Читать книгу Un detective llamado Dashiell Hammet - Nathan Ward - Страница 9
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ОглавлениеUN HOMBRE DE LA COMPAÑÍA
No conviene seguir a una persona por el otro lado de la calle, ni demasiado cerca, ni pararse cuando se para a hablar con un amigo; ni, cuando entra en una taberna o un comercio, entrar detrás, quedarse quieto hasta que salga y luego seguirlo de nuevo. Naturalmente, un «seguimiento» así se detectaría en quince minutos.
ALLAN PINKERTON[1]
Un Pinkerton bien adiestrado era capaz de seguirle la pista a alguien incluso en sueños, cuando podía descabezar alguno. Hasta drogado con láudano, el curtido agente de la Continental de Hammett recorre las docenas de calles americanas que ha visto a instancias de la agencia, nombres que Hammett probablemente exhumaba de su propia humilde experiencia: Gay Street y Mount Royal Avenue en Baltimore, Colfax Avenue en Denver, McKinney Avenue en Dallas. Como más adelante le explicaría encantado a su editor, Hammett parece haber sido un especialista en seguimientos desde el comienzo:
[Un] detective puede seguir a un hombre durante días y al final no tener más que una leve idea de los rasgos de ese hombre. Para quien lo sigue, detalles de su porte, la manera de llevar la ropa, la impresión general, los gestos característicos —todo ello visto desde atrás— son más importantes que los rostros. Se reconocen desde más lejos, y no requieren situarse delante del sujeto en ningún momento.[2]
Para los jóvenes especialistas en seguimientos que empezaban más o menos cuando lo hizo Sam Hammett, Pinkerton tenía folletos de empresa que explicaban el estilo de la casa para las distintas variantes de vigilancia, desde el seguimiento básico por la calle hasta la «comprobación ferroviaria»: «[los agentes] deben proveerse de un pretexto apropiado como el de ser vendedores».[3] Distintos folletos detallaban los métodos utilizados para robar en las cajas registradoras de tranvías, cómo examinar los baúles en los trenes o supervisar un economato del ferrocarril en busca de derroches, robos o manipulaciones.[4] Todos los detalles del aspecto de un Pinkerton estaban pensados a fondo, incluso su equipaje: «Un maletín suele servir el propósito de un desplazamiento diurno, pero ningún agente debe viajar en un coche cama sin un bolso o una maleta».[5]
En el relato de Hammett «¿Quién mató a Bob Teal?», un detective joven que va «por buen camino de adquirir experiencia» muere de un balazo después de solo dos años en la agencia. Hammett sobrevivió a su periodo de aprendizaje, y uno de los primeros hombres que le ayudaron a adquirir experiencia bien pudo ser su supervisor en la oficina de Baltimore, un experimentado Pinkerton a quien Hammett llamaría más adelante James o Jimmy Wright y en ocasiones concedería crédito como modelo para su ficticio agente de la Continental. Muchas biografías y tratados han mencionado la importancia de Wright en el desarrollo de Hammett como hombre y, al cabo, como escritor. El problema de este enfoque es que nadie ha hallado nunca prueba de la existencia del esquivo mentor Jimmy Wright. Parece haber pocas dudas de que Hammett aprendió muchas de sus aptitudes y códigos de conducta de detective mientras trabajaba en la oficina de Pinkerton en Baltimore, pero quizá Wright fuera una suerte de pista falsa, un personaje tan ficticio como Bob Teal.
De hecho, hacía tiempo que «James Wright» era un alias habitual entre los Pinkerton que trabajaban infiltrados.[6] El nombre en clave aparece ya en 1874, cuando un Pinkerton de San Luis (John Boyle) que viajaba como «el señor James Wright» acompañó a un antiguo capitán de policía de Chicago (Louis J. Lull) que se hacía llamar W. J. Allen (haciéndose eco del apodo en tiempos de guerra de Allan Pinkerton). Con un agente de la ley local como guía, los dos Pinkerton se hicieron pasar por prospectores de terrenos mientras perseguían a los hermanos Younger en Misuri el mismo mes que el agente J. W. Whicher fue asesinado allí por la banda de James y Younger. Los Younger estaban en una granja en el condado de St. Clair, vigilando desde el desván, cuando se fijaron en que tres forasteros bien armados pasaban por la carretera rural. Espoleando las monturas, los Younger dieron alcance a James Wright y sus dos colegas. Cuando desenfundaron las armas, Wright se lanzó al galope, pero mientras se alejaba hasta perderse de vista, los Younger le arrebataron el arma de un tiro.[*] Dejó a los otros dos hombres atrás para que se enfrentaran a los hermanos; uno de ellos, Lull, sacó un Smith & Wesson oculto y antes de ser alcanzado él mismo, le pegó un tiro en el cuello a John Younger. En el altercado murieron Younger y Ed Daniels, ayudante del sheriff y guía del agente, pero Lull consiguió salir de allí y siguió con vida el tiempo suficiente para ofrecer antes de morir una declaración jurada del duelo.
«James Wright» siguió con vida para cabalgar otro día en nombre de Pinkerton.
Como detective, igual que su agente, Hammett era un hombre de la compañía, un soldado raso en un ejército dedicado a la investigación. Durante la época de Hammett, un agente operativo podía ver todo un caso de principio a fin o meramente retazos, pues la Agencia Pinkerton hacía rotar a docenas de agentes regionales según los fuera necesitando. «El noventa y nueve por ciento del trabajo de un detective consiste en reunir los detalles con paciencia, y debe conseguirlos de primera mano en la medida de lo posible», dice el agente del cuento de Hammett «Una hora».
Los informes operativos tenían como fin mostrar a los clientes todo el trabajo de investigación que se llevaba a cabo a cambio de la tarifa que pagaban. Como los artículos de prensa, los informes captaban el «quién, qué, cuándo y dónde», reservando las caracterizaciones más extensas para los memorandos de oficina como este esbozo de 1901 del ladrón de una oficina de correos: «“Figgsey” Lyons lleva un tiempo viviendo en Newark y se le puede encontrar cualquier día en la Biblioteca Municipal de Newark, leyendo el Cincinnati Inquirer en busca de noticias de actividades delictivas en el Oeste».[7]
Los archivos Pinkerton de la Biblioteca del Congreso se encuentran en el Edificio Madison, cerca del Capitolio, y albergan sesenta mil documentos y varios cientos de cajas de informes operativos junto con los registros de empleados de la agencia, memorandos de los sueldos de los agentes operativos, libros de claves, telegramas a clientes, folletos sobre los primeros dispositivos de escucha (el «Detecti-Fone» de la agencia Burns) o el «Registro de Fotos» patentado por Pinkerton (1917), un dispositivo giratorio que los organismos policiales podían comprar y llenar con miles de fotografías de los delincuentes más recientes.
Pese al inmenso tesoro que son esos archivos, en ellos no se ha identificado ningún escrito de Hammett; sus informes o bien fueron entregados anónimamente a las compañías que eran sus clientes o bien se perdieron por causa del fuego o el paso del tiempo. Por desgracia, también falta todo el material de las oficinas donde más tiempo trabajó, las de Baltimore y San Francisco, y al ser donada la colección se incluyeron escasos informes poco favorecedores de casos relacionados con boicoteos de huelgas. (Estas purgas pudieron hacerse en la década de los treinta, cuando bajo la nueva ley nacional de relaciones laborales, a la agencia le preocupaba tener que presentarse ante el Congreso por reventar huelgas).
Pero basta dedicar una hora a hojear los informes de otros agentes para hacerse una buena idea de las experiencias y el formato que permitieron adiestrarse a Hammett como escritor. Los detalles generales de la vida de un típico Pinkerton se pueden apreciar en muchas cartas y directivas de las oficinas de Nueva York y Chicago (los de esta última a pesar del gran incendio de Chicago) y la memorable documentación de agentes que trabajaban en las sucursales de Kansas City, Pittsburgh o Spokane, donde hay información suficiente para dejar claro lo que se esperaba de la jornada de Hammett.[*]
Se advertía a los Pinkerton que no empezaran a investigar un caso sobre la base de una teoría precipitada, y sus informes debían ser escritos de acuerdo con cierto estándar de discreción, ofreciendo un abanico de maleantes descritos sin florituras, con un estilo sorprendentemente ligero, aunque a menudo su trabajo era revisado antes de entregárselo al cliente.
Más o menos como la mesa de corrección de la sección de sucesos de un periódico puliría las declaraciones de testigos enviadas por los «reporteros», por rutina los supervisores de Pinkerton hacían las veces de editores, revisando los informes de los agentes para adaptarlos al gusto de los clientes. Como explicó Hammett: «En una ocasión, un oficial de detectives en San Francisco cambió en un informe mío “voraz” por “veraz” aduciendo que quizá el cliente no entendiera lo primero. Unos días después, en otro informe, por la misma razón “simular” se convirtió en “apresurar”». No es de extrañar que un autor que más adelante se enorgullecería de colarles a sus editores retazos de argot callejero con olor a autenticidad hubiera empezado aprendiendo a perfeccionar sus informes para los clientes de Pinkerton. En Cosecha roja, su agente de la Continental se queja de tener que retocar los informes operativos para su jefe chapado a la antigua: «Para el caso, podría haberme ahorrado el trabajo y el sudor invertidos en intentar que mis informes resultaran inocuos. No le dieron el pego al Viejo. Me montó una bronca de mil diablos».
Un famoso caso concreto de asesinato justo antes de la Primera Guerra Mundial pone de manifiesto la amplia variedad de labores de investigación que podía llevar a cabo la agencia y la clase de trabajo de seguimiento que se esperaba de la jornada de trabajo de Hammett. Como agente, Hammett cumplió precisamente esa clase de misiones: vigilar el compartimento en un coche cama de un acaudalado caballero durante la noche, darle propina a un portero para que recogiera un telegrama de la papelera de un sujeto, dar palique a caseras chismosas o vigilar el sendero de acceso del sospechoso de haber cometido un robo que fue lo bastante estúpido para volver a casa. Se dedicaban meses y años a agudizar costumbres de observación recelosa. Combinando múltiples informes operativos, la investigación del asesinato de Rice constituye una interesante historia policiaca por derecho propio.
William Lowe Rice era un exitoso abogado empresarial que vivía en una elegante urbanización que él mismo había ayudado a construir, Cleveland Heights. Era un hombre atlético de cerca de cincuenta años cuyas esposa e hijas se habían trasladado antes que él a la casa de veraneo de la familia en Cape Cod. La noche del viernes 5 de agosto de 1910, después de jugar nueve hoyos en el Club de Golf Euclid y cenar y tomar allí unas copas con unos amigos hasta eso de las diez y media, emprendió el trayecto de regreso de unos quinientos metros por Overlook Road hasta su casa colonial de ladrillo con columnas, Lowe Ridge. Por el camino, Rice se encontró con varios hombres bajo una farola que, según la descripción de otros, tenían el pelo oscuro y rizado y llevaban sombreros de fieltro.
Se produjo un altercado y unos minutos después, cuando dos automóviles se detuvieron para ver qué le ocurría a la figura tendida al lado de la carretera, el abogado yacía agonizante. Todavía llevaba sus joyas y más de cien dólares en efectivo; el cuerpo presentaba cortes, magulladuras y heridas de bala; a su lado había una navaja de oro abierta, como si se hubiera librado una pelea a navajazos. (Su panamá también se encontró cerca, con dos orificios de bala). Dos médicos que habían salido en coche con sus esposas llevaron a Rice al hospital, donde falleció sin pronunciar palabra. El socio del bufete de Rice envió entonces un telegrama a un supervisor de Pinkerton: HAGA EL FAVOR DE ENVIAR EN EL PRIMER TREN A SU MEJOR Y MÁS EXPERIMENTADO AGENTE PARA QUE SE ENCARGUE DEL CASO RICE. NO UN HOMBRE NORMAL, SINO ALGUIEN ACOSTUMBRADO A CASOS ASÍ.
Los agentes entrevistaron a empleados del tranvía que quizá hubieran visto al asesino cubierto de sangre en las horas posteriores a la muerte de William Rice. «Alcanzo a verlo como si fuera una fotografía —recordaba un guardafrenos—. Estaba sentado en el lado sur del vagón en el coche de fumar justo detrás de mí, con la cabeza apoyada en la mano».[8] Al descubrir que justo antes del asesinato de Rice habían visto en la carretera a unos hombres morenos de aspecto «extranjero», Pinkerton envió a sus propios agentes sicilianos a alquilar habitaciones en pensiones italianas.
El 7 de agosto, día y medio después del crimen, el agente operativo C. Y. Riddle llegó a Cleveland Heights con aire triunfal: «Me apeé de un coche Euclid de alquiler en Lake View y recorrí Mayfield Road, conocida como Little Italy, hasta Overlook Road y el escenario del asesinato». Riddle, un agente experimentado como los que más adelante describiría Hammett, inspeccionó con frialdad pruebas que resultarían irrelevantes, incluso un pañuelo ensangrentado:
El pañuelo es más bien barato, con ribete azul y blanco, pero las manchas parecen antiguas, como si la lluvia lo hubiera mojado desde que estaba allí. También encontré un pedazo de cuello duro de una camisa negra a rayas hecha jirones. Había sido medio arrancado y desgajado de la camisa y en la parte dura llevaba las letras «Ben», pero era muy viejo para haber pertenecido a nadie relacionado con este crimen.[9]
Después de hurgar a puntapiés entre unos arbustos, unos cincuenta metros al oeste de donde había fallecido Rice, Riddle descubrió un saco de arpillera con siete gallinas muertas. Examinando el saco, se fijó en un anillo de cobre en la pata de un ave del gallinero de uno de los vecinos de Rice.
El hallazgo de las gallinas muertas llevó a los Pinkerton a conjeturar que los asesinos eran un grupo de trabajadores italianos que habían ido a robar gallinas para la fiesta próxima de San Giuseppe cuando Rice los descubrió, lo que dio pie a una pelea fatal. Para determinar su procedencia, los agentes llevaron el saco de arpillera por comercios de artículos de confección. Pero teniendo en cuenta la riqueza y la impresionante colección de enemigos de Rice, había a quien la teoría de los ladrones de gallinas le parecía una muerte demasiado fortuita y miserable, sobre todo a la familia de Rice. Cuando durante la investigación salió a relucir que otro de sus vecinos, John Hartness Brown, había aparecido en el escenario del crimen instantes después del asesinato y había ayudado sin mediar explicación a cargar el cuerpo de Rice en el coche del médico, pasó a ser un sospechoso más adecuado.
Empezaron a ser motivo de cotilleos la rivalidad y las rencillas profesionales entre Brown y Rice, así que dos semanas después del crimen, la noche del sábado 20 de agosto de 1910, el agente operativo de Pinkerton J. V. O’Neill siguió a Brown, un hombre corpulento y de cara colorada, de unos cuarenta y cinco años y de un metro ochenta de estatura, en un tren nocturno de Cleveland a Boston:
Durante la noche vigilé de cerca el compartimento del señor Brown a la expectativa de que se bajara del tren. Sin embargo, no lo vi hasta después de que el tren hubiera salido de Albany (N. Y.). Entonces se levantó, se aseó y desayunó en el vagón comedor... Interrogué al revisor con la intención de cerciorarme del destino del señor Brown.[10]
En Springfield, Brown envió un telegrama informando a alguien de cuándo llegaría a Boston. El agente O’Neill averiguó por medio del mozo de estación que Brown había enviado otro telegrama anunciando que estaría en el Hotel Touraine, y luego sustituyó el otro mensaje. Cuando el tren se detuvo en Worcester (Massachusetts), otros dos Pinkerton subieron al vagón con instrucciones de buscar a un hombre de cara rubicunda con gafas y sombrero de paja con cinta. O’Neill señaló al sujeto, y el agente operativo C. B. Patterson comenzó su guardia:
El tren llegó a Boston a las 11.50 de la mañana y Brown, con una maleta negra, un bolso negro y otro bulto como un baúl de viaje, subió a un taxi en South Station, fue al Hotel Touraine y se registró a las 12.05.[11]
Después de pedir que hicieran un envío de licor a Rockland (Maine), Brown regresó a su hotel con otro hombre que llevaba sombrero de paja y traje gris, y antes de abandonar Boston en el tren nocturno a Rockland, dio comienzo una compleja serie de maniobras, como si se hubiera dado cuenta de que lo seguían. La investigación volvió a centrarse en los ladrones de gallinas.
Al final, en el caso Rice se halló un arma homicida —la maleabilidad de una bala recuperada había sugerido que era de fabricación extranjera—, y en el transcurso de los meses siguientes, por medio del seguimiento constante de las esposas de los sospechosos, rastrearon la pista de dos individuos, Vincenzo Pelato y Pietro Tomasello, hasta Brooklyn (Nueva York) y Black Diamond (California).
Pelato fue el primero que se vino abajo, culpando de los disparos a Tomasello, que fue interrogado durante ocho horas en febrero de 1912 en la penitenciaría de Columbus (Ohio). Tras poner en evidencia todas las excusas del sospechoso, a las cinco en punto de la tarde Francis Dimaio, el superintendente de Pinkerton que había llevado a cabo la detención tras dedicar dos años al caso Rice, mostró el pistolón extranjero con el que le habían disparado a William Rice. «¿Cuándo fue la última vez que vio esto?», le preguntó Dimaio a Tomasello, que se derrumbó en medio de un «ataque de histeria», según los testigos, hasta que el médico de la cárcel tuvo que calmarlo con una «poción somnífera».
Antes de que se pudieran presentar cargos por homicidio, los hombres fueron condenados por robo. Nunca se demostró ante los tribunales si el vecino de Rice, William Hartness Brown, había contratado a los asesinos o si Rice murió simplemente enfrentándose a una banda de ladrones de gallinas.[*] (Brown sobrellevó el recelo de la opinión pública y se mudó a Inglaterra). Pero hacia el final de su vida, con casi noventa años, Dimaio esclareció el asunto cuando escribió a sus antiguos colegas de la agencia sobre la autoría real del asesinato:
[El detective del condado] Doran y yo seguimos la pista [del saco] hasta una tienda de piensos en East Cleveland, donde nos dijeron que el saco en cuestión se les había enviado a los hermanos Sciarabba... Cuando fuimos a buscarlos, averigüé por medio de un informador italiano, un vecino de los hermanos Sciarabba, que fueron ellos quienes dispararon contra el abogado Rice, pero se habían ido de la ciudad y estaban por entonces en Brasil.[12]
Uno de los Sciarabba había disparado mientras Rice forcejeaba y cruzaba navajazos con su primer agresor. Pero como no había tratado de extradición con Brasil, procesaron a los dos testigos del asesinato (Pelato y Tomasello), que al final fueron excarcelados pese a haber confesado.
Más allá del fracaso colectivo de todos aquellos esforzados Pinkerton, es interesante ver lo familiar que resulta el estilo de esos informes gracias al estilo de Hammett que inspirarían: subir a tranvías en marcha, vigilar casas, interrogar a vecinos, giros en falso que aun así parecen impulsar el caso, fallos en la investigación que aportan realismo. Antes de poder escribir los cuentos de su agente de ficción, Hammett leyó y presentó en el trabajo infinidad de memorandos semejantes. «Gracias a mi habilidad para escribir informes satisfactorios y convincentes —dijo—, mi reputación siempre fue un poco mejor de lo que merecía».[13]