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Introducción I

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El objetivo del presente libro es examinar cómo la videovigilancia, en su carácter de mediación tecnológica, permite a distintos actores establecer relaciones de conflicto, acuerdo y solidaridad en tiempos y espacios determinados.1 Por lo tanto, se le considera no solo como un proceso unidireccional en el que prevalece la mirada de los vigilantes sobre los vigilados, sino también como un proceso sujeto a dinámicas multivalentes, abiertas y contingentes de producción, uso e interpretación. Partiendo de este principio, aquí se analiza cómo a través de la videovigilancia, en particular en la Ciudad de México, se definen dinámicas que propician el tratamiento diferencial del crimen, de la exclusión social, de la disputa por el orden moral y de los escenarios de conflicto político.

Se trata de poner en la mesa de discusión el hecho de que si bien en México, al igual que en otras ciudades del mundo, la videovigilancia nació y creció por el impulso de un conjunto de políticas de seguridad pública, su presencia ha terminado por incidir en otras esferas de la vida social: en la construcción de relaciones espacialmente determinadas, en la difusión y caracterización moral de ciertos hechos criminales, y en la confrontación física y violenta entre actores políticos y sociales.

La expansión de la videovigilancia en México se encuentra estrechamente ligada al uso creciente de dispositivos electrónicos a escala global, en específico en el ámbito de la seguridad pública y privada, y para la renovación de espacios urbanos, la gestión de zonas turísticas, la movilidad de la población en la ciudad o para la administración de áreas laborales, de consumo y esparcimiento (Coleman, 2003). Por ello, su instalación no solo responde a un principio de control social en términos de dominio y sometimiento, sino que existen otras razones, como el reducir las situaciones de riesgo en espacios destinados al trabajo, el consumo y el ocio, o garantizar la seguridad de las personas que se mueven de un lugar a otro (Crawford, 1998; Garland, 1997; Tuck, 1988). Así, la videovigilancia aporta soluciones a los problemas de interacción y convivencia entre las personas, al tiempo que genera un campo de disputa sobre el sentido de su operación y los efectos que tiene en la vida social.

Es necesario reconocer que una de las esferas privilegiadas de operación de las cámaras de vigilancia se encuentra en el desarrollo de políticas de seguridad que se implementaron en distintos países, a finales de la década de los noventa. Y hay que recordar que las primeras aparecieron en ciudades europeas y estadounidenses de gran atractivo turístico. Esas cámaras tenían como función localizar carteristas, pequeños defraudadores, comerciantes ilegales y disuadir comportamientos que, se pensaba, podían alterar el orden público (Hempel y Töpfer, 2009), como los de personas bajo el influjo del alcohol o las drogas. El primer esfuerzo sistematizado por instalar videocámaras para cuidar a algo más que a turistas veraneando, se remonta a los años ochenta, en Inglaterra. La ola de atentados que vivió este país a finales de esa década propició una política sistemática de instalación de sistemas de videovigilancia en avenidas y edificios estratégicos.

Sin embargo, fue hasta principios de los noventa cuando la videovigilancia se expandió y creció de forma sostenida en ese país. A ello contribuyó, de forma significativa, el secuestro, tortura y asesinato de James Bulger, un menor de dos años, a manos de Robert Thompson y Jon Venables, ambos de diez años, en un poblado cercano a Liverpool. La investigación del caso y el proceso judicial que le siguió se sustentaron en buena parte en las imágenes que se obtuvieron del circuito cerrado de televisión del centro comercial y de las cámaras instaladas en distintos puntos de la ciudad. Dichos sistemas ofrecieron datos para reconstruir la ruta que habían seguido los perpetradores y su víctima. Este acontecimiento legitimó en gran medida la presencia de la videovigilancia en el espacio público británico y dio pauta para que este tipo de dispositivos se convirtiera, poco a poco, en parte del paisaje de las urbes inglesas. Desde entonces, Inglaterra y en particular Londres, su capital, se convirtieron, a decir de Fussey (2007), en el referente de lo que significa una sociedad videovigilada.

No obstante, la diseminación de los sistemas de videovigilancia alcanzó su impulso más importante a escala global con los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001. Este evento aceleró la instalación de cámaras de vigilancia en gran parte de las ciudades más importantes, aunque muy pronto comenzaron a utilizarse como algo más que una herramienta para combatir al terrorismo y el crimen. Se transformaron así en dispositivos con los que se gestiona la vida en las ciudades, mediante la supervisión del desplazamiento de la población entre distintos espacios o garantizando el funcionamiento de los servicios públicos.

Como sugiere Coleman (2004), la naturalización de las cámaras de vigilancia como parte de la vida social ha llevado a que sean concebidas, por autoridades gubernamentales y una parte importante de la opinión pública, como una tecnología que garantiza las condiciones adecuadas para la inversión económica, el comercio y el consumo. No hay, por ejemplo, proyecto inmobiliario que no contemple la infraestructura necesaria para instalar y operar cámaras, de la misma manera que no existe proyecto arquitectónico que no plantee su incorporación estética y funcional. Se cree que la seguridad que aparentemente proporcionan las cámaras es tal que, como advierte Samatas (2004), los organismos internacionales encargados de realizar eventos masivos de referencia mundial —olimpiadas o torneos de futbol— exigen la instalación de sistemas de videovigilancia en las ciudades que pretenden convertirse en sede de dichos eventos.

Videovigilancia en México

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