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INTRODUCCIÓN Por qué transformar nuestro modo de producción y consumo es la mejor forma de prevenir la próxima pandemia
Оглавление2020 será recordado como el año de la pandemia. Nos encontrábamos ultimando los detalles de este libro cuando nos estalló entre las manos la emergencia provocada por el coronavirus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad Covid-19. Nuestros planes, como los de millones de personas en todo el mundo, fueron cancelados o postergados mientras nos sumíamos en un tiempo de incertidumbre en el que seguimos inmersas en el momento de escribir estas líneas. La pandemia puso en jaque a la civilización tal y como la conocemos, porque, como recordó el filósofo Santiago Alba Rico, nos llevó a una recaída en el cuerpo, es decir, a recordar que somos un cuerpo y, por tanto, somos vulnerables, y estamos expuestas a las consecuencias de nuestros actos.
En el momento que escribimos existen todavía muchos interrogantes acerca del origen de la pandemia, y es pronto para entender cómo afectará la crisis sanitaria a las cadenas globales de producción y distribución; por eso no incluimos esa variable en los análisis de los productos que compila este volumen. Sin embargo, la pandemia ha desvelado algunas cuestiones que son sistémicas, como el vínculo directo entre la degradación de los ecosistemas que impone el sistema y las afectaciones a nuestra salud. En otras palabras: nuestro modo de producción, distribución y consumo, y en especial el sistema agroindustrial global, está probablemente detrás de esta pandemia y, si no hacemos nada por cambiar las estructuras globales, muy pronto podríamos enfrentarnos a otra catástrofe similar, o más mortífera. La aparición de la Covid-19 no tiene nada, como nos han querido hacer creer, de cisne negro —esto es, de incidente inesperado—: en realidad, los científicos llevaban años advirtiendo de que la destrucción de ecosistemas y la pérdida de biodiversidad habilita el surgimiento de enfermedades zoonóticas (es decir, que saltan de otras especies animales a humanos), como ya tuvimos ocasión de ver con anteriores versiones del SARS, con el virus del ébola y otros. (1) La propia Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en septiembre de 2019 de que nos enfrentábamos «a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio». La llamaron «enfermedad X», y hay quien cree que, en efecto, está por llegar un virus mucho más mortífero que el que hoy ha puesto en jaque al mundo tal y como lo conocíamos.
Como acostumbra a suceder, este tipo de mensajes prefieren ser ignorados, porque escuchar las evidencias científicas y tomárselas en serio implicaría abandonar las excusas y emprender realmente una transición ecosocial que nos permita virar hacia un vínculo sustentable con nuestro entorno. Para ello sería fundamental una transformación radical del sistema agroalimentario industrial: de un lado, una industria cárnica globalizada que maltrata a los animales, los hacina y deja su sistema inmune a merced de enfermedades que tienen altas posibilidades de saltar a la especie humana, como ya han demostrado varias crisis sanitarias precedentes; de otro lado, el agronegocio basado en monocultivos. Según una publicación científica de 2015, (2) si se cuantifican las causas de las enfermedades zoonóticas, un 31% tiene que ver con la deforestación y cambios de uso del suelo —y, dice la FAO, el 70% de la deforestación es consecuencia de la expansión de la frontera del agronegocio—, un 15% apunta directamente a la agricultura industrial y un 2% a las transformaciones en la industria alimenticia. Otro 13% tiene que ver con el comercio y transporte internacional, y aquí de nuevo influye el funcionamiento derrochador del sistema agroalimentario, pues los alimentos que se consumen en el Estado español recorren una media de 6.000 kilómetros hasta llegar a nuestro plato, pese a que muchos de ellos podrían cosecharse en el territorio español.
Además, el sistema agroalimentario nos afecta de un segundo modo en tiempos de pandemia: la sustitución paulatina de productos frescos por ultraprocesados, así como la producción con agrotóxicos de alimentos que tienen cada vez menos nutrientes, nos hace más vulnerables a la pandemia: porque nuestro sistema inmune está debilitado, y porque la dieta a base de ultraprocesados y comida basura es causante de algunas de las enfermedades —como la obesidad y la diabetes— que constituyen mayor riesgo para quienes contraigan la Covid-19. Pero es que, además, el sistema agroalimentario está también detrás —sobre todo, debido a la deforestación y el transporte transcontinental de alimentos— del cambio climático, que tiene como consecuencia el deshielo de glaciares y permafrost y, con ello, implica el riesgo de que aparezcan nuevos virus y patógenos que hasta el momento estaban desactivados.
¿Qué tiene esto que ver con el libro que la lectora tiene entre las manos? Todo. Este libro sintetiza el trabajo de años de investigación del colectivo Carro de Combate, en el que hemos diseccionado una veintena de productos y sectores para visibilizar el reguero de consecuencias socioambientales que dejan a su paso las mercancías que consumimos. En El capital, obra más citada que leída que aún aporta un entendimiento del funcionamiento del sistema económico en que estamos inmersos, Karl Marx describió la mercancía como algo «endemoniado», un fetiche que tiene la particularidad de ocultar las relaciones sociales que hicieron posible la fabricación y distribución de esa mercancía. Al hablar del fetiche de la mercancía, Marx nos alertaba de que, dentro del sistema capitalista, se invisibilizan las relaciones laborales de explotación que requiere la maquinaria del sistema para asegurar la reproducción de la ganancia. Nos olvidamos de que somos interdependientes.
Pues bien: la pandemia ha venido a recordarnos no solo que somos interdependientes, sino que lo somos más que nunca en la historia de la humanidad, y que la enorme complejidad de nuestra economía nos hace más vulnerables, porque la mayor parte de los productos que consumimos requieren la participación y el trabajo coordinado de muchas personas de varias esquinas del planeta, así como la explotación de los ecosistemas de lugares lejanos. Todo ello, respondiendo a estructuras de poder neocoloniales que, grosso modo, pueden resumirse así: extraemos materias primas en América Latina y África, para que se manufacturen en Asia, se envíen para su consumo en los países del Norte global, y los desechos que se generan de ese consumo, en muchos casos, vuelven al Sur, como sucede con los vertederos tecnológicos en África o Asia.
Nuestro modo de producción, distribución y consumo deja un puñado de ganadores y una gran masa de perdedores, genera amplias dosis de sufrimiento y está llevando a los ecosistemas, de cuyo adecuado funcionamiento depende nuestra propia supervivencia como especie, al borde del colapso. Nos han dicho que la humanidad estaba en guerra contra el virus causante de la Covid-19: no es así. La verdadera guerra, la que lleva un par de siglos en curso, es la del capital contra la vida. Y nuestros gestos cotidianos de consumo o bien son cómplices con ese sistema, o son disidentes: está en nuestra mano elegir, aunque evidentemente no todas las personas tienen la misma capacidad de elección. En las páginas que siguen, pretendemos ilustrar este proceso sistémico detallando el ciclo de vida de diversos productos que forman parte de nuestra cesta de la compra habitual; pero antes de adentrarnos en ello, quisiéramos contaros brevemente cómo nació este proyecto al que llamamos Carro de Combate.
Metabolismo ecosocial y el consumo como acto político
El 1 de mayo de 2012, Día del Trabajo, se publicó el primer artículo del blog Carro de Combate. La idea había surgido unos meses atrás, cuando dos periodistas freelance, que trabajábamos cada una en una esquina del mundo, nos dimos cuenta de que ambas estábamos escribiendo sobre temas muy similares, como el trabajo esclavo, y que podríamos sumar esfuerzos y emprender una andadura común: Laura Villadiego, desde Camboya y después Tailandia; Nazaret Castro, desde Brasil y ahora Argentina. Nuestro objetivo era ofrecer información sobre las condiciones laborales de quienes fabrican los objetos que consumimos; pero pronto entendimos que los ciclos de vida de los productos son mucho más complejos y cada una de esas fases es determinante.
Algunos autores, basándose en las premisas marxistas, lo han llamado metabolismo socioeconómico o, aún mejor, metabolismo ecosocial. La idea es que nuestra economía funciona de una manera semejante a nuestro aparato digestivo, e incluye cinco fases: extracción de materias primas, producción o manufactura, distribución o circulación, consumo y fase de excreción o desechos. En el sistema capitalista, patriarcal y colonial en el que vivimos, cada una de esas fases está orientada a la maximización de la ganancia: es decir, a que los empresarios ganen el máximo posible. ¿Y cómo lo hacen? De una forma un tanto cínica, o al menos eufemística, se ha llamado «externalidades» a aquellas consecuencias de la actividad económica que no están incluidas en los balances contables. (3) Todo aquello que no pagan la empresa ni el consumidor, pero que alguien paga, ajeno a esa transacción. Después de analizar los productos que reúne este volumen, concluimos que esas grandes empresas que controlan el mundo dejarían de ser rentables si incluyeran en sus balances tales externalidades negativas: es decir, si pagasen salarios dignos, si protegieran el medio ambiente y, también, si no contaran con los subsidios directos e indirectos que reciben de los Estados, principalmente derivados del hecho de que pagan muy pocos impuestos.
La primera investigación con profundidad que realizamos se centró en la industria del azúcar y dio origen a nuestro primer libro, autoeditado y publicado el 1 de mayo de 2013: Amarga dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar. Ya entonces entendimos que nuestro trabajo de investigación encontraría una enorme dificultad para trazar el origen de los productos: las empresas suelen ser muy opacas, y las cadenas de producción son cada vez más complejas. Desde los años 70 del siglo pasado, cuando se consolidó lo que podríamos llamar la fase neoliberal y globalizada del modo de producción capitalista, se ha emprendido un paulatino proceso de deslocalización de la producción que ha llevado a que la mayor parte de las multinacionales tercericen su producción. El textil es un claro ejemplo: ni Inditex, ni Nike ni ninguna otra gran marca de moda y calzado posee talleres propios, o posee muy pocos; la inmensa parte de su producción la compran a talleres, muchas veces clandestinos, ubicados en países del Sur global. Con ello, no solo se garantizan pagar salarios más bajos, sino que se ahorran rendir cuentas sobre las consecuencias que genera su lucrativa actividad. Si en el textil es una vieja conocida, también nos encontramos semejante falta de transparencia en muchos de los productos que fuimos investigando en nuestros Informes de Combate, que confeccionamos desde 2013 —siempre gracias a los donativos de nuestros mecenas, que siguen siendo nuestra única fuente de financiación— y que fueron germinando en el libro que tenéis entre vuestras manos, que se publicó en 2014 y que aparece, seis años después, en una segunda edición revisada y actualizada.
En estos seis años, algunas tendencias que denunciábamos en el libro se han acentuado: varios sectores de la economía están cada vez más oligopolizados, esto es, en manos de empresas que concentran cada vez más poder. Al revisar y actualizar los datos, nos sorprendió ver, por ejemplo, que la fortuna del dueño de Inditex, Amancio Ortega, pasó en estos años de 43.000 millones de euros a 63.000 millones, según los cálculos de Forbes. Según un informe de Oxfam publicado en enero de 2020, los 2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4.600 millones de personas, es decir, que el 60% de la población mundial. Año tras año vemos cifras de desigualdad cada vez más obscenas, mientras los científicos alertan de que se nos acaba el tiempo para revertir la emergencia climática, sin que nuestros gobernantes parezcan cerca de llegar a una solución en las sucesivas cumbres climáticas. Pero también hemos visto llamadas a la esperanza: como el movimiento juvenil que, de la mano de Greta Thunberg, comienza a decir alto y claro que las nuevas generaciones no están dispuestas a pagar los platos rotos de nuestra irresponsabilidad. O la efervescencia de los feminismos, que colocan en el centro la vida y los cuidados, y así nos aportan claves para pensar cómo construir sociedades postcapitalistas.
También nosotras hemos cambiado. Aumentó la familia, con la incorporación de Aurora Moreno en 2015 y de Brenda Chávez en 2018; y, en estos años, hemos investigado con profundidad el modelo de los monocultivos propio del agronegocio, (4) lo que nos ha permitido entender mucho mejor cómo funciona el actual sistema agroalimentario. Y cómo funciona el mundo, y ese sistema de dominación disfrazado de doctrina económica que es el capitalismo. Pues, como dice una frase atribuida a Henry Kissinger: «Controla el petróleo y controlarás a las naciones; controla los alimentos y controlarás a los pueblos».
La deslocalización de la producción y la complejidad de las cadenas globales han hecho que la fetichización de la mercancía y la invisibilización de las relaciones sociales que implica nuestro consumo sea mayor que nunca. Quien repone su iPad antes incluso de la temprana fecha de caducidad que impone la obsolescencia programada probablemente ignora que la fabricación de ese gadget requiere no solo la mano de obra sobreexplotada de trabajadores en el Sudeste asiático, sino también la extracción de minerales escasos que provocan guerras en África. La palma de aceite de la chocolatina de Nestlé que compro en el supermercado de la esquina provoca deforestación, pérdida de biodiversidad y desplazamiento de comunidades indígenas a diez mil kilómetros de casa. Las «externalidades» de las mercancías que compramos se sufren a menudo muy lejos del punto de compra, lo que las oculta aún más; pero ahí están. Y la Covid-19 ha evidenciado que nos afectan de forma mucho más directa de lo que hubiésemos pensado.
Carro de Combate nació de una intuición que después fuimos convirtiendo en convicción: si nuestros actos de consumo generan consecuencias en cuerpos y ecosistemas, entonces consumir es un acto político; y si esto es así, la primera batalla es la de la información, porque un consumo crítico y consciente requiere de un conocimiento acerca de las consecuencias de los circuitos convencionales de producción y distribución, así como la divulgación de las alternativas que ya existen y, de hecho, emergen continuamente. Estos temas aparecen de vez en cuando en los medios de comunicación hegemónicos, pero normalmente aparecen como casos aislados, que impiden ver el cuadro completo, y entender que, por ejemplo, cuando decimos que Adidas no respeta los derechos de las personas que fabrican sus zapatillas, no se trata de una excepción, sino de la regla de funcionamiento con la que operan la práctica totalidad de las grandes empresas del sector.
La primera batalla es la de la información porque, además, la gran victoria del sistema capitalista ha sido la victoria cultural: habernos hecho creer que no hay alternativa: There is no alternative, dijo una de las líderes ideológicas del modelo neoliberal, Margaret Thatcher. Y fue también la Dama de Hierro quien nos dejó una frase que describe muy bien el penetrante funcionamiento del neoliberalismo: «La economía es el método; el objetivo son las almas».
Para llegar a nuestras almas, la publicidad ha sido la estrategia fundamental de un sistema que necesita de la creciente y constante acumulación del capital. La ideología del consumo o, diría el filósofo francés Gilles Lipovetsky, del hiperconsumo. Hoy, la estrategia publicitaria, basada cada vez más en el big data, logra personalizar los mensajes comerciales a partir de los datos que dejamos constantemente en nuestros dispositivos.
Sin embargo, pese al silencio cómplice de los medios de comunicación hegemónicos y al creciente poder de las empresas tecnológicas, algo está cambiando. Nosotras pudimos comprobarlo con la buena acogida de nuestras investigaciones: cada vez más gente entiende la necesidad de un cambio, que la pandemia muestra mucho más urgente de lo que muchos querían creer. Cada vez más personas quieren saber lo que hay detrás del engranaje del sistema, y buscan alternativas que no solo comportan la posibilidad de un mundo más justo, sino también, más feliz. Porque el sistema agroalimentario global nos alimenta cada vez peor, y el hiperconsumo generalizado nos ha hecho más infelices, así como el exceso de pantallas interconectadas nos hace sentir más solos. La ideología del tanto tienes, tanto vales; la eterna promesa de que seremos más felices si nos compramos el último modelo de teléfono móvil, o aquellas zapatillas de marca, o esas vacaciones en el Caribe. Bajo el capitalismo, no importa ser, sino tener, como describió Erich Fromm en su célebre ensayo ¿Tener o ser? Los griegos lo llamaban pleonexia, y Platón lo consideraba una enfermedad: el apetito insaciable de cosas materiales.
Un sistema despilfarrador
La destrucción de los ecosistemas no para de crecer, al mismo e insoportable ritmo que la desigualdad global. El orden neoliberal hace retroceder lo público, mercantiliza los bienes comunes, convierte cada sector de la economía en un oligopolio en manos de cada vez menos empresas, y más poderosas, que cuentan en muchos casos con un historial deleznable en cuanto a derechos humanos: Coca Cola, Nestlé, Nike, Bayer-Monsanto, Enel Endesa, Repsol y tantas otras. Aunque resistamos al embate publicitario, la obsolescencia programada —o la percibida, la que nos hace comprar por moda— nos obligará a cambiar de teléfono o adquirir un jersey nuevo antes de lo necesario, y si queremos reparar un electrodoméstico o un zapato, nos encontraremos con que repararlo sale más caro que comprar uno nuevo, lo que es el colmo del absurdo. Porque este sistema económico pretende ser el más eficiente, pero lo es solo en términos del lucro que genera para un puñado de millonarios; es, en realidad, enormemente despilfarrador si, en lugar de hacer los cálculos en dólares, los hacemos en términos de flujos de energía y materiales. Es lo que vienen haciendo los autores de la Economía Ecológica y de la Ecología Política, que nos recuerdan que no podemos seguir comportándonos como si tuviéramos un planeta de repuesto: tras dos siglos de economía subsidiada por el petróleo y de extracción de todo tipo de materias primas —incluyendo la fertilidad de la tierra—, ya no vivimos en un planeta abundante y deberemos ajustar nuestra actividad económica a los recursos de los que ahora disponemos.
Un problema de base es haber confundido valor y precio, y valorar en términos exclusivos de rentabilidad. Ocurre que los precios reflejan cada vez menos el valor del trabajo y de las materias primas de las mercancías: todo ello ha sido externalizado, y la empresa termina llevando ese producto a los estantes de los grandes almacenes pensando en lo que el comprador está dispuesto a pagar. Los economistas ecológicos han calculado algunos de esos costes, aunque insistiendo en que hay valores incalculables, inconmensurables. Porque, ¿qué precio le ponemos a la contaminación del agua que provoca una mina de cobre? ¿Cuántos dólares o euros supone la pérdida de nutrientes de la tierra como consecuencia del monocultivo de soja o caña de azúcar? ¿Cuánto le cuesta a la humanidad el transporte marítimo de mercancías, si sumamos las consecuencias de la contaminación de los mares y los diversos efectos de la extracción de los hidrocarburos? Por más que se empeñe el mercado, la naturaleza no tiene precio, y sí un valor incalculable. Algo sí es seguro: no tiene sentido producir a diez mil kilómetros de distancia de donde se va a consumir. Dicen que es más barato, más rentable, pero solo es así porque alguien paga la parte del precio que nosotros no pagamos; y entre ese «alguien» están las generaciones futuras, los seres humanos no nacidos —y las especies no humanas—, que podrían enfrentarse a una existencia mucho menos placentera que la nuestra después de que hayamos esquilmado todos los recursos a nuestro alcance.
Un buen diagnóstico solo es posible pensando de forma integral, e incorporando en la misma reflexión la sustentabilidad ambiental y la justicia social.
Última llamada
En este contexto, creemos necesario y urgente promover un cambio. Para Carro de Combate, las soluciones locales deben combinarse con planteamientos globales, y, aunque son muchas las perspectivas y posibilidades de lucha ciudadana, nosotras proponemos una: el consumo como acto político. En una sociedad donde los poderes fácticos en gran medida han reducido a los ciudadanos a consumidores, qué hacemos con nuestro dinero se ha convertido en una de las vías más evidentes de intervención en el mundo. Cada vez más gente entiende que nuestras pautas de consumo irresponsables nos hacen cómplices y que, aunque no sea fácil, siempre tenemos un cierto margen de libertad, pues hay opciones mejores que otras, y entender eso, que cada gesto cuenta, es el primer motor del cambio.
«Cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales», escribe el filósofo brasileño Euclides André Mance. Del mismo modo, cada acto de consumo puede ser una forma de activismo que nos lleve hacia un mundo más justo, más humano, y también que, en lugar de alienarnos, nos ayude a desarrollar nuestras capacidades. Pero no porque vayamos a cambiar el mundo con esos pequeños gestos individuales; sino porque entender el consumo como un acto político nos hace más conscientes de la necesidad de emprender cambios colectivos para pisar el freno de un sistema que nos ha llevado a un mundo socialmente injusto y ambientalmente insostenible. Se trata, entonces, de consumir críticamente, y también de consumir con criterio; esto es, comprar lo que necesitamos y no lo que la publicidad nos dice que deseamos, y superar la idea de propiedad privada como única forma de posesión. ¿Acaso no hay muchos productos que nos darán la misma satisfacción, quizá más, si los compartimos en lugar de acumularlos?
Tampoco creemos que la solución implique esforzarse por ser absolutamente coherentes. Pretender ser absolutamente coherentes solo llevará a la frustración, por no hablar de que, al menos en las grandes ciudades, resulta virtualmente imposible. Lo que proponemos es ir cambiando de a poco nuestros hábitos de consumo, cada vez más atentos a las alternativas que existen y que, a menudo, resultan invisibilizadas. Añadimos al final de este libro algunas páginas web y comercios que ofrecen algunas soluciones, pero dar un listado detallado resultaría imposible en un volumen de estas características. Os animamos a que cada una de vosotras iniciéis vuestra propia investigación, a través de Internet y vuestro círculo de contactos; así, entre todos, iremos mapeando y difundiendo alternativas.
Frente a la ideología dominante que promueve un consumo irresponsable, alienado y alienante, entender el consumo como acto político implica rechazar nuestra complicidad cotidiana, real aunque invisible, con la injusticia y el sinsentido del sistema capitalista en su fase de la globalización. Los comportamientos cotidianos, los cambios individuales en el consumo, no bastan, pero ayudan a adquirir consciencia sobre el funcionamiento de esta economía global, que no solo es injusta: también es inhumana, pues satisfacer las necesidades de la reproducción del capital nos aboca hacia la destrucción de la naturaleza y del propio ser humano. El consumo consciente, o la consciencia sobre el consumo, alienta la rebelión y ayuda a pensar la transición, sirviéndose de las iniciativas de la economía social y solidaria como un laboratorio de ensayo. Y es ahí cuando los comportamientos individuales comienzan a articularse con formas de acción colectiva para promover cambios legislativos: debemos exigir a nuestros gobernantes que obliguen a las empresas a ser transparentes y a respetar los derechos humanos y las fuentes de las que depende la vida de todas. Necesitamos consumir, pero no estamos obligados a hacerlo del modo que la televisión y las empresas multinacionales nos dicen que hagamos.
Entendernos como sujetos libres, y entender el mundo en que vivimos como una realidad histórica y por lo tanto modificable, es el primer paso para avanzar hacia una transición ecosocial que ya es impostergable. No nos queda duda a estas alturas que la traumática pandemia de la Covid-19 debe ser para nosotras un llamado a modificar la irracionalidad del actual sistema de producción, distribución y consumo. Hoy más que nunca es momento de apostar por una transformación radical de nuestros estilos de vida, por circuitos cortos de producción y consumo, por el comercio de proximidad y por la agroecología. Ya es tiempo de colocar la vida y los cuidados en el centro, y de reconsiderar lo que es realmente valioso.
1- Un ecosistema sano sirve de barrera natural, y la diversidad de especies animales permiten la dilución de la carga vírica. Pero, si destrozamos los ecosistemas y obligamos a los animales que sobreviven a migrar y a estar más cerca de la población humana, entonces podemos encontrarnos situaciones como la que ahora vivimos. En este artículo de Ferrán P. Vilar se pueden encontrar varias referencias científicas: https://ustednoselocree.com/2020/04/08/peor-de-lo-esperado-pandemias-y-colapso-inducido-1/
2- Véase Loh et al. (2015) «Targeting Transmission Pathways for Emerging Zoonotic Disease Surveillance and Control», en Vector-Borne and Zoonotic Diseases, vol. 15, núm. 7.
3- La economía ortodoxa entiende por externalidad «todo daño o beneficio provocado a personas que no participan en la compraventa o el consumo de un producto, ni está contabilizado dentro de los costes de la empresa», luego tampoco del precio.
4- La síntesis de nuestras investigaciones se ha publicado en forma de ensayo: Nazaret Castro, Aurora Moreno y Laura Villadiego, Los monocultivos que conquistaron el mundo. Impactos socioambientales de la caña de azúcar, la soja y la palma aceitera. Akal, Madrid, 2019.