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En el caso particular de América Latina, la videovigilancia presenta uno de los crecimientos más significativos a escala global (Mattelart, 2007). Según el reporte del IMS Research, el mercado de la videovigilancia en esta región se ha incrementado 40% entre 2008 y 2013 y prevé que esto se mantenga cuando menos hasta 2019. De hecho, se calcula que para tal fecha la venta de dispositivos de videovigilancia llegará a los doscientos millones de dólares.2

El crecimiento de América Latina se encuentra por encima del de otras regiones del mundo, en parte apuntalado por Brasil, sede de dos eventos deportivos globales en tan solo diez años. Pero si se deja de lado a dicho país, Argentina, Colombia y México encabezan los mercados de mayor expansión. En relación con este último, por ejemplo, la industria de cámaras de vigilancia incrementó sus ventas en 60% entre 2011 y 2012 (Rodríguez, 2012), y mantuvo un progreso moderado hasta 2014, cuando se detuvo sensiblemente por la introducción de las cámaras de vigilancia digital. La conversión digital implicó un reacomodo en las finanzas de las empresas y en los distintos ámbitos de gobierno, los cuales no estaban presupuestalmente preparados para adquirir estos equipos de última generación (Soto, 2015). Sin embargo, el mercado volvió a repuntar en 2015, una vez que las entidades públicas y privadas ajustaron sus recursos financieros para adquirir la nueva tecnología (Soto, 2015).

En México, el Censo Nacional de Gobierno, Seguridad Pública y Sistema Penitenciario Estatales 2016 informó que 29 entidades federativas y la Ciudad de México tenían bajo su control 25 631 cámaras de vigilancia para el ejercicio de la función de seguridad pública; más del doble de las que señalaba ese mismo censo en 2012 (11 112 cámaras).3 El 41% de las cámaras instaladas, esto es, 10 597, se encontraban en esta última ciudad. Se trata de una cifra significativa, pero menor respecto a otros años: en 2012, esta entidad concentraba el 74% a nivel nacional. Detrás le seguían Estado de México (con 6135), Guanajuato (con 2188) y Michoacán (con 1296).

La diferencia entre la Ciudad de México y las tres entidades referidas habla de la disparidad en la distribución de la videovigilancia en el país, aunque es importante apuntar que, en el censo de 2012, el conjunto de estas entidades no reunía más de cien cámaras. Y si bien estos datos dan un panorama general de la presencia y crecimiento de la videovigilancia en el país, lo cierto es que no muestran cómo se ha expandido su uso en el ámbito municipal. De hecho, los grandes corporativos de la industria de la vigilancia ven a los municipios de México como el nicho de mercado con mayor crecimiento en los próximos cinco años (Soto, 2015).

Como lo hizo Toluca en su momento, municipios de la Zona Metropolitana del Valle de México, como Atizapán, Huixquilucan, Ecatepec, Nezahualcóyotl, Naucalpan y Tlalnepantla han implementado redes de vigilancia con cámaras (Arteaga, 2010a).4 Otros del centro del país, como algunos en el estado de Puebla, instalaron en 2015 aproximadamente 576 videocámaras (“Suman 576 cámaras”, 2015) y se espera que para 2017 operen cuatrocientas más para el corredor turístico y gastronómico de la capital de dicha entidad (Martínez, 2017). En 2015, Querétaro contaba con 358 cámaras de vigilancia (Rodríguez, 2015) y el municipio de Tlaxcala con cuarenta, en tanto que Cuernavaca había instalado 77 en la misma fecha (“Buscará Ayuntamiento”, 2015; “Inauguran C3”, 2014).

En el norte del país, el municipio de Ciudad Victoria sumaba 503 cámaras de vigilancia en 2015 (“Empieza vigilancia”, 2014); Hermosillo, 130 en ese mismo año,5 y Torreón, 220 (Murra, 2015). En ese mismo 2015, el entramado urbano de Tijuana disponía de setecientas, además de que se destinaron entonces cámaras personales a cada policía.

En otros municipios, apenas se han instalado algunas cámaras de videovigilancia, como en Coatzacoalcos, donde se reportaron 24 en 2015. O Mérida, que cuenta apenas con 69 instaladas en los mercados Lucas de Gálvez y San Benito, y en el centro de la ciudad (H. Ayuntamiento de Mérida, 2011). Oaxaca ha confirmado 37 (“Instalarán 30 cámaras”, 2015). Y Puerto Vallarta puso en operación 36 videocámaras en agosto de 2015. Del sureste, Tuxtla Gutiérrez ha instalado 230, de las que algunas han incorporado un sistema de reconocimiento facial y están conectadas a un servidor con capacidad para administrar más de ochocientas cámaras.

Acapulco es una muestra de la dinámica de crecimiento de las cámaras de vigilancia a nivel municipal. En 2009, contaba con 23, dos años después, 29 (H. Ayuntamiento de Acapulco de Juárez, 2010), y para 2015 refería 575, todas bajo el control del gobierno del estado de Guerrero (Nicolás, 2015) (cuadro 1).

En este apretado recuento habría que agregar a los regímenes privados de videovigilancia que imperan en zonas residenciales cerradas, centros comerciales, empresas y parques de diversión, entre otros espacios, que aparte de garantizar el crecimiento del mercado de videovigilancia, sugieren que la seguridad dejó de ser pública para adquirir también un rostro privado: una respuesta a la multiplicación de la violencia que ejercen individuos y grupos a través de diversos medios de fuerza.

De esta manera, en distintas ciudades de la república mexicana, las cámaras de vigilancia se han convertido en parte de las políticas de seguridad y prevención. Han jugado un papel central en las políticas de recuperación de espacios públicos y en las de renovación urbana que se orientan a fortalecer la infraestructura y las atracciones turísticas, al tiempo que pretenden ampliar el sentimiento de cuidado y protección entre la población (Zamorano y Capron, 2013). Dichas cámaras funcionan como mecanismos para resolver y prevenir hechos criminales, y a manera de dispositivos de gobierno para garantizar y gestionar el orden y la convivencia en las ciudades, como lo ha mostrado Vite (2017).

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