le robaba fruta, sobre todo mangos, dejaba que se pudrieran y cultivaba moscas, después alimentaba babosas y caracoles y a mí mismo con la cáscara.

El señor Elmur no merecía esos mangos porque no esperaba por ellos, me hacía arrancarlos cuando estaban verdes y no le importaba que me llenara la piel de ampollas y quemaduras. Y no solo le robaba mangos, también tunas que me comía enteras, aunque luego pasara días con espinas invisibles en las manos, que picaban cuando me las metía en el bolsillo. Y también le robé, una sola vez, un pollo enfermo, que dejé morir y pudrirse, y de los pliegues y surcos de su carne coseché gusanos y luego moscas que volaron a mi alrededor en aquel hueco oscuro del campo donde me refugiaba y luego se asentaron en los zarzales y las rocas y se multiplicaron.

Y qué música bellísima escuchaba, padre, cuando volaban; eran alas y eran vida, bendita simetría que susurra.

A Felisberto y Eloy no me molestaría colgarlos del techo y herirles el cuerpo hasta que la carne se les gangrenara, para que los rodearan tantas moscas que el zumbido les partiera la cabeza. Quiero todo eso y no más, padre. Quiero la resurrección de la carne que solo viene con el fin y la inmundicia. Lo que quiero en el fondo es solo volver, pero volver sin más es tan imposible como convertirme en mantis religiosa; porque las mantis religiosas mueven sus patas a una velocidad que yo jamás alcanzaría, porque a mí se me calientan los cascos. Las mantis religiosas se mueven, las vacas rumean, los pájaros silban y yo me caliento el cerebro con tantas palabras por segundo hasta estrellarme contra todas las masas del universo.

Camino por el porche y los pasillos que rodean la casa, busco en los aleros avispas, orugas de mariposa o polillas; en las partes donde la pintura se descascara, me acerco a mirar entre los bloques de tierra; donde hay ladrillos, miro entre los huecos, espío las grietas; ahí es donde están mis arañas, mis trompudos gorgojos, mis hábiles ciempiés. Sé que están todos en esta casa, nuestra casa, costra de tierra seca, con su oscuridad, que es un caldo de cultivo, les ha dado posada para que esperaran mi regreso. Ellos son minúsculos, hermosos y leales.

A veces, cuando estoy en medio de mis observaciones minuciosas, siento que usted, padre, entra por alguna puerta de mi mente y grita: «Espabílate, Lucas, deja de caminar como un pelele». Y yo tiemblo, pero no es un miedo que me aterrorice. No es en verdad su voz, padre. No puedo recordarla, aunque me esfuerce solo escucho esas frases mustias de tanto uso que usted empleaba para todo. Pero son ecos. Ecos que crecen y toman la forma que yo les doy.

Soy el creador de un padre. Y no será a mi imagen y semejanza como nazca en mis recuerdos, sino con voces inventadas, articulaciones laxas, un padre que se arrastre por mi mente: arrepentido, preso de mi memoria.

Padre mío. Horror mío.

Cuando llego frente a la puerta, golpeo y hago lo único que puede hacer uno en una situación así: una cochinada. Recuerdo que no he comido, dormido o defecado en los últimos días, que todo ha sido volver. Ya que no puedo hacer ni lo primero ni lo segundo, los nervios me obligan a lo tercero. Cuando siento que unas pisadas se acercan a la puerta, unas pisadas grandes que conozco bien, siento también mis orines calientes caer por mis muslos. El olor me calma por un momento.

Lo aspiro tan hondo como puedo y me lleno el corazón de amoníaco, pero pronto siento el peso en la parte de atrás de mis pantalones. Algo cae. Tres piedras pequeñas. El espanto descompone las entrañas. No puedo negar que me alegra la expresión de Felisberto al mirarme como si me estuviese pudriendo, justo antes de sentir el bofetón en la cara. La mano de acromegálico me sacude la cabeza.

El olor a amoníaco ha desaparecido por completo. Huelo a estanque y me late la mejilla. Mi regreso es triste. Solo el gigante peludo me recibe. Me están obligando a enfadarme. ¿Dónde están ellas ahora que he vuelto, padre? No hay rastro de ninguna.

Nadie hace justicia al huérfano. En estas condiciones, por un segundo, soy como un dios castigador. Soy como el mismísimo Dios del Antiguo Testamento, aunque menos sanguinario, no quiero extinguir el planeta, porque por eso Dios se quedó tan solo y miserable que tuvo que hacerse tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo (este último es de todos el más pelmazo y no sirve para nada).

Se quedó solo porque destruyó a los hombres, porque vio que su maldad era mucha y quiso rehacer todo lo que había creado, como un niño descontento con sus figuras de arcilla; las miró informes, siempre inacabadas y se arrepintió y se enfureció, y a veces era mejor cuando Dios actuaba de esa manera porque después perdió hasta sus ganas de jugar con figuras y destruirlas y las dejó corromperse.

Pero no supo Dios lo que yo sé, no supo Dios enseñarle al hombre a pudrirse, a perder su voz y sus palabras, licuar sus vísceras, elevarse y escapar de su cuerpo de hombre, que es solo una pupa.

Bendita música, bendita melodía que susurra.

Nuestra piel muerta

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