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IV
ОглавлениеLa Ciudad de México es un lugar relevante para observar los procesos arriba descritos, dado que es el territorio urbano del país con el mayor número de videocámaras, y porque esto expresa la complejidad de una dinámica donde la expansión física de la ciudad ha favorecido la proliferación de espacios calificados por la autoridad local como peligrosos, en los que se asume que existen comportamientos de riesgo y en los que operan grupos criminales. Esta condición, que la constituye en la ciudad con más videovigilancia de México, en parte se debe a la forma en cómo se fueron diseñando y operando los programas de seguridad pública destinados a enfrentar la violencia y la inseguridad. En otras palabras, la consolidación de la videovigilancia, como eje central de articulación de la política de seguridad en la Ciudad de México, se entiende como la respuesta gubernamental para contener la inseguridad que vivió la ciudad a finales de la década de 1990.
Como apunta Zurita et al. (1999), en estos años, los delitos se incrementaron de forma significativa: de 1700 delitos por cada cien mil habitantes en 1993, para 1995 dicha cifra se elevó a 2835 por cada cien mil habitantes. Los delitos cometidos con violencia aumentaron 500% de 1990 a 1996. De hecho, el número de delitos violentos que fueron denunciados se incrementó de manera constante de 1980 a 1996: de mil delitos por cada cien mil habitantes se pasó a casi tres mil delitos por cada cien mil habitantes (Ruiz, 1999). Robo, homicidios, asesinatos, secuestros, ajustes de cuentas entre narcotraficantes, actos aislados de guerrilla urbana, motines urbanos, más la multiplicación de los actos de linchamiento en comunidades en proceso de urbanización, dibujaron el perfil criminal y violento de la capital en los años noventa.
Para hacer frente a este escenario, se desarrolló una estrategia de seguridad y regulación del espacio urbano que es posible denominar de control físico de la población —el origen de lo que después derivaría en la instalación masiva de cámaras de videovigilancia—. Este control en parte estuvo caracterizado por sitiar a determinados sectores de la población y limitar la circulación de los habitantes de la ciudad, estableciendo retenes y puntos de control por parte de la policía e incluso del Ejército. Los puntos de control operaron a través del programa de Reacción Inmediata Máxima Alerta (RIMA), a mediados de 1995. El RIMA fue pensado como una operación policial destinada a prevenir los delitos de violación, secuestro y homicidio, y a la prevención de las “conductas antisociales de alto riesgo”, en particular las ligadas al consumo y tráfico de drogas. El programa contemplaba la implementación de retenes y puntos de control vehicular y peatonal, con lo que daba lugar a filtros policiales y militares que, supuestamente, detectaban presuntos delincuentes, disuadían actos criminales y requisaban armas. Con estas medidas, la seguridad se centró en el control de la movilidad de la población (Arteaga, 2006).
Pese a que la Constitución del país no autoriza la detención de ninguna persona sin orden judicial, lo cual fue advertido en su momento por los organismos defensores de derechos humanos, el entonces jefe de la policía de la ciudad, David Garay, anunció que los operativos se seguirían desarrollando, porque devolver la seguridad a la ciudadanía era el objetivo central del gobierno de la capital del país (Arteaga, 2006). Fue así que se implantaron cordones de seguridad en los espacios turísticos, lugares de concentraciones masivas y zonas habitacionales. Los operativos se desplegaron de forma intensa en colonias que se calificaban como generadoras de delincuencia, pero que a la vez se caracterizaban por vivir históricos procesos de marginación y exclusión.
Una parte de estos cordones de control se concentró en el centro de la ciudad. El objetivo del despliegue era detener a las personas que, a juicio de la policía, resultaban sospechosas. Se podía detener —y de hecho se hacía— a cualquier vehículo en el que viajaran más de tres personas. Se exigía a sus ocupantes que se identificaran, que informaran de su ocupación laboral y explicaran la razón por la que viajaban en ese vehículo. Los peatones eran detenidos de igual manera, esto es, cuando, a juicio de los policías, presentaran un comportamiento “sospechoso”.
En algunas colonias, en especial de la delegación Iztapalapa, se implementaron operativos estrictamente militares, que duraban poco más de tres meses, en los cuales el Ejército establecía labores de patrullaje de calles y actividades de carácter social, sobre todo de atención médica a la población, siguiendo el modelo de los años setenta de intervención en comunidades rurales con presencia guerrillera. Este tipo de acciones, al igual que los cordones de seguridad, desaparecieron en 1997, cuando un operativo en la colonia Buenos Aires —cuyo objetivo era desmantelar una red de comercio de autopartes robadas— acabó en una confrontación abierta en la que murieron un policía y un civil. Durante el enfrentamiento fueron sustraídos tres jóvenes, que después se encontraron sin vida y con señales de tortura en una mina de arena.
En 1997, los habitantes de la capital eligieron por primera vez de forma democrática al jefe de gobierno de la ciudad.13 El entonces candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, ganó la elección. Desafortunadamente, el arribo del primer jefe de gobierno electo en la ciudad no significó una reforma de la policía, ni un cambio significativo en las políticas de seguridad pública (Davis, 2007; Smith, 2003). Fue hasta el segundo gobierno del PRD en la ciudad, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, que se suspendieron los cordones de contención y control (GDF, 2000: 21). El planteamiento era sustituir esta estrategia de control físico, por una de control electrónico de la población. Se consideraba que la ciudad necesitaba una estrategia de seguridad basada en los más avanzados métodos técnicos, estadísticos y de vigilancia que permitieran detectar y controlar los lugares peligrosos, los distintos tipos de delito, los actores y las víctimas (GDF, 2000: 52). Parecía que se buscaba conformar una mediación electrónica en materia de seguridad para garantizar la eficiencia de los operativos policiacos en las colonias que, por décadas, habían vivido en la marginación y exclusión social. Con ello se trataba de reforzar —sobre los viejos estereotipos adjudicados a ciertas zonas de la ciudad y sus habitantes—, prácticas de monitoreo que a la larga terminaron por propiciar la emergencia de nuevos comportamientos clasificados como criminales o potencialmente disruptores del orden social.14
Para ello se importó y adaptó el modelo de seguridad tecnológica que Rudolf Giuliani había implementado en Nueva York durante su alcaldía. Dicho proyecto tenía como propuesta principal la modernización de la seguridad a través de la instalación de tecnologías de vigilancia electrónica, en particular un complejo sistema de videovigilancia. Con el tiempo, esta propuesta se convirtió en una estrategia de mediación tecnológica que llevó a incidir en la lógica de organización de la ciudad en un amplio sentido, no solo como instrumento para mejorar las condiciones de seguridad, sino para impulsar la renovación urbana, el control de los flujos de población en el transporte público —sobre todo en el sistema de transporte metro— y en el tránsito vehicular. Esto significó un cambio en las estrategias de seguridad de la ciudad. En primer lugar, hizo posible la operación de una política orientada a la vigilancia de los flujos de personas, más que a su contención, dotándolas de una mayor capacidad de desplazamiento en la ciudad, con lo que desmanteló la estrategia de sitiar y regular físicamente a la población. En segundo, representó el desplazamiento del uso de la fuerza directa como primer recurso para garantizar la seguridad: el control físico “cara a cara” dio paso al uso cada vez más intensivo y extensivo de mediaciones electrónicas para la posterior intervención física de la policía. A mi entender, este desplazamiento resulta central para comprender los escenarios de conflicto y disputa alrededor del crimen, la gestión de ciertos espacios de la ciudad o un determinado número de tensiones sociales.