Читать книгу Ver como feminista - Nivedita Menon - Страница 11
La división sexual del trabajo
ОглавлениеPero, aceptémoslo, una vez que el amor se encaja suavemente en la institución del matrimonio, se trata de un matrimonio como cualquier otro. Mis amistades y yo hemos intercambiado muchas anécdotas sobre la extraña experiencia de encontrarnos defendiendo los matrimonios arreglados en conversaciones con gente occidental, bienintencionada pero ingenua, que nos pregunta en un tono horrorizado: ¿todavía existe el matrimonio arreglado en la India? Un matrimonio es un matrimonio, les decimos. ¿Cuántas personas en Occidente se enamoran «perdidamente» (es decir, de forma inevitable, en oposición a los rígidos controles de los matrimonios arreglados) de alguien a quien sus padres jamás habrían visto con buenos ojos? ¿Y tan diferente es el comportamiento del matrimonio resultante con el tiempo?
Uno de los rasgos definitorios de esta institución es la división sexual del trabajo. Las mujeres son responsables del trabajo doméstico, es decir, de la reproducción de la fuerza de trabajo. Todo aquello que es necesario para que las personas puedan hacer sus trabajos día tras día (comida, casas limpias, ropa limpia, descanso) lo proveen las mujeres. Se espera de la mujer de la casa que o bien realice estas tareas por sí misma o bien sea responsable de asegurarse de que una mujer más pobre las realice por un salario bajo. En cualquier caso, se considera que el trabajo doméstico es una responsabilidad principalmente femenina incluso si, como suele ser el caso, la mujer también realiza un trabajo asalariado fuera del hogar.
No hay nada «natural» en la división sexual del trabajo. El hecho de que varones y mujeres realicen distintos tipos de trabajo, tanto en el seno de la familia como fuera de ella, tiene poco que ver con la biología. Solo el proceso concreto del embarazo es biológico; todo el resto del trabajo que debe hacer una mujer en el interior del hogar (cocinar, limpiar, cuidar de los hijos, todo eso que se consideran «tareas domésticas») puede realizarlo igual de bien un varón; sin embargo se considera «trabajo femenino». Esta división sexual del trabajo se extiende incluso al ámbito «público» del trabajo asalariado y, otra vez, esto no tiene nada que ver con el «sexo» (la biología) y tiene en cambio todo que ver con el «género» (la cultura). Ciertos tipos de trabajo son considerados «trabajos de mujeres» y otros, trabajos de varones pero lo más importante es que cualquier trabajo de mujer se valora menos y recibe una remuneración inferior respecto de los trabajos de varones. Por ejemplo, la enfermería y la docencia (en especial en los niveles educativos más bajos) son profesiones predominantemente femeninas y, además, están comparativamente mal pagadas en relación con otros trabajos profesionales que suelen ejercer las clases medias. Las feministas señalan que esta «feminización» de la docencia y la enfermería aparece porque estos trabajos se conciben como extensiones del trabajo de cuidado que las mujeres realizan en el hogar.
Al mismo tiempo, una vez que el «trabajo femenino» se profesionaliza, los varones prácticamente lo monopolizan. Por ejemplo, los chefs profesionales son todavía mayoritariamente varones, tanto en Nueva Delhi como en Nueva York. La razón es clara: la división sexual del trabajo garantiza que las mujeres siempre deban terminar priorizando el trabajo doméstico no remunerado frente al trabajo asalariado.
El hecho es que lo que subyace a la división sexual del trabajo no es una diferencia biológica «natural», sino una serie de supuestos ideológicos. De manera que, por una parte, se supone que las mujeres carecen de fuerza física y no son aptas para trabajos pesados, pero, tanto en la casa como fuera de ella, hacen los trabajos más pesados (cargar agua y leña, moler maíz, trasplantar plántulas de arroz, transportar cargas en la cabeza para minas y construcciones). Pero al mismo tiempo, cuando el trabajo manual que hacen las mujeres logra mecanizarse, y así volverse más ligero y mejor pagado, son los varones quienes reciben la formación para usar la nueva maquinaria, y se deja fuera a las mujeres. Esto sucede no solo en las fábricas, sino incluso cuando se trata de trabajos que por tradición realizaban las mujeres en el seno de una comunidad; por ejemplo, cuando los molinos eléctricos de harina reemplazan la molienda manual de granos o cuando las redes de pesca industriales de nailon reemplazan a las tradicionales que tejían a mano las mujeres, son los varones quienes reciben formación para ocupar estos empleos, mientras que las mujeres se ven forzadas a desempeñar trabajos manuales aún más extenuantes y peor pagados que los que tenían antes.
La Equal Remuneration Act (Ley de Igualdad Salarial) se aprobó en 1976, pero las mujeres siguen recibiendo un sueldo inferior al que cobran los varones por el mismo trabajo. Una de las maneras en que los empresarios se las arreglan para hacer esto a pesar de la ley es segregando a varones y mujeres en partes diferentes del proceso de trabajo, y pagando luego una cantidad de dinero inferior por el trabajo que hacen las mujeres. Ello les permite argumentar que no se trata de que las «mujeres» cobren menos que los «varones», sino de que un tipo de trabajo se pague menos que otro, aunque ese trabajo no sea menos extenuante físicamente ni esté menos cualificado que el que se les da a los varones.
El trabajo no remunerado que realizan las mujeres incluye la recolección de combustible, forraje y agua, la cría de animales, el procesamiento de cultivos cosechados, el mantenimiento del ganado, el cuidado de huertos y la cría de aves de corral para aumentar los recursos familiares. Si las mujeres no hicieran este trabajo, los productos aquí listados tendrían que adquirirse en el mercado y los servicios mencionados deberían abonarse a trabajadores o trabajadoras asalariados, o bien la familia tendría que vivir sin ellos. Sin embargo, los roles de género están tan naturalizados que el censo indio no reconoció estas tareas como «trabajo» durante mucho tiempo, dado que no se realizan a cambio de un salario, sino que se trata de trabajo no remunerado llevado a cabo en el hogar. Las mujeres mismas tienden a no dar cuenta de estos trabajos porque los ven como parte de sus responsabilidades «domésticas». Incluso cuando sus actividades generan ingresos, pueden pasar desapercibidas si están mezcladas entre medio de otras tareas domésticas (Krishna Raj 1990; Krishna Raj y Patel 1982). De este modo, el trabajo de las mujeres se invisibiliza. Como resultado de la presión persistente de las economistas feministas, en el censo de 1991 se modificó por primera vez la pregunta «¿Realizó usted algún tipo de trabajo durante el año pasado?». A la formulación original se le agregó la frase «incluyendo trabajo no remunerado en una granja o empresa familiar», permitiendo así que este trabajo se hiciera visible para el Estado. Las feministas cuyas intervenciones hicieron posibles estos cambios creen que cuanto más precisa sea la información que el Estado obtiene sobre los tipos de trabajo que realizan las mujeres, mejor organizadas estarán las políticas estatales de reducción de la pobreza, generación de empleo, etcétera.
La división sexual del trabajo tiene consecuencias serias para el rol de las mujeres como ciudadanas, porque los horizontes de una mujer están limitados por esta supuesta responsabilidad «principal». Sea en la carrera profesional que elijan o en lo que respecta a su participación política (en sindicatos o en elecciones), las mujeres aprenden desde muy pequeñas a limitar sus ambiciones. Esta autolimitación es lo que produce el denominado «techo de cristal», ese nivel profesional que rara vez logran superar las mujeres; o lo que se conoce como el «mommy track» (el «camino de la mami»), esa ruta laboral ascendente que es más lenta en el caso de las mujeres porque pasan algunos de los años más productivos de sus vidas profesionales cuidando de sus hijos. El supuesto de que la ocupación principal de las mujeres es la maternidad también orienta la política pública: los gobiernos de Francia, Alemania y Hungría otorgan a las mujeres tres años de baja de maternidad con la esperanza de mejorar sus tasas de natalidad. En 2008, el Gobierno indio alargó la baja de maternidad de sus empleadas a seis meses, además de instituir para ellas una baja remunerada de dos años (que puede ser utilizada en cualquier momento) para cuidar de sus hijos pequeños. Esta medida, según informaba un periódico, «pondría verdes de envidia a las mujeres de India Inc.». Es decir, que las mujeres empleadas en el sector privado matarían por tener el mismo privilegio del que ahora gozaban las mujeres del sector público: el privilegio de renunciar al progreso de sus carreras profesionales. En medio de todo esto, a veces resulta difícil recordar que la mayoría de las veces los niños tienen dos padres y que la crianza no es responsabilidad exclusiva de uno solo de ellos. Una madre soltera no debería verse obligada a tomar la difícil decisión de congelar su carrera para criar a sus hijos, mientras varones más jóvenes se le adelantan porque sus responsabilidades de crianza están completamente cubiertas por sus esposas.
No quiero decir con ello que las tareas domésticas y la crianza sean irrelevantes y aburridas, sino más bien que tanto los aspectos positivos y creativos de estas tareas como aquellos más arduos deben ser compartidos de forma equitativa por varones y mujeres.
La segregación del trabajo por sexo es clave no solo para el mantenimiento de la familia sino también de la economía, que se derrumbaría como un castillo de naipes si el trabajo doméstico tuviera que ser remunerado, sea por el marido o por un empresario. Planteémonoslo así: el empresario paga a sus empleados por las tareas que desempeñan en su lugar de trabajo. Pero para que sus empleados puedan regresar a su lugar de trabajo cada mañana dependen de que alguien más (o, en el caso de la mujer, ella misma) realice toda una serie de tareas por las que el empresario no paga (cocinar, limpiar, llevar adelante una casa). Cuando lo que tenemos es una estructura completa de trabajo no remunerado sosteniendo la economía, la división sexual del trabajo no puede considerarse un asunto doméstico y privado; es lo que mantiene la economía en funcionamiento. Si mañana todas las mujeres reclamaran una remuneración por este trabajo que hacen, o bien los maridos tendrían que pagarles o bien los empresarios tendrían que pagarles a sus maridos. Y la economía se haría pedazos. El sistema entero funciona sobre el supuesto de que las mujeres realizan el trabajo doméstico por amor.
Hubo un momento en la historia del feminismo en el que se impulsó la demanda de salarios para el trabajo doméstico. En el Reino Unido en la década de 1970 esta demanda fue una potente herramienta retórica, porque obligó a reconocer que el trabajo doméstico que hacen las mujeres tiene un valor económico. Pero muchas feministas sienten que esta demanda deja intacta la división sexual del trabajo; de hecho, medidas como la baja por maternidad de tres años pueden ser vistas como una forma de «salario por maternidad», pero, como hemos visto, encasillan a las mujeres de modo aún más rígido en el considerado «trabajo femenino».
En 2010, un fallo significativo del Tribunal Supremo de la India se pronunció sobre el valor del trabajo doméstico realizado por las mujeres. Una ama de casa murió en un accidente de tráfico y su marido reclamó compensación. Un tribunal le concedió una suma, calculando los ingresos de una mujer desempleada en un tercio de los ingresos de su marido. El marido apeló al Tribunal Supremo buscando mejorar la suma. En su fallo, el Tribunal Supremo aumentó la cantidad en un grado considerable y sostuvo, además, que entender el trabajo doméstico de las mujeres como desprovisto de valor económico evidenciaba un sesgo de género. Los jueces sugirieron que no solo convendría modificar la ley aplicable en este caso particular (la Motor Vehicles Act o Ley de Vehículos Motorizados), sino también muchas otras, y que la cuestión del valor del trabajo de las mujeres debía ser abordada por el Parlamento (Gunu 2010).
Es importante recordar el contexto de esta sentencia emblemática sobre el valor del trabajo doméstico de las mujeres. Estuvo ocasionada por la muerte de una esposa y trató la cuestión de la compensación económica debida a la familia del marido por la pérdida de la persona que había realizado ese trabajo. ¿Sería concebible un fallo similar si una mujer viva reclamara a su marido ante los tribunales una compensación económica por su trabajo? Tengo mis dudas. Así y todo, incluso si fuera concebible ese fallo, yo, como algunas feministas durante el movimiento que reclamaba un salario por las tareas domésticas, tendría mis reservas acerca de la reprivatización de la división sexual del trabajo, en la que el marido se convierte en el patrón y la mujer en la empleada.
El trabajo doméstico tiene una dimensión social ineludible pero invisible que debe ser reconocida. Esta dimensión deviene visible solamente cuando consideramos a aquellas que realizan este trabajo a cambio de un salario: las empleadas domésticas.