Читать книгу Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento - Нина Харрингтон - Страница 5
Prólogo
Оглавление–MAMÁ… estoy aquí –susurró Lexi Collazo Sloane cuando su madre entró en su habitación, aportando al instante una pincelada de púrpura, valor y energía a la serena tonalidad crema y oro del exclusivo hospital de Londres.
–Lamento el retraso, cariño –dijo su madre mientras sacudía las gotas de lluvia del abrigo y luego plantaba un beso en la mejilla de Lexi–. Pero el director decidió adelantar el ensayo de la escena del salón de baile –movió la cabeza y se rio–. Espadas de piratas y faldas de seda. Será un milagro si esos vestidos sobreviven intactos. ¡Por no mencionar los zapatos y las pelucas!
–Tú puedes hacerlo, mamá –dobló el pijama y lo guardó en la bolsa mediana de viaje–. Eres la mejor directora de vestuario de toda la industria teatral. No te preocupes. El ensayo de mañana será un éxito.
–Alexis Sloane, mientes muy mal. Pero gracias. Y ahora hablemos de cosas más importantes –apoyó con gentileza una mano en el hombro de su hija y la miró a los ojos–. ¿Cómo ha ido esta mañana? Y no te guardes nada. ¿Qué ha dicho el especialista? ¿Voy a ser abuela uno de estos días?
Con el corazón en un puño, Lexi se sentó en la cama. Se dijo que era hora de acabar de una vez con esa situación.
–Bueno, hay algunas noticias buenas y otras no tan buenas. Al parecer, la ciencia médica ha avanzado un poco en los últimos dieciocho años, pero no quiero que tus esperanzas se disparen –alargó el brazo e hizo que su madre se sentara a su lado–. Existe una pequeña posibilidad de que sea capaz de tener hijos, pero… –contuvo el aliento antes de proseguir– será un proceso largo y duro, sin garantías de que al final el tratamiento tenga éxito. Según el especialista, solo me estaré preparando para una decepción –esbozó una sonrisa valiente y apretó la mano de su madre–. Lo siento. Al parecer, vas a tener que esperar bastante antes de que pueda darte nietos.
Su madre suspiró antes de abrazarla.
–Vamos, que eso no te preocupe ni un solo minuto. Ya lo hemos hablado. Hay un montón de niños necesitados de un hogar donde reciban cariño y Adam está encantado con adoptar. Un día tendrás tu propia familia… estoy segura. ¿De acuerdo?
–Lo sé, pero tenías tantas esperanzas de que serían buenas noticias.
–Por lo que a mí respecta, lo son. De hecho, creo que esta noche deberíamos ir a un buen restaurante, ¿no te parece? Tu padre insistirá –añadió, moviendo las cejas–. Parece que el negocio de la fotografía paga bien en la actualidad.
–¿Sigue aquí, mamá? –se tragó el enorme nudo de ansiedad que había hecho que un día ya de por sí desagradable fuera más tenso–. He estado dormitando toda la tarde y me da miedo habérmelo perdido.
Pero su madre la miró con una inmensa sonrisa.
–Sí –respondió, aferrando las dos manos de Lexi–. Sí, está aquí. Lo dejé en el aparcamiento. Y no te imaginas lo diferente que parece. De verdad quiere compensar el tiempo perdido. Si no, ¿por qué iba a pagar este precioso hospital privado nada más enterarse de que necesitabas un tratamiento? Sabía lo asustada que debías de sentirte después de la última vez. Todo va a ir bien. Aguarda y lo verás.
–¿Y si ni siquiera me reconoce? –preguntó con ansiedad–. Después de todo, apenas tenía diez años la última vez que lo vi. De eso hace dieciocho años. Puede que ni siquiera sepa quién soy.
Su madre le acarició la mejilla.
–No seas boba. Claro que te reconocerá. Debe de tener álbumes llenos con todas las fotos que le envié de ti a lo largo de los años. Además, eres tan guapa que te detectará al instante –la abrazó con calor–. Tu padre ya me ha dicho lo orgulloso que se siente por todo lo que has conseguido en la vida. Y durante la cena podrás contarle todo sobre tu brillante carrera de escritora –entonces le palmeó el cabello, recogió su bolso y se dirigió al cuarto de baño–. Lo que significa que debo prepararme. Vuelvo enseguida.
Lexi sonrió y se encogió de hombros. Como si pudiera no estar alguna vez preciosa. A pesar de lo que le deparara la vida, siempre había sido irrefrenable. Y lo único que había querido había sido una gran familia a su alrededor en la que poder proyectar su desbordante amor.
Se secó una lágrima perdida. Le partía el corazón no poder darle nietos y hacerla feliz.
Mark Belmont apretó los botones del ascensor en su afán de que respondieran, luego maldijo y empezó a subir por las escaleras.
La parte lógica de su cerebro sabía que solo habían pasado segundos desde que le agradeciera a la amiga de su madre que hiciera guardia en esa habitación de hospital hasta que él llegara. El llanto constante no lo había ayudado a mantenerse sereno o controlado, pero ya estaba solo y era su turno de darle algún sentido a las últimas horas.
La llamada urgente del hospital. El vuelo horrible desde Mumbai, que se le había hecho eterno. Luego el trayecto en taxi desde el aeropuerto, que le había dado la impresión de toparse con todos los semáforos de Londres en rojo.
Aún le costaba asimilar la verdad. Su madre, su hermosa, brillante y segura madre había ido a ver a un cirujano plástico de Londres sin decírselo a la familia. Según la amiga actriz, había hecho una broma superficial acerca de no alertar a los medios sobre el hecho de que Crystal Leighton iba a someterse a una cirugía reparadora en el abdomen. Y tenía razón. La prensa habría estado encantada de airear cualquier secreto de la actriz británica famosa por la defensa que hacía de la integridad física. Pero… ¿a él? Era a su madre a quien acosaban los tabloides.
Subió los escalones de dos en dos a medida que su sensación de fracaso amenazaba con abrumarlo.
Habían pasado juntos las fiestas de Navidad y Año Nuevo y ella se había mostrado más entusiasmada y positiva que en años. Su autobiografía iba a publicarse pronto, sus obras benéficas empezaban a mostrar resultados y su inteligente hija le había dado un segundo nieto.
¿Por qué había hecho eso sin contárselo a nadie? ¿Por qué había ido sola a una operación que había salido espantosamente mal? Había estado al corriente de los riesgos, por no mencionar que en el pasado había descartado con una carcajada cualquier sugerencia de cirugía plástica. Y, a pesar de ello, había seguido adelante.
Aminoró el paso y respiró hondo, preparándose para regresar a esa habitación de hospital donde su hermosa y querida madre yacía en coma, conectada a monitores que a cada segundo emitían un «bip» que indicaba el daño causado.
Una embolia. Los especialistas hacían todo lo que podían. Aún no había un pronóstico claro.
Abrió la puerta. Al menos había tenido el sentido común de elegir un hospital discreto, famoso por proteger a sus pacientes de ojos curiosos. No habría paparazzi sacando fotos para que el mundo se regocijara con ellas.
* * *
Lexi había vuelto a centrarse en guardar sus cosas en la bolsa de viaje cuando una joven enfermera asomó la cabeza por la puerta.
–Más visitas, señorita Sloane –sonrió–. Su padre y su primo acaban de llegar para llevarla a casa. Vendrán enseguida –agitó la mano en señal de despedida.
–Gracias –respondió, tragándose una sensación de incertidumbre y nerviosismo. ¿Por qué su padre quería verla en ese momento, después de tantos años? Se levantó de la cama y fue lentamente hacia la puerta.
Pero se detuvo ceñuda. ¿Su primo? Por lo que sabía, no tenía ningún primo. ¿Sería otra de las sorpresas que le reservaba su padre? Le había prometido a su madre que le daría una oportunidad y eso era lo que iba a hacer, a pesar de lo doloroso que pudiera ser.
Respiró hondo, irguió la espalda y salió al pasillo para saludar al padre que las había abandonado justo cuando más lo habían necesitado.
El corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas podía pensar. De niña había adorado al maravilloso padre que había sido el centro de su mundo.
Miró alrededor, pero todo era silencio y quietud. Desde luego, necesitaría unos momentos para atravesar las comprobaciones de seguridad de la entrada, pensadas para proteger a los ricos y famosos, y luego subir en el ascensor hasta la primera planta.
Estaba a punto de girar cuando por el rabillo del ojo captó un movimiento a través de la puerta entornada de uno de los cuartos de un paciente, idéntico al que acababa de dejar ella pero situado al final del extenso pasillo.
Y entonces lo vio.
Inconfundible. Inolvidable. Su padre. Mario Collazo. Esbelto y atractivo, con las sienes canosas, pero todavía irresistible. Se hallaba en cuclillas justo en el interior de la habitación, debajo de la ventana, y sostenía una cámara digital pequeña pero potente.
Algo fallaba en todo eso. Sin pensar, avanzó con sigilo hacia la puerta para echar un mejor vistazo.
En un instante abarcó la escena. Una mujer estaba en la cama del hospital, con el largo cabello negro extendido sobre la sábana blanca que hacía juego con el color de su rostro. Tenía los ojos cerrados y estaba conectada a tubos y monitores que rodeaban la cama.
La horrible verdad de lo que observaba la golpeó con fuerza y la conmoción la obligó a apoyarse en la pared para mantenerse erguida.
Las enfermeras no habrían podido ver a su padre desde la recepción, donde un hombre joven al que nunca había visto les mostraba unos papeles, distrayéndolas de lo que sucedía en esa clínica exclusiva ante las propias narices de todos.
Cuando encontró la fortaleza para hablar, las palabras salieron con un temblor horrorizado.
–No, papá. Por favor, no.
Y él la oyó. Al instante giró en redondo desde su posición agazapada y la miró con incredulidad. Durante un fugaz momento, ella percibió un destello de conmoción, remordimiento y contrición en su cara antes de que esbozara una sonrisa.
Y a Lexi se le heló la sangre.
Mario Collazo se había labrado un nombre como fotógrafo de celebridades. No costaba descifrar qué hacía con una cámara dentro de la habitación de alguna celebridad a la que había seguido hasta allí.
Si eso era cierto… si eso era cierto entonces su padre no había ido a verla a ella. Le había mentido a su ingenua madre para lograr obtener acceso al hospital. Ninguno de los guardias de seguridad lo habría detenido si era pariente de un paciente.
Entonces comprendió la dura realidad de lo que acababa de ver. Él jamás había tenido la intención de visitarla. El único motivo de que se hallara allí era invadir la intimidad de esa pobre mujer enferma. Desconocía quién era o qué hacía en el hospital, pero eso carecía de importancia. Merecía que la dejaran en paz, independientemente de quién pudiera ser.
Sintió el inicio de unas lágrimas amargas. Tenía que largarse. Escapar. Recoger a su madre y salir de ese lugar tan rápidamente como se lo permitieran las piernas.
Pero esa opción se desvaneció en un instante.
Había aguardado demasiado.
Porque hacia ella avanzaba un hombre alto y moreno enfundado en un excelente traje gris marengo. No era un médico. Irradiaba poder y autoridad y a ella le pareció muy masculino con sus hombros anchos, las caderas estrechas y las largas piernas. Representaba unos treinta años. Tenía la cabeza gacha, sus pasos eran firmes y estridentes, en consonancia con su entrecejo sombrío. Y se dirigía a la habitación en la que se escondía su padre.
Ni siquiera notó su presencia y ella solo pudo observar horrorizada cómo abría la puerta del cuarto de la mujer.
Entonces, todo pareció suceder a la vez.
–¿Qué diablos hace aquí? –demandó con voz furiosa e incrédula mientras entraba, apartaba el sillón para las visitas y agarraba al hombre por el hombro de la chaqueta.
Lexi se pegó aún más contra la pared.
–¿Quién es usted y qué es lo que quiere? –la voz proyectaba una amenaza y fue lo bastante alta como para alertar al recepcionista, que alzó el auricular del teléfono–. ¿Y cómo ha introducido una cámara aquí? Yo me ocuparé de eso, parásito.
La cámara salió volando por la puerta y se estrelló contra la pared próxima a ella, con tanta fuerza que la lente quedó aplastada. Para horror de Lexi, vio al hombre joven de la recepción sacar una cámara digital del bolsillo y empezar a tomar fotos de lo que sucedía dentro de la habitación desde la seguridad del pasillo. De pronto la quietud del hospital se llenó de gritos, del ruido del mobiliario y el equipo médico al romperse, de jarrones estrellándose contra el suelo, enfermeras corriendo y otros pacientes que salían de sus habitaciones para ver qué significaba todo ese ruido.
La dominaron la conmoción y el miedo. Sencillamente, sus piernas se negaron a moverse.
Estaba paralizada. Inmóvil. Y le era imposible apartar los ojos de esa habitación.
La puerta se había cerrado a medias, pero pudo ver a su padre debatirse con el hombre del traje. Se empujaban contra la ventana de cristal y se le partió el corazón por la pobre mujer que permanecía tan quieta en la cama, ajena a la lucha que había estallado allí mismo.
La puerta se abrió y su padre trastabilló hacia el pasillo, con el brazo izquierdo levantado para protegerse. Lexi se cubrió la boca con ambas manos mientras el atractivo desconocido echaba hacia atrás el brazo derecho y le daba un puñetazo en la cara, tumbándolo en el suelo justo a sus pies.
El desconocido se acercó, levantó a su padre del suelo por las solapas de la chaqueta y comenzó a zarandearlo con tanto vigor que Lexi sintió náuseas. Gritó.
–¡Pare ya… por favor! ¡Es mi padre!
Lo tiró al suelo otra vez con un ruido sordo. Ella cayó de rodillas y apoyó la mano en el pecho agitado de su padre mientras él se incorporaba sobre un codo y se frotaba la mandíbula. Solo entonces alzó la vista a la cara del agresor. Y lo que vio en ella hizo que reculara horrorizada.
El atractivo rostro estaba retorcido en una máscara de ira y furia que apenas lo hacía reconocible.
–¿Su padre? De modo que funciona así. Ha empleado a su propia hija como cómplice. Perfecto.
Retrocedió moviendo la cabeza y tratando de alisarse la chaqueta mientras unos guardias de seguridad se arremolinaban en torno a él y las enfermeras corrían a la habitación de la paciente.
–Felicidades –añadió–, ha conseguido lo que vino a buscar.
La mirada penetrante de esos ojos tan azules como un mar tormentoso se clavó en ella como si tratara de atravesarle el cráneo.
–Espero que se sienta satisfecha –agregó con expresión de desagrado y desprecio antes de girar la cabeza, como si no pudiera tolerar más mirar a ninguna de esas personas.
–¡Yo no lo sabía! –explicó ella–. No sabía nada de esto. Por favor, créame.
Él estuvo a punto de girarse, pero solo se encogió de hombros y regresó al dormitorio, cerrando a su espalda y dejándola arrodillada en el suelo del hospital, dominada por las náuseas producidas por la conmoción, el miedo y la más abyecta humillación.