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La historia de Moni

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Hay una tolerancia cero para quienes infringen el cuidadosamente producido orden «natural» de la sociedad negándose a adecuarse a las normas de apariencia y conducta. En un pueblo en el oeste de Bengala, hace unos años, a una joven llamada Moni la apalizaron, raparon y desnudaron en público por vestirse y «comportarse como un muchacho». Este estallido de violencia revela el esfuerzo que requiere el mantenimiento del orden social. Es muy fácil desestimar este incidente como la acción de un grupo de pueblerinos incivilizados, pero ¿sería muy distinta la reacción en un lugar completamente opuesto, pongamos por ejemplo, en la oficina principal de una corporación multinacional, si un empleado varón insistiera en usar un sari y un bindi en el trabajo?

Por eso, aunque el horror que Moni tuvo que vivir quizás se sitúe en el extremo de un espectro, lo destacable es que el orden social no despliega una presencia o ausencia absolutas de tolerancia a lo diferente, sino precisamente un espectro de intolerancia. Cada uno de nosotros es responsable en cierta medida de mantener estos protocolos de intolerancia, que no se sostendrían si a título individual dejáramos de realizar nuestra parte. Desde criar hijos «como es debido» hasta corregirlos amorosamente o castigar sus conductas inapropiadas, desde asegurarnos de no romper jamás los protocolos hasta mirar mal o burlarnos de las personas que parecen diferentes, desde realizar intervenciones psiquiátricas y médicas coercitivas hasta aplicar el chantaje emocional y la violencia física: hay todo un rango de pendientes resbaladizas en el que jamás reparamos.

Pero la violencia que Moni afrontó no respondía solo a cuestiones de apariencia y conductas adecuadas al género. Incluía otra dimensión igual de significativa: la ansiedad en torno a la institución del matrimonio, a su mantenimiento y protección. Me refiero al matrimonio «realmente existente», el patriarcal y heterosexual. Sucede que la joven fue torturada no solo porque se había comportado como un muchacho, sino también porque se negó a renunciar a su amistad con una recién casada del pueblo.

La cuestión de qué representa un comportamiento adecuado según el género está entonces inextricablemente vinculada a la sexualidad legítima, orientada a la procreación. O sea, una sexualidad estrictamente vigilada para asegurar la pureza y la continuidad de identidades cruciales, como la casta, la raza y la religión. El deseo no heterosexual amenaza la continuidad de estas identidades porque no es directamente procreativo desde un punto de vista biológico, y si las personas no heterosexuales tienen hijos por otros medios, como intervenciones tecnológicas o la adopción, entonces la pureza de esas identidades se ve amenazada. Por supuesto, incluso el deseo heterosexual y potencialmente procreativo se considera una amenaza cuando se niega a fluir en las direcciones legítimas; de ahí la violencia desatada contra quienes se enamoran de personas de la casta o la religión incorrecta.

La institución encargada de esta vigilancia de la sexualidad es la familia patriarcal y heterosexual. La familia tal como existe hoy es el núcleo que sostiene el orden social.

Este orden social reconoce, con acierto, que el deseo no heterosexual y el desafío de las expectativas de apariencia «adecuada» a un género son, de hecho, señales de una negativa a participar en el negocio de reproducir la sociedad con todas sus identidades existentes intactas. Se dijo que Moni tenía dieciséis años, pero era tan pequeña y delgada que «aparenta(ba) unos doce», según un periodista que estuvo en el pueblo. ¿Cómo escapó Moni a la fuerza inquebrantable de esos protocolos que la mayoría de nosotras parece haber interiorizado tan mansamente? Por lo visto, la estructura construida por esos protocolos, que se presenta como tan «natural», incuestionable e inmutable, es más endeble de lo que parece. Hay fisuras, hay filtraciones; sus bordes son porosos y vulnerables. Hay muchas, muchas más Monis, quizás incluso dentro de nosotras mismas. Es precisamente porque la estructura es tan frágil que tuvo que movilizarse una fuerza así de enorme contra la resistencia de una niña pequeña y delgada.

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