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Capítulo cuatro

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A causa del derrumbe de su matrimonio, de las ocupaciones, indiferencia o depresión de mi padre, o de que yo había dependido desde niña del alud de emociones que experimentaba cuando me preocupaba y entrometía junto con mi madre, solía desempeñar el papel de un padre más en nuestra saga familiar en curso. Aún acudía a la preparatoria cuando ya me sentaba con mamá en las dos sillas acojinadas frente a la terapeuta de mi hermana para que habláramos de su caso y su plan de recuperación. Por terrible que haya sido ese periodo, río siempre que recuerdo aquella sucedánea unidad parental que aparecía sin explicación en lugares como ése. Aunque es indudable que yo parecía una niña disfrazada de adulta, eso tenía sentido en mi mundo familiar. La terapeuta, una especie de Marisa Tomei de mirada comprensiva y con la actitud pragmática de Nueva Jersey, nos miró de reojo en lo que me preguntaba: “¿No te parece raro que estés aquí en reemplazo de tu padre?”. No lo creía.

“La codependencia tiene su origen en la inclinación, muy frecuente entre hijas de familias ‘disfuncionales’, a compensar en exceso las insuficiencias de los padres mediante la adopción de su papel y el desarrollo de una sensibilidad desmedida a las necesidades ajenas”, escribió la psicóloga clínica Janice Haaken en un artículo de 1990 titulado “A Critical Analysis of the Co-Dependent Construct”. Lo que esta autora no explicitó es que las hijas de familias disfuncionales suelen compensar en exceso las insuficiencias de uno de sus progenitores en particular: el padre. Hasta donde sé, ésta es una dinámica común entre las mujeres que han tenido que lidiar con la adicción de un hermano. Incapaz de igualar el grado de preocupación de su esposa, papá abandona (aún más) el cuadro y una hija ocupa su lugar. Los cuidados requeridos por la adicción tienen un componente de género, y en consecuencia no están debidamente reconocidos.

Asumí el papel de mi padre. Esto semejaba una extensión natural de algo que yo ya era, una sensible hija intermedia a la que le entusiasmaba invariablemente que se le diera acceso a las complejidades de los dramas humanos y se le invitara a explayarse en estrategias de pacificación. Al parecer, esto era útil —de hecho crucial— para mi familia. La incesante repetición del ciclo dramático de la adicción me concedió suficiente experiencia para que viese mi conducta de otro modo y percibiera que podía ser dañina o autodestructiva. En ocasiones reparaba al instante en que hacía algo sin sentido; sabía, por ejemplo, que era vano y hasta cruel que acusara a mi hermana de drogarse o que le dijera que causaba un dolor enorme a nuestros padres, pero ignoraba cómo corregirme.

La depresión anidó en mi mente. Creía que esto les sucedía a todos —¿acaso no todas las adolescentes lloran a diario?— cuando obviamente no era así. El intenso temor de que mi hermana muriera pronto, parte de una caótica serie de ansiedades entrelazadas, empezó a prevalecer en mi vida emocional. Describía como un nido de serpientes una sensación que ahora reconozco como el principio de un ataque de pánico. Era una espantosa combinación de náusea, envidia, furia y miedo, la fusión de todo lo malo que había visto y lo que únicamente podía imaginar. Ese nido de serpientes era trauma y hormigueo: drogas, sexo y muerte, un espacio mental en el que veía las cosas en patrones para notar después que el patrón se movía y se develaba como una celosía de abejas, gusanos o anguilas que se arrastran en la oscuridad.

Años más tarde, cuando mi primogénito entró al jardín de niños, confié a mi madre que me dolía imaginarlo en el mundo, donde experimentaría el tedio y las humillaciones de la vida. No es grato amar tanto a alguien, le dije. Aunque ella conocía el sentimiento que describí, me alentó a disfrutar esta inocente reiteración de ese fenómeno. Verlos crecer es doloroso, pero también estupendo. Éste es el momento más bello de su vida; gózalo mientras es chico.

Tienes razón, le dije.

Cuando los hijos son pequeños, sus problemas lo son por igual. Crecen juntos, agregó, en un modo entre despreocupado y ominoso que utiliza cada vez que imparte sabiduría imperecedera.

Para el momento en que concluí la preparatoria, nuestros problemas eran enormes, de adultos. Aún veía a mis padres como un par de jóvenes enamorados —en ellos había habido siempre algo apacible y desenvuelto— y el final de su historia de amor cayó sobre mí con un peso aplastante. La casa se vendió. La pobre de Anya tuvo que vivir sola durante el resto de la preparatoria, a salto de mata entre los departamentos de nuestros padres. Perdida en las drogas, Lucia vivía en Brooklyn con Lorenzo, su novio, un joven encantador y apuesto que era también lo peor que puede haber: un drogadicto con dinero. Quizá la adolescencia es así y punto. La fantasía de nuestra infancia había sido una quimera, y la denuncia de su artificio, de las numerosas falsificaciones que entrañó, constituía un desengaño, el estallar de una burbuja, un alfiler en un cúmulo de globos de helio que flotaban absurdamente en el aire y que contenían las convicciones de mi niñez sobre la bondad esencial del mundo. Pum. Pum. Pum.

Quería correr. Lo hacía en la cancha de futbol hasta que las piernas me temblaban y me sentía desfallecer, y bajo el fresco crepúsculo posterior al entrenamiento una compañera de último año con licencia para conducir me llevaba a casa, donde devoraba todo lo que se me ponía enfrente. Si deseas sentirte bien, haz ejercicio, me decía mi depresivo padre, quien había practicado ese deporte en su juventud. Me animaba desde un costado de la cancha y le satisfacía visiblemente que jugara bien. En mi último año fui la capitana del equipo. Aunque era sociable y cordial, la tristeza me embargaba muy a menudo. Quería mucho a mi familia —era mi hogar, mi corazón—, pero la casi perversa cercanía de nuestra tribu, uno de los factores de nuestro optimista encanto durante mi infancia, había acabado por sofocarme. Cuando terminé la preparatoria, soñaba con espacios reducidos y menos radiantes que me pertenecieran por completo, cuanto más llenos de libros y semejantes a búnkeres, mejor. No me gustaba que me vieran. Lo único que quería era un silencio acogedor: una fantasía de distancia de las redes de responsabilidad en las que ya me sentía perturbadoramente atrapada. Me repetía que si lograba huir y echaba a andar mi propia vida, me sentiría bien. Así, enrollé una docena de camisetas, las metí en la vieja maleta azul pastel de la tienda de descuento de la Route 73 y me marché.

La oscuridad de San Francisco era muy distinta a la de la costa este que yo conocía, quizá porque mi costa este siempre había estado muy circunscrita, conforme al designio de mis padres. Era una jovencita de los suburbios que viajaba periódicamente a la ciudad con propósitos edificantes. Cuando íbamos a Nueva York o Filadelfia, atravesábamos los barrios bajos, aunque sólo de camino a las colonias elegantes, donde comíamos, visitábamos a la familia o veíamos obras de arte. O bien mi padre, quien era periodista y conocía cada centímetro cuadrado de Nueva Jersey, nos llevaba a viajes de ida y vuelta al Ironbound de Newark para que comiéramos paella, o a las bodegas del mercado oriental en Paterson donde se conseguía el mejor hummus. En la costa este te enteras, si es el caso, de que estás en una mala situación o en un barrio terrible. En un sitio así, las cosas son diferentes, se sienten de otro modo. La gente te mira distinto. Alguien podría preguntarte sin rodeos qué haces ahí, si te perdiste. En California, en cambio, todo era demasiado bello, el cielo más grande. Los parques industriales proyectaban un aspecto funcional, no echado al olvido como en Elizabeth, Linden o los muelles de Brooklyn. Aun el deterioro poseía una belleza matizada, y el sol del atardecer derramaba una luz caramelo sobre las casas azul pastel y rosa malteada. El peligro era entonces indiscernible para mí, no podía descifrar las calles. Y la amenaza que moraba en ellas se sentía menos criminal, más psicótica. En la década de 1990, San Francisco tenía una vibración estilo Manson peculiarmente siniestra, la prolongada resaca de los distantes y asquerosos hippies, quienes se habían metido demasiado ácido y estaban reducidos ahora a un ejército desaliñado con prendas de apagados tonos del arcoíris, ojos desvaídos y caras curtidas. La paz y el amor se habían avinagrado. San Francisco, Oakland, Berkeley y hasta Marin eran lugares en los que podías conocer a alguien, sumergirte en una conversación y no darte cuenta durante veinte minutos de que estaba más loco que una cabra. La completa demencia de una persona era una revelación que emergía de manera lenta e informal, lo que la volvía más estremecedora aún.

La ciudad parecía asimismo recién devastada por el sida, el terror que agitaría mi juventud. Por todos lados había rostros con la sombra del dolor y la enfermedad, y en muchos sitios prevalecía una sensación de trauma. La calle Castro, donde yo pasaba casi todo el tiempo, era una suerte de cementerio, asediada como estaba por vidas que se habían extinguido rápida, dolorosa y absurdamente. Yo trabajaba entre jóvenes que habían perdido a su grupo de amigos.

Cuando Rachel, Kat y yo llegamos a San Francisco, fuimos recibidas por una querida amiga de mis padres, quien nos instaló en la sala de su casa, en las neblinosas Avenidas. En una calle donde predominaban las residencias pintorescas estilo Doelger de colores pasteles, la suya —pintada de negro con molduras rojas— era un oasis gótico, el lugar perfecto en el cual caer. En las mañanas estudiábamos los anuncios clasificados en la cocina, de un vivo color salmón, hacíamos llamadas telefónicas y después viajábamos por la ciudad en busca de un departamento, y nos volvíamos fugazmente presentables para brillar y sonreír en entrevistas de trabajo de veinte minutos en pos de un empleo en servicios o ventas. Desdoblábamos y volvíamos a doblar nuestro mapa hasta una docena de veces al día. Al final hallamos un departamento de tres recámaras en Fourteenth Street, entre Guerrero y Valencia, que nos costaría al mes cuatrocientos dólares por persona, y cada una consiguió aparte dos empleos.

En ese tiempo no había aplicaciones para meditar ni aguas de carbón activado. Para que nos sintiéramos sanas y llenas de vida, comíamos ensaladas repletas de germinados, alubias y aguacate, bebíamos smoothies de frutas dulces y hacíamos largas caminatas, durante las que examinábamos las diferencias culturales entre este espacio y nuestro lugar de origen, algunas de ellas menudas y discutibles y otras lo bastante llamativas para ser explicadas en detalle a lo largo de varias manzanas. La música punk de la costa este se había vuelto más ingeniosa y estilizada y se inclinaba a lo gótico; todos sus seguidores vestían de negro. Aquí, en contraste, el estilo de los punks tenía un toque circense. En el efervescente barrio de Mission, de colores como de confitería, la apariencia de las chicas era especial. Vestían viejas faldas de tubo que no les ajustaban bien, sudaderas muy grandes y botas vaqueras que les llegaban a media pantorrilla y dejaban ver la mitad de sus velludas piernas. Su cabello magenta estaba permanentemente enredado. Algunas mujeres usaban camisetas deportivas y bigote y te invitaban un trago si recorrías Lexington con el aspecto de que llevaras incrustado en el hombro un chip de tu ciudad natal, alguna porquería interesante que ofrecer. Escribían poesía y tocaban punk folk. Nosotras vivíamos a apenas unas puertas de Red Dora’s Bearded Lady, y yo me enamoré de las chicas hombrunas y los chicos trans igual de presuntuosos que los idiotas que con frecuencia me atraían. licor por delante, póker por detrás era el rótulo en la camiseta de esa cafetería, complementada con los iconos de la cultura del tatuaje de los noventa: flamas, dados y bailarinas.

Me enamoraba con vehemencia. Quería que una de esas mujeres barbadas me salvara, e incluso que me rompiera el corazón. Pensaba: ¿Qué tal si estuviera con un chico fuerte y atractivo cuyo delicado núcleo emocional —cuyo corazón—, cuando lo mordiera, fuera de mujer? ¿Qué tal si jugara a ser la cuidadora estrella de un macho vestido de camiseta blanca que no lamentara el bagaje de haber nacido hombre? Esto no sucedió nunca, supongo que por miedo de mi parte. Todo indica, sin embargo, que ya sabía que la masculinidad que me subyugaba no pasaba de ser una actuación endeble, cualquiera que fuera el género de la persona. Pese a todo, tenías que reforzarla, actuar como si fuera auténtica, para que pudieras desempeñar tu papel y cumplir tu propósito.

Aprendía de igual modo acerca del sexo casual, de la informalidad en general. Que si querías que se te juzgara sofisticada, tenías que actuar como una persona sofisticada, en el sentido de ser indiferente e imperturbable. Practicaba esto con los hombres que buscaban mi atención, como Miguel, un muchacho guapo con el que trabajaba en la tienda de discos, quien flirteaba conmigo en la oficina y una vez metió en la bolsa de mi chamarra un mensaje garabateado en una nota de la caja registradora que decía, con letras mayúsculas de escuela de diseño, si me haces caso, verás. Yo me hacía la tonta, ni siquiera le dije que había recibido su recado, el cual pegué de todas formas en una página de mi diario con un trozo grueso y brillante de cinta canela. Aún fingía demencia ante él, pese a que nos rondábamos uno a otro, y en un par de semanas la tensión creció al punto de que una noche el timbre del departamento sonó a las dos de la mañana. Fue tal el escándalo que Kat despertó también, y emergió de su recámara con ojos somnolientos; entraba a trabajar a las seis a la cafetería del Sunset. Rachel salió igualmente de su cuarto, aunque estaba bien despierta, llevaba puestos unos diminutos shorts de terciopelo color durazno y sostenía una plumilla. ¿No te has dormido?, le pregunté, por más que solía desvelarse y levantarse tarde. Trabajaba algunas noches en It’s Tops, un restaurante que daba servicio todo el día y donde usaba un uniforme rosa y negro que llevaba bordado en el pecho el nombre de bonnie, su identidad como mesera. Estoy dibujando un ave. ¿Quién será?, dirigió el mentón a la puerta y entrecerró un ojo. Creo que me buscan, enfilé hacia las escaleras. Si no vuelvo en cinco minutos, bajen. Rachel me había protegido desde que nos conocimos en cuarto grado, así que nada más resopló, dijo: No te preocupes, y se retiró a su recámara. El edificio donde vivíamos estaba apartado de la calle, y si deseábamos que alguien entrara teníamos que atravesar un largo callejón para abrir la reja. Ni siquiera me había puesto unas sandalias, pero por un momento agradecí que se me hubiese ocurrido acostarme con un bonito camisón amarillo y crucé descalza el callejón, haciendo ruido con los pies en el concreto. Un carnoso golpeteo resonó en las paredes del estrecho pasaje. Abrí la puerta y ahí estaba Miguel, quien sonreía a fuerzas, como si se disculpara por la hora o por su estado; se tambaleaba al tiempo que hacía todo lo posible por quedarse quieto y me miraba con ojos vidriosos. Dejé que me siguiera. Sabía a cigarros y tequila y me cogió como un tren de carga en el colchón sin sábanas de mi cuarto, tan reducido como un armario, mientras me susurraba al oído palabras en español. Más tarde tomamos grandes tragos de agua de la llave, en vasos de medio litro.

Al día siguiente, todo transcurrió con naturalidad entre nosotros. Él posaba ocasionalmente una larga y pícara mirada en mí, o me guiñaba un ojo cuando pasaba a mi lado en los angostos pasillos de los discos compactos, pero en general actuamos como si nada hubiera ocurrido. Yo saboreé la sensación de tener un secreto, y de saber que ese secreto era de sexo. ¡Qué bien nos habíamos entendido en la cama! Además, el sexo revelaba ser un espacio en mi mente donde podía esconder las imágenes de noches como ésa, llenas de intriga, ruidos, matas de cabello y humedades, momentos de mirar, ansiar y liberarse. Cargadas de oscuridad. De un sinfín de lunares y orificios, de minúsculos sonidos. El acto mismo había sido de lo mejor, creo que lo disfruté en verdad. Pero saboreé más todavía el rollo estelar que repasé en mi mente todo el día. Era como el dolor en mi cuerpo: la secuela, el recuerdo, la parte de la experiencia que me pertenecía sólo a mí. Algo desconocido, ingobernable, a lo que tenía derecho. Sentí que me lo había ganado. Esto era lo que recibías a cambio de tus horas insomnes al amanecer cuando descubrías que, acostado junto a ti, estaba alguien que habrías preferido no ver en tu cama.

A pesar de que Miguel fue por un tiempo un buen amante, no congeniamos. Yo tenía otros encuentros menos apasionados, menos compartidos, así que de manera simultánea aprendía qué se sentía permitir que sucediera algo que no querías o avergonzarte horriblemente de alguien con quien habías pasado la noche. Había sesiones desangeladas con desconocidos, chicos con los que mis amigas y yo tropezábamos cuando íbamos a desayunar a la Sixteenth Street, y de quienes nos reíamos después de un insufrible y balbuceante intercambio de bromas insulsas. Esto solía ocurrir luego de una borrachera, y cada noche había una. La desmesurada y expuesta sensación de hormigueo en la piel de una mala resaca se agravaba como nunca con uno de esos encuentros a la hora del almuerzo, como aquél con el chico al que llamamos Ballet Steve, un bailarín amigo de un amigo de un conocido con quien yo había compartido copiosamente en el Kilowatt una sidra que sabía a refresco de pera sin gas. A la implacable luz del día, parecía mucho más bajo de estatura y sonaba mucho más canadiense. Aun cuando sonreí por mero instinto cuando nos vio, eso causó que se acercara y permaneciera demasiado tiempo en nuestra mesa, donde no supo qué decir tan pronto como hicimos las observaciones de rigor sobre el clima. ¿Sentía que me debía una conversación extensa porque nos habíamos acostado a principios de esa semana? Kat y yo nos empeñábamos en ser amables, mientras que Rachel era franca y no soportaba a los idiotas.

Fue un gusto verte, Steve, le dijo cuando la mesera le llevó la miel de maple extra que había pedido, pero continuaremos con nuestro almuerzo. ¡Gracias por detenerte a platicar!, no pude contener la risa en el tarro de mi primera cerveza del día.

¡Qué tipo más pesado!, exclamé con incredulidad una vez que se alejó lo suficiente.

Es el chico que llevaste la otra noche a casa, dijo Kat.

Se veía más guapo entonces, dije añorante. Esta parte de crecer resultaba incomprensible. ¡Qué extraño era que dos personas se acostaran y tuviesen que fingir interés y saludarse si se encontraban en la calle o en un restaurante! Pero aunque éste era el lado opuesto del poder que yo había sentido con Miguel, también había energía en los Ballet Steves. Todo esto me hacía sentir la arquitecta de mi destino amoroso. Quizá cometía errores, pero el afecto, el deseo y el sexo estaban ahí, eran fuerzas que fluían en mi interior. El asunto se reducía a elegir una pareja que valiera la pena.

Trabajaba medio día en la tienda de regalos del barrio de Mission, un lugar abarrotado de veladoras para novenarios, calcomanías, tontos obsequios de temporada y figurillas del Día de Muertos. La dueña era una mujer extraña de cuarenta y tantos años que decidió contratarme cuando le dije que su nombre era un anagrama del mío. En San Francisco, este tipo de cosas son signo seguro… de qué, no lo sé aún. La dama del anagrama tenía también un servicio de sexo por teléfono al fondo del local, cuyos operadores no se regían por ningún horario. Aparte de mí, atendían la tienda otros dos empleados, amables bichos raros y drogadictos de corazón en sus veinte, treinta o cuarenta —me daba igual— con quienes me dividía la semana en partes iguales. Cuando alguno de ellos me relevaba al final del turno, me trataba con una ternura irritante; yo no entendía que era una niña para ellos. En mis días de labores, salvo por los chillidos de los gatos y el gimoteo y ronroneo de los responsables del servicio telefónico, a quienes oía en ocasiones cuando iba al baño o a prepararme una taza de té, la tienda era tranquila y estaba bajo mi mando. Tener a mi cargo un pequeño y oscuro establecimiento, semejante a lo que mis padres llamaban una “tienda formal”, era divino. Leía, escribía cartas a mis amigos de la costa este y entradas de mi diario y me recargaba largas horas en la vitrina, que contenía la burda y pesada joyería de plata que no atraía a góticos ni a hippies. Lo importante era que controlaba el estéreo y ponía música acorde con mi estado de ánimo. En la preparatoria había cultivado una presunción musical de alarde casi machista que se acentuó cuando entré a trabajar a Tower, de donde robaba un montón de álbumes de soul, blues y rock alternativo para ponerlos al día siguiente en el reproductor de cd de la tienda de regalos. Encendía incienso y dejaba que los sonidos me envolvieran mientras satisfacía mis humores pasajeros. Jamás supe si el hombre pálido de cabello teñido de negro al que veía conseguir droga en la esquina de la Sixteenth y Guerrero era Elliott Smith o si yo quería que lo fuera porque ponía su disco Either/Or casi a diario y sentía que mi corazón se contorsionaba de acuerdo con las profundidades de la angustia y el tormento que oía en él. Pensar que compraba drogas a unos metros de mí cuando fumaba un Parliament en la puerta, protegida de la sesgada y estrepitosa lluvia, era demasiado. Tomé esto como tomaba todo: como una confirmación de la tristeza del mundo, una señal de que estaba hecha más que nada para la melancolía.

Ese año El Niño asoló la zona de la bahía de San Francisco y llevó consigo inesperados torrentes, avalanchas de lodo y largos, sombríos y monocromáticos días de lluvia. Cuando pienso en ese año, recuerdo la losa gris oscuro del cielo como el techo demasiado bajo de un departamento horrible. Llovía a cántaros, con gotas enormes que alternaban con una interminable llovizna ambiental, así que la neblina enredaba mi cabello hasta que lo rizaba y exponía la verdad de mi condición judía y mis caireles. Detestaba ese clima por eso. La penumbra se adaptaba perfecto a mi infelicidad. Era apropiadamente agotador que tuviera que arrastrarme de un empleo a otro con pantalones negros ajustados bajo la lluvia fría y tintineante que amenazaba a mi delineador de ojos y mi peinado fijo con pasadores. Durante cuarenta y tres días no paró de llover. Como no salíamos a la calle, nos aburríamos. Miriam, hermana de Rachel, llegó de visita, y con ella hacíamos tarjetas de san Valentín en el piso de la cocina. Otra de nuestras mejores amigas, Miranda, vino de la costa este y, atrapadas en casa, jugábamos con el maquillaje, nos probábamos los vestidos de gala que Kat había hurtado de la tienda de ropa antigua en la que trabajaba —rígidos cilindros de crinolina similares a tubos, de un lavanda pálido, verde pistache y azul celeste— y nos tomábamos fotos con una Polaroid. En eso consistía el ocio para nosotras: en que nos recostáramos sobre el sillón, lleno de pelos de gato, con elegantes vestidos robados de segunda mano y bebiéramos con labios de rubí de altas latas de cerveza o, mejor todavía, de envases de más de un litro. Miranda ofrecía el aspecto de una muñeca regordeta de mejillas sonrosadas. Tenía sangre griega e irlandesa pero parecía asiática y angelical y se peinaba con dos chongos altos al estilo de Björk. Nos dejó pasmadas cuando se probó el vestido strapless blanco con una aplicación de flores azul turquesa que semejaban puntos de merengue. En tanto la lluvia torrencial perforaba el tejado, la fotografié al teléfono mientras ordenaba chow mein para comer en casa.

Pero entonces, como la gran revelación luego de un cambio de escena en una película, llegó un día soleado. Fue así como nos enteramos de que lo increíble de San Francisco está en esas ocasiones de brillo redentor, los días en que la niebla “se quema”, como dicen, y da paso a un sol penetrante, casi perversamente jubiloso. Los neoyorquinos afirman en broma que sostienen una relación abusiva con su ciudad. En San Francisco entendí eso. Golpeadas sin cesar por las nubes y la lluvia, un sol fulgurante se disculpaba de súbito con nosotras. Esto es lo que esa ciudad hace mejor: tras una borrascosa serie de días helados y de un gris plomizo, te convences de que la vida es un desastre, y cuando menos te lo esperas y más lo necesitas, el cielo se abre de golpe y revela un fulgor cristalino con una luz casi sonora, que se refleja en todo y seca al aire los pálidos edificios empapados. Este truco de magia me maravillaba siempre. El gris no cedía su lugar al sol hasta mediodía, y en el distrito de Mission la ciudad —las partes que nos importaban, donde estaban los jóvenes— volvía a la vida. Los punks de las cafeterías salían de sus hogares y los cantineros exprimían limones en jarras de bloody mary. En nuestros días libres nos enroscábamos en los preciosos tramos de luz que entraban a raudales por las ventanas del cuarto de Rachel, sobre la colcha que aún olía a su casa de Nueva Jersey. Pese a que nunca hacía verdadero calor, cuando el sol salía poníamos hielo en nuestro café y fumábamos cigarros en la ventana, y después íbamos a Dolores Park a patear una pelota.

K era un maestro del arte de la seducción por medio de cintas mezcladas, y un par de semanas después de que iniciamos nuestro noviazgo me hizo una que permaneció en constante rotación hasta que la perdí. Pero conservé el estuche, adornado con fotos adhesivas en las que un diminuto K aparecía suspendido en una galaxia lustrosa y oscura. Una tarde gris hizo sonar las campanas de la tienda cuando llegó a visitarme y su repentina presencia cambió de inmediato la energía del pequeño lugar, e incluso la estructura de las células de mi cuerpo. Todo adoptó la posición de firmes. Faltaba una hora para que mi turno terminara y a continuación haría un largo receso antes de entrar a Tower. Si él me esperaba, quizá saldría el sol y, doblando la esquina, podríamos ir a comprar un vaso de agua fresca de sandía. Muy bien, dijo, rodeó la vitrina, invadió mi pequeño espacio exclusivo para empleados y me besó con resolución. ¿Qué debíamos hacer hasta entonces?, me besó de nuevo, esta vez con más firmeza aún. Esto era lo que se entiende por “mariposas”, como una película de John Hughes. Muy despacio, consciente de mi dorso, mi trasero y mi falda, caminé hasta la puerta, la cerré con llave, di la vuelta al letrerito de abierto y guie a K a la bodega del fondo, donde tuvimos un rápido y jadeante encuentro sexual sobre una pila de cajas llenas de sujetalibros de cerámica envueltos en papel de seda y que, en forma de manos unidas en oración, yo desempacaría sonriendo al día siguiente.

Tal como deben hacerlo los jóvenes, yo coleccionaba experiencias, las examinaba de revés, las superponía unas con otras, las comparaba. Y entonces llegó esto. La sensación de mi cuerpo al tensarse mientras la inmensa mano tatuada de un hombre (¡una mano tatuada!, eso no era muy común en los años noventa), su calor animal, se posaba en mi cintura y con un suave movimiento de dedos me empujaba para besarme. Mi vida empezaba al fin.

Es difícil recordar la clase de placer que sentía durante un episodio sexual. Cuando era joven, siempre se me complicaba saber si disfrutaba de la experiencia o nada más me sentía deseada, lo que en ese tiempo era casi todo. Como las demás actividades atrevidas de mi existencia, el sexo producía una intensificación vaga, una excitación que era puro nerviosismo, el escalofrío del miedo y la incertidumbre. Era la misma estremecedora sensación de riesgo que me procuraba el punk rock, cuando veía tocar en vivo a ciertas bandas o cuando, en octavo grado, compré un casete de la banda Dayglo Abortions titulado Feed Us a Fetus y en cuya portada Nancy y Ronald Reagan sonreían frente a un platón con un bebé ensangrentado. Me gustaba que mi corazón se acelerara, esos simbólicos y privados actos de romper moldes, momentos en los que pensaba: ¿Tengo autorización para hacer esto? Me sentía levemente enferma cuando, sorprendida, me daba cuenta de que sí podía hacerlo, de que en realidad podía hacer lo que quisiera. Estar con K tuvo siempre esta cualidad salvaje. La ciudad la tenía. Quizá mis amigas y yo sólo teníamos dieciocho años y tiempo de sobra, y cuando salíamos de trabajar no había nada que nos reclamara, ni tareas ni entrenamientos de futbol ni padres. Esas horas de libertad eran como dinero extra que nos quemaba las manos. Ansiábamos tener dificultades, nuestra inminente edad adulta era un resfriado que deberíamos cuidar. Ahí vertíamos caramelos, cocteles, chicos, viajes a la playa y recorridos cortos en los que rogábamos que el pequeño Honda subiera las pendientes empinadas y sin barras de contención. Nos encariñamos con los sabores peculiares del mal arte del área de la bahía que se exhibían por doquier con aires de seriedad e íbamos a los grandes museos y veíamos buen arte, y al cine Roxie cuando salió Kurt & Courtney, y a las drag queens que serpenteaban por los acordonados accesos enfundadas en baby dolls y lápiz labial de ponche de frutas. Fumábamos hierba de la costa oeste, ofrecida en frescos y húmedos racimos de los que podías arrancar una pieza como si desprendieras un trozo de un pan. Igual que la flora y los productos del campo de California, parecía más verde, más viva que la de casa, y el viaje era tan fuerte que a veces yo tenía que encerrarme en el baño y verme al espejo, sentir mi cara, admirarme de la grasosa magnificencia de mi fealdad en tercera dimensión y pensar: Aguanta, aguanta, cálmate, esta sensación pasará. También pensaba: ¿Esto es grato? ¿Me divierto? Las cosas tenían entonces una apariencia ilegal, como si te estuviera vedado llamar para pedir ayuda. Había un entusiasmo quimérico y cierto temor en esa expectación, en ese no saber. El tiempo y la oscuridad eran de otra clase, ¿no? Sin teléfonos celulares, mensajes de texto ni mapas, salíamos a la noche con la esperanza de encontrarnos con lo mejor.

A pesar de todo su afecto, en mi relación con K había también un componente agresivo. El lado opuesto de su caballerosidad —con la que me hacía sentir especial y elevada, una dama de otro tiempo— era su machismo. Mantenía la creencia de que hombres y mujeres pertenecen a equipos contrarios y están condenados a no entenderse nunca y lastimarse entretanto. Esto no era algo inarticulado que yo dedujera de nuestra dinámica; lo proclamaba a los cuatro vientos, era un principio esencial de su visión del mundo. Cuando un amigo le llamó en una ocasión a altas horas de la noche para contarle que su novia lo había engañado, respondió escuetamente: Bueno, eso es lo que sacas por confiar en una mujer, frase que resonó con crueldad en mis adolescentes oídos y que me dejó atónita por más que ya supiera que los hombres hablaban así de nosotras, como si fuéramos agentes dobles o una fuerza invasora por repeler. Estaba acostada en su colchón y veía su espalda en lo que él oía los infortunios de su amigo. Un par de minutos más tarde volteó a verme, me hizo señas de que se aburría y entornó los ojos para indicar que la conversación era fastidiosa, intentaría concluirla y en breve estaría conmigo, una joven que no era de fiar. Veámonos mañana para que te compre un helado, le dijo, e imaginé que, sentados en una banca, ambos reirían y se compadecerían de tener que lidiar con las mujeres y su maquinaciones, mientras cada uno lamía su cuchara y reducía módicamente su contenido a una masa redondeada y tensa, como los hombres acostumbran hacer. Sentí celos de su amigo, que atrajera su atención y oyera su franca cantaleta sobre las relaciones, algo que yo jamás escucharía de él. Sentí igual los celos indefinidos que con frecuencia experimentaba por los hombres por el solo hecho de que lo fueran, que no tuvieran una voz cadenciosa ni plagada de signos de interrogación y vivieran tan quitados de la pena.

Pero también sentí pena por K: no era culpa suya. Lo habían educado de ese modo. Cargaba las heridas de una niñez en la que su madre lo adoraba y su padre lo alentaba a ser fuerte. Su papá era un italiano de primera generación que creció en Filadelfia durante la Gran Depresión, jugó en las ligas menores de beisbol y tocó el corno francés en la Sinfónica de San Francisco, con lo que logró combinar casi a la perfección el deporte y el refinamiento cultural, aun cuando K fue el primero en recordarme que los músicos sinfónicos son como cualquier otro y no se distinguen precisamente por su finura. Era alto, amable y bien parecido y tenía una marcada vena malévola que su familia hacía lo posible por evitar. Sus estallidos de cólera aterraban a todos. K era su preferido, el hermoso primogénito de católicos italianos —básicamente un semidiós— en quien el padre había puesto todas sus esperanzas. Esto significaba que lo presionó para que adoptara ideas muy estrictas sobre la hombría. Lo animó a que cultivara la fuerza física por medio del deporte. Cuando cursaba la educación primaria, en una ocasión no fue capaz de derrotar a un compañero abusivo; su papá le había advertido que no se molestara en volver a casa a menos que el director llamara para reportar su altercado, pero lo único que consiguió fue golpear al chico con su lonchera de Land of the Lost. Su padre lo llevó a un gimnasio de los bajos fondos y lo lanzó al cuadrilátero para que aprendiera a pelear. Aunque ese día lo molieron a palos, no abandonó su adiestramiento hasta que él fuera quien molía a los demás.

Al final de una cita en una pastelería italiana, me contó que sus padres se quedaron perplejos cuando descubrió el heavy metal y el punk rock en los años ochenta. Rio mientras describía el horror en el rostro de su padre cuando vio la huella de una bota en su espalda después de un concierto. Su papá ya rebasaba los sesenta cuando K era un adolescente, así que ignoraba los rituales de un mosh pit. “¿Qué clase de películas ves?”, le gritó. La brecha generacional entre ambos se intensificó a medida que K se hacía hombre y su padre perdía el control sobre él.

Al cabo llegué a ese momento que todos los chicos tienen cuando creen que pueden darle una paliza a su papá, sonrió mientras se zampaba nuestros cannoli y lamía el azúcar en las puntas de sus dedos.

¿Todos pasan por ese momento?, inquirí incrédula. Asintió y masticó.

Sí, ¿cuando estás harto de que abusen de ti y piensas que por fin eres lo bastante grande para enfrentar a tu viejo? Todos lo tienen.

¡Ah!, dije. ¿Yo qué podía saber? Era una joven aficionada al estudio que no tenía hermanos varones. ¿Y qué ocurrió cuando hiciste eso?, pregunté.

Me le eché encima y me rompió la nariz de un puñetazo, se tocó el tabique por instinto y pasó el índice y pulgar sobre el punto donde se le había torcido.

Retrocedí indignada. ¿Tu padre te rompió la nariz? Perdóname pero eso es abuso de menores, sacudí la cabeza. ¡Qué horror!

No, se encogió de hombros. Yo me lo busqué.

Siguió con sus prácticas de box y después encontró empleos como portero de discotecas en los que continuó peleando, aunque sólo como último recurso, me dijo, cuando las palabras no eran suficientes. Más que pelear le gustaba la estrategia implicada en evaluar a los otros, establecer la gravedad de su amenaza y controlar sus arrebatos, y únicamente les asestaba un golpe en casos extremos. Era muy bueno para eso. Aplicaba esa evaluación dondequiera que íbamos y hacía que me sintiera segura, como si tendiese ante mí una alfombra roja de protección. Tras una adolescencia en la que, en medio de un gran embrollo, había sorteado las turbias aguas de la atención masculina, esto era como tener mi propio servicio secreto.

Me enamoré de K debido en parte a la leyenda sobre su origen, el cuento de un chico sensible a quien, a fuerza de golpes, se le inculcó cierta predilección por la violencia. No había nacido así, continuaba este relato, lo que me permitía creer que muy en el fondo había un alma buena. El cuento del bribón cariñoso encandila a muchas mujeres. Él había cultivado una estilizada masculinidad de Raging Bull (Toro Salvaje) que juzgaba romántico el estallido de un temperamento explosivo y la apasionada disculpa subsecuente. Todo esto, sin embargo, estaba reservado para alguien especial, aunque lo cierto es que él se la pasaba de flor en flor. Las mujeres eran para K trofeos de colección. Y debía saber cómo librarse de las demasiado pedigüeñas, empalagosas, locas o regaladas: era una mentalidad de “Péscalas antes de que ellas te pesquen a ti”. Insistía en que buscaba a la “elegida”, pero creo que ésta era su forma de no dar tregua a las mujeres, para que compitieran por ocupar ese puesto.

Aun así, la abrumadora sensación que yo tenía de K era que me comprendía, que lo entendía todo. Parecía muy experimentado. Quizás esto se debía a que era mayor, o a que se mostraba más seguro que yo o cualquiera de los chicos que trataba, aunque también a que él era en cierto modo terreno conocido para mí. Percibía cierta continuidad en su naturaleza: había muchas semejanzas entre su sociabilidad, su humor de “Haría cualquier cosa por conseguir una carcajada”, y la actitud bulliciosa del lado materno de mi familia, lo cual me agradaba. En mis lluviosos años noventa de descontenta música grunge, él había aparecido con sus pantalones caquis y una radiante camiseta blanca, como salido de la costa este en la época de A Bronx Tale. Yo pensaba en cómo hacerlo reír, cómo referirle los sucesos del día. Cada canción tenía que ver con él. En un disco que compré a precio rebajado escribí Fifteen minutes with you / oh I wouldn’t say no, cita de una canción de los Smiths, y se lo regalé como tarjeta de cumpleaños.

Justo en ese periodo de nuestra relación llegó de visita mi hermana Anya. Con sus largas trenzas rubias y su cara de niña, se veía demasiado joven para que la dejaran entrar a los bares, así que bebíamos alcohol y fumábamos marihuana en casa y salíamos a pasear y comer burritos. Nos echábamos en la sala a platicar y llorar por el divorcio de nuestros padres y los dramas de la adicción de Lucia, y le confié que estaba muy enamorada. También lloramos por eso: por el amor, la sola idea de él, que yo hubiera crecido tanto para encontrarlo. ¿Había algo más preciado en este mundo? Sé que parece una locura, gimoteé, pero siento que mi vida ha cambiado.

Cuatro meses después de que me enamoré de K —ocho desde que me mudé a California con mis amigas—, el teléfono de la cocina sonó a medianoche. Era Anya, que castañeteaba notoriamente los dientes.

¿Dónde estás?, pregunté.

En casa, le temblaba la voz. Yo

¿Qué sucede?, insistí. ¡Lucia!, pensé, con respiración entrecortada. ¿Qué es, Anya? ¡Dímelo!

Lorenzo murió anoche, respondió. De sobredosis. No estaba con Lucia, no estaba en casa, pero ella está alteradísima. Mamá y papá acaban de marcharse a la ciudad para traerla.

Una punzada de temor me sobrecogió y dobló mi cintura. Lucia y Lorenzo vivían juntos. Estaban locos el uno por el otro. Tenían planeado casarse el mes siguiente. Parpadeé y lo imaginé azul, tieso. No como lo vi la última vez, descalzo y sin camisa, bronceado y feliz, mientras le daba una larga chupada a un cigarro en el departamento de la Tenth Avenue al que acababan de mudarse. Tenía veintiún años.

Había escuchado en demasiadas ocasiones que mis padres reprendían o imploraban a Lucia para recordarle que bastaba con un solo tropiezo, que esto era cuestión de vida o muerte. Ahora había sido de muerte, la cual se había anunciado sola y nos advertía, en forma abrupta e irrevocable, que era mucho lo que estaba en juego.

Mi padre pasó a recoger a mamá en la miniván Nissan negra que aún tenía, el auto familiar al que llamábamos el “coche de caballos”, y ambos iban de camino a Brooklyn. Mi madre temía que Lucia se quitara la vida en el ínterin. Miró a Anya a los ojos antes de que partiera con mi padre, le pasó el auricular y le dijo con tono solemne: No cuelgues este teléfono hasta que oigas mi voz al otro lado.

¿Así que hablaste con Lucia todo este tiempo?, pregunté.

Sólo lloraba, dijo. Lloró tanto que no le entendí nada.

¿Estás sola ahora? ¿Te encuentras bien?

Rebecca se iba a quedar a dormir, contestó. De repente le llamó a su mamá para que viniera a recogerla.

¿Querías que se quedara?, proseguí.

Todo era demasiado raro… calló. No sé. Seguro se habría quedado, pero pronto regresarían con Lu, y ella está destrozada.

Su sangre fría era inquietante. ¿O se trataba de insensibilidad? Quizás estaba en shock. Protegida contra los peores problemas de la familia, era probable que no habría visto venir esto. Aun así, hasta entonces no conocíamos a nadie que hubiera muerto joven. ¿Cómo podía estar sola en casa y pensar en el cadáver fresco del querido Lorenzo de Lucia sin sentir un temor que le calara los huesos? Pensé varias veces en esa conversación de mis hermanas, una pequeña burbuja en un trauma muy doloroso, aquellos cuarenta minutos entre las dos, a cinco mil kilómetros de mí. Una joven de dieciséis años que buscaba palabras para curar la herida de la pena más reciente de su hermana mayor.

Volaré a casa, le dije. Voy para allá. Empacaré ahora mismo y estaré ahí lo más pronto posible. Pero no me cuelgues ahora. Te acompañaré hasta que lleguen a casa.

No es necesario, dijo con un hilo de voz, cargada de firmeza pese a todo. Estoy bien. Acá nos vemos.

En el departamento de San Francisco, me sumergí estupefacta en un baño de agua tibia bajo el reflejo deslumbrante de la débil luz del techo en las molduras nuevas. Rachel y Kat se sentaron en el suelo junto a la tina y no cesaban de mirarme. Mis padres llamaron cuando volvieron a casa, y luego él compró para mí un boleto de emergencia y llamó otra vez para darme los detalles. Las chicas me llevaron al aeropuerto y me despidieron con un fuerte abrazo. Llama cuanto quieras, dijo Kat y me apretó las manos por última ocasión. Llama todo el tiempo. Rachel tomó mi cara entre sus manos y me besó en la boca. Te quiero y sé que eres valiente, me dijo. A tan temprana hora, todo se movía en el aeropuerto. Un aroma a café ordinario llenaba el amplio y largo espacio. Compré un periódico y traté de resolver el crucigrama. Escribí en mi diario sobre la heroína, que ahora me sujetaba con su zarpa al otro lado del país y me reclamaba en casa. Mi idilio —la fantasía de distancia constituida por California— me había sido arrebatado por ella. Antes de salir, le llamé a K desde un teléfono público y le dije que no sabía cuándo regresaría ni si lo haría.

Destructor de almas, te saludo

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