Читать книгу Destructor de almas, te saludo - Nina Renata Aron - Страница 5
Capítulo dos
Оглавление“Éste es un amor como el de nuestros abuelos”, le dije a K un buen día y la frase se volvió un lema de nuestra relación, que él me repitió muchas veces cuando me veía con un vestido nuevo o intentaba calmarme tras una discusión. Pienso que también la repetía para que recordara que no debía esperar mucho de él; después de todo, el nuestro no era un amor de terapia, neutralidad de género o entre iguales evolucionados, sino un romance a la antigua, ruidoso y vivaz, que rugía con una violenta incertidumbre, en el que algunas lágrimas y mentiras eran inevitables y en el que ciertos objetos estaban destinados a ser lanzados al otro extremo de la sala. Ése era el precio de un cariño tan grande, de las notas de amor que K lograba deslizar en los libros que yo leía, del placer que él sentía cuando me regalaba flores y me compraba discos, me asustaba hasta hacerme desfallecer y besaba vorazmente mi cuello mientras yo lavaba los trastes. La Nuca del Arrumaco, la llamábamos.
Young girls, they do get weary, wearing that same old shaggy dress, cantaba Otis Redding en “Try a Little Tenderness”. Looo-ooo-ooove is their only happiness.
Antes de K me hastié en tiempo récord de un matrimonio que debía haberme animado, que quizá pudo haberlo hecho. Me había casado años atrás bajo el débil sol de North Bay en una modesta ceremonia que se realizó en el jardín de la hermana de mi novio, ocasión para la cual, en los bíceps y antebrazos de los invitados, se estamparon tatuajes lavables en forma de un corazón envuelto en una banda con nuestros nombres. Mi madre y mi suegra se retrataron juntas, sonrieron con orgullo, juntaron sus brazos y presumieron sus tatuajes idénticos. No puedo creer que desde hoy seré tu esposa, dije en mis votos, con la vista fija en los grandes ojos aguamarina de mi prometido y tragando saliva para contener las lágrimas. En momentos así no me bastaba con un sollozo recatado; tenía que llorar en toda forma, aun si esto me producía una sensación de abatimiento. Esa noche sopló una brisa fresca. Mi esposo y yo nos dimos de comer en la boca un par de trozos de un pastel blanco de varios pisos adornado con flores, crema y fresas. También nuestro hijo tenía el tamaño de una fresa: crecía bajo mi vestido y una tanga ordinaria de encaje, mi única prenda azul, que decía la palabra novia.
Pese a que aquél fue un inicio tan promisorio como cualquier otro, no pasó mucho tiempo antes de que me sintiera emocionalmente sola y extrañara una variante del amor más desesperada, algo más desenfrenado que me hiciera sentir viva. Poco después de que K volvió a mí, reventé mi joven matrimonio a cambio de la oportunidad de compartir mi existencia con él. Tenía un hijo de dos años y una bebé de dos meses; en otras palabras, estaba loca.
K se mantenía sobrio entonces pero eso no duró. Tuvo una sobredosis y estuvo a punto de morir el mismo día en que empezamos a vivir juntos, en un minúsculo departamento subarrendado que yo había encontrado, apartado y pagado por adelantado. Tras inyectarse speedballs con su amigo Will, un adicto empedernido al que yo terminaría por conocer muy bien, éste tuvo la prudencia de llamar al 911 (proeza no menor para alguien cuya vida entera era ilegal). Los paramédicos llegaron, revivieron al paralizado K con un desfibrilador y me lo entregaron, con los chupones de los electrodos todavía adheridos al pecho. El departamento estaba lleno de cajas por desempacar. Esa noche nos acostamos en silencio; mientras yo amamantaba a la bebé, él le alisaba los pálidos mechones.
Resultó que la sobriedad no era algo que podía esperar de K. Lo que sí podía esperar (quizá lo único, por desgracia) era lo que más me importaba: protección, diversión, risa, sexo extraordinario. Beber juntos Slurpees en una esquina cualquiera dentro de mi auto era regocijo puro. Las embrutecedoras diligencias que antes habían definido mis días —ir de compras al súper, a la tintorería— con él eran extravagantemente divertidas.
Como si nos resistiéramos a la amenaza de su muerte siempre al acecho, creamos un amor de otra época. Él era guapo y yo bonita. Aprendí a preparar las recetas de su madre. Decorábamos el árbol de Navidad, cambiábamos pañales, hacíamos fiestas, teníamos noches para los dos solos y las de los miércoles sacábamos la basura a la calle. Las tradiciones que inventamos o adoptamos nos resguardaban como un bastión contra el caos en que vivíamos. Y por largos periodos nos las arreglamos sin dinero, sin dormir, sin la aprobación de nadie, únicamente con amor. Lo único que existía para nosotros era ese amor inadecuado, estúpido y ciego, un sistema solar con sólo dos planetas que confería un mito y significado a nuestra vida.
“Te amo como se aman ciertas cosas oscuras, secretamente”, escribió Neruda.
Cada vez que podíamos, dedicábamos todo el día a coger, en cada permutación concebible de ese acto, y más tarde en un apacible misionero durante el cual él me cubría con su cuerpo como si fuéramos compañeros de armas y estuviéramos tendidos junto a una granada. Al principio era verano y el sexo con K era sexo de verano, nutrido por el sol, seco y sucio. Olíamos a cadena de bicicleta, a lo industrial, metálico y dulce que pasaba entre nosotros cuando mordíamos nuestros labios, a jugo de piña y heroína. Me encantaba que él fuera rudo, su expresión cuando yo ponía ojos de Bambi y me congelaba de miedo. Me sentía querida y me portaba como un venadito. Luego me dormía bajo su musculoso brazo, como atada por una cuerda muy tensa.
Las noches de entre semana me mostraba complaciente y, cubierta con un fondo vintage color durazno, llegaba una y otra vez de puntitas hasta el congelador, donde refrescaba con hielo nuestras bebidas y servía un par de dedos más. Bailábamos despacio bajo las sombras mientras los niños roncaban en sus camas y la lavadora de trastes se bamboleaba. La lujuria aligeraba el trajín del día. ¿No es éste el sueño de toda madre joven?
En ocasiones nos dopábamos, veíamos retransmisiones de Chopped, el programa de concursos para chefs, y él me hacía reír tanto que me orinaba. Nuestras carcajadas habrían convencido a cualquiera de que no hacíamos otra cosa que travesuras.
Quince años antes de que su sangre salpicara las paredes de nuestro baño, nos conocimos el día de Acción de Gracias de 1997 en el Tower Records de San Francisco, en la esquina de Market y Castro, en cuyo turno de salida yo trabajaba de las cuatro de la tarde a la una de la mañana en compañía de una variopinta cuadrilla de descontentos que ganaban el salario mínimo. Pasábamos el tiempo gastándonos bromas o usando el rotulador o fragmentos de hule espuma del departamento de diseño, con los que hacíamos divertidos letreros y pequeñas obras de arte. Del titular de una de las revistas porno que vendíamos, recorté las palabras Barely Legal y las pegué en lugar de mi nombre en el gafete de plástico amarillo que colgaba de mi cuello, simbólica muestra de rebeldía que lo dice todo acerca de mi adolescencia. Deseaba a los hombres, pero más todavía que ellos me desearan a mí. Me aplicaba cremosos labiales de colores malvas, borgoñas y rojos subidos, peinaba mi negra melena en una alta cola de caballo y practicaba a diario mi manera de andar, el firme y malicioso vaivén de mi trasero en forma de corazón mientras subía las escaleras a la oficina. Lo del gafete era un acto de interpolación, un modo de insistir en que cada desconocido que llegaba me viera de cierta manera. ¡Bienvenido, estoy lista para que me cojas! Pero no todo era promoción. Barely Legal era cierto en un sentido literal: dos semanas antes había cumplido dieciocho años.
Las jornadas de trabajo en Tower se interrumpían con los recesos para fumar, cuando me recargaba en el pasamanos rojo afuera de la tienda a fumar Mediums de Marlboro cuya ceniza arrojaba en una maceta gigante. En ocasiones avanzaba por Market hasta la librería, donde le hacía ojitos al empleado, o hasta Sweet Nothings para comprar un café y una rebanada de pastel de manzana que picaba durante el resto de mi jornada. Aunque en el trabajo era sociable, una vez sola y afuera me sentía tímida, incómoda, desprotegida. Me sentía joven. Hacía frío. En California me helaba siempre. Usaba mallas y botas y bajaba las mangas de mi suéter hasta las manos, de forma que oprimía las teclas de la caja registradora con las puntas expuestas de mis congelados dedos al tiempo que me mecía sobre las puntas de los pies, a causa del frío y la ansiedad. Fue así como me encontró.
K iba peinado con un negro y abundante copete italiano, vuelto hacia atrás con brillantina Tres Flores —tan grasienta como la vaselina— que dejaba a su paso una fastidiosa estela de geranio y petróleo. Alto, delgado, pulcro y bello, tatuado por todas partes con sagrados corazones y la letra de canciones de los Smiths, entró a la tienda y compró el cd Dirt de Alice in Chains. Los ojos se me incendiaron en cuanto lo vi.
Mi ropa o mi actitud, la displicencia clásica de las empleadas de las tiendas de discos, le hizo saber que reprobaría su elección; me esmeraba en proyectar la apariencia de alguien con un visible interés en cosas más profundas. Caminó hasta la caja con la defensa ya lista. Atravesé la ciudad para que nadie me reconociera cuando comprara esto, sonrió mientras le cobraba. Yo también sonreí y lo miré con escepticismo.
Voy a visitar a mi mamá, continuó, y necesitaba algo para oír en el camino, pero ahora siento vergüenza.
No es para menos, le dije. Este disco es espantoso. Reímos y me encogí de hombros, como si diera a entender que yo no fijaba las reglas.
Sacó su cartera y completé nerviosamente la transacción, bajo el ardoroso reflector del deseo repentino. Supe que él notaba mi torpeza. Metí el disco y la nota en una bolsita amarilla de plástico que casi le arrojé y levanté las cejas en un anticipado gesto de despedida.
¿Trabajaste el día de Acción de Gracias?, preguntó en tanto se abría el chaquetón de marinero y guardaba el disco en un enorme bolsillo interior. ¡Qué mal!
Afuera, el gris se cernía sobre la avenida. Por Market pasaban autos a toda velocidad. La puerta tintineó cuando llegó otro cliente. Sentí ganas de enroscarme en ese cálido bolsillo y que él me cargara por toda esa ciudad que aún no conocía.
No, está bien, repliqué. No tengo dónde más estar.
Di vueltas una y otra vez a ese intercambio por el resto del día, hasta que relumbró como un tesoro, con la ilusión de que significara más de la cuenta. Compartí un cigarro de clavo de olor con Winter, la compañera gótica que siempre olía a esencia de vainilla y peinaba sus rastas en altas colitas de un rojo llameante, y le conté del hombre guapo al que había atendido. ¡Ay, por favor!, dijo sin inmutarse. No era inusual que un señor apuesto llegara a la tienda.
Tampoco era cierto que yo no haya tenido dónde pasar la velada. Al día siguiente, de asueto para todas, embadurné de mantequilla el relleno de Stove Top con ejotes y lo compartí, junto con un salteado de tofu a la teriyaki y un six pack, con Rachel y Kat, mis mejores amigas. Llenas a reventar, más tarde nos echamos sobre la alfombra fucsia de nuestro departamento en la Fourteenth Street, drogadas, eufóricas y risueñas bajo el parpadeo de unos rosados foquitos navideños y a casi cinco mil kilómetros del hogar, lo que hacía que nos sintiéramos en el otro lado del mundo. Tres meses antes habíamos viajado en coche desde Nueva Jersey, después de que la preparatoria afortunadamente llegó a su fin. A bordo de un moribundo Honda hatchback, recorrimos la I-80 en línea recta, con algunas desviaciones zigzagueantes, para iniciar un autoimpuesto exilio de los suburbios. Habíamos trazado nuestra ruta en un atlas del tamaño de una laptop: de Nueva Jersey a Michigan, Illinois, Colorado, Utah, Nevada y California, trayecto durante el cual pusimos con insistencia el mismo surtido de casetes mezclados. Con diecisiete años y el cabello azotado por el viento de la autopista, lo único que quería era sentir la libertad del asiento del pasajero, mirarme en el espejo lateral y verme viéndome. ¿Todas las jóvenes son iguales? Contemplaba el cuadrante inferior de mi rostro, un objeto en el espejo, más cercano de lo que parecía, y que era todo piel rechoncha, brillo de labios y popotes de refresco. El palo de una paleta —Lo. Lee. Ta.— sobresalía entre mis dientes. Escribíamos postales a casa desde cafeterías que abrían toda la noche y el auto se descompuso a las afueras de Chicago, así que tuvimos que rodar en punto muerto hasta una salida que nos condujo a un taller donde Rachel coqueteó con el mecánico. La llevó a dar una vuelta en su motocicleta mientras sus ayudantes se ocupaban del coche y yo sentí una viva y extraña combinación de celos y pánico, porque ya había oscurecido. Tenía la sensación de que había hombres en cada esquina que querían hacernos cumplidos, regalarnos cosas, permitirnos la entrada pese a que fuéramos menores de edad, a lo que restaban importancia como si se tratara de una molestia, una insignificancia, nada. Nuevos mundos salían a la luz, nuevas constelaciones titilaban ya en los cielos nocturnos de nuestra mente.
Cuando cuatro meses después volví a ver a K, me hallaba en mi otro empleo, en una tienda de regalos en el distrito de Mission. ¡La chica de Tower Records!, soltó en cuanto me vio. Lo acompañaban dos amigos, igual de guapos, arreglados y tatuados, aunque de aspecto más hosco. No brillaban como él, K me parecía luminoso. Corretearon por la tienda al tiempo que hacían bromas, llamaban la atención discretamente y flirteaban conmigo sin que voltearan a mirarme. En ese momento se escuchaba en la radio “Sitting On the Dock of the Bay”, y en la sección donde Otis se pone a silbar, K alzó un dedo en señal de advertencia, miró a su alrededor y dijo: Nadie mejor para hacer la trillada parte del silbido, lo que me hizo reír. Se marcharon unos minutos después, aunque un poco más tarde él regresó y caminó hasta el mostrador.
¿Es cierto entonces?, preguntó.
¿Qué cosa?, sonreí.
Que no sales con quienes compran ese disco de Alice in Chains.
Lamenté informarle que eso era totalmente cierto, pero que en este caso haría una excepción. Sólo por esta vez, le dije y anoté mi número telefónico en una de las tarjetas doradas de la tienda.
Adoptó la costumbre de llamarme cuando salía de trabajar, a media noche. En la mesa de madera clara de la cocina, yo esperaba despierta el agudo y sonoro timbrazo del teléfono empotrado en la pared. Después hacía rodar la ceniza del cigarro por el perímetro de un cenicero de Las Vegas, donde formaba un cono gris y reluciente en el extremo encendido. Luego de fumar un poco, me acostaba junto al calefactor en el pasillo, estirando al máximo el cable del teléfono, y hablábamos dos, tres, cuatro horas. Mis gatitos subían y bajaban por mi espalda mientras yo hacía todo lo que podía para hechizarlo.
Nuestra relación fue breve e intensa. K era apuesto, inescrutable y divertido, extremadamente divertido y algo perverso. Su cabellera parecía de los años cincuenta, ¿o era de los cuarenta? A veces era de los veinte, cuando no la había lustrado aún ni convertido en una mata oscura, revuelta y radiante digna de un poeta libertino de la margen izquierda del Sena. ¿Es posible enamorarse de un perfil del cuero cabelludo? Algunos son irregulares o poco halagüeños, pero el suyo se tendía a la perfección y se curvaba con tal exactitud de un extremo a otro de la frente que semejaba un cable que contuviera su voluminoso cabello graso y lacio. Yo quería con desesperación que me amara y sabía que no podía ser la única. Algunas personas poseen un magnetismo así. Percibía una corriente dirigida a él, casi sentía los cuerpos que se retorcían en la ciudad, la energía de tantas otras mujeres en otros departamentos que alimentaban la esperanza de que les llamara. Las imaginaba y ardía en celos, con la mandíbula tensa, aunque sabía que le gustaba. K era difícil de atrapar, pero cuando me plantaba frente a él, me miraba como a una copa de helado.
Desaparecía unos días y llamaba, todo desenfado y determinación.
¿Qué haces?, preguntaba.
¿Qué le iba a decir? ¿Que horneaba un pastel, escribía una canción, me preparaba para salir? Cualquier cosa menos “nada”.
Nada, respondía. ¿Y tú?, nunca se me ocurría algo más ingenioso.
Voy a salir contigo, contestaba. Pasaré a recogerte en veinte minutos.
La suya era el tipo de atención que sentía que debía tomar como viniera, porque era demasiado tímida y joven o porque él era intimidante, mayor y más experimentado, ¿o no? Jamás tuve el valor de preguntarle dónde había estado, por qué no me llamaba, qué quería de mí, cuántas como yo había. Ese día lo esperé afuera del departamento con una falda color vino. También me puse una sudadera negra desteñida, que decía jenn con letras de fieltro blanco en el pecho, y la chamarra de mezclilla de Rachel, con broches negros en las bolsas y que olía al humo del departamento. En la calle había trozos de aguacates caídos de un árbol, que componían manchones de un verde lima y amarillo mate en el suelo. El sol brillaba y los pájaros cantaban como símbolos de ingenuidad y felicidad en una caricatura. Viajé Potrero arriba en el asiento trasero de su motocicleta a la par que la ciudad se difuminaba junto a mí, y cuando nos detuvimos en una señal de alto en la cumbre de la colina, nos imaginé desde arriba, una vista panorámica de ambos desde un poste de teléfono. Éramos el cartel de una película tendido contra el cielo.
K operaba con calma. En el piso de su cuarto en Oak Street, nos manoseábamos bajo la luz de cintas vhs, películas japonesas ultraviolentas, videos musicales de Morrissey, El padrino. En mi trayecto colina abajo desde Tower, una vez que terminaba mi turno, iba a coquetear con él en el bar cuya puerta controlaba, y en una ocasión resolvió un altercado frente a mí con el recurso de subir a un taxi a un universitario ebrio y agresivo. ¡Tranquilo, muchacho!, le dijo mientras le torcía el brazo en la espalda y llamaba al taxi. ¡Vete a la mierda!, le gritó el chico al otro lado de la ventanilla. K sonrió, sereno como un gángster de garito clandestino, le dijo: Te pondrás bien, amigo, y golpeó con un nudillo el toldo del coche antes de que partiera.
Todos en su órbita tenían un sobrenombre. El mío era Pimiento; no recuerdo su origen, sólo que fue pronto la única forma en que me llamaba, y a pesar de que era una palabra fea para un embutido indigerible, no sonaba mal. Íbamos a tomar café a North Beach y a comer sushi al Sunset y él me hacía reír a carcajadas, con un sonido alegre, chirriante y jovial que yo apenas reconocía. Un día me dijo que me acompañaría a Nueva York cuando iniciaran mis cursos universitarios en otoño, e inventamos una historia de cómo sería nuestra vida allá. Tendríamos plantas en el alféizar de un departamento en East Village y un perrito.
Una ocasión en que veíamos el modo en que las secadoras de la lavandería hacían girar mi ropa, me dijo que había tenido cáncer, y un buen día lo llevé a St. Mary’s y aguardé a que lo examinaran para que supiéramos si había recaído. En una silla de plástico de la sala de espera me puse a hojear nerviosamente un libro y percibí de pronto la conocida carga de la responsabilidad. Sentir que sufría y se me necesitaba, que debía cumplir algo, tuvo en mí un efecto narcótico. Si estaba enfermo, lo cuidaría para que recuperara la salud. Disfruté la idea. Al final resultó que el cáncer no había regresado pero lo haría en poco tiempo; K experimentaría entonces su primera dosis de opiáceos, que alterarían el curso de su vida.
Ansiaba dejar mi hogar y marcharme a California. Mis padres se estaban divorciando y ya habían iniciado nuevas relaciones, él —en un pequeño y avejentado departamento que tenía un colchón en el suelo y un tenedor— con un repertorio rotativo de mamás locales; ella, con Jim, un chico muy joven que conoció en el trabajo y del que sorprendentemente se había enamorado. Mi hermana menor, Anya, envuelta a menudo en el humo de marihuana de su cuarto, se las arreglaba para obtener buenas calificaciones. Iba y venía de las casas de sus amigas y los entrenamientos de hockey sobre césped con una gruesa trenza que le llegaba casi a la cintura y con sus largas piernas e inquietante aptitud para todo; parecía aparte y por encima del drama familiar. Mi hermana mayor, Lucia, había transitado de su afición a los raves de fin de semana, pródigos en drogas, a la cocaína y de ahí a una declarada adicción a la heroína; en tanto que yo, culpable, enfadada y exhausta, cargaba sus secretos como una mochila llena de órganos. Durante mi adolescencia en casa aprendí el detectivesco trabajo de la codependencia, ya que, junto con mis atemorizados padres, alimentaba la ilusión de que si dábamos con las evidencias, detendríamos a mi hermana, la salvaríamos y descubriríamos la verdad. Esto llevaba así varios años. Entra a ver si encuentras algo, murmuraba mi madre en tono de conspiración cada vez que Lucia salía o se distraía, y yo me colaba en su recámara, tan furtiva y sudorosa como un miembro de las fuerzas especiales, y hurgaba sus pertenencias en busca de una prueba de que las cosas eran como las imaginábamos y no estábamos locos. ¡No, sí teníamos razón! Minutos después regresaba con su credencial de intercambio de agujas, frascos de pastillas, pedazos doblados de papel aluminio extraídos del fondo de su bolsa y bolsitas de plástico grabadas con calaveras que contenían el fantasmal residuo del polvo blanco, todo lo cual entregaba como un perro fiel para que mi madre me recompensara con su amor. Por más que eso dejó de agradarme a la larga, me sentía muy viva y apreciada cuando se me pedía que cumpliera esa importante labor, que fuera la socia de mi madre en la resolución del delito. Siempre estuve a la altura del desafío de deducir y controlar la vida de mi hermana, de invadir su privacidad. Era un propósito justificado, una batalla de la luz con la oscuridad, del bien contra el mal. Acorralados por la heroína, sentíamos que no teníamos otra opción. Si no seguíamos la pista de los movimientos de mi hermana, nos arriesgaríamos a perderla. Su supervivencia se volvió una especie de tortuosa victoria, que creímos haber instrumentado con audacia.
Lucia pareció desde siempre demasiado grande para nuestra ciudad. Aun de niña, estaba llamada al estrellato. Le fascinaba actuar, tanto como la emoción de todos los requisitos: ensayar, desde luego —lo que hacía con una concentración digna de Bob Fosse—, pero también reclutar y coordinar la energía de otros, reunir al público, apagar las luces y correr una sábana por telón. Cabecilla nata, hacía los programas de nuestras representaciones en la sala y los menús para nuestra cafetería en la mesa de la cocina, y una vez iniciado el espectáculo no soltaba al personaje. ¿Les traigo algo más o ya quieren la cuenta?, les preguntó un día a nuestros padres mientras retiraba los platos del “restaurante” y Anya y yo reíamos tras bastidores. ¿Desean conocer a nuestras chefs? Son hermanas, ¿saben?
Una tarde en que nuestra abuela tomaba una siesta, nos convenció de que nos pusiéramos su ropa e hiciéramos junto a su cama una suerte de ritual fúnebre, consistente en que nos acercáramos una por una y depositáramos joyas y otras ofrendas caseras en su cuerpo dormido. Nos dirigió en silencio; hizo señas para que nos encamináramos a la cama y asintió cuando colocamos un peine y una pulsera en el pecho de mi abuelita, el cual subía y bajaba muy despacio. Se tomaba a orgullo que fuera capaz de imponer solemnidad en una sala y mantenernos como en un hechizo. Montada en la mesa del jardín con un guante de encaje y pulseras de hule que le llegaban hasta el codo, comandaba un ejército de primos y vecinos que realizaban interpretaciones fonomímicas de Madonna y Debbie Gibson. Una vez se hizo pasar por científica y encerró a Anya en la jaula de nuestro perro para estudiarla. Cuando ésta dijo que tenía hambre, le deslizó por los barrotes los pedazos de una rosca. ¡Déjala salir!, protesté. ¡No, me gusta!, repuso Anya desde su jaula.
En cierto sentido, Anya se adecuaba mejor que yo a la intensidad de Lucia. Una habichuela con una desbordante y enredada melena misteriosamente rubia, desde muy chica reveló poseer una vehemencia desmedida. Emergía a través de un berrinche, por medio de sus besos taladrantes, en momentos en los que me prendía y no me soltaba o bajo la forma de un baile frenético. Durante un tiempo, cuando tenía cinco o seis años, cargaba con una casetera por toda la casa. Una vez, en que una amiga se quedó a dormir, irrumpió en mi cuarto y nos despertó a las seis de la mañana con una versión de “A Tisket, A Tasket”, de Ella Fitzgerald.
A mis hermanas les fascinaba el espectáculo, y ser su comparsa, aprendiz o suplente resultaba apasionante. Lucia en particular despertaba el deseo de estar a su lado. Yo no era precisamente tímida, pero tampoco sacaba beneficio alguno de ser el centro de la atención. Me apartaba con un libro si sus juegos se complicaban demasiado. Cuando entonaban a voz en cuello canciones de teatro musical, que a sus siete y doce años armonizaban a la perfección, yo no sabía dónde cabía mi débil voz, que a menudo se perdía entre las de ellas. Serás el hombre, decía Lucia. No puedes ser Cosette, así que serás Jean Valjean.
Naturalmente, cuanto más crecíamos, más peligroso se volvía el espectáculo. Empezamos a asistir a conciertos de punk rock en City Gardens, en Trenton, y yo veía que ella se dejaba llevar por la sudorosa multitud, que la lanzaba de un lado a otro con sus ondulaciones, y que se hundía en el mosh pit. Era el mismo arrojo y abandono que exhibía cuando nadaba en el mar. Una vez se rio mientras me confiaba que ese día había viajado en ácido durante la clase de matemáticas, y el alegre tintineo de su risa me espantó: ¿era una confesión o una provocación? ¿Ignoraba que eso me asustaría? Me di cuenta de que solía estar dopada cuando nos llevaba y traía de la escuela en el viejo Saab plateado de mamá, pero como no quería meterla en problemas le pedí que me enseñara a conducir. La distancia era corta, de apenas un par de kilómetros, y yo estaba cerca de cumplir los quince.
Lucia era glamorosa. Se hizo muy buena amiga de una chica británica igualmente glamorosa cuyo padre era profesor visitante en Princeton y se divertían más que nadie en la escuela. Veían episodios de Absolutely Fabulous y teñían su cabello con los mismos colores que Patsy y Edina. Compraban cigarros a un metalero que rellenaba de cajetillas el estuche de una guitarra y fumaban donde lo hacían los chicos sofisticados, en el área que llamábamos Varsity Smoking. Lucia contrajo mononucleosis una primavera y permaneció en casa un mes, lapso que aprovechó para broncearse en la azotea y oír a St. Etienne en una radiocasetera enorme.
En la única ocasión en que nuestros padres nos dejaron solas de noche, dio una fiesta en el jardín. Era verano y mis papás habían ido al norte a recoger a Anya de su primer campamento fuera de casa. Durante esa fiesta improvisada, los asistentes se multiplicaron como una nube de insectos —¿de dónde salieron tantas personas que yo no había visto nunca?—, mi novio y yo pasamos en medio del humo que envolvía a la gente y subimos a contemplar el libertinaje desde la ventana de una de las habitaciones.
Cuidarán la casa y serán responsables, ¿verdad, preciosas?, había dicho mi madre esa mañana y Lucia asintió tan convincentemente que incluso ladeó la cabeza para cuestionar esa pregunta. ¡Claro que sí, madre!, respondió con acento santurrón. Ahora la veía en una silla del jardín rodeada de admiradores y encaramada en las piernas de un patinador.
¿Eres hermana de Lucia?, me preguntó un chico poco después de esa fiesta con una expresión que resumía todo lo que eso significaba para él. ¿Qué significaba? ¿Que yo era increíble, que era una chica fácil o que al fin había ya una casa para las fiestas?
Sí, contesté.
Levantó las cejas y sonrió.
A pesar de la incertidumbre y el temor que provocaba, Lucia era lista y brillaba con una astucia envidiable, así que cuando se trataba de que hiciera algo o de que obtuviese una buena calificación, lo lograba siempre a última hora. Hacía que las cosas parecieran fáciles. A menudo se sentaba ya tarde a la mesa del comedor, cuando la casa estaba en silencio, para tomarse la molestia de hacer sus tareas, y era tan lista que las terminaba en quince minutos. Una vez despertamos y descubrimos que durante la noche había horneado dos charolas grandes de magdalenas perfectas. ¿Qué es eso?, le pregunté. Es para la clase de francés, respondió con indiferencia. Tengo que hacer una presentación. Cuando llegó el momento de que ingresara a la universidad, puso todo su empeño en que se le admitiera en Tisch, la competitiva escuela de teatro de la New York University. La noche anterior a su audición no durmió, para aprenderse el monólogo de Ofelia en Hamlet —¡Oh, Señor, Señor, era tanto el miedo que sentía!, exclamaba en la cocina mientras yo guardaba mi almuerzo— y fue aceptada, claro está. Cuanto más se sumergía en la adicción, menos comunes eran episodios como éste, a pesar de que nunca perdió del todo su magia. Esto formaba parte de lo que mantenía viva la esperanza en nuestra familia.