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¿Qué tiene que ver el amor con esto?

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¿Qué es una familia? ¿Un grupo de personas que se quieren y se apoyan entre ellas en los buenos tiempos y en los malos? No obstante, no cualquier grupo de personas que haga esto es reconocido como una «familia»; por ejemplo, un grupo de amigos, una pareja homosexual con hijos adoptivos, madres solteras, mujeres que conviven con sus hermanos y hermanas, etcétera. La «familia» es una institución con una identidad legal, y el Estado reconoce como «familias» solo a conjuntos específicos de personas vinculadas de una manera específica. No solamente la ley define «la familia»: más allá de los marcos legales, se nos impone ser parte de una familia definida en términos muy estrictos. En muchos consorcios de viviendas, por ejemplo, se sobreentiende informalmente que solo se admite como inquilinas a parejas casadas heterosexuales. Una «familia» solo puede ser una familia patriarcal y heterosexual: un hombre, «sus» hijos y «su» mujer.

En 1984, un fallo del Tribunal Supremo de Delhi sentenció que los derechos fundamentales garantizados a todos los ciudadanos indios por la Constitución no eran aplicables en la familia: estos derechos se terminan en la puerta de casa. Dejar entrar a los derechos fundamentales en la familia, dijo el juez, sería como «dejar a un toro entrar en una tienda de porcelana»1. El juez, de hecho, tenía toda la razón. Si se dejan entrar los derechos fundamentales en la familia y si cada miembro de la familia es tratado como un ciudadano libre con los mismos derechos que todos los demás, la familia colapsará. Porque la familia, en su forma existente, se basa en jerarquías claramente establecidas de género y edad, con una primacía del primero sobre la segunda; es decir, un varón adulto es en general más poderoso que una mujer, aunque ella sea mayor que él.

Así, la familia como institución se basa en la desigualdad. Su función es perpetuar formas específicas de la propiedad privada y el linaje: formas patrilineales de propiedad y descendencia, en las que la propiedad y el «apellido» de la familia fluyen de los padres a los hijos varones.

Recuerdo un momento precioso en la película hindi Mrityundand, en la que las mujeres interpretadas por las actrices Shabana Azmi y Madhuri Dixit están casadas con dos hermanos. El marido de Shabana es impotente y todo el pueblo lo sabe. Ella se va por un tiempo y tiene un amorío; al volver, está visiblemente embarazada. Su cuñada, Madhuri Dixit, le pregunta sorprendida, «Didi, yeh kiska bachha hai?» («¿de quién es este hijo?»). Es una pregunta absurda e innecesaria porque es evidente que el bebé está dentro de su cuerpo y es de ella, pero esta pregunta absurda tiene todo el sentido en una sociedad patriarcal (y solo en una sociedad patriarcal): quién es el padre, es eso lo que se está preguntando. ¿A qué casta pertenece, sobre las propiedades de quién puede reclamar un derecho?

Shabana se limita a contestar: «Mera» («mío»). Recuerdo el murmullo que hubo en el cine ante tal respuesta, algunas risitas. ¿Un poco de nervios?

El hecho es que ningún varón puede nunca saber si un hijo es suyo. Una mujer puede saber que un hijo es suyo, pero un varón no, ni siquiera con un análisis de ADN. Un test de ADN puede decirte solamente que un hijo no es tuyo, pero, si tu ADN coincide, eso solamente indica «una alta probabilidad estadística» de que ese hijo sea tuyo. Como dicen, «la maternidad es un hecho biológico, la paternidad es una ficción sociológica». Es esta certeza la que crea una ansiedad permanente al patriarcado, una ansiedad que requiere que la sexualidad de las mujeres se someta a una estricta vigilancia.

El furor en torno al Día de San Valentín es revelador del hecho de que el amor indisciplinado es percibido como inherentemente amenazante. En India, el Día de San Valentín se ha vuelto cada vez más popular desde los años 1990. Como feministas, no estábamos particularmente a favor del Día de San Valentín, porque tenemos nuestras reservas en relación con la narrativa del «amor romántico», donde solo un tipo particular de historia de amor se considera una verdadera historia de amor. Por supuesto, debe ser una historia entre un varón y una mujer, y por supuesto, cuando te enamoras, la mayoría de las veces terminas «sucumbiendo» a la persona apropiada: el varón es al menos unos meses mayor que la mujer, al menos un par de centímetros más alto ¡y gana al menos un poco más que ella! Lo importante en el «amor romántico» es que la mujer sea de alguna manera más pequeña, más diminuta en un sentido tierno, mientras que el varón es un adulto. Por eso las feministas por tradición hemos criticado el «amor romántico», que, pese a ser supuestamente incontrolable, siempre termina adecuándose perfectamente al patriarcado.

También criticamos el Día de San Valentín porque se trata menos del «amor» que de vender y de comprar y del mercado, porque en el Día de San Valentín no basta con amar a alguien, hay que comprar algo para demostrarlo: tarjetas, flores, osos de peluche… Cuando el fenómeno empezó a manifestarse en los liberales años 1990, lo criticamos porque parecía el ejemplo perfecto del nuevo consumismo.

Pero muy pronto, la derecha hindú arremetió contra el Día de San Valentín por considerarlo peligroso para los «valores indios», y no solo lo hizo verbalmente, sino también a través de violentos ataques a parejas que coqueteaban en público. Este ataque al Día de San Valentín coincidió con un número creciente de casos en todo el país, incluidas las grandes ciudades, en los que familias separaban violentamente a parejas que habían escogido casarse con personas de castas o religiones diferentes y en los que, en general, uno o ambos miembros de la pareja acababan muertos. Estos asesinatos han sido bautizados como «crímenes de honor» por la prensa británica, pero Pratiksha Baxi sugiere un término más crudo y revelador: «muertes por custodia», debido a que los jóvenes asesinados en estos casos están bajo la custodia de sus propias familias, como si fueran prisioneros2. También vimos el vínculo con la oleada creciente de «suicidios lésbicos», mujeres que se suicidaban dejando cartas en las que escribían que amaban a mujeres particulares sin las cuales no podían vivir, pero de quienes estaban siendo separadas por sus familias. Cada uno de estos episodios de violencia que llega al conocimiento público hacen visibles los crecientes desafíos que afrontan el sistema de castas y las normas comunitarias de adecuación sexual.

B. R. Ambedkar había visto el potencial del matrimonio entre castas para lo que él llamaba «la aniquilación de la casta». En un famoso pasaje publicado por primera vez en 1936, escribió: «En aquellos lugares donde el tejido social está unido por otros lazos, el matrimonio es un asunto ordinario de la vida. Pero donde la sociedad está cortada en pedazos, el matrimonio como una fuerza vinculante se vuelve una cuestión urgente y necesaria. El verdadero remedio para romper las castas es el matrimonio entre castas. Ninguna otra cosa servirá para resolver el problema de la casta» (Ambedkar 1936: 67).

Evidentemente, setenta y cinco años después, los panchayats de las castas siguen compartiendo (y temiendo) el reconocimiento de Ambedkar del potencial disruptivo que el matrimonio entre castas tiene en las identidades de casta. Como feministas, no obstante, podríamos querer relativizar el poder sanador del matrimonio como una «fuerza vinculante» en este proceso, por razones que irán aclarándose a medida que avancemos.

En la segunda década del siglo XXI, el término «crímenes de honor» devino moneda corriente para hablar de los consejos de los tradicionales pueblos multiclanes en la comunidad Jat de Haryana, los khap panchayats, que han ordenado y cometido múltiples asesinatos de parejas que eligieron matrimonios «inapropiados». Estos consejos se distinguen de los sarkari panchayats constituidos bajo el paraguas del Estado y argumentan que tienen mayor legitimidad en la comunidad que estos, lo cual bien podría ser verdad. Los khap panchayats llevan un tiempo exigiendo enmiendas a la Ley de Matrimonio Hindú, como la prohibición de los matrimonios sagotra (entre miembros del mismo clan patrilineal o gotra) y bhaichara (entre miembros del mismo círculo de pueblos). Sumadas a las presiones sociales contra el matrimonio entre castas, estas restricciones combinadas implicarían efectivamente que casi cualquier persona que un varón o una mujer conociera en su infancia y su juventud estaría fuera de los límites permitidos para el amor; de este modo, las decisiones matrimoniales quedarían firmemente en manos de las familias.

Se ha dicho muchas veces que la imagen de los khap panchayats como violentos y dictatoriales es culpa de las élites urbanas educadas en tradiciones británicas que desprecian a los pueblerinos y que las comunidades gobernadas por estos consejos están contentas con ellos. No obstante, es importante destacar que, en última instancia, el desafío a la autoridad de los khaps proviene en primer término de la gente joven del seno de esas comunidades. En efecto, este problema llegó a ojos de las «élites urbanas» solamente a partir de la resistencia rotunda a los dictados de los khap panchayats por parte de los y las jóvenes de estas comunidades, que se exponen al boicot social e incluso a la muerte por amor*.

En resumen, las feministas reconocemos aquello que los sectores conservadores en la India encuentran peligroso en el Día de San Valentín: el potencial subversivo del amor. Un amor que se niega a ser domesticado por las reglas de la casta, la comunidad y la heterosexualidad.

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