Читать книгу La Fantasma - Nuri Abramowicz - Страница 9

TRES

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Todos los meses le paso plata a mamá. Se la doy en mano, no quiere transferencias bancarias. Mamá está convencida de que la AFIP vigila cada uno de los movimientos de su cuenta para multarla. Ella tiene un par de cocheras y un departamento que le aseguran una renta mensual, yo si no facturo no tengo dónde caer muerta; ella no trabaja desde hace años, yo desde los dieciséis tuve que arreglármelas sola; ella vive en un departamento de cuatro ambientes, aunque aproveche menos de la mitad del espacio, yo alquilo un dos ambientes interno. Así y todo, le paso plata todos los meses. En mano.

Me abrí camino para entrar al cajero automático pasando por encima de un tipo que dormía sobre cartones, justo en la entrada. Retiré diez mil pesos y fui hasta la parada del colectivo tratando de recordar qué fue lo que me dijo Guido. Creo que quedamos en que me llamaba en estos días o yo a él, no sé. Sentí la vibración en la cintura, saqué el teléfono segura de que Guido me llamaba para pedirme perdón de rodillas por el infierno de recién. Era mamá; quise ignorarla pero me di cuenta de eso tarde, cuando la escuché hablar.

—Qué hacés, nena, dónde estás.

Mamá grita cuando habla por teléfono porque dice que con el ruido de fondo no oye.

—Mamá, cómo te va.

—Te llamé dos veces y no me contestabas.

—Acabo de salir de una reunión de trabajo.

—Ah. Oíme, ¿cómo hago para bloquear a alguien de Facebook sin que se dé cuenta?

—Le ponés acceso restringido, pero se va a dar cuenta porque no va a poder ver tus fotos ni lo que posteás.

—No me importa. No quiero tener a Nélida chusmeando mi vida, se la pasa mirando mis fotos para después criticarme. Bastante con tenerla de cuñada. ¿Venís?

La familia política: ese oscuro espejo que nos refleja.

Le corté sin contestarle, pensé que el colectivo que doblaba en la esquina era el mío y tenía que apurarme en subir, pero me equivoqué. De todas maneras mamá no se haría problema. A las personas prepotentes no les molesta que les devuelvan con la misma moneda.

Allí, esperando, la calle seguía siendo un horno, pero a mí ya no me importaba, se me había atrofiado el termostato interno, además del estado de ánimo, la autoestima y la confianza en la vida. La única certeza que tenía era que la ciudad se afeaba a la velocidad de la luz. ¿Cuándo fue que taparon los adoquines centenarios con petróleo en forma de asfalto? ¿Por qué nadie protestó cuando en todos los barrios demolían las casas que ayudaban a que el aire circulara más limpio y fluido y las reemplazaron por estos edificios berretas? ¿En qué momento se nos hizo habitual que familias enteras buscaran comida adentro de tachos de basura? Recordaba que las cosas alguna vez habían sido diferentes, pero el recuerdo se me volvía cada vez más vago. Atardecía, el cielo estaba anaranjado y abajo, en la calle, se sentía clima de incendio.

Abrí la puerta del departamento y el olor a veneno se metió directo en mi garganta. Mamá, obsesionada con los insectos, no deja pasar un día sin rociar algún ambiente. Es metódica y prolija, tiene un calendario pegado con imanes en la heladera: lunes, cucarachas; martes, hormigas; miércoles, ácaros; jueves, pececillos de plata; viernes, polillas; sábado, cucarachas de nuevo; domingo, palo santo en toda la casa para mantener afuera la mala onda.

Mientras caminaba hacia el escritorio, su lugar favorito desde que descubrió las redes sociales, iba apagando las luces del living, el baño, el pasillo y la cocina. Me deprimen las casas oscuras, son de viejo, dice mamá cada vez que le hago notar que está derrochando energía. Si ella pagara la factura de luz, sería capaz de iluminar el departamento con velas y decirme que lo hace porque es más chic. En la cocina, casi como un acto reflejo, abrí la heladera: dos potes de yogur descremado y algunos tomates. Apagué la televisión encendida a un volumen perjudicial para la cordura y ahí mamá se dio cuenta de que no estaba sola.

—¡Nena! Estoy acá.

La encontré tal como imaginé, sentada frente a la computadora, maquillada como si estuviera por salir, comiendo naranjitas disecadas. Me vi a mí misma dentro de treinta años y, con solo pensarlo, el mundo se me volvió un lugar un poco más hostil. Ella giró la cabeza y me señaló la pantalla.

—Mirá la hija de Perla, ganó un premio y se fue a recibirlo a Miami. ¿Podés creer? Ya está, no tiene de qué preocuparse esa, con lo mosquita muerta que fue siempre.

—Son las fotos de las redes, mamá, no va a subir fotos en donde se la vea agobiada con su vida.

—Y menos si vive una vida de reina, ¿no?

Me miró un instante y volvió a mirar la pantalla, moviendo el cursor para seguir viendo imágenes de hoteles de lujo, piletas de natación inmensas y gente brindando.

No tenía sentido contestarle.

—El sábado hay un baby shower en lo de Carina, ¿vas a ir o no te invitó?

—Sí, me invitó, ¿cómo te enteraste?

—Por el instagram de Susana. Subió unas fotos cómicas envolviendo ropita de beba para regalarle. —Su gesto se tiñó de un matiz sufrido—. No creas que no me da envidia que tenga a su segundo nieto y yo acá, en la nada.

Pensé en asesinarla, pero seguro me daría vuelta las cosas y conseguiría usar mi propia fuerza para matarme.

—Te traje diez mil pesos, ¿dónde te los dejo?

—Dámelos. —Estiró la mano con la que no sujetaba el celular—. Diez no me va a durar nada, ¿sabés, no?

Hace años que no escucho a mamá decir la palabra gracias.

—¿Qué pasa con la pensión y jubilación? ¿La estás cobrando, no?

Ahora venía la parte en la que me trataba de tarada.

—¿En qué país vivís? ¿Vos sabés lo que cuesta la vida? ¿O me vas a decir que el vago que tenés al lado hace las compras de supermercado y vos ni te enterás de los precios? Vení que te preparo algo, ¿querés un caldito light, unas galletas de arroz, gelatina?

Caminaba siguiéndola mientras volvía a encender todas las luces que encontraba a su paso. En las paredes estaban los retratos de mi hermano mayor de bebé, de adolescente, del día en el que se recibió, y finalmente una con sus dos hijos rubios y su mujer, que para que entrara en el marco que mamá eligió, optó por dejarle el brazo izquierdo y parte de la pierna afuera. Mi hermano me lleva diez años y vive en Alberta, Canadá. Se fue poco después de la muerte de papá. Mamá viajó algunas veces a visitarlo, pero ya no quiere ir más. “Muchas horas de avión me sacan várices”. Además, dice que allá se siente sola porque sus nietos no hablan castellano. Lo critica a mi hermano por no haberles enseñado y ni se le ocurre la idea de que justamente lo hizo a propósito, para que los lazos con Argentina fueran lo más débiles posibles. Si me obligaran a pensar algún recuerdo feliz con él, algún momento aunque sea breve como una tarde, en el que me haya manifestado afecto, no encuentro ninguno. Ahora que somos dos adultos tenemos una comunicación más fluida: él me deposita todos los meses en mi cuenta su parte para pagar los gastos de mamá que, desde su ACV hace años, evita actividades en las que se sienta presionada. Los médicos no saben qué causó el accidente cerebro vascular, pero sin dudas —coincidieron todos— el factor estrés podría ser de gran influencia. A partir de ahí, mamá se cuidó de no salir nunca más de su zona de confort.

—¿De dónde sacaste estas revistas?

Sobre la mesa de la cocina había varias revistas de decoración, chismes, catálogos de cosméticos naturales, terapias alternativas.

—¿Eh? Ah, me las traje del consultorio de la kinesióloga. La secretaria las estaba tirando y le pedí que me las diera.

Entre mamá y yo hay un pacto tácito, jamás mencionado en voz alta y casi siempre respetado a raja tabla: ella me dice cualquier cosa y yo asiento o callo, pero jamás la contradigo, ni en público ni en privado. Las revistas las fue robando de a una o quizás todas juntas, andá a saber de dónde. Entre los papeles encuentro varios folletos de “Solo por hoy: vivir disfrutando de los límites”.

—Empecé a ir a un grupo para adelgazar.

Metió panza, sacó culo, peló costillas, se arregló el pelo y se esforzó por sonar casual y espontánea.

—¡Me jodés!

Experta en hacerse la sorda cuando le pido algún favor, me escuchó y empezó a contar en voz alta hasta veinte, la técnica que aplicaba desde hace un tiempo cuando decidió que discutir conmigo le dañaba la salud. “Hay que contar para dejar ir la emoción violenta que, como las nubes en el cielo, se disipan sin necesidad de hacer nada”. Luego del conteo, serena como si se hubiera clavado un clonazepam, puso agua en la pava eléctrica y sacó de la alacena dos sobres de sopa instantánea light.

—Tengo derecho a tener mi vida.

Mi cara de desconcierto, lejos de inhibirla, la impulsó a explayarse un poco más.

—Quiero conseguir novio y a mi edad el mejor lugar para encontrar a alguien es en un grupo para adelgazar.

—¿Cómo vas a ir a un grupo para bajar de peso siendo flaca?

—Pasados los sesenta, —usó un tono académico para explicarme su visión del mundo—, a los hombres lo que más les interesa es que los análisis clínicos les den bien. Lo primero que se les pianta es el colesterol. Ahí es cuando los que están solos se asustan, empiezan a pensar en la muerte y buscan un lugar que los ayude con la dieta y lo social. Y bueno, el tema grupal prende fuerte.

La escuchaba hablar y, por rescatar algo positivo del momento, pensé que le envidiaba esa capacidad de ser tan consecuente con su deseo. En mi libreta organizadora, donde anotaba desde las listas de lo que tenía que hacer todos los días, hasta ideas sobre lo que podría haber contestado en vez de lo que respondí en casi todas las situaciones, siempre quedaban pendientes historias que comenzaba a delinear y nunca terminaba de desarrollar. Eso me llevaba al gran pendiente en mi vida: identificar aunque sea un solo deseo propio y no parar hasta concretarlo. Respiré hondo y me sentí conforme: había encontrado un rumbo posible, una dirección a seguir. Ahora sí, estaba lista para irme de lo de mamá.

Mamá me pasó la sopa instantánea bajas calorías. Miré el interior tratando de descubrir cómo haría para tomarme ese brebaje inmundo.

—¿Vas ahí y hablás?

Mientras ella me explicaba, yo buscaba un instante de distracción suya para conseguir tirar el líquido en la pileta sin que se notara.

—Digo que voy a mantener mi peso, que es cierto. Y que quiero aprender a comer más sano, que también es cierto. Vos podrías ir también. Últimamente veo que subiste un par de kilos. No te dije nada para no mortificarte, pero la verdad es que se te nota enseguida acá. —Se tocó el cuello, en la zona de la papada—. Y de paso, quien te dice, encontrás un gordito más consistente que ese novio eterno que tenés.

Esta turra no daba puntada sin hilo.

—Tomá el caldo antes de que se enfríe.

Estiró la mano pasándome una cuchara y mirándome fijo. Quería ver cómo cumplía con su voluntad. En ese pequeño gesto de tomar la sopa estaban encapsuladas generaciones de sometimiento a la autoridad femenina. Mamá era un eslabón más dentro de una extensa cadena de mujeres habituadas a minar, a veces de manera más sutil y otras más evidente, la autoestima de otras mujeres. No tenía nada que ver con ser buena o mala persona, lo suyo era una especie de impulso ciego: la mirada crítica siempre por encima de todo; encontrar el error en la otra para sentirse más segura, para evitar ser juzgada, era una marca de nacimiento, un código en el ADN.

La mezcla del calor, el vapor de la sopa y el olor a veneno me mareaban. Dejé la taza disimuladamente sobre la mesada y fingí interés cuando empezó a mostrarme fotos de Facebook en su celular.

—Esta rubia que está al lado mío bajó treinta y cinco kilos en cuatro meses, ¿podés creer? Y esta de chaleco verde bajó veinte pero le faltan otros veinticinco por lo menos.

Noté que tenía las uñas hechas y se había puesto todos los anillos que le conocía. Estaba seriamente en plan de levante.

—Este de bigotes es el dueño de la inmobiliaria que maneja la venta de todos los departamentos en Villa Devoto, Villa Santa Rita y Monte Castro. Sería un partidazo.

Me miró de reojo: seguro que adivinó que estaba a punto de huir.

—Me voy, tengo mucho trabajo.

—¿Ya?

Le di un beso y, para no esperar el ascensor, bajé los seis pisos por escalera. La razón principal por la que vuelvo siempre a la casa de mamá es la sensación de alivio y libertad que siento cuando estoy en la calle.

La Fantasma

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