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Capítulo cinco

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En casa, mis padres habían perdido el juicio. El miedo, la zozobra y el dolor se combinaron para componer una demencia pasajera que los volvía vulnerables, ultra-presentes y muy distraídos al mismo tiempo. Papá no había regresado a casa pero tampoco se había marchado del todo. No recuerdo dónde estaba el novio de mamá; ¿ella le había pedido que se ausentara? Es muy probable. Nuestra familia era de las que apartan a los extraños y cierran filas cuando se presenta una emergencia. Los cinco miembros originales pasamos varias semanas juntos. Mis padres se instalaron en el teléfono, donde echaron mano de la red de médicos, directores de programas e instituciones y otras personas en poder de compartir con nosotros su capital cultural, relaciones y saberes. Nunca faltaba el conocido del conocido de un conocido… En tiempos de crisis, los judíos montan un espectáculo impresionante. Pero aunque teníamos varias cosas a nuestro favor —piel blanca, acceso a préstamos, doctores a los cuales recurrir—, las drogas nos habían demostrado que no discriminan a nadie. Operábamos como si fueran a llevarse a mi hermana de un momento a otro.

En una casa distante, la familia de Lorenzo se ocupaba de sus propias llamadas telefónicas, salvo que ella buscaba flores, un ataúd, a un sacerdote. No le quedaba por quién preocuparse, nadie —ningún cuerpo— que salvar, y la culpa de esta disparidad, de la retorcida y estrecha bifurcación del destino que había dictado que fuese el hijo de otros quien comprara el lote fatal, contribuía asimismo a la locura de mis padres.

Era abril y tuve que soportar el completo reemplazo de la flora de San Francisco, a la que ya me había acostumbrado: las rosas y amapolas silvestres de la California en tecnicolor, las enredaderas con flores de un naranja subido, fucsia y rojo carmín que ascendían por agrietadas paredes de estuco color durazno. En Nueva Jersey todo ofrecía la apariencia de un foro de Los Soprano y se sentía igual que en la infancia. Cemento. Cielos cargados de nubes que no cesaban de avanzar o giraban como un carrusel. De manera intermitente, azafranes o narcisos tímidos y dispersos coqueteaban encantadoramente con la naciente primavera. Cada calle y patrón me resultaban conocidos, como el papel tapiz memorizado en la cuna. Así acontecía con las palaciegas residencias de la colina y al pie las modestas viviendas como cajas, de aluminio y ladrillo, dispuestas en una variedad limitada de tonos apagados propios del desayuno: avena, mantequilla, café con crema.

Pedíamos comida preparada y llorábamos. Íbamos en parejas a Watchung Plaza por cafés con avellana de medio litro, que aclarábamos con leche descremada, y por bagels con ajonjolí y queso crema. A la farmacia cvs en Valley Road a comprar pañuelos desechables, Tampax y Visine. Y después regresábamos al redil y éramos de nuevo los cinco en el búnker de la que en otro tiempo fue nuestra residencia familiar. Cada habitación había sido embellecida conforme a las especificaciones del elevado estilo rústico de mi madre, y yo lo saboreaba en tanto las recorría sin maquillaje, con una camiseta vieja y en pantalones de pijama. Había vivido ocho meses en el húmedo y extraño paraíso del norte de California bajo un clima en cambio permanente que volvía loco mi termostato interno y al que no me había adaptado aún. Ningún ritmo diario había sido establecido ni por error en una ciudad verde en la que Rachel, Kat y yo éramos completamente libres, nos valíamos por nosotras mismas y compartíamos todo lo que ganábamos y robábamos en nuestros seis empleos.

En casa, recordé qué se sentía que no tuviese que hacerme responsable de mí. Había echado de menos esta seguridad suburbana. Una sobria pila de toallas limpias me aguardaba en el armario de la ropa blanca, y en el refrigerador una inagotable provisión de queso de hebra y yogur libre de grasa. Grandes cajas de pretzels de masa fermentada hacían guardia en la alacena. Incluso bajo el manto del dolor, todo era abundante, pagado por otros. Me avergonzó que pudiese disfrutar de la especial e infalible comodidad de estas trágicas circunstancias atenuantes. Momentos así debían ser lo contrario de los días de asueto, pero se asemejaban demasiado a ellos. Me gustaba la cercanía forzosa, el confiable ascenso de una planeación sentida y susurrada, la alteración producida por ese brusco giro hacia la intimidad. Me agradaba encontrarme entre mi gente, en una especie de “huida a los colchones”. Ésta era una vieja frase de la mafia que mi madre nos enseñó de niñas, procedente quizá de El padrino. Era lo que los líderes hacían cuando declaraban la guerra a una familia rival y tenían que perderse de vista y vigilarse entre sí. Se acostaban entonces en algún lado y hacían planes. Me gustaba la anacrónica domesticidad de arreglárselas como fuera que esa frase evocaba, una unión familiar nacida de la urgencia e imbuida de un súbito propósito. Y si bien nosotros no iríamos a la guerra, nuestra congregación en un momento traumático tenía ese aspecto. Hacía que te sintieras acurrucado en una mano.

Recordé cuando años atrás —antes de la fiesta que organizó en ausencia de mis padres— Lucia fue con unos amigos a ver una banda en Pennsylvania (bajo la estricta orden de que debía estar de vuelta a las doce) y no llegó a casa. Yo cursaba en esos días el octavo grado y Lucia segundo de preparatoria. Cuando desperté a la mañana siguiente, mis padres estaban desesperados; mamá se veía angustiada y demacrada tras una noche sin dormir y papá hablaba por teléfono con la policía. Ya habían llamado en vano a los hospitales de dos estados, lo cual era bueno y malo al mismo tiempo. Hasta los platos del desayuno parecían distintos. Me senté a la mesa, me sumé al sobresalto y le dije a mi madre que todo iba a estar bien. ¡Cómo lo sabes!, levantó las cejas con exagerada desazón. Quise decir que Lucia reaparecería, tal como ocurrió. Había pasado con sus amigas una noche de fiesta en un motel, y el consuelo de no hallarla en la fosa proverbial venció el enojo de mis padres, pese a que más tarde la castigaron. Esa mañana, la sensación en casa fue de presagio. Habíamos sido niñas buenas hasta entonces.

Mi hermana estaba ahora en una especie de luto catatónico, y a largos periodos de silencio les seguían gimoteos en la tina, ataques de llanto durante los cuales ella se sacudía y agitaba en shock debido a su congoja, síndrome de abstinencia y el pánico del fin de una época. A su juicio, Lorenzo había sido su salvación y alma gemela: Encontré a mi media naranja, me dijo sonriendo cuando me enseñó por primera vez su foto. Parecía un cantante de rock, recostado en una silla con anteojos de aviador y una camiseta descolorida y gastada, con agujeros en el cuello. Ambos se habían arrojado al amor con apasionamiento y urgencia, se divertían juntos, vivían juntos y se comprometieron en matrimonio cuando tenían apenas poco más de un año de conocerse. Así era nuestra familia. Y ahora él estaba muerto.

La desequilibrada expresión de mis padres, provocada por su falta de sueño, era inconfundiblemente propia de su edad. Se turnaban para dar muestras de locura y sensatez. A instancias de un médico, a unos días de que volví a casa Lucia fue trasladada a un centro de rehabilitación donde se desintoxicaría y sería monitoreada por profesionales. No obstante, la metieron a una celda de aislamiento o a una muy vigilada unidad destinada a personas que podían atentar contra su vida, y cuando cuarenta y ocho horas después consiguió llamar, rogó entre lágrimas que la sacáramos de ahí.

Regresó a casa, en un gesto un tanto desafiante. Nosotros mismos nos haríamos cargo de ella, la sanaríamos con amor, la mantendríamos viva sin presiones. Creo que tiene intención de matarse, me dijo mamá, así que mientras no la internemos en otro centro de tratamiento, tendremos que vigilarla sin parar. Yo velaba durante la noche, escribía mi diario en lo que ella dormía. La espléndida luz de la luna bañaba la sala y confería a la calle una suavidad de terciopelo. Levemente húmedo, el olor a hogar era un consuelo sedentario: la amenaza de lluvia, pintura nueva sobre madera antigua, la costa este en primavera. En abril, aguas mil. Yo comía pretzels, hacía guardia. Si mi hermana se quitaba la vida no sería porque yo me hubiera distraído. Permanecía en la misma habitación que ella o la espiaba y rastreaba. La seguía a todos lados, como antes, cuando yo había sido la desvalida. Tratar con esta versión suya era una paradoja. En tanto la cuidaba como parte del equipo de triaje encabezado por mis padres, me sentía la hermana mayor; pero bastaba con que me dirigiera una mirada fulminante o entornara los ojos para que me sintiese de nuevo pequeña y superflua, como si le estorbara, demasiado joven para comprender. ¡Vete de aquí!, protestaba cuando se sentaba a orinar y cerraba la puerta del baño para dejarme afuera. Yo me escabullía dentro de todas formas, me paraba junto al lavabo y esperaba. ¡No es posible!, disparaba ella. ¿Acaso no puedes respetar mi privacidad? Negaba ligeramente con la cabeza, en señal de que me mantenía firme y ofrecía una disculpa al mismo tiempo. Me quedaba hasta que el chorro de la orina se reducía a un goteo tintineante y ella rezongaba de fastidio en lo que se limpiaba. ¡Mamá me pidió que hiciera esto!, decía a la defensiva, como si tuviera cinco años, y ella volvía tan fresca a la cama. Estos momentos no dejaban de ser humillantes. Yo era una guardiana reticente; no estaba en mi naturaleza ser una aguafiestas ni una soplona. Deseaba que mi hermana me quisiera, que me considerara una buena persona, no que muriera, y menos aún durante mi estancia en casa.

Tras el fallecimiento de Lorenzo, la enfermedad de Lucia se dejó sentir en toda su fuerza. Ahora parecía impredecible y más maligna, y mi familia adoptó la sencilla idea de que mi hermana ignoraba lo que era mejor para ella mientras los demás sabíamos cómo curarla. Mi madre dirigía este empeño; yo era su ayudante más leal y me limitaba a seguir sus órdenes.

Mi docilidad ocultaba resentimiento. Arranques de rabia contra mis padres habían sido un rasgo frecuente en mis últimos años en casa, y los creía trastornos hormonales comunes, a los que se agregaban las presiones de nuestra situación. Me irritaba que se hubieran divorciado y que sólo prestaran atención a Lucia o a sí mismos. Me molestaba en particular algo que no podía exponer todavía: que me hubieran confiado todo, permitido que participara en todo y alistada forzosamente en sus filas y ahora esperaran que cumpliera mis deberes con la ecuanimidad, responsabilidad y escrúpulos de un adulto. Me molestaba ser tan sensible, que me hubieran inculcado una empatía tan áspera, desoladora y judía, que mi visión de la familia fuera tan sólida que no pudiera enojarme como cualquier adolescente. Me inclinaba tanto a la empatía y comprensión que ni siquiera sabía ya cuáles eran mis verdaderos sentimientos, sea cual fuera el significado de este término. Lo veía todo desde la perspectiva de los demás y me sentía mal y triste por todos.

Pese a ello, me gustaba que se me considerara adulta y defendía la decisión de mis padres de tratarme como tal. Después de todo, era precoz, y esto me enorgullecía. Cuando un terapeuta me dijo que el hecho de que mis papás fueran tan comunicativos y contaran conmigo representaba una forma de “incesto emocional”, me sentí enferma. Esa frase es deleznable y no la usaré, dije.

Hallé nuevos títulos en el librero de la sala de mis padres en Nueva Jersey: Courage to Change y The Language of Letting Go, dos volúmenes de meditaciones diarias sobre la codependencia.

¿Estás leyendo esto?, le pregunté a mamá.

Intento cultivarme, respondió.

¿Te han servido de algo?, añadí.

Ignoro cómo es posible que haya gente capaz de desentenderse de sus hijos cuando están en dificultades, dijo. Esto jamás tendrá sentido para mí.

Una vez que leí esos libros, me percaté de que estaban repletos de buenas intenciones, descripciones pavorosamente simples de la vida familiar de un alcohólico combinadas con una dosis del material aparentemente aleatorio que tanta repulsión me había causado en aquel primer encuentro con las abuelas, insustanciales analogías de resistencia y rendición que involucraban a un perro o a una larga caminata en la playa. A cada entrada le seguía una cita de una celebridad extinta, escritor, estrella de cine o presidente. Aunque estos títulos fueron para mí sedantes y enfadosos en partes iguales, al menos me alivió ver por escrito la afirmación de que mi furia intermitente era normal. “Es importante que sintamos —aceptemos— nuestra ira contra algunos miembros de nuestra familia sin que proyectemos culpa o vergüenza en nosotros. […] Ayúdame, Señor, a aceptar las intensas emociones que es probable que sienta por algunos miembros de mi familia”, leí en The Language of Letting Go. “Ayúdame a agradecer las lecciones que ellos me imparten.”

Destructor de almas, te saludo

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