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Capítulo 1 El primer campamento

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Aquel era mi primer campamento. Me preguntaba cómo conseguían dejar todo preparado para un número tan grande de personas. Un cálculo inicial indicaba que habían sido armadas casi una centena de carpas para acomodar a las familias. Y todavía había enormes carpas para las principales reuniones y para las comidas. ¡Estaba todo perfectamente organizado!

Como vivíamos en Oakland, California, me puse feliz cuando escuché a mi padre decir a mi madre que nosotros tres podríamos asistir a las reuniones de campamento de verano de aquel año, pues serían en Richmond, una ciudad no muy distante de la nuestra. Me despertó mucha curiosidad saber cómo serían aquellas reuniones, y amaba todo lo que había visto y escuchado hasta aquel momento.

Uno de los días, me desperté en el horario de costumbre, cuando mi madre me llamó para que me lavara el rostro, con agua que ya estaba en un recipiente, y para que desayunara, pues dentro de una hora comenzaría la reunión de la mañana. Dormir en una carpa no era muy confortable, por eso no era difícil levantarse temprano.

Espié hacia afuera y me di cuenta de que aquel sería un nuevo día bien caluroso. Pero eso no me incomodó. Elegí un vestido beige nuevo, con detalles en muselina marrón. La trama era liviana y confortable. Mis zapatos eran marrones y combinaban con el lazo del vestido. “¡Mama realmente es una excelente costurera!”, pensé, mientras me abotonaba la parte de adelante, que terminaba en un cuello cuyo bordado era muy delicado. Había sido un regalo de mis padres por mis recién cumplidos quince años.

Era el viernes 16 de julio de 1915. Yo ni imaginaba que mi primer campamento traería sorpresas que influirían para siempre en mi vida; eso fue algo que recién entendería más tarde.

Doblé las sábanas y las coloqué, con las almohadas, arriba de un banquito desmontable. Entonces, enrollé las colchonetas y las apilé en una esquina, para que sobrara un poco más de espacio dentro de la carpa. Comí dos frutas, una rodaja de pan y yogurt.

–¡Vamos, niñas! –así era como mi padre acostumbraba llamarnos a mi madre y a mí–. Apresúrense –dijo con su voz grave–. Ustedes saben que me gusta estar bien adelante, para no perder nada de lo que el predicador dice; especialmente, cuando llega el momento de los testimonios.

Mientras salía de la carpa, hecha de tejido grueso y claro, vi a Gary en su traje gris. Él caminaba con pasos rápidos, un poco adelante de su hermano mayor. El padre y la madre, de la mano con la pequeña Victoria, intentaban acompañar a sus dos hijos. Cuando pasó cerca de mí, Gary disminuyó un poco el ritmo y me ofreció una sonrisa, que destacó sus lindos dientes. Él usaba el cabello de costado, y la impresión que yo tenía de él era que siempre estaba impecable. La camisa blanca parecía que recién hubiese sido almidonada, de tan bien planchada que estaba. Mi padre lo consideraba un buen muchacho; decía que era muy responsable y que siempre estaba interesado en las cosas de Dios. Tenía 17 años y vivía con su familia en Battle Creek.

Nuestras familias se conocían desde hacía unos ocho años. Cuando mi padre necesitó pasar un tiempo en Battle Creek para participar de unas reuniones relacionadas con su trabajo en la Asociación de California, nos hospedamos en la casa de los padres de Gary. Creo que yo tenía unos seis o siete años, y él nueve. Roger, el hermano más grande, tenía quince. Victoria era una beba recién nacida. Desde aquella época, las familias manteníamos contacto por medio de cartas. Ocasionalmente, nos encontrábamos.

–Anna Beatrice –la madre de Gary vino en mi dirección–, ¡qué elegante estás esta mañana! ¡Debo decirte que este vestido te queda muy bien! Apuesto a que fue Norma quien lo hizo...

Me sonrojé un poco frente a los elogios; y además porque miré a Gary y él todavía estaba sonriendo.

–Muchas gracias, señora MacPierson –le dije, aclarándome la garganta–. Usted tiene razón. Agradezco mucho, porque mi madre es una costurera muy buena.

–Y yo también lo agradezco –dijo mi padre, entrando en la conversación–. Norma es una esposa muy cuidadosa; y también muy económica.

El señor MacPierson estuvo de acuerdo:

–En los tiempos que estamos viviendo, esa es una cualidad esencial para una esposa.

Noté que lanzó una mirada discreta a sus dos hijos. Roger estaba comprometido con una señorita que se preparaba para ser enfermera, y su fama no era de las mejores en cuanto al requisito “economía”. Yo no conocía a Mary personalmente, pero había escuchado hablar de ella, especialmente por causa de su colección de vestidos. Ella pertenecía a una familia rica de Riverside y estaba acostumbrada a llevar una vida sin muchas dificultades. Roger trabajaba con su padre, al cuidado de los negocios de la familia. Había aprendido a vivir con simplicidad y modestia, y a sus 23 años ya tenía una renta suficiente como para mantener un hogar. El casamiento sería, posiblemente, dentro de un año o un poco menos. Los padres de Roger parecían tener razón en mostrar preocupación por el futuro de su hijo.

–Escuché decir que los testimonios de hoy serán especiales –Gary se dirigió a mí–. ¿Puedo tener la honra de acompañarte?

Miré respetuosamente a mi padre, pidiendo permiso. Él asintió con la cabeza. Tomé mi sombrilla marrón, que combinaba con mis zapatos y mi vestido, y fui al lado de Gary. Los otros miembros de la familia estaban apenas algunos pasos detrás de nosotros. La pequeña Victoria reía suavemente y estaba casi saltando, de tanta alegría. Los adultos conversaban animadamente.

En poco tiempo, llegamos al local en el que se realizarían las reuniones. Conseguimos un lugar bien adelante. ¡Había mucha gente! Las conferencias eran las mejores que había escuchado. Solo lamenté no encontrar a una de las conferencistas más esperadas; una señora de edad avanzada, llamada Elena. Ella siempre había participado de estas reuniones campestres y solía ser la oradora principal. Era autora de varios libros, y le gustaba ser llamada “la mensajera del Señor”. Sentía mucha curiosidad por encontrarme con ella. Quería hacerle tantas preguntas...

–¡Qué pena que la señora Elena no puede estar presente en la reunión! –comenté a Gary–. Una vez, la escuché predicar en la iglesia a la que asisto. Aunque era muy pequeña, me acuerdo que quedé impresionada con su mirada suave y su voz firme cuando hablaba.

–Realmente es una pena... –Gary me miró–. Escuché a mi padre decir que la caída que sufrió hace algunos meses fue bastante seria. Ella estaba entrando en su cuarto de estudios el sábado 13 de febrero por la mañana, cuando tropezó y se cayó. Como la señora Elena no conseguía levantarse, fueron a buscar ayuda y se dieron cuenta que el accidente era grave. Una fractura en la cadera a los 87 años es algo muy complicado. Ya hace cinco meses que no puede caminar, y ahora pasa la mayor parte del tiempo en la cama o en una silla de ruedas.

–Tengo ganas de conversar con ella... –dije, pensativa–. Mi padre va a ir al sanatorio de Santa Helena cuando termine la reunión campestre de verano. Voy a preguntarle si me lleva; así, aprovecho para visitar a la señora Elena.

–¡Esa es una buena idea! –Gary me incentivó–. La propiedad de ella se llama Elmshaven, y queda muy cerca del sanatorio de Santa Helena, en Napa Valley. ¡Mira, mira! Van a comenzar los testimonios...

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