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EL PENSAR HISTÓRICO Y SUS DIMENSIONES
ОглавлениеEn todo caso, veamos algunas consideraciones personales que, inicialmente, pueden ser compartidas por todos los lectores. El estudio de los procesos históricos sociales entraña establecer y reconocer dos dimensiones fundamentales para comprender y explicar los elementos que los configuran: el tiempo y el espacio. Ambas dimensiones permiten situar los temas, problemas de investigación, las preguntas al pasado desde el presente y son del interés del investigador o del estudioso, las hipótesis de trabajo, que surgen de la combinación de la experiencia y de las teorías, así como la selección y recolección de fuentes , tanto primarias como secundarias, desde las cuales el historiador o el científico social orienta su búsqueda del material empírico para la construcción de sus objetos de estudio y que derivan en las respuestas a los problemas formulados.
El análisis de los procesos históricos culturales supone establecer y reconocer dos regiones fundamentales de la historia para comprenderlos y explicarlos. Esos contornos son el tiempo y el espacio. Ambas dimensiones permiten situar los problemas y las peguntas de investigación, delimitar el tema o a los temas que son de interés del investigador o que importan al estudioso como producto de sus preocupaciones que, en gran medida, son las de las sociedades, los grupos y los individuos. También ayudan a esclarecer las hipótesis de trabajo que surgen de la combinación de la experiencia y de las teorías, así como la selección y recolección de fuentes, tanto primarias como secundarias y desde las cuales el historiador o el científico social orientan su búsqueda del material empírico. La amalgama de estas actividades constituye el proceso de investigación, la arquitectura de los objetos de estudio y las respuestas a los problemas formulados.
El primer contorno, el tiempo permite establecer los arcos temporales de los cuales el estudioso se aproxima a la comprensión e interpretación de un proceso social, esto es, a desvelar su génesis, evolución, expansión y crisis. Un ejemplo es el surgimiento de la escuela, del estado y de la sociedad modernas, capitalistas o disciplinarias o bien la configuración de una nueva concepción del mundo, de un nuevo pensamiento social en torno a la pobreza y los pobres, el tránsito de la caridad a la filantropía, el surgimiento de actores, de grupos o clases sociales como la clase obrera, los campesinos, la clase media, la infancia o la juventud o de prácticas sociales y culturales entre ellas la imprenta, la lectura, la escritura y el remplazo de la cultura y la tradición oral, las transformaciones de los hábitos alimenticios e higiénicos resultados, en gran medida, del predominio del mundo urbano. Desde luego, esto supone una multiplicidad de expresiones del tiempo: el tiempo individual, el tiempo social, el tiempo del ocio, el tiempo escolar, el tiempo religioso que, en su conjunto, configuran el tiempo histórico como un concepto y como un proceso de reconstrucción del pasado, es decir, de la comprensión y la explicación de las acciones humanas, de los hombres y sus relaciones con la naturaleza. El tiempo histórico hacen inteligibles a las sociedades, a las culturas y los actores que las producen y las reproducen.
De ahí que el concepto de tiempo sea esencial para comprender no sólo lo que es un proceso, en términos teóricos, sino para diseñar las herramientas metodológicas desde las cuales examinar los rasgos, los elementos, las ideas, los valores, las creencias, las acciones, las actitudes, los valores, en otras palabras, las disposiciones mentales y los artefactos materiales que los hombres crean y recrean en una época, etapa o fase específica o, más en general, en una sociedad específica. Pero no únicamente esto. La idea y más que la idea, los conceptos de proceso y de tiempo involucran el análisis de cada uno de los elementos que constituyen una estructura mental, social, económica, política y cultural. De este modo, el estudioso estará en condiciones de diseccionar y responder a las preguntas básicas de toda reflexión histórica: cuáles, cómo y porqué los factores materiales y los motivos o las sinrazones que explican esta u otra organización social e individual que modelan la actuación de los actores y de los grupos, así como de sus relaciones, el lugar que ocupan y la función que desempeñan en esas estructuras, los momentos en que surgen y como se insertan en ellas, la diferenciación y articulación de sus componentes en una palabra, los vínculos que se presenta a lo largo de una temporalidad.
En particular, el historiador “operacionaliza”, descompone y deconstruye el concepto del tiempo para poder registrar los ritmos, las rutinas, los momentos de ruptura, las continuidades, las tradiciones y las mentalidades, las instituciones y los lenguajes que regulan y las encarnan las acciones, sus sentidos y significados y que, en última instancia, sirven para comprender la representaciones y las prácticas colectivas o individuales. El quehacer histórico pretende pensar la relación entre las ideas y el contexto de su producción, las formas de vida social que se crean y se difunden. En esta dirección, como sostiene Roger Chartier, busca hacer inteligible el pasado y para ello recurre a las categorías del pensamiento y al concepto de épocas para dilucidar el sentido de las ideas y las palabras, los símbolos, los hábitos y las costumbres mentales, conceptos que provienen de diferentes disciplinas y comunidades y que el historiador ha de emplear para identificar los hechos históricos y sus singularidades que se desvelan como “objetivaciones históricas”, formas específicas de las sociedades y las culturas (Chartier, 1992:11-15).
Uno de los recursos de los que se vale es la periodización a fin de delimitar, en efecto, con cierto nivel de arbitrariedad, aunque con criterios que deben explicitar para justificar la elección de una fecha, de un hombre, un acontecimiento, un grupo social, una crisis económica o una estructura en la medida en que se convierte en un punto de referencia para explicar “un hecho histórico”. De esta forma es posible capturar y hacer inteligible los procesos históricos sociales. La forma de medición del tiempo es un minuto, una hora, un mes, un año., etcétera.
Ahora bien, el estudio de los procesos históricos sociales tiene, en primer lugar, como objeto de interés las estructuras porque estas presentan y posibilitan la observación de los movimientos y las transformaciones de distinta duración y de profundidad que se expresan en la vida de los hombres y mujeres y que no siempre siguen una línea evolutiva o desarrollo y que pueden presentarse en dos direcciones: cambio estructurales en dirección a una integración y diferenciación decreciente y cambios estructurales en la dirección de una diferenciación e integración crecientes, de acuerdo con Norbert Elías. En este sentido el concepto acuñado por Fernand Braudel de larga duración es, no solo un concepto que permite que permite “visualizar” la idea misma de proceso, de cambio o retroceso, al centrar su interés en las estructuras que se configuran en el transcurso de un período, sino registran y examinan los múltiples cambios, los cuales podemos concebir con multiplicidad de tiempos, que ocurren en todos los ámbitos de la vida social y dejan su impronta en la estructura o sistema. Identificarlos y definirlos son fundamentales para comprender y explicar los procesos sociales al revelar la complejidad de las sociedades y de las interacciones que se sucintan en todo el entramado social.
En este caso, me refiero a los tiempos individuales o sociales que, a su vez, se expresan en acontecimientos y sucesos que envuelven a hombres y mujeres en su hacer cotidiano, los cuales es posible conocer y reconocer por medio de sus huellas que el estudioso debe observar y examinar como parte esencial de los productos culturales. Estos tiempos pueden ser tanto tiempos de ruptura como de continuidad. (Escalante y Padilla, 1998:4-5) Parafraseando a John Lewis Gaddis, al incorporar el concepto de tiempo a su “utillaje mental”, el historiador y el estudioso social está en condiciones de establecer un criterio selectivo de su material, captar la simultaneidad del tiempo, las escalas de observación y las herramientas mentales y metodológicas para interpretar y explicar a los procesos histórico-sociales (Gaddis, 2004: 43).
Precisamente la noción de tiempo histórico al desagregar y a la vez recuperar los múltiples tiempos aporta una dimensión metodológica que resulta estratégica para el estudio histórico: el tiempo vivido y tiempo universal que dota al quehacer historiográfico reconocer las particularidades entre sociedades y culturas, entre individuos y grupos humanos. Dicho de otra manera, entre la vida de los hombres en el pasado, la cual se conserva en los archivos, los documentos, la memoria individual y colectiva, en las tradiciones y la cultura material y el movimiento general de los acontecimientos que configuran la totalidad humana. A este respecto, cabe destacar la importancia de las aportaciones de uno de los más fecundos historiadores, Carlo Ginzburg, quien propuso una nueva forma de mirar y hacer historia y por añadidura de proceder a la reconstrucción de la memoria social e individual por medio de su paradigma indiciario. Ginzburg sistematiza su tesis sobre el valor teórico y metodológico de observar los detalles menudos e insignificantes para comprender e interpretar procesos más complejos. Entre los elementos que configuran su paradigma pueden destacarse los detalles como indicios lo que obliga a asumir una actitud distinta frente a la construcción conceptual y metodológica, así como a “leer” de otro modo los acervos documentales tanto escritos como orales, es decir, de mirar el dato y la fuente a partir de una perspectiva diferente. Esto supone modificar nuestro pensamiento, en específico nuestro razonamiento, cuya base se ha forjado en el método deductivo y recuperar otras formas de hacer y de elaborar el conocimiento a partir de la recuperación de la inferencia y la inducción lo que supone modificar nuestras ideas, percepciones y prácticas del saber, en particular del histórico. Lo secundario y lo marginal, lo aparentemente extraordinario en realidad puede comprenderse por lo ordinario. Por ejemplo, una nota al margen de un documento, una observación sin importancia o un gesto, un silencio o una expresión casi inadvertida puede ser revelar “algo”, una realidad más profunda. Este dato obliga al estudioso a reconocer un momento en que “el control (del actor) vinculado con la tradición cultural, se relajaba y cedía a impulsos puramente individuales”. Este procedimiento aprecia un saber que se caracteriza por la capacidad de remontarse desde datos experimentales en apariencia secundarios a una realidad compleja que no necesariamente se experimenta de forma directa. Se trata de identificar datos que no siempre están dispuestos para el observador de manera que dan lugar a una secuencia narrativa (Ginzburg, 1994:143-144).
Esto nos ayuda a mirar el pasado como construcción humana, tanto de los hombres del pasado como los del presente, y a distinguirlo del antes que está representado por el instante, por un suceso cualquiera sin significado ni trascendencia. Desde luego, esto implica una toma de posición del historiador ante el pasado y el presente, de lo que llama éste autor el momento axial. (Ricoeur, 1996:778-789).
Por otra parte, el concepto de espacio es esencial para al estudio de los procesos históricos-sociales y constituye una aportación de la geografía, sobre todo la geografía humana y, más tarde de la antropología. Su utilidad e importancia reside en el hecho de que permite situar un contexto específico y colocar al mismo al estudioso en un lugar, sitio o territorio en el que se despliegan los actos humanos. Como ocurre con el concepto de tiempo, el espacio también es una herramienta teórica y metodológica y, por lo tanto, una construcción que el investigador elabora para el registro de las particularidades de las acciones humanas, de las estructuras y de los actores en un “ambiente natural”, de los procesos de apropiación y producción de los recursos materiales para satisfacer sus necesidades materiales y espirituales y que son las que transforman el paisaje físico tanto en sentido biológico cuanto social. En este sentido el tiempo histórico implica una operación historiográfica que incorpora el tiempo y el espacio.
Así, al igual que el antes, el hoy y el después, el pasado, el presente y el futuro, el tiempo histórico nos posibilita recuperar la dimensión biológica del quehacer humano en general y del quehacer historiográfico en particular. Dicha dimensión introduce la noción de lo contemporáneo, del precedente y de lo sucesivo en un encadenamiento que nos involucra en condición de contemporáneos, nos hace advertir a los sucesores y a los predecesores, haciéndonos partícipes de la historia humana, del tiempo vivido y del tiempo universal. El tiempo individual se acopla en el tiempo social, nos hace compartir el tiempo de las generaciones y herederos, sucesores y predecesores de estas, de tal manera que el género humano “combina una experiencia y una orientación común. Así, la simultaneidad y la particularidad de los acontecimientos que afectan a los hombres en un tiempo y un espacio los hace contemporáneos.
De ahí que, en términos conceptuales y metodológicos, el espacio sea concebido como territorio simbólico y material sobre el cual se despliegan los procesos. En otros términos, los procesos sociales no se originan ni se desenvuelven necesariamente en cualquier lugar ni en el mismo momento. Por eso, la importancia de jerarquizar y categorizar el espacio o los espacios: locales, regionales, estatales, nacionales o globales, sin que se pase por alto la necesidad de hacer explícitos los criterios para seleccionar una u otra escala de observación. Una selección adecuada posibilita una explicación del proceso que se ha elegido como objeto de estudio. Esto quiere decir que, el espacio, como tiempo, puede dividirse en múltiples espacios tanto reales como simbólicos en función de las preguntas de investigación.
Ahora bien, el concepto de espacio remite, como ya se ha indicado en una primera aproximación, al territorio. Pero no agota ahí sus posibilidades conceptuales y metodológicas. La antropología ha mostrado que la idea de espacio es útil para su empleo en el análisis de las percepciones y las representaciones sociales. Aquí tenemos, por ejemplo, la construcción de espacios simbólicos, como las fronteras culturales o sociales que permiten a los hombres y sus acciones elaborar sus procesos de identidad y, de esta manera, distinguir unos de otros en términos de estilo de vida, de comportamientos y de los usos de los espacios sociales. Es cierto que estas tienen una base material o geográfica en el quehacer de los grupos: una barranca, un rio, una mojonera, una lengua pueden diferenciar y diversificar a unos de otros. Aquí la idea de espacio simbólico permite también aproximarnos y “representar” la materialidad que cobran los procesos.
Por ejemplo, el proceso de urbanización implica la redefinición de las esferas públicas y privadas, la configuración de un concepto de habitación y de vivienda: a diferencia del mundo rural, sobre todo de los sectores campesinos, donde todos los espacios, tanto simbólicos como materiales forman un espacio único donde se puede transmitir indistintamente de la cocina a la huerta y de ella al comedor y de ahí a la habitación. La vida privada, tal y como lo estilo de vida burgués generó y generalizo a partir del siglo XIX y XX, es decir, trazar fronteras simbólicas de los espacios de convivencia y proyectarlos en espacio materiales donde se desarrollara la vida social, el comedor, la estancia, entre ellos, o los espacios de la vida privada, la habitación, la alcoba o el baño. Aun más, la secularización que recorrió y ocupó todos los ámbitos de la vida social o cultural, de la plaza pública, que sería más tarde, la opinión pública, al espacio de lo domestico, del hogar a la familia, por citar algunos ejemplos. Así, el espacio brinda al historiador y al estudioso “lo social”, elementos para entender lo particular o lo general de los procesos sociales de las escalas de medición, de los territorios o los lugares, de las regiones, de los patrones sociales de las diferentes regiones o territorios del mundo como consecuencias de las “historias” diferentes que se materializan en diferentes estructuras institucionales que determinan los diversos procesos sociales. (Wallerstein, 1998: 211).