Читать книгу La Fantasma - Nuri Abramowicz - Страница 7
UNO
Оглавление—Arrancá con lo que quedamos: el respeto.
Hablo por el micrófono en un tono bajísimo, solo puede oírme el que se plante al lado mío y quiera escuchar. El único que da vueltas alrededor es Guido, el productor general. Lo que digo le llega por cucaracha a Daiana Ramallo, a la que veo a través del monitor que tengo adelante. Estoy sentada frente a las imágenes de todos los panelistas que están en el piso. El director molesta a los camarógrafos, les enfoca el culo o el bulto y se ríe junto con el operador de video. Alguien me señala, haciéndoles notar mi presencia. Ahogan sus risas y comentarios y vuelven a sus roles. Me acomodo, apoyo los codos en un escritorio largo y compruebo que haya la suficiente distancia con los otros dos guionistas, que a su vez están atentos a sus respectivos panelistas.
Son seis panelistas. Daiana Ramallo, joven, rubia de pelo planchado, botox en la frente y ortodoncia invisible. Simpática, moderna, conservadora. Yo sigo a Daiana. La otra, Lola, es morocha, de labios rojos, pelo ondulado y cejas esculpidas. Más guarra, no usa guionistas. Las dos están muy producidas y son muy sexys. Los hombres, camisa clara, saco y pantalón oscuros, no son sexys ni jóvenes.
—Para mí, insultar siempre está mal, seas hombre o seas mujer. —Daiana acompaña con gesto de desaprobación—. El respeto es básico, chicos.
—Decile que el sentido común también.
Facundo, el guionista que está sentado al lado mío habla bien alto, deja claro que él es el cerebro detrás de su panelista, Mariano Marconi.
—El sentido común también es básico, Daiana. —Mariano Marconi es veloz—. Si va vestida así, tiene que saber que va a provocar una reacción.
—Decile que justifica las groserías. Y que son machistas.
Estoy en una lucha cuerpo a cuerpo con Facundo. Me concentro en el monitor que me muestra a Daiana y me acomodo en la silla: se me durmió la pierna.
—A ningún hombre le hubieran dicho esas cosas. — Daiana mira la cámara y pone trompita sensual—. Se equivocaron todos, es un papelón. Estaban en el congreso, no en un boliche.
Los panelistas hombres siguen opinando sobre el vestuario de la diputada. Yo estoy atenta a Daiana. El productor general da la orden de ir cerrando.
—Convengamos en que a la diputada Fernández siempre le gusta asumir una postura provocadora. —Germán, el conductor, asume una falsa neutralidad—. Es el congreso, no un cabaret.
Facundo se acomoda en el respaldo, sonriendo. Guido se para detrás de los guionistas y anuncia el cierre:
—Daiana, Mariano y Germán, en ese orden.
—Bueno, —Daiana, siempre en tono conciliador, comienza a despedirse—: a lo mejor se equivocó al elegir la ropa, pero esa no es razón para que nadie la insulte o la trate de…
—¡Si la diputada quiere salir en los diarios, que se ponga las plumas!
Facundo está exultante: seguramente el panelista Mariano Marconi será levantado en todos los programas de la noche y del día siguiente.
Germán cierra el bloque vendiendo un tratamiento para combatir la celulitis, mientras los tres guionistas nos sacamos los auriculares. Yo salgo del control, me estoy ahogando ahí adentro y me duelen los huesos.
Dejé de fumar hace años, sin embargo, cuando estoy sola, me siento libre de hacerlo sin ningún problema. Para la mayoría de la gente esto puede sonar contradictorio, por eso fumar es una actividad que hago en privado.
Estoy en eso, encendiendo el pucho en el patio sin plantas, cuando Guido sale y se acerca pidiéndome fuego.
—Queda un bloque y terminamos, ¿te quedás, no?
—¿Da lo mismo que me vaya?
Sonrío tranquila mientras disfruto de sacar el humo de a poco.
—Uh, te ofendiste.
Guido me mira, no me doy cuenta si quiere tirarse un lance o está aburrido. O quizás porque está aburrido piensa en sexo. O quizás pensar en sexo cuando no sé en qué otra cosa pensar sea algo que me pasa nada más que a mí.
—¿Vivís sola?
Ah, quiere sexo.
—No, desde hace cuatro años con mi novio. Alquilamos un dos ambientes en un barrio sobrevalorado, como nuestra relación.
La comparación estuvo de más, pero a él le causa gracia.
—Tengo algo para ofrecerte, nada importante, no te ilusiones.
—¿Trabajo?
—¿Querés otra cosa? —Guido se ríe—. Igual no sé si lo que voy a ofrecerte está bueno o es un clavo.
Yo siempre me ilusiono cuando me ofrecen un trabajo nuevo, pienso que puede ser el trabajo que me cambie la vida.
—Aníbal, el gerente del canal, quiere probar algo diferente para el cierre del día. Parece que fue con su mujer, o su mujer es amiga, o hizo un curso…no me quedó claro. La cuestión es que hay un astrólogo. Un tipo que Aníbal piensa que puede pegar bien. Yo todavía no lo conocí, pero bueno, viste cómo son los laburos de verano…
Con este comentario Guido me estaba diciendo varias cosas al mismo tiempo: que había aceptado el trabajo porque no tenía opción, que le parecía un capricho del gerente de programación y que, además de estas dos cosas, estaba con miedo de quemarse, que las cosas salieran mal y ganarse una mancha en su trayectoria.
—¿Y qué pasa con el astrólogo?
Apago el cigarrillo, levanto la colilla y lo sostengo entre el pulgar y el índice para tirarlo dentro de un tacho de basura cuando vuelva al control.
—El tipo habla tres minutos del horóscopo, el tarot, la borra del café, qué sé yo, esas cosas. Después hay una sección de mails o tweets de la gente. Vos tendrías que armar el guión de todo.
Me quedo mirándolo un instante. Pienso. Guido quizás supone que estoy debatiéndome sobre qué contestarle, pero lo que quiero terminar de descubrir es si estoy para fumarme otro o no. Como Guido me sigue mirando me inhibo y decido dejarlo para después.
—¿Qué me decís?
—Que no sé nada de astrología.
Saco el celofán del cartón de cigarrillos y pongo la colilla ahí. Debo tener la mano apestosa de olor. Quiero irme a lavar ya.
—En principio, si vas a aceptar el trabajo, no tenés por qué andar diciéndolo a los cuatro vientos, ¿no? Además, Aníbal quiere encarar todo este tema desde otro lugar, una mirada fresca puede venir muy bien.
—No sé desde dónde podría ser… nunca me tiraron las cartas ni me hicieron el horóscopo. Lo que leo en las revistas me aburre y la gente que cree en esas cosas me deprime.
Guido se ríe, yo también. Nos miramos. Hace tres temporadas que trabajamos juntos. Antes, apenas Francisco fue nombrado Papa, hicimos un programa: Santos y Beatos en América Latina, y antes de eso Crimen a la carta, en donde a partir de causas judiciales abandonadas en los juzgados reconstruíamos la historia previa a los asesinatos. Ahora estábamos con este magazine de actualidad que tenía los días contados: el veinte de diciembre, ya tenían la telenovela turca que lo remplazaría.
—Sos perfecta para el laburo, Mumi.
Es la primera vez que me dice Mumi y no Amanda, se nota que muere de ganas de que le diga que sí y sacarse un problema de encima. No estoy convencida, pero tengo como principio de vida nunca rechazar un trabajo.
—Se te mantiene el sueldo que estás cobrando ahora.
—Quiero cobrar lo mismo que le pagan a Facundo. Lo estoy pidiendo desde hace meses.
—Lo puedo plantear a ver qué me dicen, sabés que no depende de mí.
Guido miente. Sabe que yo sé que tiene el poder suficiente para pelear el sueldo de alguien de su equipo. El problema es que también tiene el poder para darse cuenta de que conmigo la tiene fácil. Va a apelar a los argumentos más básicos para que acepte pronto y el tema del dinero se diluya en el aire.
—Más allá de la guita, te recuerdo que tener trabajo en verano es una gran cosa, vos sabés que el verano es la muerte.
Acá está: lanzó la frase clave.
Vinieron a mi memoria las últimas veces que Ramiro y yo nos tomamos vacaciones. Hace dos años tuvimos un año muy esforzado: trabajamos mucho y decidimos hacer unos arreglos en el departamento. Fue una temporada especialmente húmeda y lo que iba a estar listo a las dos semanas se complicó y terminó llevándonos cuatro meses. Estábamos tan cansados y fastidiados, tan al borde de la separación que, en diciembre, Ramiro me propuso ir a la playa. Tenía ahorros y, antes de irnos, cerré un par de trabajos que me aseguraban un verano con plata, que para mí es el equivalente a tranquilidad emocional. Conseguimos por internet una casita de vidrio y madera en medio de un bosque, en Atlántida. Ramiro no estaba muy convencido, decía que prefería un departamento en el centro, pero yo siempre había soñado con la experiencia de vivir en medio de la naturaleza. La influencia de la corriente de El Niño hizo que ése año lloviera sin parar. La casa se nos llenó de bichos y animales que entraban buscando refugio. Internet nunca funcionó y, para poder trabajar, tenía que irme caminando todas las mañanas bajo la lluvia —porque sacar el auto con la arena empapada era suicida— a uno de los dos bares del pueblo. Me quedaba hasta pasado el mediodía y cuando volvía, siempre bajo la lluvia torrencial, lo encontraba a Ramiro tratando de sacar los pajaritos que habían entrado. Después del cuarto día, directamente lo encontraba fumando porro, viendo por enésima vez los DVD de Friends que había en la casa y con dos o tres pajaritos revoloteando a su alrededor. Al octavo día nos dimos cuenta de que si no volvíamos a nuestro departamento en la ciudad, nos matábamos. Ya en la ruta de regreso, el cielo se abrió y el sol nos mostró su fuerza y esplendor, como si se cagara de risa de las vacaciones de mierda que habíamos tenido.
Instalados de nuevo en la capital y en un intento para olvidar todas las frustraciones, Ramiro apareció un día con una perrita en brazos.
—No es de raza, pero mirá qué simpática.
La perrita se quedó con nosotros y cuidarla nos unió porque se transformó en nuestro objetivo en común. Bishú trajo un espejismo de prosperidad: mi trabajo fluía, cuando Ramiro llegaba a casa y ella iba a recibirlo, él automáticamente sonreía. A veces me convencía de salir los tres, y caminábamos por el barrio hasta algún bar con mesitas en la calle y tomábamos algo. Fueron días en los que recuperé algo de esa fe ciega que se necesita para creer en el amor. Entregados a un renovado optimismo, pero todavía recuperándonos de los golpes de las últimas vacaciones, empezamos a pensar en hacernos una escapada a algún lugar en el verano. Yo hacía un tiempo estaba dándole vueltas a la idea de dejar los anticonceptivos, aunque todavía no había mencionado el tema.
—Sería lindo, —Ramiro estaba entusiasmado—: pensá en la cara de Bishú cuando conozca el mar…
Mis suegros tienen una casita en la playa y Ramiro se las pidió prestada para los últimos diez días de febrero, una época en la que, en general, la costa empieza a vaciarse. Un mes antes de irnos empezamos a mirar el pronóstico del tiempo varias veces por día. Todo indicaba que pasaríamos unos días de sol con un poco de viento, algo bastante común en el mar del sur de Buenos Aires. A los dos nos costaba vencer el miedo de irnos otra vez a la playa. Barajamos las sierras de Córdoba, pero nos venía genial la casita porque podíamos llevar a Bishú sin problemas y nos ahorrábamos el hospedaje. “Vamos a llevarte al mar y te va a encantar”. Como si entendiera lo que Ramiro le decía, Bishú escuchaba la palabra “mar”, ladraba y movía la cola. La semana anterior a irnos hice las compras de provisiones, bajé películas y series para ver a la noche y lavé la ropa que nos llevaríamos. Puse mucha ilusión y esmero en el armado de la valija y cada prenda que guardaba venía acompañada de la fantasía sobre la pasión con la que nos desvestiríamos.
En un bolso metí una asadera, una batidora y un especiero. Yo jamás cocinaba nada más elaborado que fideos o arroz, pero estaba en plena transformación: conseguiría armar deliciosas cenas que compartiríamos a la luz de las velas.
—Es ridículo, Amanda, ese chaleco flotador. Eso es para bebés, no para perros.
—Imaginate que justo la agarra una ola, ella que no sabe nadar. Si tiene el chaleco queda flotando y yo puedo meterme y sacarla.
Por suerte Ramiro no insistió en demostrarme que estaba equivocada y no juzgó mi amor loco y paranoico hacia la perra.
Salimos cuando todavía era de noche, para ver el amanecer en la ruta. Llené el termo de agua y cebaba mates mientras él manejaba. Bishú miraba por la ventana del asiento de atrás. Paramos en Atalaya, comimos medialunas y volvimos a cargar el termo. Estábamos eufóricos, nos reíamos acordándonos de la mala suerte que tuvimos en Atlántida. Cuarenta kilómetros antes de llegar, a Ramiro le entró un mensaje. Como él manejaba, se lo leí yo.
—Es de tu mamá: “Estamos con papá, Romina, Antonio y la gordita. Los esperamos con un asado. ¡Besos!”
Nos miramos estupefactos.
—¿Tus viejos y tu hermana con la familia están ahí y no te avisaron antes?
—Estoy tan sorprendido como vos.
La gente que sufre un accidente, cuando lo cuenta, coincide en lo bestial que es el shock de pasar del estado de bienestar al otro. A nosotros el impacto nos dejó mudos el resto del viaje. Bishú estaba ahora sobre mi regazo y cuando bajé la ventana para dejar que entrara el aire y me ventilara un poco la mente, sacó la cabeza. Ella estaba feliz, yo quería tirarme a la autopista.
Llegamos a media mañana con un sol que lastimaba. La familia de Ramiro nos recibió con sonrisas, abrazos y besos.
—¡Qué suerte que vinieron! Ahora sí estamos todos.
Mi suegra me dio un abrazo, mi suegro me palmeó en la espalda y mi cuñada le hizo una seña a su marido para que trajera un par de sillas y nos uniéramos a la mesa de vermut.
Ramiro y yo intercambiamos miradas, mientras nos traían una lista con turnos para bañarse y cocinar y posibles torneos de póker y Burako.
—Después vemos todo esto, mamá, estamos agotados, arrancamos antes de que amaneciera.
—¡Claro! Acomódense en la habitación amarilla.
La habitación amarilla era la que usaban Ramiro y su hermana cuando eran chicos, antes de construir el altillo que tenía cama matrimonial, la que ahora ocupaban mi cuñada, su marido y la gordita. La habitación amarilla tenía una cama marinera y otra de una plaza.
—Vení, ayudame a poner esta cama al lado de aquella así dormimos juntos.
Ramiro arrastraba la cama de una plaza hacia la marinera mientras yo, petrificada, miraba el acolchado de florcitas naranjas y rosadas.
—¡Dale, Mumi, no puedo solo!
—Vámonos a un hotel, no voy a aguantar diez días acá.
—¿Con qué plata?
Ramiro me miraba como si estuviera delirando.
—Con la que tenemos. Nos alcanza para la mitad del tiempo, pero vale la pena.
—¿En qué hotel nos van a aceptar a la perra?
Bishú estaba rasqueteando la puerta con las patas del lado de afuera para que la dejáramos entrar y yo hablaba en susurros enérgicos.
—No sé, a lo mejor encontramos un apart.
—¿Sabés cuánto cuesta un apart? Ya está, hicimos todo este viaje.
—Justamente. Hicimos todo este viaje para tener unas vacaciones juntos, los tres. Si sabíamos que tu familia se instalaría…
Me abrazó, más para ahogar mi protesta que para demostrarme su afecto.
—Las cosas no salen siempre como las planeamos, pero lo importante es la onda que le pongamos, ¿o no?
No estaba dispuesta a ceder tan fácilmente a todo lo que tenía planeado: unas vacaciones románticas antes de tener un hijo.
—Ellos sabían que nosotros estaríamos acá, ¿no podían venir en otro momento?
—Basta Amanda. —Finalmente le rompí las pelotas—. La casa es de ellos y tienen derecho a usarla cuándo y cómo quieran. Si querés volverte, te acompaño a la terminal. Si te quedás, poné buena onda y cambiá la cara.
Me quedé. Fueron diez días de sol radiante, mate con facturas a la tarde, asados a la noche, películas con Ricardo Darín y Anthony Hopkins, conversaciones sobre fútbol y chismes. Caminé mucho con Bishú por la orilla del mar, no tuve la necesidad de ponerle el chaleco salvavidas porque no se animó a mojarse mucho más que las patas. Eso sí, lo de coger a la luz de las velas quedó pendiente.
—Sí, me interesa el trabajo.
Miré a Guido con total seguridad.
—Perfecto. Armo una reunión con Miseria para el miércoles, ¿te parece?
—¿Miseria?
—El astrólogo. Se llama así.