Читать книгу Nuestra piel muerta - Natalia García Freire - Страница 11
EL PIE DE ELOY
ОглавлениеAsí de pronto, solo recuerdo haber visto tres cosas en mi vida que me hayan impresionado al instante, para bien o para mal. La primera fue la pata de palo del señor Lazlo, el cabecilla del parque de diversiones que llegaba al pueblo en carnaval; no me impresionó porque fuera una pata de palo, porque eso en el pueblo era, al fin y al cabo, algo trivial; fueron las hormigas serenamente talladas que subían por la pata las que me cautivaron. Tenían por ojos piedras ámbar pequeñísimas, símbolo de salud y alegría, decía el señor Lazlo, mientras caminaba con las hormigas, estatuas presas en su pata de palo. La segunda fue el día en el que sin querer entré al cuarto de mis nodrizas cuando Mara le estaba dando masajes en la espalda a Esther, que sufría de la ciática y yacía tendida en la cama con las nalgas a la vista del mundo entero, unas nalgas que se caían de lado y lado como si se tratara de una masa para hornear. La tercera fue el pie de Eloy.
Lo vi la primera mañana que ellos despertaron en casa. Después de mucho tiempo acompañados de los bramidos de las vacas, amanecimos envueltos en silencio, como si la casa se hubiese llenado de susurros que decían: escóndete, cállate, quédate quieto.
Pasado el mediodía nadie se atrevía a acercarse al cuarto donde ellos dormían. Usted, padre, solo nos había dicho sus nombres: Felisberto y Eloy.
«Denles un buen desayuno. ¡Vienen de lejos!», gritó antes de desentenderse de su acción de buen samaritano del día anterior y salir corriendo al pueblo a hacer sus negocios.
Sarai, Noah y Mara se reían en la cocina por lo bajo mientras se miraban como si guardasen un secreto de niñas. La presencia de esos hombres las ponía nerviosas. Esther decía que lo que habíamos dejado entrar a casa era un par de pelafustanes que no sabían nada de modales porque la noche anterior habían dejado el comedor como un cuchitril. Mi madre estaba inquieta y angustiada porque a ella nadie le había consultado y «esto me da mal presentimiento, Lucas. Me huele fatal. Fatal», me dijo al oído cuando fui a verla en el jardín, donde ella sembraba la última línea de alelíes que coronaba su gran obra: un espiral inmenso de flores que se llenaba de distintos colores según los meses del año. Yo iba de la cocina al piso de arriba y de vuelta al jardín y volvía a empezar. Esperaba que los gigantes peludos salieran de su cuarto, con las tripas convulsionadas de curiosidad, pero de ese cuarto no salía ni un solo sonido.
A las dos de la tarde la curiosidad y las ansias se estaban convirtiendo en temor. Una ola de miedo nos recorría a todos, padre. Yo lo sabía, mi madre lo sabía, Esther lo sabía, hasta las plantas del jardín lo sabían: esa tarde los dientes de león se cerraron antes de que anocheciera. Cuando nos sentamos a la mesa dispuestos a comer unas callosas patas de cerdo, nadie habló. Servimos cada alimento con lentitud, las patas de cerdo con su caldo, las papas con su salsa y el mote con sal. Lo servimos todo sabiendo que había en la casa dos extraños que bien podrían estar muertos. Todo olía bien, pero nadie empezaba a comer. De repente, Noah empezó a gritar:
«Vienen por el sendero, vienen por el sendero. ¡Son ellos, son los visitantes!».
Me asomé por la ventana junto con mi madre y los vimos acercarse.
«Para volverse loca», dijo ella. «Han salido por la casa sin que nadie los escuchara. Será para volverse loca».
Antes de cruzar la puerta se sacaron las botas y las medias y fue entonces cuando vi el pie de Eloy. Estaba lleno de costras, algunas se pegaban en las medias. El pie se descascaraba como los troncos de los árboles de papel del páramo. Él parecía no darle importancia y de tanto en tanto se limpiaba como si se quitara una pelusa y los pedazos de piel caían al piso. No se avergonzaba ni un poco de ese pie.
Cuando entraron a la casa yo no le quité la mirada al pie con costras, que cojeó todo el camino hacia mi madre. Fue tal el impacto de verlo que ni siquiera me fijé en que el otro, Felisberto, traía en las manos un ciervo, un ciervo menudito y muerto.
«Señora Torrente, encantados». Fue todo lo que dijo Felisberto antes de dejar el ciervo sobre el mesón de la cocina, ya sin cabeza y con las patas atadas.
Apenas vio al animal, mi madre vomitó a un lado de la silla. Un vómito infantil porque hacía horas que había desayunado. Se levantó y agarró enseguida un mantel con el que empezó a limpiarse la boca. Esther intentó mover sin éxito al ciervo hasta que Sarai corrió a ayudarla y lo empujaron hacia el lavabo con la sangre chorreando por el mesón de la cocina. Noah iba detrás fregando el piso, mientras Mara se ponía las manos en la boca repitiendo «¡ay, pequeño!, ¿qué te han hecho?».
Ellos se sentaron sin darle importancia a lo que había sucedido y el pie desapareció bajo la mesa.
–Ha sido muy amable su esposo por recibirnos, señora –dijo Felisberto con esa manía que tenía de tocarse la barba mientras hablaba como si todo el tiempo fuese a decir algo muy serio.
Mi madre asintió con la cabeza e intentó sonreír a su pesar mientras continuaba limpiándose la boca con el mantel y respiraba profundamente porque lo del vómito la abochornaba.
–Disculpen. Es que no solemos comer venado –dijo mamá y por debajo de la mesa me tomó la mano.
–¡Pero hoy lo probaremos por nuestros invitados! Siempre tiene que estar uno dispuesto a comer cosas nuevas, a probar cosas nuevas, mi querida Josefina –dijo usted, que en ese momento entraba por la puerta de casa.
Mi madre lo miró confundida. A veces mi madre lo miraba como si cada día se despertase y pensara: ¿Quién es este? ¿Y yo qué hago aquí? Así justamente lo miró, padre. Y no solo ella, yo empezaba a verlo así también.
–¿Qué les parece si preparan un estofado, señoritas? Y, mi Josefina, qué tal si vienes a conversar con nosotros. ¿Han visto ya a mi mujer? Un espécimen de lo más extraño, se los aseguro –les dijo, mirando a Felisberto y Eloy. Y empezó a reírse.
Mamá pidió permiso para lavarse antes de acompañarlos, mientras usted se llevó a sus invitados a la sala y les contó sus peripecias de la mañana, sus tratos con los comerciantes del mercado: «Esa gente cree que pueden conmigo, pero cuando ellos van, señores, yo ya he dado dos vueltas», les comentó y siguió riendo. Siguió riendo al tiempo que empezó a mostrarles la mesa antigua estilo art déco, la lámpara de araña de la tal bisabuela, la alfombra que el abuelo había traído desde el viejo continente.
–Me olvidaba, caballeros, ¿gustan un coñac o un aguardiente helado? Tomen el aguardiente, que no hay nada mejor que la caña para una vida ligera.
Felisberto asintió por el otro también y en menos de una hora ya se habían acabado una botella entera entre los tres. Usted se comportaba tan extraño, tan gentil y bonachón que me asustaba, sobre todo porque parecía ajeno a todos nosotros, parecía que solo los miraba a ellos, parecía estar dispuesto a ser el mejor anfitrión que se haya visto jamás. Un anfitrión dócil, sumiso y crédulo. Y no dejó de comportarse así, padre. Desde ese momento lo hizo todo igual. Día tras día. Como si hubiese estado esperando a esos hombres desde siempre. Como se espera la muerte.