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Capítulo tres
ОглавлениеCuando tenía cinco o seis años, le pregunté a mi madre acerca de la religión. Me intrigaban las iglesias de la ciudad, a cuyo alrededor los fines de semana se aglomeraran adinerados feligreses de cabello rubio vestidos con prendas de lino o de color gris. ¿Qué es la iglesia?, dije y me contestó que era un lugar donde iba la gente a practicar su religión. ¿Y qué es la religión?, insistí, lo que volvió necesario que hiciera una pausa.
Un montón de hermosas imágenes e historias, respondió por fin. Algunas de ellas son horribles. La gente las ha contemplado desde hace mucho, para darle sentido al mundo.
¿Son verdad?, pregunté.
No, respondió sin pestañear.
Años más tarde cambió de piel y dejó la vida doméstica para regresar a la escuela y hacer un posgrado en historia del arte. Algo se agitaba en su interior. Meses atrás había arrancado de una revista una reproducción de una piscina de David Hockney —de un azul monocromático, más lavanda que aguamarina—, que fijó con un imán en el refrigerador debajo de un recorte de periódico que decía: “Hay otros mundos”.
Mientras ella leía o consultaba libros, mis hermanas y yo jugábamos a las escondidas entre los pupitres de la biblioteca de Rutgers, hacíamos excursiones al bebedero en el pasillo y en el trayecto arrastrábamos sobre la alfombra nuestros zapatos deportivos con velcro para producir estática y administrarnos pequeñas descargas eléctricas. Mamá nos lanzaba una mirada severa si hacíamos demasiado ruido, y en respuesta nos callábamos unas a otras. Después de cenar, a veces nos reclutaba para que la interrogáramos para sus exámenes, con base en una enorme pila de tarjetas en las que, con su eficiente y hermosa caligrafía, había escrito nombres de pintores, y al reverso, los de sus cuadros. En mi memoria, ese cúmulo de tarjetas me llegaba a las rodillas, pero es imposible que haya sido tan alto. Algunas imágenes de sus libros —todas esas bellas imágenes e historias de ángeles, pechos y fuego— eran las mismas a las que había aludido aquel día que hablamos de religión.
Escribió su tesis sobre la forma en que las mujeres fueron representadas durante la expansión al Viejo Oeste, y por un semestre hubo regados por toda la casa o amontonados en la mesa del comedor libros que retrataban a esas almas agobiadas. Las luchas y los sueños de las mujeres eran un tema incesante en nuestra casa. Ahí estábamos las tres hijas —patitos que daban sus primeros pasos en fila— y nuestra madre y sus tarjetas, y todas teníamos un gran anhelo de eso. En su tesis de maestría, rescatada de una caja en una de sus mudanzas posteriores a su divorcio, ella intentó reconocer la profunda vida interior de mujeres que habían sido pintadas sin consideración alguna de su complejidad y humanidad. La valerosa familia pionera fue el principal agente “civilizador” en el centro de la violenta doctrina racista del Destino Manifiesto, pese a lo cual las mujeres al timón fueron retratadas (por hombres) como desprovistas de capacidad para actuar. Muchas de ellas eran pequeñas y periféricas, meras pizcas de feminidad que representaban algo que nunca llegaban a ser. Los pintores de la frontera se valieron de la iconografía cristiana, y mi madre catalogó sus figuras femeninas como “Madonnas fronterizas”, “paridoras felices” y “cautivas”. A continuación usó la información vertida en los diarios de las pioneras para demostrar que sus experiencias habían sido intensas y difíciles. A sus desdibujados rostros y faldas azotadas por el viento añadió los detalles de su cansancio, determinación, esperanza y temor. Afirmó que poseían tanta destreza como sus intrépidos esposos cazadores, a quienes, junto con sus caballos, se les representaba siempre en acción: erguidos, dinámicos, fuertes. La tesis de mamá fue un admirable acto de recuperación.
Crecí sobre la base de que el león no es como lo pintan. Se me educó para que viera con interés la historia de las mujeres, y en particular los espacios en los que todo indicaba que debía haber una historia de mujeres pero no había ninguna. Supongo que mi madre me preparó para que recordara que hay otros mundos; para que cuando viera a la mujer inmóvil en la ventana, me preguntara sin falta cómo había sido su vida. Crecí embelesada por anécdotas de mujeres, y en todas partes se me aparecían las manifestaciones de su esfuerzo, aun si los hombres fingían que su existencia no dependía de ese andamiaje. Sin embargo, lo que más me impresionaba era su furia.
A los trece años, mis amigas y yo nos volvimos riot grrrls. Nos movían nuestras hormonas, nos cocinábamos en nuevas vergüenzas corporales, asimilábamos las experiencias de agresión sexual que ya habíamos tenido a montones. Emprendimos un ambicioso régimen de perforarnos, decolorar nuestro cabello y raparnos en casa. Yo leía de noche un viejo ejemplar de Sisterhood Is Powerful que me dejó pasmada. Más tarde hice un pedido del primer LP de Bikini Kill en el sello Kill Rock Stars, que oímos en la tornamesa de mis padres echadas en el futón del cuarto de estar, y nuestra vida cambió para siempre.
Radicalizadas por correo, nos salieron diminutas garras. Hacíamos revistas electrónicas que intercambiábamos con chicas de todo el país, quienes pasaron a ser nuestras amigas por correspondencia. En relucientes sobres hechos en casa nos enviábamos dulces, juguetes, calcomanías y largas cartas donde compartíamos nuestros secretos y con las que intentábamos formar un movimiento. Pegábamos con engrudo en toda la ciudad volantes con mensajes que asombraban a nuestros padres. (“Hola, sólo quería avisarte que no voy a sonreír, callar, fingir, mentir, ocultar mi cuerpo ni guardar silencio por ti”, decía el que escribió la riot grrrl de Omaha, Ann Carroll, el cual pegamos por doquier. “No permitiré que me ridiculices, acoses, utilices ni violes una vez más. ¡Porque soy mujer y mis amigas y yo no te tememos!”) Íbamos a conciertos de punk rock, y al final armamos nuestra propia banda rebelde de tres. Conseguimos que otras bandas dieran conciertos en el consejo de las artes o en el sótano de la iglesia unitaria. Cuando la primera de nosotras adquirió su licencia para conducir, fuimos en coche a conciertos de house en Nueva York y Filadelfia, y a visitar restaurantes vegetarianos chinos por el solo gusto de salir a dar la vuelta. Dejábamos que nos creciera vello en las piernas. Esto fue antes de que se supiera que el azúcar era tóxica, antes de que cualquier persona pensara en evitar el gluten. Los alimentos chatarra eran una rebelión. Las riot no hacemos dieta, garabateé en el espejo de los vestidores con un marcador color lavanda. Nos quedábamos a dormir en casa de amigas cuyos padres fueran tolerantes, y al tiempo que conversábamos y oíamos música nos atiborrábamos de caramelos, refrescos y papas fritas, agrupábamos las gomitas por colores y hacíamos popotes con los caramelos Twizzlers para tomar un Dr Pepper. Entre las dos y las tres de la mañana nos escabullíamos bajo la penumbra y paseábamos por la ciudad, robábamos una probada de libertad, oíamos a los chicos en sus patinetas, veíamos nuestras sombras proyectadas por los faroles y cuando nos contemplábamos descubríamos que, gracias a nuestra fuerza numérica, nuestra figura se había vuelto repentinamente alta e imponente. Éramos una auténtica pandilla femenil.
Nos volvimos combatientes de un feminismo que, como el de mi madre, comenzó con el impulso de reinsertar en nuestra visión del mundo la realidad de las mujeres, específicamente su dolor. Las riot grrrls eran blancas y suburbanas —no sin razón se les criticaba que fueran una caja de resonancia de mujeres como nosotras—, pero yo apreciaba ese ambiente porque me ofrecía un nuevo lenguaje y un propósito. Las riot grrrls prosiguieron con la labor de concientización de la Segunda Ola feminista y pusieron en el candelero la narración en primera persona, que creíamos dotada de un potencial enorme, y reformularon la historia humana como un transcurso atravesado por el incesto, la violación y otros abusos de poder. Este movimiento reconocía continuamente sus propias complicaciones y las de la condición femenina —en particular la sexualidad— y daba validez a nuestra creciente impresión de que el patriarcado era no sólo algo que nos habían impuesto, sino también un sistema vivo y supurante del que paradójicamente éramos cómplices.
Mientras abrazaba el feminismo radical, sin embargo, mis relaciones con mi familia, mis amigas y los chicos se volvían cada vez más enredadas. La amistad y el noviazgo eran absorbentes y obsesivos. Me sentía perseguida y atrapada por la intensidad de lo que los hombres sentían por mí. Y aunque aprendía de experimentos políticos colectivos, sabía que el principal proyecto feminista consistía en cultivar la autonomía, lo cual parecía inimaginable. Mi responsabilidad con mi familia excluía toda posibilidad de independencia. Había un desfase entre mi feminismo naciente y las exigencias de mis relaciones. Me descubrí totalmente incapaz de poner en práctica mis nuevos principios en mi vida personal.
En mi adolescencia pasé horas enteras entre los altos y sobrepoblados libreros de pino de la librería de viejo de nuestra ciudad, en persecución de un título escrito por alguien que se pareciera a mí. Alguien que hubiera buscado drogas en el bolso de su hermana, en el grado de abertura de sus pupilas. Alguien cuyos padres se hubiesen visto gravemente aquejados por la preocupación. En otros siglos habían vivido muchas mujeres como nosotras, junto al azote de la adicción, atormentadas tanto por sus predecibles aflicciones como por el espectro de la muerte, su fin imprevisible y amenazante. Pensaba que debía haber una mujer madura que hubiera escrito algo sabio y conmovedor, una mujer que se hubiera sentido así en el pasado y aprendido a manejar sus circunstancias. Tropecé con un par de pésimos libros de autoayuda y compendios de una página diaria de supuesta “sabiduría”. Los muy gastados ejemplares que mencionaban la codependencia eran demasiado simples y complacientes, colecciones de quejas cuyos capítulos tenían títulos como “Cindy” o “Jessica”. ¿Esta jerga terapéutica era el motivo de que mi padre se hubiese mostrado tan escéptico de las reuniones de Al-Anon? Quizá yo no era mejor que él.
Encontré sobre todo el yo, yo, yo del adicto, un librero tras otro de sus exuberantes, preciosos y narcisistas volúmenes. El canon de la reflexión personal y cultural sobre este mal producido por alcohólicos y adictos es enorme, variado y a menudo brillante. Me volví fanática de la bibliografía sobre la adicción. Leí Junky; The Basketball Diaries (Diario de un rebelde); Jesus’ Son (El hijo de Jesús); Bright Lights, Big City; Confessions of an English Opium-Eater (Confesiones de un opiómano inglés); Drinking: A Love Story; Postcards from the Edge (Recuerdos de Hollywood); Trainspotting, y más tarde Lit, Tweak, Cherry (Lit, Tweak, Cherry: la primera vez), Blackout, Permanent Midnight (Medianoche permanente), The Night of the Gun, Running with Scissors (Recortes de mi vida), A Million Little Pieces (En mil pedazos), How to Murder Your Life, Portrait of an Addict as a Young Man, Drunk Mom y muchos títulos más. Al final me enfadó que hubiera tantos libros y películas para “ellos” (los adictos) y ninguno para “nosotras” (las codependientes).
No hallé lo que buscaba. Había mujeres alcohólicas, en efecto, pero ¿dónde estaban las que vivían con alcohólicos? ¿Las que cocinaban y aseaban para ellos, las que criaban a sus hijos? ¿Dónde se encontraban las madres que veían crecer a sus hijos sólo para asistir más tarde a su caída en las drogas, como le había sucedido a la mía? ¿Estaban demasiado agotadas para escribir nada, demasiado ocupadas en la comisión de sus propios errores?
Las particulares tormentas emocionales de este cuadro fueron reunidas y llamadas codependencia, pero quienes las bautizaron así no respondieron satisfactoriamente a las únicas preguntas que a mí me importaban: ¿por qué era tan grato y tan doloroso cuidar a otras personas? ¿Por qué yo era capaz de adoptar una firme política feminista pero incapaz de vivir de acuerdo con su mensaje básico, el de que yo era una persona como cualquier otra?
Mis padres calaron con renuencia las aguas de Al-Anon a fines de la década de 1990, cuando la adicción de mi hermana se agudizaba. La sugerencia que recibieron ahí fue en todo momento la de que “se apartaran con amor”, mostraran por Lucia un “amor exigente” y no la libraran de las consecuencias de su adicción. Después de todo, exentarla del precio de sus acciones era una forma de permisividad.
Ninguna de estas ideas fue de su agrado. Mi padre ni siquiera ponía interés en las reuniones. Se resistía a escuchar los testimonios de personas tan diferentes con distintas maneras de entender un problema común. Deseaba un recurso de eficacia comprobada. Me gustaría un grupo para padres con educación universitaria de hijas adictas a la heroína, me dijo cuando le pedí su opinión sobre Al-Anon.
Tal vez tú deberías iniciar uno, le dije secamente, pero era poco probable que lo hiciera. Para comenzar, la recuperación de los Doce Pasos no opera de esa forma. Se basa en la idea de resolver los desacuerdos, escuchar las experiencias de los demás y creer que, como en una iglesia, el apoyo y la salvación están al alcance de todos, sean cuales fueran su pasado o los detalles de su situación. Mis padres, además, sentían vergüenza. Si el grupo de apoyo perfecto hubiera llegado hasta ellos, llamado a su puerta y prometido no alertar a la comunidad sobre la adicción de mi hermana, quizás habrían cobrado interés. Pero no estaban preparados para presentarse como padres de una drogadicta frente a una sala repleta de desconocidos, en especial si resultaba que uno de ellos no lo era en absoluto. Vivíamos en los suburbios, ellos eran normales y respetados y nos habían educado bien. De conformidad con esta lógica —que ha estigmatizado tanto tiempo a la adicción—, el problema de Lucia nunca debió ocurrir. Su salida a la luz pública habría condenado en particular a mi madre, o al menos se habría sentido de ese modo, porque la discordia en el hogar suele interpretarse como reflejo de la incompetencia de la esposa/madre. Dado que mis padres preferían no hablar de esto fuera de la familia, decírselo a mis amigos o incluso a la orientadora escolar habría semejado una impertinencia, una pequeña traición que infligiría un grave daño a nuestro clan aun si éste no se enteraba de ella.
Al-Anon mereció el rechazo de mis padres debido también a que su mensaje, sobre todo en esa época, era que los parientes de alcohólicos y adictos debían concentrarse en ellos mismos e impedir que su vida dependiera de los altibajos de la adicción de su familiar. Debían abandonar todo intento de manejar las decisiones y enfermedad de este último y dejar de protegerse de las repercusiones de sus actos. No obstante, era imposible que mi madre se convenciera de que debía cambiar la forma en que nos trataba y dejara de prestarle apoyo, tiempo o dinero a mi hermana. En ocasiones me irritaba que ella se agotara tanto y quería que dejara de pensar en Lucia, decirle por una vez que ya bastaba. En ciertos casos, este impulso era bienintencionado: por un tiempo creí ingenuamente que la indigencia o la cárcel harían que mi hermana reconociera la severidad de su problema y la persuadirían de desintoxicarse y mantenerse así. En otros, me movía el resentimiento: si mis padres la marginaban, yo recibiría un poco más de atención. En cualquier caso, mi madre no estuvo de acuerdo.
En su libro The Too-Good Wife: Alcohol, Codependency, and the Politics of Nurturance in Postwar Japan (2005), la antropóloga Amy Borovoy, quien estudió a grupos de apoyo de mujeres codependientes, escribió que el “amor exigente” ejerce escasa influencia en ese contexto. “El discurso estadunidense del abuso de sustancias se basa en el lenguaje de los derechos y la autonomía”, apuntó. “Los discursos japoneses sobre la familia y la maternidad no enfatizan, en cambio, la independencia de los hijos respecto a los padres ni otorgan a éstos derechos que les permitan desentenderse de las necesidades de aquéllos”. Las mujeres que ella observó y entrevistó consideraban la maternidad como algo decisivo para su identidad, y su papel de madres incompatible con el enfoque en el individualismo de Al-Anon. En el contexto de “idiosincrasias estadunidenses obsesionadas con los derechos individuales”, añadió, “existe poco margen para conceptualizar las necesarias concesiones de autodeterminación que la naturaleza social supone”. Las relaciones que amenazan o comprometen los derechos individuales y la autonomía “se juzgan abusivas o explotadoras”. Sólo “el desprecio a uno mismo, la compulsión incontrolable o un pasado familiar turbulento” podía explicar que un individuo entablara relaciones de ese tipo. Mi madre era una mujer judeo-estadunidense que había pasado casi toda su vida en la costa este de Estados Unidos y tenía mucho en común con esas madres japonesas. Practicaba el arte de la maternidad de un modo que celebraba nuestras profundas dependencias. La idea de que debía reclamar sus derechos y renunciar a la responsabilidad sobre el mal de su hija no era de su agrado y fue una de las razones de que no haya permanecido mucho tiempo en Al-Anon.
También yo hice la prueba en este grupo. Tenía dieciséis años. Un día después de que mi profesor de matemáticas me devolvió un examen con una sola respuesta correcta y la palabra “¡Despierta!” escrita en tinta roja, un mensaje de la orientadora apareció en mi casillero. No me invitaba a que fuera a verla; me citaba a un encuentro ya programado, ante el que mi única opción era presentarme. Para entonces ya había visitado alguna vez a la enfermera de la escuela, quien exhibía en su oficina un plato lleno de muñequitos de plástico con los que prevenía contra el aborto a las adolescentes. En comparación, la orientadora me pareció muy normal, y a petición suya le describí el “ambiente en casa”. Mis padres se separaban ya en aquellos días, mi hermana era adicta a la heroína y yo estaba en medio. Había sido preciso que escuchara, absorbiera, mediara, ayudara y mitigara las cosas. Según la consejera, yo desempeñaba el papel de la “hija heroína”, alistada para reparar el maltrecho barco de nuestro hogar y resuelta a no quejarse y ser una muchacha aceptable a fin de no llamar la atención de sus padres. Madre de una de mis compañeras, me invitó amablemente a que me refugiara en su oficina cuando fuera necesario y me sugirió que probara un grupo de apoyo.
Pese a la diversidad de la urbe en que vivía y mi ingenuidad de pensar que la adicción era un problema juvenil, el grupo al que ingresé, reunido en el salón de juegos de la iglesia, con piso de linóleo y paredes de madera, estaba integrado principalmente por señoras de edad avanzada (había muy pocos hombres). Muchas de ellas aparentaban hastío, como si hubieran pasado un siglo de inviernos en el Medio Oeste. Se presentaron una por una para dar inicio a la reunión, con nombres como Doris y Shirley. ¡Desde luego que no puedes suponer que permaneceré aquí, Shirley!, reí para mis adentros mientras estudiaba el panorama. Algunas vestían suéteres de lana y fibras sintéticas evidentemente tejidos a mano, y al menos dos de ellas sacaron de su bolsa voluminosos tejidos de los que se ocuparon durante el resto de la sesión. La sala olía a encerrado y a lubricación reciente con Old English, un aroma a cítricos químicos que permaneció en mi nariz y hacía que la arrugara al tiempo que veía a mi alrededor, con intención de percibirlo todo y una inocente sonrisa de curiosidad por si acaso alguna de esas damas me miraba.
Tras la lectura de unos textos introductorios estándar, aquellas señoras levantaron la mano —interrumpiendo en ocasiones un incómodo silencio de decenas de segundos durante los cuales sólo se oía el chirrido ocasional de una silla— y se turnaron para hablar unos minutos de cosas que no guardaban ninguna relación con el alcohol y las drogas. Las asistentes, casi todas blancas, se referían a decisiones tan nimias como no devolver una llamada de inmediato, rechazar una invitación a comer o contener la lengua para no ofrecer a un hijo adulto una observación no solicitada sobre su boda. ¿Qué diablos tiene que ver todo esto con el tema de la reunión?, me preguntaba. La orientadora escolar me había dicho que en las juntas de Al-Anon la gente comentaba en qué consiste convivir con un alcohólico o adicto, pero yo no sabía cuál era el hilo conductor en esa sala. Si se podía agrupar en un tema lo que estas señoras señalaban, ¿cabía suponer que era la autoestima? Parecían sentirse a gusto haciendo su voluntad en vidas aparentemente monótonas e informando al grupo de tales sucesos, algo que juzgué muy dulce de su parte. Con la flagrante gerontofobia de una joven, imaginé que no tenían nada más en que ocupar su tiempo. De seguro no tenían otra cosa que hacer, así que les divertía juntarse a conversar. ¿Estaban casadas con un alcohólico? ¿Eran madres, hermanas o hijas de una persona alcohólica? Apenas mencionaban lo que las calificaba para estar ahí, a los sujetos cuya afición a la bebida las había llevado a ese sitio. En cambio, seguían un ciclo inagotable de “participaciones” sobre una inmensa constelación de conductas ordinarias, nada graves. Al final de la sesión, temerosa de que alguna de ellas me abordara, me encaminé directamente a la puerta.
El “ambiente en casa” era mucho más dramático que cualquier cosa por la que esas damas atravesaran. Era impensable que hubieran pasado por experiencias angustiosas y que gracias a sus esfuerzos habrían terminado así de bien, con esa calma tan peculiar. Casi sin falta, cada vez que una de ellas hablaba decía algo que despertaba una oleada de risas tranquilas, y en ocasiones de genuinas carcajadas y entusiastas inclinaciones de cabeza. Al-Anon me ahuyentó pese a que asistí a algunas juntas más; dada la singularidad de cada una, se sugiere a los aspirantes que participen en al menos seis de ellas antes de que decidan si el programa les convence o no. Yo era demasiado joven, y las cosas en mi hogar muy complicadas. ¿Cómo podía alzar la mano y pronunciar el término heroína o crack? Esas tejedoras de suaves modales se habrían caído de sus sillas.
Años más tarde, deseé haber sido inspirada por palabras de sabiduría dichas ahí, que hubiese hallado a alguien con quien me identificara o un libro apasionante que leer. En contraste, me aparté porque no creí que tuviera sentido continuar en el grupo y porque me parecía imposible trazar una línea desde la afición de un ser querido a la bebida hasta los disparates en los que esas beatas se entretenían. En esa época me interesaban la literatura, la música y la política. Era una adolescente que afinaba su sensibilidad intelectual y repudiaba el lenguaje simple, los lemas y respuestas fáciles de ese programa. De hecho, cada vez que entré en contacto con lo que entonces consideraba el complejo industrial de la autoayuda, me sentí atraída y repelida a un tiempo. Siempre había algo con lo cual identificarse en los materiales impresos, por lo común descripciones del caos emocional que acaba por normalizarse en la familia de un alcohólico, pero gran parte de ese material era tan general que al final carecía de sentido. En esos días, además, no era difícil que algo me decepcionara. En las noches leía sobre levantamientos anarquistas e instalaciones feministas, así como las letras de los iracundos discos punk que adoraba, opuestos a la guerra, el capitalismo y la televisión. En plena adolescencia, era escéptica de todo lo que se dirigía al público de masas, y en especial de algo tan ligero como la autoayuda.