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DOS HOTELES EN EL CENTRO

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El día de nuestro arribo a Malvinas parece ser excepcional: casi sin viento, solo algunas nubes sueltas se mueven por el cielo y permiten que el sol lo ilumine todo, incluso por la tarde. Hace frío, sí, pero es perfectamente soportable con una remera, un sweater y una campera de abrigo. Es cierto que todavía es verano y que, en mi imaginación, yo iba a andar de remera al sol, pero en la realidad, no me puedo quejar. Solo me faltan guantes, y me propongo adquirirlos apenas lleguemos al centro.

Ahora nos toca hacer a pie el camino que antes hicimos con el micro. Cruzamos la ruta —con la clásica sensación de peligro que producen los autos yendo por el carril contrario— y descubrimos que la vereda se mete en el jardín de un vecino para acortar camino. No está mal el pasadizo, y aparte resulta inevitable, porque enfrente no hay vereda.

Bajamos por la calle perpendicular a la ruta mientras sacamos fotos a cada una de las casas. Creo que esa manía por fotografiarlas tiene que ver con el sinsentido de encontrar esas casas inglesas en Argentina, con ese choque cultural que se da en nuestras cabezas por haber repetido hasta el hartazgo «Malvinas Argentinas» y encontrarnos con este pueblo que tiene menos elementos «argentinos» que Montevideo, Santiago de Chile o La Habana.

Caminamos cuatro cuadras de bajada pronunciada y llegamos a Ross Road, a la que nunca llamamos así, sino simplemente «la que va paralela a la costa». A nuestra derecha hay un cementerio. «Mejor visitarlo al día siguiente con más luz», pensamos. Doblamos a la izquierda, en dirección al centro, pero nos asustamos, porque la calle parece terminar cien metros después. Al llegar a ese punto, descubrimos que se trata de la arteria perpendicular principal (o eso concluimos luego de corroborar que en sus inmediaciones se encuentran los cuatro pubs de Stanley concentrados en dos cuadras, el famoso Glove Tavern y los menos conocidos Victory Bar, BitterSweet y el novísimo Deano’s Bar).

La Ross Road continúa recta luego de hacer veinte metros a la derecha. En esa intersección se puede ver el muelle, nuevo y bien arreglado, donde imaginé el centro social de los «islanders» (así se llaman a sí mismos los locales, poco afectos al gentilicio «kelper», que hace referencia a un alga pegajosa). Me equivoqué. Tal vez sea así en pleno verano, pero en el anteúltimo sábado estival, a las seis y media de la tarde, con el sol todavía dando luz y algo de calor, el muelle, sin un solo barco cerca, cuenta solo con la presencia de los visitantes argentinos que reconocíamos de Río Gallegos y el avión. ¿Los isleños se habrán guardado en sus casas a causa de nuestra presencia? Imposible saberlo, pero en ese momento ni se nos cruzó por la cabeza.

Después de las fotos de rigor, cruzamos al Waterfront, que queda enfrente del muelle, con la intención de reservar una mesa para comer más tarde.

—¿Hoy, cenar? —nos responde el mozo chileno que atiende detrás de la barra, en el salón-restaurante del hotel boutique más exclusivo de la ciudad—. Sin reserva, imposible. Es sábado a la noche.

Es cierto. Las diez mesas o están ocupadas (con gente comiendo el plato principal antes de las siete de la tarde) o tienen su cartelito de «reservada».

Al salir, vemos el salón a la derecha: un living de piso de madera, biblioteca, música funcional y sillones ingleses, con ventanal mirando al agua, apenas más pequeño que el salón, casi lleno, con gente más parecida a Bonnie que a los chilenos que atienden el restaurante, todos bebiendo algo y esperando para pasar al salón. Con cierta decepción por nuestro frustrado sábado a la noche, salimos a seguir «pateando» la Ross Road.

Ya habíamos visto banderas británicas en muchas casas —si bien son la minoría, llaman tanto la atención que da la sensación de que cada casa tiene su propia Union Jack—, pero aún no nos habíamos topado con los carteles. Un local enorme, con banderas de buceo, que da directamente al agua, tiene afiches escritos a mano con frases como:

DIALOGUE

NO DIALOGUE IS POSSIBLE UNTIL ARGENTINA GIVES UP ITS CLAIMS TO OUR ISLANDS. RESPECT OUR HUMAN RIGHTS.

PEACE

PEACE CAN ONLY BE ACHIEVED IF ARGENTINA:

•CEASE ALL HOSTILITIES AGAINST US.

•APOLOGIZE FOR INVADING OUR COUNTRY.

•RECOGNIZE OUR RIGHTS TO SELF-DETERMINATION.

•DROP YOUR SOVEREIGNTY CLAIM.

FLIGHTS

WE DO NOT WANT ANY MORE FLIGHTS IN OR

OUT OF ARGENTINA.

COMPLY WITH THE INT CIVIL AVIATION CONVENTION. (5)

Hay todavía más carteles, pero no son fáciles de leer y, dada la poca hospitalidad que emana el lugar, consideramos prudente no acercarnos más. Esta casa será la expresión más explícita de rechazo hacia la Argentina que veremos en todo nuestro viaje, aunque, palabras más, palabras menos, lo que se dice en los carteles tiene mucho que ver con la creencia de buena parte de los habitantes de las islas, según lo que podremos observar durante nuestra semana allí.

Más allá de esta afrenta hacia nuestra nacionalidad —mientras rememoro mi sensación ante esos carteles, me pregunto qué sentirá un británico cuando escucha a nuestro pueblo hermanado en canchas de fútbol cantando «El que no salta es un inglés»—, seguimos camino por la Ross Road y entramos al supermercado para conseguir mis guantes. Propiedad de la FIC («Falkland Island Company»), el supermercado tiene adelante una cafetería self-service que recuerda vagamente a un patio de comidas de shopping —solo que con un único negocio— y que luce bastante llena para ser la cena de un sábado a la noche. Además de la cafetería, se exhiben libros para comprar —casi todos clásicos y bestsellers modernos— y hay una tienda de tecnología que promete grandes novedades. En la sección de ropa —porque el supermercado es verdaderamente grande, sobre todo si se tiene en cuenta que allí viven poco más de dos mil personas, que hay otro supermercado aún más grande en las afueras, y que hay unos ocho minimercados en la ciudad— conseguimos los guantes, y después recorremos un poco las góndolas. Absolutamente todo es importado, excepto una cerveza de producción local. Eso le da un aire internacional al supermercado, pero prefiero los argentinos, donde casi todo lo que se encuentra es de producción nacional.

Con mis manos ya calientes por mis guantes nuevos salimos, ahora sí, decididos a comer. Sabemos que la cena es temprano y que no hay muchos lugares para comer, así que vamos directamente al Malvina House, el otro lugar recomendado (es decir, el restaurante del otro hotel bueno). Llegamos y nos informan que, tal como en el Waterfront, las mesas del salón también están todas reservadas, pero que, a diferencia del Waterfront, ellos permiten cenar en el lounge (así le llaman al living con mesitas y sillones, donde se bebe algo antes de pasar al salón).

Si el Waterfront es el petit hotel, el Malvina House se asemeja más a un Sheraton o un Four Seasons, con las dimensiones adaptadas a un pequeño poblado. Por fuera parece una casa, pero por dentro se lo ve lujoso, en especial en ese lounge donde parecen cerrarse negocios importantes mientras desde la barra llena de maderas, mármoles y dorados, el cantinero santaheleno (6) prepara sus cocktails y sirve la cerveza local desde canillas cromadas.

Nos sentamos en una mesa alta con banquetas y a nuestra izquierda volvemos a ver caras conocidas: en este caso, Julio y Fernando disfrutan de su sábado a la noche planificando los recorridos turísticos que van a hacer al día siguiente con los contingentes de argentinos. Nosotros les debemos una respuesta, pero no parece ser el lugar apropiado para discutir rutas, excursiones y precios, así que apenas cruzamos una sonrisa y una inclinación de cabeza.

Me acerco a la barra para ver cómo funciona el sistema, ya que no se ven mozos circulando. El barman santaheleno no me habla, muy ocupado en servir cerveza a un grupo grande de ingleses —luego nos enteraremos de que son militares de Mount Pleasant, que cuando tienen franco se acercan hasta Stanley para darle rienda suelta a los vicios; es decir, el alcohol—. Por fin consigo la atención de su compañero, un chileno que de mala manera me informa que tendremos por lo menos media hora de demora. Es el único chileno que nos tratará mal en las islas, pero sus malos modales duran lo que dura la cena: cuando nos traiga la cuenta le preguntaré si puedo adicionar la propina a la tarjeta y él se rehusará, diciendo que a causa de tanta gente no nos había tratado como era debido, así que no se merecía la propina.

De la comida en las Islas Malvinas no hay mucho que decir. Los isleños tienen uno de los PBI per cápita más grandes del mundo gracias a las licencias de pesca que brindan (y a que son tan poquitos); sin embargo, las cartas no ofrecen pescado fresco, casi como una herencia gaucha oculta, la idea de que solo es carne la que proviene de un animal de cuatro patas, preferentemente cazado en forma salvaje: casi todo tiene carne de cordero o de vaca. Seguramente es la misma herencia gaucha la que hace que la ciudad no tenga un puerto turístico y/o recreacional, sino apenas uno comercial, alejado del centro, y el puerto que recibe las barcazas que descienden de los cruceros. No podría decirse que Stanley le da la espalda al agua, como lo hace Buenos Aires con el Río de la Plata, pero tampoco podría decirse que la celebra: sin ir más lejos, la subida que hay que hacer apenas uno se aleja de Ross Road impide la visión de la costa desde casi cualquier punto de la ciudad.

El viaje queda lejos ya. Muy temprano por la mañana habíamos amanecido en Villa Urquiza, y ahora parece que caminamos por las calles de Malvinas desde hace mucho. Es tiempo de volver a nuestro hotel rutero, probar la cama aún sin estrenar, atravesar la ciudad en una caminata nocturna de veinte minutos, abrigados pero con frío, viendo la nula actividad de sábado a la noche, solo interrumpida por un grupito mixto de cinco adolescentes de aspecto multicultural y alto nivel etílico caminando las calles en sentido inverso al nuestro. ¿Qué hacen los chicos acá? ¿Dónde estudian, cómo se relacionan entre ellos, dónde se juntan, dónde están? Tenemos una semana para responder las miles de preguntas que no sabíamos que guardábamos sobre Malvinas.

3 La historia del nombre es sencilla: la primera persona nacida en las islas fue la hija de Luis Vernet, y se llamó «Malvina»; a raíz de esto, muchas niñas en el siglo XIX fueron bautizadas «Malvina», y una de estas mujeres era la dueña de esta casa que luego se transformó en hotel: Malvina House.

4 Esto marida muy bien con un libro que leí poco antes de publicar este, Islas imaginadas. La guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos, de Julieta Vitullo (Corregidor, 2012), que en su epílogo usa un epígrafe cuasi poético de Juan Villoro: «El hombre imagina muchas cosas, pero sobre todo islas». La autora completa esta idea al decir que las islas «son un espacio en blanco que puede ser llenado con lo que sea que la imaginación dicte» (187) y trabaja una tesis en la línea de las Malvinas como la gran fantasía nacional, con un profundo —y, por momentos, polémico— análisis de lo que significan culturalmente las islas para los argentinos, partiendo del estudio de las producciones literarias y cinematográficas sobre las islas.

5 Diálogo: No hay diálogo posible hasta que Argentina no renuncie a su reclamo por nuestras islas. Respeten nuestros derechos humanos. // Paz: La paz solo puede ser alcanzada si Argentina: -Cesa todas las hostilidades contra nosotros; -Se disculpa por invadir nuestro país; -Reconoce nuestros derechos de autodeterminación; -Abandona su reclamo de soberanía. // Vuelos: No queremos más vuelos desde o hacia la Argentina. Cumplan con la Convención de Aviación Civil INT.

6 Los santahelenos comenzaron a llegar luego de que Gran Bretaña le inyectase muchísimo más dinero a las Islas Malvinas para su defensa posterior a la guerra que a otros territorios de ultramar, como Santa Helena (o «Santa Elena»). Como el pasaporte británico les permite probar suerte en otras colonias de la Corona, muchos santahelenos arribaron a Malvinas. Se los reconoce fácilmente por su piel más tostada (parecen latinos del Caribe) y por su extrema parquedad.

Una semana en Malvinas

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