Читать книгу Una semana en Malvinas - Nicolás Scheines - Страница 10
2 UNA BASE MILITAR Y UNA CARRETERA ENTRE LOS PASTIZALES
ОглавлениеLa emoción al descender es menor a la que imaginaba: no hay himno espontáneo, no escucho llantos, nadie grita «¡Las Malvinas son argentinas!» con fervor; apenas un silbido bajito de la marcha de Malvinas se hace perceptible entre los asientos traseros del avión.
Una vez en tierra, una decena de militares británicos nos espera en la pista. Ninguno tiene más de veinticinco años, pero sus armas y uniformes los hacen lucir mayores, incluso a la chica rubia que viste igual que los hombres.
Más tarde voy a saber que una mujer cometió la imprudencia de seguir sacando fotos en tierra, incluso posando en la pista —entre las escaleras y la base— para una selfie: los militares la obligaron a borrar tanto esa como todas las fotos que había tomado desde el avión. Yo no vi esto, no doy fe de lo que digo, pero parece bastante probable. En cualquier caso, fue poco lo que vi comparado con lo que oí, y desestimar estos relatos sería tan errado como creer que todo lo que vi responde a lo que solemos llamar «realidad».
Mi descenso del avión fue en silencio, abrochándome la campera, resistiendo el viento —luego descubriré que ese era un día particularmente calmo—, intentando abarcarlo todo con los ojos, disfrutando del cambio de aire de la pesada Buenos Aires, que había dejado atrás hacía tan solo ocho horas.
A nuestro vuelo se le sumó el otro avión que llega semanalmente a las islas: es uno que viene directamente desde Londres, con escala intermedia en la isla Ascensión, en mitad del Atlántico. En el carrusel de valijas nos mezclamos todos: por sus equipajes es fácil identificar quiénes se van a alojar en Stanley (2) y quiénes se tomarán otro avión (en este caso, de diez plazas) para ir a cualquier otro punto del archipiélago. Todo lugar de las islas que no es Stanley o Mount Pleasant es conocido como «camp», palabra heredada del español «campo», distinto de la palabra «countryside», que es la habitual en idioma inglés. En esos lugares desolados —tanto en la isla Soledad (East Falkland) como en la Gran Malvina (West Falkland) y en cualquier otra islita del archipiélago— se encuentran desperdigadas algunas casitas y poblados de entre dos y cuarenta habitantes, que administran enormes extensiones de tierra, un destino ideal para practicar el llamado «ecoturismo». En nuestro caso, apenas vamos a conocer algunos de la isla Soledad, porque para tomarse un avión hay que reservar con anticipación —algo que no sabíamos— y pagar unas 80 o 100 libras por tramo —algo que está fuera de nuestro alcance—. Ningún barco viaja entre las islas —solo hay un ferry que cruza el estrecho de San Carlos—, y los pasajeros que descienden de los cruceros lo hacen exclusivamente en Stanley, en pequeñas barcazas porque el barco grande no entra a la bahía.
Si desde el cielo la base militar se veía como un montón de galpones verdes y plateados, de cerca no podíamos esperar otra cosa: Mount Pleasant no se parece a un aeropuerto civil, sino a lo que es: una base militar. Compuesta por barracas de techos curvos hechos de láminas de metal corrugado verde, el interior es un espacio vacío y sin recovecos, organizado por paredes móviles que en este caso crean una sala de recepción de pasajeros, con su carrusel de valijas, su mostrador de aduana y sus carteles con advertencias e información turística. El espacio tiene capacidad para unas cien personas, y allí hay por lo menos ciento noventa de nuestro vuelo. No sé si el que llegó de Londres aterrizó hace mucho o no, pero en cualquier caso no parece proveer demasiada gente al tumulto, que ya es mucho.
Luego de apenas un par de vueltas de carrusel aparecen nuestras valijas, así que ya estamos listos para pisar auténtico suelo malvinense. Antes, pasamos por un control ágil y bien desprolijo (sin andariveles, toda una muchedumbre con una fila autogestionada) y recibimos las advertencias de rigor, junto con un pequeño folleto que las resume: guardar 25 libras en efectivo para salir de las islas, no exhibir banderas argentinas, demostrar respeto en cementerios, no llevarse nada de los lugares de batalla. Listo. Damos la vuelta a la mampara y volvemos a ver la luz del día, junto con los primeros malvinenses no militares: un batallón de diez o quince personas, todos sosteniendo carteles, todos de pelo oscuro y piel tostada o trigueña, todos hablando perfecto castellano: todos chilenos.
Nosotros teníamos nuestro transfer arreglado —como todo el que aterriza en Mount Pleasant, porque no es un lugar para encontrar un taxi o un remís y, como dije, está a casi cincuenta kilómetros de Port Stanley—, pero nadie sostiene un cartel con nuestro nombre. Es cuestión de preguntar uno por uno —en español—, hasta que llega un hombre de mediana edad, también moreno pero que no parece chileno, con una planilla de letra ínfima. Allí figuramos mi novia y yo entre muchos otros nombres resaltados en amarillo.
Es el único micro estacionado. Dejamos nosotros mismos las valijas en el portaequipaje y antes de subirnos, vemos a las personas que salen por la puerta de vidrio del aeropuerto. Es raro interpretar caras, describir sentimientos a partir de lo que un rostro puede mostrar a diez metros de distancia —en especial teniendo en cuenta mi miopía y astigmatismo—. Y sin embargo, ¿cómo me resisto a describir ese brillo, esa emoción en los rostros de todos los que llegaban finalmente a las islas, a suelo malvinense no aeroportuario? Tal vez estoy proyectando en otros, pero si a mí me genera cierta emoción, que tengo una vinculación remota con la «causa Malvinas», no quiero imaginar lo que deben sentir los que ya han venido a estas tierras disfrazados de militares o luciendo su ropa de fajina con orgullo; o la chica que viene a celebrar sus quince, siempre intrigada por las celebraciones de sus cumpleaños los 2 de abril; o el académico con más de treinta años de estudios sobre estas islas. «Malvinas» es un nombre para la mayoría de los argentinos, un nombre con significaciones múltiples, y la mayoría de los que estamos aquí le estamos poniendo cuerpo por primera vez. Se siente una necesidad de respirar el aire, de asirlo incluso, como si eso fuese un gesto de soberanía.
Yo lo sentí así, al menos, pero vi en los gestos de otros esa misma voluntad de dejarse pegar en la cara por el viento frío, la cachetada que por fin nos dio un poco de realidad: estamos en Malvinas, y no se parece en nada a lo que alguna vez vimos en el resto de Argentina. Ahora sí, estamos listos para contrastar nuestra idea de las islas con lo que son estas porciones de turba que emergen en una de las esquinas del océano Atlántico.
Bueno, «estamos listos» es una forma de decir. Nosotros lo estamos, pero falta. No nos sirvió haber encontrado nuestras valijas a toda velocidad en el carrusel: tenemos que esperar hasta que el último pasajero del micro recoja las suyas para partir con destino a Port Stanley.
Luego de casi una hora de pequeñas conversaciones, algunos cigarrillos y mucha observación expectante, por fin nos acomodamos en nuestros asientos. Estamos todos en el micro. Está repleto y casi todos somos argentinos. Además, hay algunas personas indescifrables, como el señor mayor de la cabellera rubia teñida, que sigue vestido con sus ojotas y sus bermudas sin mosquearse ante el viento y los diez grados (luego lo identificaremos como un local, porque en Stanley se va a bajar en una esquina y va a saludar gente con mucho entusiasmo, como si los conociese de toda la vida).
El micro es prácticamente el único vehículo que queda en el estacionamiento improvisado delante de las puertas del aeropuerto improvisado dentro de la base militar. Los otros ya se fueron: la mayoría eran combis conducidas por chilenos que trasladaban a los distintos grupos de excombatientes; también estaba la combi conducida por uno de los argentinos que vive en las islas y que está a cargo del mantenimiento del cementerio de Darwin.
Finalmente, el micro hace marcha atrás, retoma y pone primera. Encara por el carril izquierdo, como en casi todas las colonias y excolonias británicas. El viaje por las Islas Malvinas comienza.
Lo primero que vemos por las ventanillas es la base militar: sigue vigente la norma de no tomar fotografías —como en cualquier otra base militar—, pero la avidez de robar una imagen prohibida es mucha, y somos varios los que grabamos videos del micro avanzando a veinte kilómetros por hora por una calle asfaltada que atraviesa innumerables barracas prolijas, sin demasiado para ver, excepto la inmensidad de aquello. No conozco las dimensiones precisas (no hay datos disponibles sobre la base; solo existen «rumores»), aunque parece grande, como un pequeño poblado. En su tamaño, me recuerda al viejo predio de la ESMA, en Núñez, aunque quizás esté influenciado porque es la única instalación militar que conozco por dentro y porque había estado allí la semana anterior, visitando el museo de Malvinas.
Al salir de la base entramos a la ruta y al paisaje, que nos maravilla y que luego veremos repetido durante una semana en cualquier parte de la isla: desolación, campos interminables y ondulados de pastos amarillos, sin árboles, sin plantaciones, sin interrupción, sin nada excepto una cinta asfáltica prolija y perfecta, que luego sabremos que se construyó después de 1982, como casi toda la infraestructura de las islas que va más allá de Port Stanley.
Una antena satelital gigante a pocos metros de la salida de la base marca su fin, y la civilización se acaba por completo, salvo por la ruta. Ahora, a mirar por la ventana.
Noto que todos hacemos lo mismo. Supongo que es un afán por descubrir lo que creemos estar perdiéndonos por no poder disponer de nuestra tierra. Mirar esos campos desolados eriza la piel, provoca una sensación de reencuentro con la tierra prometida. Es un poco de tierra, no está cultivada, no es nada más que turba, algo que todos —excepto los fueguinos— desconocemos por completo, y sin embargo se ve ahí, tan propia porque comparte nuestro mar, porque está a menos de cuatrocientos kilómetros de distancia, porque tiene las temporadas climáticas del hemisferio sur, pero sobre todo, porque la hemos llenado de significantes, porque las «Malvinas Argentinas» se pronuncian así, como una fórmula indivisible que aparece en mapas nacionales, provinciales y zonales, en carteles de calles que se llaman así, pero también en carteles de ruta que son una chapa perdida en la provincia de La Rioja o en un rinconcito de Corrientes, donde únicamente se reza con convicción: «Las Malvinas son argentinas». En la escuela, en los medios, en los mapas, en banderas de fútbol, en calcomanías de autos, en tatuajes, los argentinos estamos constantemente expuestos a esta verdad irrevocable, que parece más ficticia cuanto más se repite, que constantemente recuerda que no son nuestras —¿cuántos carteles hay que dicen que Formosa es argentina?—, y aquí estamos nosotros, un micro lleno de argentinos, todos mirando por la ventana lo innegable: un montón de turba que se abre espacio entre el agua, el reclamo de todo un país materializado en una sustancia negra que parece barro pero que no es barro y en los pastos amarillos que crecen encima.
«¿Esto son las Malvinas?» es la pregunta que flota en el aire. Y creo que todos estamos maravillados, que nadie se esperaba esto (ni ninguna otra cosa). Parece una tierra infinita, extensiones propias de la pampa húmeda, colinas de turba, océano Atlántico entrando y saliendo, pastizales amarillos, algunas ovejas, un par de vacas negras con una raya blanca en el medio, como si tuviesen una camiseta de All Boys («Galloway», me informa Google), algo nuevo: gansos. Muchos gansos.
De pronto, gente pescando en algo parecido a un riacho. Se ven a lo lejos, se ven muy rápido. Y también, una casa. Una casa que, a lo lejos, parece un galpón grande, distinta a cualquier casa argentina, a cualquier galpón argentino.
Nos vamos acercando a Stanley. Los excombatientes seguramente están reconociendo los montes (Harriet, Dos hermanas, Longdon, etc.), y en ellos, sus posiciones. No lo sé, porque viajan en sus pequeñas combis con guías ya contratados. Nosotros somos la resaca del avión, estamos en el micro porque no merecemos un lugar preferencial de ningún tipo, porque sale solo 17 libras. Pero también vivimos la experiencia, también vamos a recorrer las islas, también vamos a formar parte de esa comunidad de turistas que por una semana ¿invadirá? la ciudad.
Finalmente, la monotonía de la ruta se acaba: bajamos la última colina y vemos techos de colores y un cartel, otro cartel rutero, como los del resto de la Argentina, pero diferente, bien diferente: «WELCOME TO STANLEY». Una nueva confirmación de que en todo este montón de turba el idioma oficial es el inglés.
2 La ciudad que en Argentina se conoce hoy como «Puerto Argentino» fue fundada en 1845 por ingleses, quienes primero la llamaron «Stanley Harbour» y luego «Port Stanley» o simplemente, «Stanley». El asentamiento del que fueron echados los argentinos el 3 de enero de 1833 se ubicaba veintiséis kilómetros al norte y era conocido como «Puerto Soledad», «Puerto Luis» o «Port Louis», según su grafía francesa (actualmente los isleños conservan este último nombre para aquel asentamiento, que hoy es una finca privada). Hasta 1982, en Argentina siempre se llamó «Stanley» o «Puerto Stanley» a la ciudad fundada por los ingleses. Luego del desembarco del 2 de abril se usaron nombres alternativos; uno de esos nombres fue «Puerto Rivero», en honor al gaucho Rivero, aunque cuando los militares se dieron cuenta de su carácter de «insubordinado» buscaron un nombre más neutro, y optaron por «Puerto Argentino», que fue oficializado recién el 16 de abril, con el decreto n.º 757/1982. Parte de mi viaje —y parte de este libro también— es deshacernos de ciertos mitos y pruritos. Si el lenguaje es un campo de batalla, será más conveniente librar mejores batallas que la de este nombre, que en realidad solo trae reminiscencias de la guerra.