Читать книгу El arte de la mediación - Oriol Fontdevila - Страница 12
ОглавлениеARTE AUTÓNOMO VERSUS INSTITUCIÓN SOBERANA
Mientras que Susan Vogel recurrió a la red zande para poner en tela de juicio lo que se identifica como arte y, en su defecto, lo que lo hace como artefacto, con la interpretación que ulteriormente hizo Alfred Gell lo que sale a relucir es la cuestión de la capacidad intencional del arte. A mi parecer, la red zande también da pistas a la hora de intentar responder a las cuestiones que he planteado al inicio de estas páginas: ¿dónde encuentra el arte la posibilidad de articular proposiciones disruptivas? ¿Cómo introduce algo diferencial frente a lo que permanece instituido?
Sin alejarnos todavía de los dos paradigmas que la red capturó con su exposición en el Center for African Art, se puede convenir que todavía hoy tiene vigencia la polarización entre las dos opciones: ya se piensa que toda la capacidad del arte se debe a cualidades que son inherentes a la forma de sus enunciados –de acuerdo con el idealismo estético–, o bien que el poder del arte se debe a las instituciones que le dan forma en tanto que campo social –de acuerdo con la teoría institucional.
Con las conferencias que he dado los últimos años ha ido adquiriendo forma el siguiente diagrama. Lo dibujo de nuevo con el ánimo de proporcionar una cierta hoja de ruta para el despliegue de la hipótesis que sigue.
Figura 2: El dispositivo arte.
La suposición del idealismo estético se sintetiza con la línea “A” de la figura 2: el arte aparece ahí representado como un poder autónomo, separado de cualquier otra determinación que no sea él mismo y con la potencialidad de articular proposiciones que actúen soberanamente al respecto de lo instituido.
Desde Immanuel Kant a Jacques Rancière, el arte se ha caracterizado por una suerte de suspensión, ya sea de las coordenadas de la experiencia sensorial y del entendimiento, como de las formas vigentes de dominación: si el arte puede ejercer algún tipo de efecto disruptivo frente a lo consensual, esto ocurrirá siempre a condición de instituirse al margen. Mientras que, en correspondencia, la mediación –representada con la línea discontinua que cruza verticalmente el dibujo– tenderá a esconderse y a quedar subyugada en el desempeño de una función supuestamente subsidiaria: a saber, catalizar el impulso disruptivo del arte y llevarlo a la sociedad del modo más prístino posible.
Si el arte es autónomo, la mediación deberá desplegarse sumisa y silenciosamente (de ahí el signo negativo que acompaña a la línea discontinua en el extremo inferior). La fantasía moderna es, de hecho, que la mediación podría llegar incluso a desaparecer; es más, debería hacerlo. Así, a principios de los años 60, aún se escuchaba en los textos programáticos del Situacionismo: “Nuestro primer paso deberá ser la eliminación de los intermediarios”23. Con la presunción de lograr una identificación plena entre pueblo y política, así como entre arte y política, la mediación siempre aparecería como algo profundamente inapropiado desde el punto de vista del pensamiento revolucionario.
De un modo similar lo confirma también la tipología museística del white cube: inventado por Alfred H. Barr en el año 1929 con la apertura del MoMA, el cubo blanco provee justamente el efecto de suspensión espacio-temporal que requiere el arte para aparecer en sociedad como una suerte de epifanía. Asimismo, tal tipología también supone que el juicio estético se produce universalmente y espontáneamente. Con su particular revisión de la filosofía de Kant, Clement Greenberg escribió al respecto: “Los juicios estéticos son inmediatos, intuitivos, no deliberativos e involuntarios, y no dejan espacio para la aplicación de estándares, criterios, normas o preceptos”24.
Hans Belting sostiene que, desde las cenizas de la Revolución Francesa, el museo ha tenido mucho que ver con la posibilidad de establecer el principio de la autonomía del arte. Es decir, según plantea este historiador, fue el confinamiento del arte en el interior de sus galerías lo que proporcionó las bases materiales al idealismo estético, en la medida en que hizo posible desligar el arte de cualquier otro propósito e institución social. El arte pudo autoinstituirse ahí en la medida en que se percibía de “una manera pura y absoluta” y como algo que solamente existe en relación a sus iguales25.
Aun así, de la apertura del Louvre el 10 agosto de 1793 constan algunos comentarios de artistas como fueron Gabriel Bouquer o Jean-Jaques David, para quienes el aspecto voluptuoso y ornamental del museo hacían de este algo “sospechosamente prerrevolucionario”26. Durante la Primera República Francesa se dieron intentos de depurar ese lastre cortesano del museo, si bien no es hasta bien entrado el siglo XX y con la invención del white cube cuando la presunción idealista encuentra su correlato museístico más exacto: es dentro del cubo blanco donde cualquier traza de mediación consigue reducirse a la mínima expresión. Una buena prueba de su éxito es que el cubo blanco incluso ha trascendido los mismos estilos artísticos que históricamente se han asociado con el idealismo. Mientras que estos han desfallecido, el idealismo subsiste en tanto que display, gozando de una más que saludable vigencia en la mayor parte de los museos de arte moderno y contemporáneo de todo el mundo.
A nivel institucional, encontramos otro correlato del idealismo en la primera política cultural planificada desde un Ministerio de Cultura. El programa que André Malraux desplegó al frente del ministerio creado por Charles de Gaulle en Francia en el año 1959 se concibió como una trama institucional que, idealmente, debía tender a su propia evanescencia. Incluso debía llegar a desaparecer en el momento en que el pueblo alcanzara hacer los juicios estéticos por sí mismo27. Pero mientras esto no ocurriera, la médiation culturelle existiría como una muleta que permitiría resolver temporalmente la alianza entre el pueblo, la política y el arte. Asimismo lo haría de un modo un tanto precario y sin llegar a poner en entredicho la presunta radicalidad política y estética que el arte habría alcanzado con el advenimiento de su autonomía.
Por lo tanto, lo que muestra el hemisferio inferior de la figura 2 es que el idealismo, al mismo tiempo que elevó el arte a un estatus soberano, tendió a imaginar a los mediadores que lo vinculan socialmente en tanto que intermediarios; esto es, como un tipo de conectores cuya existencia viene terminantemente dada por el contenido que transportan. Para Bruno Latour –quien ha sido distinguido por Graham Harman con el título de Señor de las redes–, los intermediarios “carecen de toda dignidad ontológica”28, puesto que “transportan un significado o una fuerza sin introducir transformación alguna: definir sus datos de entrada basta para definir los de salida”29. A los intermediarios se les supondría, de este modo, la capacidad de fundir su cuerpo con el mensaje que acarrean y desaparecer, de esta manera, tanto de la percepción como de la imaginación de sus usuarios.
Pese a que con la modernidad se dio en Occidente un desarrollo intensivo de tecnologías, redes, mediaciones e hibridaciones a todos los niveles, Latour explica que es algo idiosincrático de este período el hecho de haber concebido los conectores como entidades vacuas. La necesidad apremiante era la de purificar unas entidades muy determinadas y presuponer su realización autónoma, para lo cual se requirió que los conectores desaparecieran de la visión a riesgo de relativizar la referida autonomía. Los agentes que articulan el campo del arte deberían por lo tanto desaparecer como intermediarios, mientras que se esperaría que nunca aparecieran de nuevo en tanto que mediadores. A estos últimos, Latour los describe, en contraste, como “actores dotados de la capacidad para traducir lo que transportan, de redefinirlo, de redesplegarlo, y también de traicionarlo”30.
La posibilidad de plantear las conexiones como intermediaciones es lo que habría facilitado presentar al arte en suspensión y, asimismo, el juicio estético como algo universal. Sin embargo, la teoría institucional que despuntó a mediados de la segunda mitad de siglo XX permitió que filósofos como Arthur Danto y sociólogos como Pierre Bourdieu desenmascararan la soberanía de lo artístico y, en contrapartida, tendiesen a concentrar toda la capacidad del arte en el polo contrario; esto es, alrededor de las instituciones que sustentan el campo del arte.
Con la línea “B” de la figura 2 se da cuenta de tal inversión: el lugar soberano que otrora el idealismo concedió al arte lo ostenta ahora un conjunto heterogéneo de instituciones sociales. A manos de sus agentes, recíprocamente, el arte devendría algo arbitrario, un monigote sin entidad alguna que se encontraría colgando, en esta ocasión, de madejas de mediación más o menos tupidas y más o menos veladas, como son las agendas institucionales, los entramados de la compra-venta, el networking entre comisarios y artistas, la labor taxonómica que ejerce la crítica del arte y la historiografía, las ofertas de los operadores turísticos, etcétera. En este sentido, el arte por sí mismo tendería a la nada, por lo que la anterior posibilidad de un encuentro inmediato con la sociedad se debería substituir, en este caso, por el reconocimiento de un creciente control hipermediado de la sociedad sobre el arte (y de aquí el signo positivo que aparece en la parte superior de la línea vertical que cruza el diagrama)31.
Un hito de tal presunción se encuentra en la llamada a la desmaterialización que se practicó a expensas del conceptualismo. En su texto de memorias acerca de este movimiento, la crítica Lucy R. Lippard definió la desmaterialización como un intento del arte para escapar de las leyes del mercado32. Sin embargo, a la luz de la figura 2, dicha desmaterialización se puede interpretar, también, como un indicador de la falta de poder que el conceptualismo atribuyó al arte por sí mismo. Los artistas de la primera generación conceptual descubrieron la condición objetual del arte como algo absolutamente atrapado por lo convencional, por lo que la posibilidad de desafiar el status quo ya no se debía buscar en las propiedades inherentes de la forma, sino que el caballo de batalla se tuvo que desplazar hacia donde, a su parecer, se fraguaba el valor y el significado del arte: esto es, las instituciones que articulan el mundo del arte.
Así, la desmaterialización se desarrolló en tanto que contrapeso de un inusitado interés de artistas como Joseph Kosuth en la mediación del lenguaje escrito y, en concreto, en la crítica de arte como “significante total del arte”33. Su colega Robert Morris puso de manifiesto que, de hecho, toda la modernidad se había apoyado en “teorías textualizadoras”, ya fuera de la mano de los manifiestos que los mismos Kandinsky, Mondrian o Malévich escribieron en relación con su abstracción temprana, o bien de la prosa de Greenberg en relación con el Expresionismo Abstracto34. Por lo que no es de extrañar que artistas como Kosuth y otros de su generación adoptaran como consecución lógica el pensamiento de que para ganar influencia en el entramado artístico era crucial proceder a la escritura y despojarse, en cambio, de cualquier aspecto de la obra que no fuera el lenguaje y el discurso sobre el arte35.
Otros artistas, en cambio, repararon en los medios de comunicación y los llamados new media, donde buscaron dar con mediaciones alternativas a las instituidas en el campo del arte. Se explica así igualmente el interés de los artistas de esta época por la autogestión de espacios, pudiendo llegar a cobrar el abastecimiento de infraestructura el estatuto de arte. En todo caso, el conceptualismo supone un vuelco respecto a la por aquel entonces reciente “eliminación de los intermediarios” que promovía el Situacionismo, para posicionarse los artistas conceptuales, en cambio, como una suerte de mediadores alternativos.
En lo que concierne al correlato institucional, encontramos otro hito del hemisferio superior del diagrama con la irrupción en París del Centro George Pompidou en el año 1977. Despuntando entonces como una nueva tipología de museo, el Beaubourg se desmarcó un tanto del modelo del white cube. Se ha dicho a menudo que la urgencia de este museo era la de regenerar el área de Beaubourg –de donde recibe su nombre popular–, a la vez que salir a la caza de nuevas audiencias –algo que era improrrogable después del primer revés que sufrió la financiación pública de las artes en la década de 1970–. Por esta razón, el museo desplazó un tanto el objeto artístico de su epicentro y procedió a reforzar, en cambio, aspectos como son los sistemas de interpretación, la didáctica y el marketing. Se diversificó también el tipo de actividad (el Beaubourg acogió desde sus inicios la música, el teatro y otras formas de espectáculo dentro de su programación), al igual que se multiplicó exponencialmente el número de exposiciones temporales en relación con lo que era el promedio por aquel entonces.
Lo lúdico cobró también una importancia inusitada en este museo, que corrió parejo a una aproximación a la industria cultural y a la llamada “cultura popular”, algo que habría sido del todo inconcebible con la anterior política ministerial de Malraux. A finales de los años 70, el museo ya anticipaba lo que sería el lema de Jack Lang, el ministro de cultura de Francia durante la década siguiente: économie et culture, même combat. Pero, de cualquier manera, es significativo observar que, en el momento en que el museo se replanteó como recurso económico y social, se sustrajo de inmediato la confianza al objeto artístico para depositarla, en su lugar, en la disparidad de programas que el museo articula a su alrededor.
El aspecto maquinal del edificio que construyeron Renzo Piano y Richard Rogers se puede interpretar también como una afirmación de la hipermediación en tanto que lugar en el que arte es posible, quedando reemplazada la expectativa de un encuentro inmediato entre el arte y la sociedad por la hipérbole de una infraestructura bien dotada. Sin embargo, conviene destacar que, mientras que bajo las premisas del idealismo siempre encontraron cobijo tanto la utopía estética como la política, la descripción de la institución en tanto que agente soberano se ha acostumbrado a hacer en clave de distopía.
Es decir, mientras que en la segunda mitad del siglo XX se tendió a explicar el idealismo estético como una impostura, la posibilidad de reconocer el arte como un ente sometido a los intereses livianos de lo mundanal ha sido una visión igualmente un tanto insoportable a la hora de caracterizar por entero a la práctica del arte. Y esto incluso para los mismos artistas de sesgo conceptual, a quienes les toca combinar su ideario deconstructivista respecto al arte con la asignación de una identidad para sus obras que, al fin y al cabo, seguiría siendo artística. Incluso el arte más supuestamente crítico con las mismas formaciones artísticas necesita en algún punto pensarse como una entidad que no está enteramente determinada por el entramado del poder. Tal y como muy acertadamente ha formulado el comisario Tirdad Zolghadr: “El arte contemporáneo está siempre necesitado de un Otro institucional” –es decir: el arte siempre implica pensar que lo institucional es lo otro–, “a fin de posicionarse en algún lugar fuera de sus corredores de poder”36.
Así pues, el callejón sin salida en el que se encuentra atrapado el arte en la contemporaneidad se puede resumir con los siguientes términos: por un lado, a pesar de que el discurso de la autonomía artística provee argumentos positivos para el arte, ahora mismo sería capaz de arrancar de su silla a carcajadas a cualquier gerente de museo. Por el otro, si bien la teoría institucional consigue explicar los modos de organizar socialmente el campo del arte, esta no consigue proporcionar, en cambio, explicaciones satisfactorias para comprender la capacidad del arte para producir diferencia y desafiar las categorías preestablecidas37.