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CINCO MIL DÓLARES ENSANGRENTADOS

Saqué la cartera y rebusqué entre la colección de credenciales a las que había ido echando mano aquí y allá. El carné que buscaba era uno rojo que me identificaba como Henry F. Neill, marinero de primera, afiliado en toda regla al Sindicato de Trabajadores Industriales del Mundo. No había ni una palabra de verdad en ello.

Cosecha roja (1929)

Desde la estación de tren donde Frank Little llegó a Butte (Montana), en julio de 1917, hay casi seis kilómetros por Main Street hasta el cementerio en la cima de la colina donde fue enterrado menos de tres semanas después. Buena parte del empinado trayecto por una pendiente que asciende hasta ofrecer una vertiginosa vista de las minas de cobre, las torres metálicas en desuso y la magnificencia de las Rocosas todo en torno. En el verano de 1917, el tiempo era polvoriento, con una bruma suspendida sobre la ciudad y un ambiente cada vez más tenso entre los mineros de Butte en huelga y la Compañía Minera del Cobre Anaconda. Esa atmósfera que estaba a punto de arder como la yesca había captado la imaginación de Frank Little.

Little entró en la ciudad con muletas. Alborotador profesional, llevaba el sombrero Stetson ladeado y se enorgullecía de ser «mestizo». Con un metro ochenta y dos de estatura, tenía el pelo moreno, un ojo bueno y la cara hosca cuya boca se combaba hacia un lado en una mueca desafiante. A los treinta y ocho años, era un veterano curtido y malcarado de muchas campañas de los Trabajadores Industriales del Mundo en las que había sido pateado, secuestrado, a menudo encarcelado y a punto había estado de ir a parar al cadalso. Hacía poco se había roto el tobillo en un accidente de coche mientras provocaba disturbios en Minnesota, y había pasado las últimas semanas en una huelga en Bisbee (Arizona) que acabó con la deportación de cientos de trabajadores en vagones para ganado al desierto de Nuevo México. Con frecuencia alardeaba de estar dispuesto a ponerse frente a un pelotón de fusilamiento, y como inspiración, llevaba una petaca con cenizas del organizador wobbly Joe Hill, recientemente convertido en mártir.

La inestabilidad había empezado mucho antes de la llegada de Little a Butte. Durante los disturbios sindicales hacía tres años, un centro de reuniones del sindicato había sido dinamitado y habían enviado tropas federales, y a principios de junio de 1917, la ciudad sufrió una racha de tumultos, seguidos días después por el mayor desastre de la minería de roca dura en la historia americana. El 8 de junio se desató un incendio subterráneo en el pozo de Granite Mountain y al final dejó a su paso 163 muertos. Los quince mil mineros supervivientes fueron a la huelga, al tiempo que a fin de espiar e intimidar en nombre de la empresa minera llegaban a la ciudad docenas de detectives de Pinkerton y Brown junto con otros vigilantes bien armados.[1] Un joven agente de la oficina Pinkerton de Baltimore llamado Sam Hammett recordaría más adelante deambular por Butte aquel verano. Solía contar la historia de que había estado allí en 1917 y cómo le ofrecieron cinco mil dólares para matar al agitador wobbly Frank Little.

Cuando Little llegó a Butte durante la huelga más reciente a mediados de julio, el nuevo sindicato minero aún no contaba con reconocimiento ni afiliación. Él esperaba causar disturbios en el impasse y conseguir que los huelguistas se unieran a TIM. Aunque cojo y tuerto, Little era considerado un tipo peligroso cuando se registró en una pensión cerca de Finlander Hall, donde tenía que hablar al día siguiente. No decepcionó, denunció el esfuerzo bélico americano como una carnicería capitalista y llamó a los soldados de infantería camino de Europa «esquiroles de uniforme del Tío Sam». Sus comentarios no pasaron inadvertidos a los reporteros de los periódicos propiedad de la compañía de Butte, a quienes llamó «prostitutas de la prensa». En los días posteriores siguió inspirando y soliviantando, abogando por la revolución mundial y esquivando peticiones para que lo hicieran callar bajo la nueva ley de espionaje en tiempos de guerra. El fiscal del distrito federal de Montana, Burton K. Wheeler, hijo con criterio independiente de padres cuáqueros, decidió que las diatribas de Little contra la guerra quizá hubieran sido de mal gusto, pero no se le podía parar los pies legalmente. En lugar de ello, el día 1 de agosto de madrugada, un Cadillac negro con seis hombres enmascarados fue a por Little.

Aparcaron delante del número 316 de North Wyoming Street, una dirección que hoy es el acogedor Capri Inn, en la zona oeste de la ciudad. Uno de los hombres se quedó vigilando la calle mientras los otros cinco entraban en el edificio y forzaban la puerta de la habitación número 30, que estaba vacía. Eso despertó a la casera, que dormía en la habitación de al lado, a la que los desconocidos explicaron: «Somos agentes y hemos venido a por Frank Little».[2] Cuando les dijo que se habían equivocado de habitación, echaron abajo la puerta de la número 32, donde encontraron al agitador dormido con la pierna escayolada y en ropa interior. Antes de que Little tuviera ocasión de coger las muletas apoyadas en la cama lo habían atrapado, amordazado con una toalla y sacado a rastras del edificio. La casera llamó a la comisaría para explicar que unos agentes enmascarados acababan de llevarse a un hombre al que tenían intención de «deportar». El agente al teléfono no estaba al tanto de que el cuerpo de policía tuviera ningún asunto con Little y envió a tres hombres para que indagaran en ello.

Para entonces, los secuestradores habían atado a Little al parachoques trasero del coche y lo habían llevado a rastras una manzana, lo que le dejó en carne viva buena parte de las rodillas (como se vería en las morbosas fotografías). Los hombres lo izaron después para ahorcarlo del puente de caballetes del ferrocarril de Milwaukee al sur de la población, cerca de la fábrica de cerveza Centennial. Bien antes o bien después de que Little muriera, los asesinos le colgaron de la ropa interior un mensaje escrito en letras rojas:

¡QUE OTROS TOMEN NOTA!

¡PRIMER Y ÚLTIMO AVISO!

3-7-77

L -D-C-S-S-W-T

Los números 3-7-77, que posiblemente hacían referencia a las dimensiones estándar de una tumba, eran un famoso símbolo utilizado por los vigilantes encargados de hacer justicia en la frontera de Montana: un cartel con un ataúd pintado en la puerta de un hombre era una advertencia para que se fuera de la ciudad. (Aparecen incluso en la actualidad en las placas de la policía del estado de Montana).[3] Las letras al final del mensaje se interpretaron como las iniciales de los líderes sindicales a los que tenían intención de eliminar, con la L de Little rodeada con un círculo definitivo.

El 5 de agosto, tres mil personas acompañaron el ataúd de Frank Little hasta el cementerio de Mountain Meadow. Diez días después del asesinato, volvieron a entrar en Butte tropas federales (tal como hicieran en 1914). Ese otoño la huelga se desmoronó, y las tropas permanecieron allí hasta el final de la guerra, protegiendo la producción de cobre. Los asesinos, que la gente sospechaba habían sido contratados por la Compañía Minera Anaconda, nunca fueron localizados.

La historia de Frank Little y el soborno mortal se convirtió en una de las preferidas de Hammett, que por lo general obtenía la reacción de horror que buscaba. Lillian Hellman la oyó por primera vez no mucho después de conocer a Hammett en Hollywood en 1930, y años después dejó constancia del relato en sus memorias Scoundrel Time [Época de granujas]:

En los primeros meses después de conocerle, recuerdo estar sentada en una cama a su lado, oyéndole hablarme de sus tiempos de Pinkerton, cuando un directivo de la Compañía de Cobre Anaconda le ofreció cinco mil dólares por matar a Frank Little, el sindicalista. No conocía a Hammett lo bastante bien para apreciar la ira bajo la voz reposada, la amargura bajo la risa, conque dije: «No pudo hacerte una oferta así a menos que Pinkerton te hubiera enviado a reventar la huelga».

«Eso viene a resumirlo», contestó.

La idea de que había sido un rompehuelgas pareció ofender a Hellman por lo menos tanto como el importe letal del soborno, pero «a lo largo de los años —escribió—, repetiría esa oferta de soborno tantas veces que, conociéndolo ahora, llegué a creer que fue una suerte de momento clave en su vida. Le había otorgado a un hombre derecho a pensar que él cometería un asesinato».[4] Decidió que la historia no solo era cierta, sino que lo había marcado de manera permanente. «Creo que la convicción de Hammett de que vivía en un mundo corrupto se remonta a la fecha exacta del asesinato de Little».[5]

Aunque había visto corrupción en abundancia, lo más probable es que Hammett no hubiera llegado a ver nunca a Frank Little, ni vivo ni muerto, aparte de en las fotografías de su autopsia y su máscara mortuoria que se publicaron en la prensa esa funesta semana.[*] A primera vista, no parece muy probable que fueran a escoger a un hombre recién contratado por la oficina de Baltimore para asesinar a un líder wobbly; los agentes secretos de Pinkerton en Butte eran enviados sobre todo de las sucursales de Denver y Spokane; y la cifra (cinco mil dólares) resulta sospechosamente elevada, por mucho que hubieran encargado a Hammett hacer el trabajo solo. Little ya había sobrevivido a un intento de linchamiento, y Anaconda podía haber elegido entre docenas de matones a sueldo mejor cualificados para matarlo ese verano. La única persona que ofreció el trabajo a Hammett parece haber sido el propio Hammett, en un cuento de bar que mostraba todos los indicios de su estilo literario: introducirse en la historia solo lo suficiente para que resultara verosímil, no afirmando que hubiera tomado parte en el asesinato, sino embozando elegantemente su historia en aquella atmósfera.

Pero como Pinkerton, Hammett no necesitó ver ese conflicto en particular aquel verano para experimentar la brutalidad y la corrupción. Ya había hecho las veces de combatiente a sueldo en otras escaramuzas sindicales, aprendiendo de ellas que incluso cuando un cliente era deleznable, el detective debía lealtad antes que nada a su misión. Sin dudas, el relato del incidente de Little debía de evocar más de un trabajo suyo como rompehuelgas.

Mientras reunía material para sus memorias, Dashiell Hammett: A Daughter Remembers [Dashiell Hammett: Una hija recuerda] (2001), Jo Hammett recibió varias cajas de fotografías de familia, incluido un retrato de grupo, sin pie de foto, de su padre rodeado por un grupo de trabajadores de aspecto rudo en un apartadero del ferrocarril, uno de los hombres con sombrero de ala ancha blande una cachiporra.[6] Ella supone que la imagen, tomada posiblemente a finales de la década de los diez, es con toda probabilidad de un grupo de rompehuelgas de Pinkerton, contratados para zurrar a alguien con esas largas cachiporras o «trancas», un pequeño atisbo de las arduas tareas que la agencia enviaba a Hammett a desempeñar en aquellos primeros tiempos.

Más allá de su propia palabra, no hay pruebas de que Hammett estuviera en Butte en 1917, pero es posible que fuera allí en 1920, cuando trabajó durante varios meses en la oficina de Spokane y la Agencia Pinkerton fue contratada para librar otra batalla entre los mineros y la Compañía Anaconda.[*] Más adelante, viviendo ya en una de las ciudades más hermosas de América, situaría su primera novela en una ciudad minera sucia y violenta muy parecida a Butte, «una fea ciudad... ubicada en un feo desfiladero entre dos feas montañas que la minería había degradado por completo».[7]En Cosecha roja el detective arrasa buena parte de la ciudad para liberarla, usando técnicas de crispación y alboroto tomadas de agitadores como Frank Little.

Durante sus dos primeros años como Pinkerton, Hammett viajó a lo largo y ancho del Sur y el Medio Oeste, pero seguía viviendo con sus padres, su hermano y su hermana en Baltimore cuando, el 2 de abril de 1917, Woodrow Wilson pidió al Congreso que declarara la guerra a Alemania. En tanto que joven de más de veintiún años sin compromisos, Sam Hammett era elegible en la primera llamada nacional del 5 de junio al servicio militar. Quizá el reclutador que lo examinó en Baltimore viera con escepticismo la constitución esbelta del joven (anotando «delgado» en la ficha), pero le inspiró confianza su sólida experiencia laboral como «detective privado» de Pinkerton en Maryland.[*] Teniendo en cuenta la borrascosa relación que mantenía con su padre, es sorprendente que Hammett no se hubiera ido de casa mucho tiempo atrás, a menos que lo retuviera una combinación de necesidad económica y pereza elemental. Pero el 24 de junio de 1918, catorce meses después de que América hubiera entrado en la guerra, se despidió de Pinkerton e ingresó en el ejército.

Tenía veinticuatro años cuando se presentó como soldado raso en Camp Meade, un acantonamiento recién establecido en las afueras de Baltimore. Estaba a menos de treinta kilómetros de su familia, pero por fin se marchaba de casa. Aunque solo faltaban cinco meses para que se declarase el armisticio, el servicio militar afectaría tan radicalmente a Hammett como a Ernest Hemingway, que esa primavera había renunciado a su puesto de aprendiz de periodista en el Kansas City Star para unirse a los voluntarios de ambulancias de la Cruz Roja en Italia. Ambos pasarían buena parte de su guerra postrados en cama en el hospital. «No contribuí prácticamente nada a la victoria aliada —aseguró Hammett a un periodista—. Colgué el uniforme por culpa de la tuberculosis».

Un detective llamado Dashiell Hammet

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