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MOSCAS DE CEMENTERIO
ОглавлениеYa nadie me llama Lucas, padre.
Aunque puedo prescindir de mi nombre, pero tuve una familia. Nuestra casa me espera como una sucesión de sueños en los que no dejo de caer. Llegué atraído por ella, por esta casa con sus paredes amarillas y su tierra de costra.
Subí y bajé las colinas con los pies descalzos, caminando sobre tierra desnuda, con llano y con piedras, tierra muerta con lápidas de adoquines. Dejé atrás todos los caminos cargados de viento y brisa y mientras más me acercaba, más sentía este aire obsceno que ahora lo envuelve todo en este lugar, y que sale por las grietas de las paredes de adobe viejo, por los huecos que deja el papel tapiz, que se cae como la piel muerta; ese aire que parece enturbiar el espacio hasta lograr un tono sepia como de abandono y aglutinar en el piso todas esas formas indefinidas de inmundicia.
Agachado como una sabandija la espío. A la altura de mi cabeza vuelan moscas, de esas diminutas y filudas, moscas de cementerio. Imagino que sobrevuelan países imaginarios. Es una guerra en miniatura. Abajo las hormigas, que caminan en fila india por el piso de losa, son los soldados a punto de atacar la última fortaleza en ruinas. Apoyo los dedos en el marco de madera de la ventana y miro los huecos que han dejado las polillas. ¡Balas de cañón!
Arriba de estos seres casi secretos hay un mundo ajeno, de grandes catástrofes.
Que no importa.
Usted solía repetirme hasta el cansancio que yo no me enfocaba en lo útil. «¡Por las barbas del Señor, Lucas! Eso no es importante», me decía cada vez que yo le iba a soltar algún cuento sobre los insectos que habitaban en el jardín de mi madre: orugas que avanzaban una detrás de otra como en una procesión devorando mala hierba, mantis religiosas que atrapaban colibríes y los engullían con elegancia, hormigas rojas que construían botes uniéndose entre ellas para cruzar pequeños charcos.
Usted tenía razón, padre. Siempre la tienen los muertos.
Es cierto, no me enfoco en lo útil. Me fijo en cosas insignificantes, me pierdo en naderías. Creo que mientras más grande el suceso, con más facilidad se disuelve. Los Torrente de Vals desaparecimos del pueblo y es como si nada hubiese sucedido. Dieron a mi madre, con mucho gusto, por loca; al fin y al cabo, siempre anhelaron poder declararlo con franqueza: «Lo veíamos venir, Josefina no iba a misa y no era bautizada», comentaban en los pasillos del mercado del pueblo esas señoras de buena presencia que es lo mismo que decir señoras feas pero bien vestidas.
Y que a mí me hayan vendido como a un esclavo les parece algo bueno, algo merecido, porque qué otra cosa podía sucederle al hijo de una loca.
Nada queda de nosotros, padre, más que estos animales minúsculos atraídos por la calidez que rodea la muerte. Más vivos que los vivos que caminamos y hablamos.
De cuclillas, observo dentro de casa, asomo apenas la cabeza por la ventana, como el diablo. «Dios lo ve todo, Lucas», es lo que usted siempre decía. Pero yo ya no me lo creo, para eso Dios es muy mojigato. El Diablo, sin embargo, debe de ser un mirón. Y yo también.
Observo detrás del vidrio de la ventana, las gotas de lluvia hacen de lupa, pero todo se ve borroso. Tengo que hacer un esfuerzo para alcanzar a mirar. Todo parece seguir ahí. La sala con los sillones de rombos en los que mi madre se sentaba a leer, las bancas de esterilla, al fondo el comedor. Felisberto está sentado en su puesto, padre, el de la cabecera, y Eloy a la derecha. La luz de la tarde que entra por la ventana del frente les suaviza las facciones, como si de dos pastores se tratara. Están cenando codornices. ¡Cuánto gusto por las codornices! Por comerlas enteras. Las agarran de las patas y les dejan los huesos limpios desde las uñas hasta el cogote. Usan su ropa, ese par de levas de paño gris y llevan todavía las barbas largas como esperpentos, donde se les queda la espuma de la cerveza.
Las cosas que están dentro de la casa no han cambiado desde que me fui. Se pueden ver los retratos de los abuelos en la pared que está detrás de Felisberto, las velas gastadas sobre la mesa, la alfombra persa, la vajilla china empolvada en la vitrina del rincón, arriba las botellas de sulfato, tartrato, bicarbonato, botellas de un blanco como el de los huesos y con olor a cuarto de boticario; el bargueño en la mesa de al lado, en cuyos cajones secretos mi madre guardaba flores secas para sus herbarios; incluso el mantel sobre la mesa es el mismo que usamos el último día en el que comimos todos juntos, lo único que bordó mi madre en toda su vida.
Todo está ahí, pero nada habla de nosotros, padre.
Esos hombres de los retratos, los abuelos, podrían ser un par de hombres cualquiera, bajitos y de aspecto solemne.
Uno creería que después de tanto tiempo de tenernos en su interior, lo menos que habría podido hacer esta casa era conspirar para atrapar a los intrusos, como una araña: tejer su red y mantenerlos ahí dentro hasta que se secaran. Pero las casas también envejecen y olvidan.
Desde algún lado aparecen Noah y Sarai. Caminan con los ojos en el vacío, con los uniformes de peto almidonados que Esther les obliga a usar, como muñecas de juguete. Retiran los platos con las codornices de la mesa y sirven dos cestas de fruta, pan y maíz tostado. Eloy no espera, agarra la comida de las fuentes con toda prisa. Miro su rostro, ese rostro carente de mentón, la papada temblorosa, las fosas nasales siempre abiertas, lo miro comer y volverse idiota, trozos de comida se le caen por todos lados y sus ojos no se quedan quietos. Si algo no le gusta lo arroja al piso.
Quizá era eso lo que más miedo nos daba de Eloy, ese aspecto de tonto de pueblo que en cualquier momento iba a ser capaz de matarnos y acto seguido podría salir a comer habas fritas en el patio, bajo la sombra gentil del olmo.
Felisberto es, en cambio, un vivo. Cuy de vivo, decía Esther. Como los dueños de los animales de circo, jamás pone en duda los límites de su maldad o su vulgaridad. Los ejecuta sin temor. Lo conozco bien.
Cuando Sarai le retira el plato, él ya tiene la mano derecha en su cintura y la va subiendo a los pechos mientras, con la otra mano, agarra el hueso delicado del ala de codorniz. Lo imagino diciendo: «¡No solo de pan vive el hombre!». Ese tipo de cosas que decía Felisberto y que usted, padre, festejaba. Pero no puedo escuchar nada, solo puedo ver que ríe.
Me agacho y apoyo la espalda contra la pared. Un olor a orines que podría venir de mi ropa o de las líneas que hay entre las baldosas de algún modo me calma. Siempre me ha sucedido lo mismo, quizá por eso el orinal que dejaban en mi habitación por si en la noche tenía que mear me gustaba tanto. A veces me despertaba en plena madrugada, me quedaba tieso como un tronco y sentía un miedo original: el miedo al miedo. Entonces iba al orinal, la habitación por un momento se llenaba de vaho, y yo volvía a dormir con ese agradable olor como de herrumbre que sale de uno.
Ahora cae el sol y al fondo las colinas cambian de color y se vuelven sus propias sombras, los senderos se oscurecen y se vuelven senderos extraviados y los árboles cercanos no se mueven porque aquí, en esta casa, ya no hay viento y todo está quieto.
¿Qué vine a buscar, padre? ¿El silencio? ¿Un espejismo? ¿Una patria?
El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped.
Quizá debería haberme quedado bien lejos, como me dijo mi madre que hiciera. «Dime que te vas a ir de ahí para siempre, Lucas. ¡Júralo!». Eso me dijo una vez en el sanatorio de las madres marianitas. Un lugar donde todo expira, el final del fin. Me costó trabajo encontrarlo, pero lo vi, padre. Ni siquiera hay jardines; solo el bien y el mal, el cielo y el infierno: habitaciones de monjas y de enfermos. «¡Júralo, Lucas!», me suplicó mi madre, tomándome de la mano con mucha urgencia porque las monjas con pelos en los lunares se la estaban llevando. Y yo la miraba fijo a los ojos, que los tenía ya marchitos, la miraba mudo. Como dentro de un espejo.
Y no le hice caso.
No le hice caso porque mientras me llevaban lejos de esta casa, algo que me salía como del esternón se me iba tensando y me jalaba de vuelta como si hubiera nacido encadenado a esta tierra. Como están encadenados los vientos a las montañas.
Y quizá es mejor que a mi madre la haya enviado lejos, padre, porque si viera su jardín podría morir de pura pena, como siempre imaginé que ella moriría. No quedan nada más que los animales de piedra que mandó tallar, esparcidos como los restos de una civilización extinta, cubiertos de moho y enredaderas; el olmo solitario tiene las raíces levantadas, llenas de musgo, y las ramas secas.
Todos los rosales han muerto. Y los crisantemos.
De los alelíes permanecen pequeños tallos con astillas como troncos mutilados. El espiral de botones que se llenaba de colores distintos tiene apenas unos cuantos brotes de campanillas chinas y unas celosías. El resto del jardín está invadido por plantas de mora salvaje, amapola, garranchuelo y cardos que me pinchan donde mis pantalones están rotos.
Arranco dientes de león y los como por la raíz y apoyo la cabeza sobre la tierra invadida del jardín. El recuerdo de mi madre suena entre las plantas muertas. O quizá sean las cigarras, que cantan mi regreso.