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Capítulo uno

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Quemé su nombre bajo la Luna del Cazador. La baterista de mi banda me aconsejó hacerlo. Bebíamos unos whiskies y unas cervezas de lata en el bar. La Luna del Cazador es poderosa para formular intenciones, me dijo, y enrolló sobre su cabeza su largo y alaciado cabello, con el que formó un moño del tamaño de una manzana cristalizada. No lo sujetó con una liga, sino con un movimiento de muñeca y un giro de otro mechón de cabello, truco que yo siempre había envidiado a quienes lo ejecutaban. El moño permaneció en su sitio. Las pequeñas hebras de las que ella tiró luego para que le cubrieran las orejas compusieron en su rostro un par de diminutos paréntesis. La música de fondo era de Fleetwood Mac.

Escribe tu deseo y quémalo, terminó su copa.

Éste es el tipo de recomendaciones que las mujeres nos hacemos unas a otras.

La Luna del Cazador es poderosa para formular intenciones. Yo recibía a manos llenas consejos indirectos como éste. No sabía cómo aplicarlos, cómo escucharlos mejor para que me convenciera de que eran realizables, algo que podía poner en práctica. De todos modos, me dejé envolver por ese lenguaje, que quería aprender. Mis hermosas amigas esotéricas de California sabían que necesitaba de ellas y hacían cuanto podían por ayudarme, como dar vueltas alrededor de velas y cristales. Acogí su cordialidad como creí que debía hacerlo, con una mirada abierta e ilusionada, al tiempo que asentía despacio, de acuerdo con el ritual del New Age. Días atrás, una de ellas había aparecido en mi departamento con una botella de vino rosado y me hizo muy seria la franca sugerencia de que “expulsara” de mi casa a ese sujeto. Esto purificará tu espacio, dijo y me tendió un encendedor y un apagado manojo de hierba seca.

Limpiaba mi espacio incesantemente. Cada par de días, por ejemplo, aseaba el baño y pasaba toallas de papel remojadas en Lysol sobre la delicada capa de sangre seca que salpicaba casi todas las superficies, lo que me recordaba los tintes de color en el exterior del caramelo macizo, la primera capa que forma una pasta blanca en tu boca conforme lo chupas. Vivir con un drogadicto implica tropezar con un incalculable número de efluvios. Hay fluidos que eliminar por doquier, tantos que parecerían infinitos: el sudor que se enfría de inmediato en la estructura sólida y desregulada de su cuerpo, la orina que no cayó en la taza, la sangre y el vómito —hay vómito todos los días— y las purulentas y volcánicas secreciones de sus abscesos. Y cuando llego a casa después del trabajo y él se precipita sobre mí y me besa, y me dice nenanena, en estado semiconsciente, y cogemos onírica y fervorosamente en el sillón, hay saliva y hay semen.

En la basura encuentro en ocasiones toallas de papel arrugadas o trozos de papel higiénico que él usó para limpiar su sangre, y otras veces camisetas, calcetines o trapos de cocina con florecitas manchados de sangre, que se endurecen al secar como si hubieran sido atacados por el rigor mortis.

No sabía cómo decirles a mis amigas, esos buenos rayos de esperanza rubia, que ya dedicaba mi vida entera a formular intenciones. Formulación de intenciones era la fiebre abrasadora que me acometía cuando no podía localizarlo y tenía que teclear jódete jódete jódete jódete jódete jódete jódete en los diez centímetros de una casilla de correo electrónico —mi versión de un ejercicio de respiración— hasta que me calmaba y volvía a mis actividades. Mi carpeta de borradores estaba llena de esos bloques de texto de jódete en diez puntos, y de cientos de cartas de amor y de odio a medio escribir que había querido mandarle, repletas de intenciones de reformarlo o renunciar a él. Formulación de intenciones era lo que hacía cada mañana cuando orillaba el auto para llorar con la cabeza apoyada sobre el volante, la firme resolución que se afianzaba en mi estómago cuando veía que faltaba dinero en mi cuenta bancaria. Era el ominoso impacto de mi impotencia, el ritmo de mis días y mis noches. Lo que me urgía era algo que me ayudara a cumplir mis intenciones. ¿Hacen una tintura para eso, quería preguntarles, un elíxir curativo de pétalos de rosa?

Aquella noche seguí las indicaciones de mi amiga la baterista. Me paré frente al fregadero —donde me balanceé y mecí mi pequeño cuerpo lleno de bourbon— y quemé el papel en el que había escrito k… m… s… te dejo, con una pluma que tomé del cajón de las baratijas. Al principio pensé poner quiero dejarte. Escribe tu deseo, había dicho ella, pero parecía una aspiración, no algo en tiempo presente. No, no quiero; te dejo.

La hoja se enroscó, emitiendo un color naranja intenso, y mis ojos se llenaron de lágrimas mientras la llama se elevaba hacia mi mano. Quería que eso fuera algo satánico, la oscura y calculada violencia de un conjuro, de una fuerza puesta en libertad en el universo, y al final fue nada más como un acto salido de un video de Taylor Swift: una microvictoria patética y seria sobre un amor obsesivo, al tiempo que el delineador se me corría. Ese incendio insignificante estaba bajo control. Dejé caer las cenizas sobre los tazones sucios y entrecerré los ojos para que sintiera que esta vez sí iba en serio, el estribillo eterno de quienes no soportan más. La clave es que lo digas en serio todas las veces y yo lo hice esa noche. Sentí un nudo en la garganta mientras pensaba: Te dejo, hijo de puta, a partir de este instante.

La enfermedad que él padece es la adicción. Este mal aparece todos los días en las noticias, mata a más personas que nunca antes, se apodera de Estados Unidos. Veo en los periódicos las gráficas que indican un aumento pronunciado, casi vertical, en sobredosis y muertes. Leo todos los artículos: sobre la heroína mexicana pura y de bajo costo que inunda el mercado, los niños abandonados a su suerte mientras sus padres se debilitan y extinguen, los bibliotecarios de ciudades pequeñas que cargan con una toma de narcan para revertir las sobredosis que ocurren en los baños de sus establecimientos, la inútil guerra frontal de la policía para contener la oferta y la demanda. En mi trabajo, veo a escondidas los videos de Vice sobre los adolescentes canadienses que mendigan para aspirar el demoledor fentanilo Smurf-blue, a la caza de viajes cada vez más cortos. Deambulan por estacionamientos muy concurridos, desde donde mandan mensajes de texto en busca de diez minutos más de inconsciencia, más pastillas que puedan reducir a polvo y aspirar en los rincones de los baños públicos. Cuando su rostro se relaja y se les caen los párpados, ves cómo se desvanece en ellos toda posibilidad de placer.

Pero ni siquiera la constante cobertura informativa sobre el reciente incremento en los horrores de las drogas —más terribles ahora cuando los afectados son de una piel cada vez más blanca y a una edad cada vez menor— documenta su monstruosidad de manera satisfactoria. Siempre que leo uno de esos artículos o veo una de esas gráficas o películas, pienso en todo lo que deja fuera, el dolor que las noticias no exhiben, los desastres invisibles que no explican y que quizá sería imposible que incluyeran. Dicen que la adicción es una “enfermedad de familia” y yo reflexiono mucho en esto, en la increíble reacción en cadena de las malas decisiones y las conductas riesgosas: los terrenos embargados, los avisos de desalojo y las joyas malbaratadas en casas de empeño; las vidas que, como la mía, están atrapadas en una lucha con el dolor cotidiano e intentan adaptarse un poco más cada día, más de lo que alguna vez pensaron que podrían ser capaces de manejar.

Una mañana fresca de principios de otoño en Oakland, California. K se dispone a bajar del coche para abordar el metro en dirección a un empleo que ya no sé si conserva. Activa la música en su teléfono y cubre toscamente sus audífonos con la capucha de su sudadera negra, el velo del adicto. Así como otro (yo) se alisaría la falda o tomaría su bolsa, él se prepara para el escrutinio público con una serie de pequeños movimientos, pensados para que oculten todo lo que sea posible. En circunstancias más desesperadas, ha subido al tren en busca de personas a quienes robar, o ha detenido a parejas a las que intimida con la amenaza de que golpeará a la mujer. Nunca atacaría a una mujer, me dijo cuando me reveló esto; sin embargo, esa táctica siempre le da resultado. Y el galán tiene la oportunidad de lucirse, añadió. Basta con que afloje el dinero para que quede como un héroe. En este momento, no obstante, su hábito no está tan fuera de control, y me tiene a mí, además.

Las horas que pasa despierto son un cálculo preciso. Para transitar del amanecer al anochecer necesita cuarenta dólares: treinta para la heroína y diez para el crack. Y tal vez también un par de dólares más, tomados del frasco de las monedas, para adquirir uno de esos envases de plástico con jugo de lima o limón que los adictos utilizan para disolver el crack. Las tiendas de los barrios bajos los exhiben en los mostradores, y antes me preguntaba para qué servían. Él no se inyecta frente a mí; los momentos que elige para viajar son un secreto a voces entre nosotros. Por lo general lo hace en el baño, desde donde escucho a menudo que tararea o silba con inocencia y aire desenfadado o tal vez un poco emocionado, como si fuera Mister Rogers, se abotonara el suéter y se pusiera los mocasines en preparación de una sana aventura.

En su primer pinchazo combina esos dos ingredientes, que le conceden el viaje más importante del día. Luego de tantos años de doparse, las speedballs son la mejor forma de que sienta algo. Más tarde se administra una segunda inyección de heroína, con la que baja un poco de esas retumbantes alturas. Y necesita una más en la noche, aunque es raro que para entonces le reste material suficiente. Su dosis nocturna sería tan sólo una gota, el débil residuo de heroína en el algodón. Lo ideal sería que pudiese guardar una dosis tempranera para la mañana siguiente, pero nunca lo logra. (¿Alguien sí? La inyección mañanera es casi sin duda un mito de los adictos.) Y pese a que en la noche bebe un trago, toma un par de pastillas o fuma algo de marihuana, nada de eso mitiga su compulsión —o el temor a ella, tan fuerte como la compulsión misma, según sus propias palabras—, así que no pega el ojo hasta las cuatro y siente un leve temor toda la mañana.

Por desordenada que parezca, esta rutina encierra algo pulcro y comprobable. Si bien depende de otros seres humanos —bajo el aspecto de la cooperación, la manipulación, la coerción o la fuerza—, no deja de ser impecablemente decidida, autodeterminada y egoísta.

A pesar de que muchos de nuestros hábitos acaban por parecer rituales, pocos de ellos son innegociables, si lo piensas bien. A mí me gusta tomar una taza de café con un poco de leche cada mañana, pero si no tengo en casa ninguno de esos ingredientes, aguardo. Mi día adoptará tal vez una forma distinta, con una escala en la cafetería o un viaje al supermercado, o bien no tomaré café hasta la tarde. Esta costumbre es diferente. La necesidad de drogas y el derecho a consumirlas, defendido con ferocidad, regresan cada mañana con la luz rosácea del amanecer, momento a partir del cual, y sin la menor distracción, K se consagra a satisfacer ese impulso.

La adicción es biológica, desde luego, pero también emocional y psicológica. El adicto tiende a cooptar una filosofía de vida con la cual justificar su conducta. Por ejemplo, K decía que siempre había sido un nihilista, pero creo que ésa era sólo una forma de explicar su inclinación a las drogas. Hay por igual algo casi religioso en el celo que este tipo de adicción, esta práctica, requiere. La atención del adicto es de una intensidad escalofriante. No es como mi café matutino, sino como la reacción del monje al sonido del gong que lo llama a meditar, o la del zombi al olor de la sangre: un patrón que por ningún motivo se debe interrumpir, cuestionar ni alterar. Esta invariabilidad implica la dedicación más pura, pese a que también parezca casi robótica. No es envidiable; es, a su manera, pasmosa e imponente.

Tengo que ir trabajar, dice mientras permanecemos en el auto frente a la estación. Al otro lado de la ventana pasa un torrente de pasajeros con portafolios, de estudiantes con audífonos y mochilas. Todos tienen una vivacidad que desentona con este momento, el aire dentro del auto, la cultura de nuestra relación. Los veo pasar con añoranza y escepticismo.

Sé que me pedirá dinero, y que se guardará hasta el final esta solicitud para que su vergüenza se pierda entre sus últimos pasos. Sus ojos saltan de un lado a otro y llegan al final a los míos, donde se detienen. Baja la ventana un par de centímetros y la sube de nuevo, presa de una energía nerviosa. Da la impresión de que saldrá huyendo en un instante. Podrías prestarme cuarenta dólares, dice por fin, sin signos de interrogación. Mi pulso se acelera cuando escucho la palabra prestarme. Su solo sonido, su desfachatez, me irrita. (Secreto profesional: un drogadicto nunca pide prestado dinero.) Cierro los ojos un largo rato y la luz del día vuelve a inundarme cuando los abro.

Yo misma hago cálculos todo el tiempo. Tengo doscientos once dólares en mi cuenta bancaria. No hemos hecho el pago del teléfono, que ya venció, y debo comprar víveres durante mi receso para comer. Pero mañana me pagan, y no es la quincena que se destina íntegra al alquiler, sino la de mediados de mes, la de pagar las cuentas. Además, me deben unos centenares de dólares por un trabajo de corrección de estilo y la pensión de mis hijos está por llegar. Aun así, cuarenta dólares al día son doscientos ochenta a la semana, mil ciento veinte al mes, cantidad con la que podría abrir una cuenta de ahorros, rentar un cuarto, hacer un viaje o escapar. Mil dólares extra al mes serían un suma nada despreciable. O quizás ansío literalmente un cambio de vida. Este gusanito hace que me hierva la sangre, es una solución que no sé cómo conseguir. En estricto sentido, no tenemos el dinero que él necesita, o lo tenemos pero no deberíamos gastarlo, no podemos continuar gastándolo así. No lo gano tan rápido, y si él percibe un poco, ni un solo dólar llega a casa. Si hoy fuera otro día, podría preguntarle si es cierto que irá a trabajar. Le diría con voz cansina y exasperada: Ya no tienes ese empleo, ¿verdad? E incluso me enojaría, en nuestra corta despedida le reprocharía que siempre se muestra indiferente e impenetrable, o sus mentiras y maquinaciones. Estar en el auto frente a la estación del metro me enfurece. ¿Por qué estos espacios de transición, estos umbrales, los momentos previos a la separación, son ideales para que estallemos como rápidas ráfagas de ametralladora?

No esta mañana. Cualquier comentario amenazaría con encender la intrincada cadena de resentimientos que yace como una red eléctrica debajo de nuestra relación. Hoy la superficie es demasiado frágil. Sé que él no se siente bien.

Se supone que la sinceridad debería ser el sello característico de una relación comprensiva, pero soy experta en tragarme lo que pienso justo cuando estoy a punto de decirlo, así que guardo silencio, y ni siquiera sé si pienso algo. Abro mi cartera negra de piel, la billetera de una adulta, que mi madre me regaló en mi cumpleaños, digo: Soy una profesional que tiene el derecho a darse sus gustos y saco dos billetes de veinte. Los sostengo en la mano y miro a K por un largo minuto: hablo con los ojos, siento mi perverso poder como la guardiana, el sostén del hogar, la fuente que concede todos los deseos. Puedo hacer que su ansia de drogas desaparezca. Retiré esta suma anoche, en el cajero automático de San Pablo camino a casa, justo en previsión de este intercambio, en conocimiento de mi papel. Sabía que iba a dársela. Ignoro por qué. Sólo sé que cada día pienso que debo cambiar y no lo hago. Me propongo hacer lo opuesto a esto —hacer de mi vida lo opuesto a esto— y entonces descubro que esto es una decisión que ya tomé.

La enfermedad que yo sufro es amarlo. No escriben artículos sobre ella ni envían equipos de filmación para que nos sigan. Mi mal se llama codependencia, o propiciamiento, y en realidad no es un mal aunque lo parezca. Es más bien una difusa serie de tendencias y conductas que, dependiendo de su intensidad, se manifiesta como muchas cosas: un trastorno, un fastidio, una carga, una maldición o, en ocasiones, mera sensibilidad, una preferencia, una mentalidad. Puede manifestarse como las suaves y tintineantes notas de piano antes de que Patsy Cline entone ese primer craaaaazy, largo y quejumbroso. Crazy for thinking that my love could hold you. Éste es uno de una centena de himnos que han acabado por resultarme vagamente psicóticos conforme los aplico a mis circunstancias. Demasiadas canciones tratan de hombres que se libran del amor. Ésta en particular serviría para embellecer una carpetita codependiente: Crazy for trying, and crazy for crying, and crazy for loving you. Se vería muy bonita sobre la repisa de la chimenea. Por cierto, Willie Nelson escribió originalmente “Crazy” para el cantante de country Billy Walker, quien la rechazó con el argumento de que era un “tema para mujeres”. Según el biógrafo de Nelson, Patsy Cline “no aprobaba las canciones que la hicieran parecer dolida”, pero ésta llegó a los primeros lugares de popularidad y se convirtió en su sello distintivo.

La codependencia es un tema para mujeres: el sonido de las silenciosas controladoras que están haciendo tareas y ordenando, el llanto y gimoteo de las largamente ignoradas, el gemido de las desconsoladas. Ese término tiene una extensa y compleja historia pero nunca se ha tomado en serio. Cuando se le comprende al fin, se le concibe como propio de novias grotescas, madres autoritarias y esposas patéticas. En la cultura popular, las conductas obsesivas, controladoras o permisivas de las mujeres se presentan como modalidades deplorables o tristes de la debilidad y la locura.

En el pasado, las codependientes éramos llamadas “co-alcohólicas”, lo cual no deja de ser curioso. Este apelativo alude a la medida de tu complicidad: para que ellos beban así requieren de alguien como tú que lo haga posible, una crédula inútil que espere en el auto en que se fugarán los dos. Algunos piensan que este mal es lo mismo que la adicción al amor o a las relaciones, un interés quebrantador en una fuente de validación externa. Otros creen que la constelación de conductas llamadas codependientes son respuestas inadaptadas a un trauma infantil que quizá no tenga nada que ver con el abuso de sustancias. Otros más razonan que la propia idea de codependencia es absurda y que las relaciones a las que se define como tales no deberían considerarse patológicas, puesto que no son más complicadas que cualquier otra. En años recientes, la teoría del apego ha prevalecido en algunas áreas del sistema de la salud mental, y un apego ansioso o inseguro se volvió una forma popular de señalar esos lazos disfuncionales. Si el estilo de apego que adquiriste en la niñez se distingue por la inseguridad, tenderás a buscar relaciones con una buena dosis de temor o tamizadas por el rechazo.

Las definiciones son variadas y en ocasiones endebles, las herramientas de diagnóstico defectuosas y los tratamientos muy diversos, pero esta forma de ser es real. En Love Is a Choice: The Definitive Book on Letting Go of Unhealthy Relationships (2003), Robert Hemfelt, Frank Minirth y Paul Meier afirmaron que la codependencia afecta a cuatro personas por cada alcohólico, y las estimaciones actuales del número de alcohólicos en Estados Unidos son muy elevadas. Un artículo publicado en 2017 en JAMA Psychiatry estableció que uno de cada ocho adultos de esa nación son alcohólicos, cifra que se juzga conservadora si se toman en cuenta las posibles deficiencias de su cálculo y el creciente número de drogadictos en dicho país. Esos autores, todos ellos médicos que tratan la codependencia, no son los únicos en alegar que “esta epidemia ya ha alcanzado un grado abrumador. La infelicidad, desesperanza y desperdicio de vidas que conlleva escapa por completo a nuestra comprensión”.

Sin embargo, si la codependencia es una afección que causa un sufrimiento generalizado y es responsable de una “epidemia de […] desperdicio de vidas”, ¿por qué no sabemos más sobre ella? El alcoholismo y su tratamiento se incorporaron a la conciencia popular hace mucho tiempo, y aunque podría asegurarse que todavía está estigmatizado y malentendido, a ese problema se le medica y normaliza cada vez más en la cultura occidental. En cambio, el co-alcoholismo (o codependencia), pese a que fue definido junto con el alcoholismo, aún se interpreta como una serie de conductas extremas de mujeres deprimidas. Ese término tuvo una amplia difusión a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, cuando se popularizó el movimiento de recuperación de los Doce Pasos, pero desde entonces ha sido abandonado y hasta ridiculizado. Mientras que en el tratamiento se enfatiza que el alcoholismo es una “enfermedad de familia”, las penalidades del codependiente —muy a menudo una mujer— se dejan de lado.

Por más que la familia suela estar presente en los programas de televisión, películas y artículos sobre la adicción, se le relega a las sombras y su angustia se estima un lamentable efecto de la dolencia, no un factor determinante, un enigma en el cual trabajar o una afección en sí misma. Nos inclinamos a creer que, después de todo, los miembros de la familia no son los protagonistas del drama, sino apenas actores secundarios. No obstante, convivir con la adicción es una experiencia peculiarmente insospechada: extenuante, deprimente, exasperante y con frecuencia aterradora. En un giro perverso, no está exenta de beneficios; a juicio de muchos, brinda cierta compensación emocional. Convivir con la adicción permite que los codependientes se sientan virtuosos y complacidos, o castigados y manipulados. Esta enfermedad da a nuestra vida su sustancia, y en algunos casos su propósito.

Comprobé en definitiva que el argumento del alcohólico o drogadicto solitario —propagado en las narraciones de adictos como Thomas De Quincey, Alexander Trocchi y John Cheever y reforzado por las versiones fílmicas de espíritus andrajosos y atormentados— supone un acto de ofuscación. Desde luego que sabemos que las maquinaciones del adicto ocurren en el marco de una soledad profunda. Caer en garras de este problema entraña un amargo aislamiento existencial, una confrontación con la propia debilidad e impotencia que ha demostrado ser una copiosa fuente de manifestaciones artísticas. Pero la adicción es también, necesariamente, una condición relacional. Excepto en las circunstancias más abyectas, alguien, en alguna parte, obtiene las ganancias, protege al adicto, limpia el desorden. Alguien está sentado junto a la ventana y espera. Alguien cree, confía, que hoy será diferente.

El mito del genio inspirado por Dios para crear en soledad grandes obras maestras es muy antiguo, salvo que ése no fue nunca el cuadro completo. Ahora sabemos que esta leyenda ignora convenientemente la labor de esposas, aprendices y asistentes, así como las fuerzas estructurales y particularidades institucionales que encumbran una obra y consagran a ciertos individuos. Es común que en el centro de las referencias literarias a la adicción hallemos a un sujeto, el adicto, en un solitario viaje épico a la salvación o en caída libre a la muerte. Pero ¿por qué tendría que vérsele en aislamiento? ¿Por qué no reconocemos por sistema que detrás de cada narcodependiente existe una auténtica sinfonía de energías ocultas? ¿Y a cuenta de qué esas energías no habrían de interesarnos?

Este libro emergió del deseo de cuestionar las ideas en las que se basa la codependencia y reanimar un intercambio acerca de lo que este mal significa para quienes dependen de sustancias. Quise escribir sobre el modo en que convivir con la adicción nos habitúa al caos y al miedo, nos induce a permanecer en una perpetua condición de víctimas y orienta nuestras decisiones en una dirección autodestructiva. Quise comprender mejor cómo se formuló originalmente este problema, quién lo hizo y para quién. Antes de que se nos permitiera tener propiedades, ejercer empleos remunerados o votar, las mujeres éramos sin duda las personas sobre las que el alcoholismo tenía más impacto. ¿Fuimos nosotras quienes ideamos el esquema de la codependencia con objeto de describir nuestra realidad o, como en el caso de tantas otras afecciones nuestras, ésta fue identificada y elaborada por un sistema psicológico predominantemente masculino? ¿Es cierto que esta dolencia existe? ¿En verdad es posible que se le trate, controle y cure? ¿Esto debe hacerse? ¿Hay algo liberador en la elección de aplicar esta lente a nuestra vida o sencillamente reproducimos gastadas ideas sobre el género, la familia, las relaciones y el amor, para no mencionar la adicción?

Este libro no sólo trata de mi vida. Trata por igual de la historia de las estadunidenses del siglo xix que durante un largo periodo se sintieron impotentes mientras veían que sus compañeros sucumbían al alcoholismo y que al final lucharon para desterrarlo. Trata de las mujeres que, una vez que sus esposos se integraron a Alcohólicos Anónimos (aa) a principios del siglo xx, descubrieron que tenían mucho en común y formaron la tertulia que más tarde sería Al-Anon. Trata de los hombres y mujeres que en las décadas de 1980 y 1990 propiciaron el auge de los libros de autoayuda, y del modo en que extendieron más allá del alcoholismo las nociones de la codependencia entonces vigentes.

Nuestra visión del amor y de la dependencia es compleja, moldeada como está por nuestra historia familiar y experiencias personales, y determinada por la cultura en la que vivimos. Tal como se le expresa en las relaciones sentimentales, la codependencia es muy similar a las representaciones del “amor verdadero” que vemos en la literatura y el cine (y que muchas mujeres como yo devoramos de niñas). La tarea de separar los hilos que componen nuestras relaciones amorosas a fin de explorar qué las mueve y qué las vuelve tóxicas es intimidatoria y apasionante. Me pregunto qué sería de nosotras si pudiéramos dar fe de otra manera del extremo dolor que la adicción causa en la vida de la gente y del modo en que intentamos cuadrar ese dolor con el amor.

Destructor de almas, te saludo

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