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1 UNA DELEGACIÓN DE ARGENTINOS SOBREVUELA EL ATLÁNTICO SUR

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Nuestro viaje empieza por el aeropuerto de Río Gallegos. El vuelo en el que llegamos mi novia y yo viene desde Buenos Aires y aterriza a las 8 de la mañana. A las 8.30, ese mismo avión llevará a los santacruceños de paseo por el fin de semana a la capital del país, tal vez una parada para viajar al exterior.

Cuando el avión vuelve a despegar, el aeropuerto queda vacío, y la pantalla enorme y azul anuncia en una escueta línea escrita en fuente 12 que el vuelo 1147 arribará a las 11.30 procedente de Punta Arenas y partirá a las 11.58 rumbo a «Puerto Argentino».

Primer significante importante, primer símbolo: no dice «Port Stanley» o «Stanley», que son los nombres por los que históricamente se conoció a esa ciudad en nuestro país hasta el 2 de abril de 1982. Tampoco dice «Mount Pleasant» (o «Monte Agradable», su versión castellanizada), que es el lugar específico de las islas al que nos dirigimos, y que está a cuarenta y tres kilómetros de la ciudad anunciada. Dice «Puerto Argentino»: la soberanía es un nombre.

En el aeropuerto vacío no queda otra cosa para hacer que ir a la cafetería —único establecimiento abierto a esa hora— y ver pasar el tiempo hasta que abran el mostrador para hacer el check-in. Pedimos un café con leche cada uno, un par de medialunas para compartir, y sacamos las cartas de truco. Mientras orejeamos nuestras cartas, miramos a nuestros costados, en ese lugar semidesierto: somos dos parejas jóvenes y dos hombres solos, esparcidos en cuatro mesas equidistantes en el café aeroportuario. Seguro todos estamos pensando lo mismo de los otros: ¿A qué van a Malvinas? ¿Por qué estamos acá?

En mi caso, yo creo que voy por la aventura de viajar a un lugar del que no puedo saber mucho a través de Internet y también por el placer de ir a una de las pocas regiones donde el wifi es casi inaccesible, dos placeres insulares que había disfrutado en Cuba un tiempo atrás. El otro motivo es más trascendente: estoy yendo para completar una historia de la que escuché mucho en los últimos dos años, mientras ayudaba a escribir unas memorias a un excombatiente y a alguien que conoció el detrás de escena de las decisiones que se tomaron durante la guerra. Voy a conocer de qué se trata esa palabra sobre la que leí y escribí demasiado ya. Mi novia me acompaña y, en resumidas cuentas, ella viene a ver pingüinos.

Si tuviese que adivinar, diría que la pareja que está delante de nosotros tiene una composición idéntica a la nuestra. Me imagino cruzándolos en todo momento en las islas (aunque esto no va a suceder nunca, y solo los volveré a ver sentados en otro café de Río Gallegos una semana después, quizás riogalleguenses, quizás viajantes discretos). Y el señor que no para de escribir en la computadora, ¿a qué viene? ¿Y el otro, que mira indistintamente su café y hacia delante? ¿Para qué viajar durante una semana a un pueblo de dos mil habitantes, a unas islas que prometen viento permanente, ni un árbol? No lo sé. Eso también voy a querer averiguarlo.

Fin del café, fin de la partida de truco para matar el tiempo, asomamos la cabeza y descubrimos una inmensa fila para el mostrador de LATAM, el único habilitado.

La imagen impacta en estos tiempos: son todos hombres. Eso es el plano general. Después, en un plano detalle, descubriremos mujeres, sabremos sus historias: una mujer rubia, de unos cincuenta años, es la única de una delegación de excombatientes sanjuaninos que están viajando por cortesía del gobierno provincial. Ella no combatió, pero su hermano sí. En una nota que googleamos en ese momento en nuestros celulares la vemos señalando en un cuadro una foto mínima; el epígrafe dice: «El momento más emotivo de la delegación antes de partir fue cuando Helena descubrió a su hermano en una foto». El medio sanjuanino es el mismo que está trasmitiendo en vivo para la radio, con un periodista joven que habla todo el tiempo por celular y que cada tanto arremete con alguna pregunta a alguno de los veinte excombatientes, todos con la misma mochila: cuando les pregunta, gira su celular y filma la respuesta.

También es mujer y también recibe la atención de las cámaras Carolina. Ella tiene catorce para quince. Lo sé porque la entrevistan —no solo el periodista: también otros excombatientes— y ella cuenta que nació el 2 de abril, que desde que tiene memoria sus cumpleaños son día feriado y que una vez un excombatiente fue a su escuela y ella le preguntó muchas cosas y quiso saber cada vez más y más de la guerra, hasta que un día dijo:

—Mi sueño es conocer las Islas Malvinas.

Tenía ocho años. Se le iba a pasar. Lo lógico era que se le pase. Pero no, lo decía en serio. Había viajado el viernes desde San Pedro a Aeroparque, de ahí a Gallegos, noche de hotel y al aeropuerto de nuevo. Su mamá y su papá la acompañan.

—Ella siempre dijo que para sus quince no quería fiesta ni un viaje a Disney —cuenta su madre a las cámaras, orgullosa—: quería ir a Malvinas. Pensamos que se le iba a pasar, pero no, siguió con su convicción, así que nos vinimos…

Uno podría pensar que una semana en Malvinas resultará más económico que Disney o que la fiesta (y a la familia de Carolina no parece sobrarles la plata). Sin embargo, tres personas durante una semana en Malvinas no es «low cost», porque si bien los pasajes son relativamente baratos ($5.000 (1) ida y vuelta de Gallegos a Mount Pleasant), solo por el alojamiento estarán pagando un mínimo de 1.260 libras esterlinas y cada excursión no vale menos de 70 libras por cabeza, lo que da un total de 630 libras si hacen solo tres excursiones y pasan otros cuatro días en Port Stanley.

La nena suena madura, está feliz.

—No me puedo imaginar lo que va a ser pisar las islas —dice, con la timidez propia de los adolescentes frente a las preguntas de los adultos—. No veo la hora de llegar.

En la fila para hacer el check-in hablo con uno de los excombatientes, el que tengo delante mío, el primero en responder las preguntas del periodista sanjuanino. Él es quien me informa del viaje. Me dice que les paga el gobierno provincial («este gobierno se porta muy bien con nosotros») y que todos están volviendo por primera vez a las islas. Su caso es distinto: él ni siquiera las conoce.

—Formábamos parte de las tres fuerzas —cuenta—, cada uno en su lugar. Yo era de la Armada y estaba a bordo del portaviones 25 de Mayo, en la sala de máquinas, así que a mí no me tocó hacer pie en las islas, que es la situación de algunos de mis compañeros.

No alcanzo a decir nada, porque, como obligado a justificarse por no conocer las islas, enseguida agrega, amuchando las oraciones, una historia de la guerra:

—Fue impresionante: cuando volvíamos se nos cayeron tres aviones y un helicóptero, las naves estaban todas en cubierta, no las teníamos bien agarradas, se deslizaron y se hundieron, no podíamos hacer nada, vimos cómo desaparecían en el agua.

Mientras habla, pienso que todos acá tienen una historia que contar, que va a ser imposible retener cada una de ellas, que no tiene sentido intentar hacerlo. Me imagino que para los excombatientes es importante poder construir los relatos y enunciarlos para darle forma a lo que vivieron y compartirlo con otros. Primero pienso que debo escribirlo todo, que debo publicarlo, que se los debo a ellos, nuestros héroes. Luego pienso: ¿cuántos relatos de guerra más se pueden soportar? Ya hay una buena cantidad circulando, aunque de veinticinco mil disponibles, el porcentaje debe ser ínfimo: seguramente no todos pudieron dar forma a un relato de su guerra, y entre los que sí pudieron, serán los menos los que lograron dejarla escrita, y muchísimos menos aún los que lograron que su relato tenga cierta difusión. No se puede esperar que la sociedad en su conjunto oiga lo que cada excombatiente tiene para decir, pero sí sería bueno darles el lugar para que digan lo que llevan dentro, para que lo suelten, y más aún ahora que pasó agua bajo el puente.

Hay otros diecinueve excombatientes vestidos igual que el hombre con el que hablé a los que se les salen las palabras de la boca. Decido, mejor, prestar mi oído a quien quiera hablar, pero no preguntar por preguntar, ni proponerme la inabarcable tarea de escribir todas las historias. Los dejo felices con sus selfies, sus fotos grupales, sus banderas, sus audios de WhatsApp, sus llamadas de despedida; me siento a un costado esperando la llamada a abordar.

Antes de abordar, soy abordado:

—Te escuché hablando con el excombatiente —me dice un hombre—. Sos escritor. —No es una pregunta, es una afirmación. Primero siento que la palabra me queda grande, pero en un instante reflexiono que en realidad no, que me queda justa: es lo que hago, escribir, es una palabra perfecta, solo que yo la sobrecargo demasiado. En menos de un segundo asumo mi condición:

—Sí, soy escritor. Estuve trabajando en un libro sobre Malvinas durante los últimos dos años —explico vagamente.

El buen hombre se presenta:

—Marcelo Kohen. Con «K», no con «C». Ese es el bueno, el escritor. —Parece que él también le asigna un valor especial a esa palabra.

Académico jurista, especialista en Malvinas, algunos libros publicados sobre legislación en conflictos internacionales, treinta años de investigador y docente en Ginebra: esa información la obtengo luego de una rápida búsqueda en Google, pero sus rulos negros, sus anteojos y sus modos evidencian a la legua que, efectivamente, es un académico. Otra historia, otro relato.

En este caso, la intención de hablar no parece tener que ver con un impulso del inconsciente, sino que luce más concreta: por un lado, están las excursiones, la posibilidad de hacerlas en grupo, de abaratar costos, la parejita (nosotros) puede ser una opción viable para esto. Por otro, una situación extraña: el académico argentino va a dar una charla para kelpers (así los llamaba yo entonces) en las islas, con el fin de convencer a esta buena gente de que existe un conflicto de soberanía y de ofrecer una solución posible. Puso un aviso en el diario The Penguin News, que sale los viernes, anunciando su charla. Por Twitter recibió una amenaza: «Ni se te ocurra cruzarte conmigo por la calle durante tu estadía». Parece que por Malvinas lo conocen y saben que defiende la posición argentina. Su jugada suena cuanto menos, arriesgada, sobre todo si tenemos en cuenta que la última vez que se hizo un referéndum (2013), todos los isleños excepto tres expresaron su voluntad de seguir siendo británicos.

Nos invita a la charla. Mi idea es que encontró en nuestra aparente tranquilidad y en la blancura de mi novia unos argentinos que podrían pasar por británicos (nos había visto leer una fotocopia de la Lonely Planet titulada The Falklands & South Georgia Island en inglés) y que vio en mi altura la posibilidad de intimidar a algún kelper que no estuviese de acuerdo con sus ideas. Sin estar seguros de qué nos irá a deparar el futuro en las islas, aceptamos ir, aunque sin mostrar mayor entusiasmo: esto suena nuevo, pero todo lo es.

Cuando finalmente llegamos al mostrador del check-in, descubrimos que la soberanía no es solo un nombre: también parece ser un sello. La empleada de LATAM nos mira los pasaportes y nos dice con suma formalidad que, como las Islas Malvinas son consideradas parte del territorio argentino, no debemos hacer migraciones al salir de Río Gallegos. Sin embargo, nos informa que para ingresar a las islas sí lo vamos a necesitar. Luego, baja la voz y se acerca a nosotros en confianza:

—Unos turros, te ponen un sello así de grande —nos explica, como quien habla con un amigo, mostrándonos los dedos índice y pulgar de cada mano abiertos y enfrentados entre sí, formando un sello invisible enorme.

En la sala de embarque las historias se multiplican y no alcanzo a abarcarlas todas. No hablamos con nadie más, y solo nos limitamos a observar. Las dos personas que más me llaman la atención son los que no parecen argentinos. Una es una chica pálida y rubia que habla por Facetime con sus padres en un marcadísimo acento británico. Luce un jogging que dice «La Matanza», el mismo que tienen puesto otros jóvenes y adolescentes como ella. El otro es un hombre de uñas largas, anillos dorados en todos sus dedos, bermudas, ojotas y rubio Garnier n.º 11 en el pelo, que parece no haber leído jamás una descripción del áspero clima malvinense, incluso en los primeros días de marzo.

Mi fantasía del pueblo chico me tranquiliza: en una semana seguro me los voy a cruzar a todos muchas veces y los iré conociendo. Esta fantasía me sirve de consuelo, como esas torpes tradiciones populares que dicen que si arrojamos una moneda en determinada fuente o si comemos determinado fruto, entonces volveremos a ese lugar: solo esconden el miedo de saber que el tiempo es limitado, que no podremos vivir todas las experiencias, que probablemente nunca regresemos allí. Tal vez es mejor que así sea.

La efervescencia del aeropuerto se diluye al subir al avión. Del clima generado por la encargada del check-in que anunciaba que iba a sellar únicamente los pasaportes de los extranjeros se pasa a la solemnidad del staff chileno de LATAM, con su tonada que recuerda al enemigo, con una cabina que trae (pocos) pasajeros desde Punta Arenas, en otra sintonía: chilenos que vuelven a su trabajo y europeos y americanos que se van a conectar con la naturaleza en cualquiera de los muchos lodges remotos dispersos en las islas.

El vuelo supuestamente dura una hora y media. Yo había planeado mantenerme despierto (había dormido solo tres horas) para ver la forma exacta de las islas desde el cielo. A los cuarenta minutos, y mientras las azafatas ofrecen comida a la carta a cambio de pesos chilenos, la presión en mis oídos me anuncia un posible descenso. Veo por la ventana, y efectivamente allí ya se ve tierra. No es la forma que a todos se nos dibuja en la cabeza con tan solo escuchar la palabra «Malvinas», y pienso en la posibilidad de que aquello sea Tierra del Fuego, sin considerar que las islas están en la misma latitud que Río Gallegos. Finalmente, el capitán anuncia lo evidente —aunque no se corresponda con la imagen del mapa, que llevo adherida a mi retina—: nos estamos aproximando a las islas. También nos informa que en cualquier momento darán el aviso de la prohibición de tomar fotografías, según indicación explícita de la base militar británica. Todos tomamos nuestras cámaras (nuestros celulares) y esbozamos malos retratos entre las nubes, literalmente, porque siempre una porción de blanco se mete en la lente.

A medida que el avión baja, las formas de la costa se parecen más y más a esos manchones de tinta en los mapas que hacían sospechar una irregularidad mayúscula, desconocida en los límites geográficos del resto del país. Todo lo que podría llamarse «tierra» es un continuo amarillo con subidas y bajadas, lomadas de pasto seco que terminan en playas breves, de arena blanca. Si bien no entran todas las Malvinas en la vista desde el avión (al menos, no desde esa altura), la costa irregular es una vista digna de admirar, tanto como lo pueden ser las tierras yermas e interminables de la Patagonia o las cuadrículas perfectas de campo en la pampa húmeda. No es necesario ver la isla Soledad enfrentada con la Gran Malvina para reconocer el lugar, así como no hace falta ver la pata de Buenos Aires que nace debajo de Bahía Blanca para poder reconocer la provincia a partir de sus campos.

En medio de los pastos amarillos, una serie de galpones con techos idénticos: Mount Pleasant, la base militar británica, el único aeropuerto habilitado para aviones que llegan desde fuera de las islas. Hacia allí nos dirigimos. Las fotos ya han sido prohibidas a través de los altoparlantes del avión (aunque todos hicimos caso omiso de la prohibición, un poco para sentirnos mordaces fotoperiodistas dispuestos a mostrar la realidad; otro poco por una pueril rabieta de negarnos a que otros nos den órdenes en nuestro país). El avión se acomoda a los vientos extrañamente tranquilos, el carreteo parece sencillo en medio de tanto vacío (¿contra qué chocar?). Algunos aplausos de rigor, como en cualquier vuelo con argentinos, y listo, estamos en las Islas Malvinas.

1 Pesos argentinos de marzo de 2018, en un cambio aproximado de 1£ = $30 = 1,5 USD. Imposible hacer el seguimiento de qué vale ese dinero al momento de la lectura, pero por aquellos días esa era nuestra moneda y a esos valores hacíamos las conversiones. Para el resto del texto, dejo los valores expresados en libras esterlinas. Al momento de la impresión de este libro, debido a la pandemia del covid-19, los vuelos comerciales se encuentran suspendidos y no es posible actualizar al valor actual.

Una semana en Malvinas

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