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HACIA UNA MEDIACIÓN MEDIADA POR EL ARTE

“¡En este museo llevamos más de veinte años trabajando de un mismo modo! No te pienses que, ahora, por atender a la producción de esos proyectos, lo vamos a cambiar absolutamente todo.”

No recuerdo lo que respondí a tal provocación, o ni siquiera si lo hice. Hallándome reunido en las oficinas de un museo de arte contemporáneo, aquella súbita apelación a la tradición, aquella apología de lo estático, arremetió contra mí acompañada de un montón de preguntas que hasta entonces apenas habría sido capaz de formular.

Si va en serio que un museo de arte contemporáneo lleva por lo menos dos décadas instalado en una misma rutina, ¿cómo se supone entonces que dicho museo pueda ser cómplice de la producción de algo que vaya acompañado del adjetivo de contemporáneo, de la producción de algo nuevo, de algo tal vez disruptivo, disonante o tal vez incierto, de algo que, cuando menos, se presuma diferente en relación con lo consensuado en su presente? Asimismo, si la estructura del museo no se deja afectar por aquello que produce, ¿será capaz, entonces, de articular el arte con otras instancias? ¿O es que el museo es un atolladero? ¿O más bien será que, contrariamente, la consolidación de un dispositivo inmutable es lo que asegura al arte una perpetua capacidad de intervención bajo cualquier circunstancia?

A favor de la institución en cuestión debo admitir que, hasta aquel momento, había accedido a relativizar algunas de sus convenciones y a ofrecer soluciones en relación con las necesidades específicas que presentaban los proyectos artísticos que por aquel entonces me encargaba de comisariar en su seno. Pero aquel comentario denotaba, a la vez, un hondo malestar, como si en realidad fuera impropio de un museo reorganizar su actividad en función de los proyectos artísticos que accede a producir y a difundir. Hay algo que aún retumba en mis oídos, y puedo afirmar que aquel comentario se me ha revelado desde entonces como una suerte de punctum por lo que respecta a la actividad comisarial.

He escrito el presente libro con la motivación de llegar a responder algo de todo ello. Pues, más que una mera cuestión de actualización institucional, lo que en este asunto está en juego es una teoría artística en toda regla en lo que se refiere a la relación que se establece entre el arte y la mediación: ¿dónde encuentra el arte su capacidad disruptiva? ¿Es algo que le es inherente y que, por tanto, existe al margen de las estructuras dadas? ¿O bien la disrupción concierne también a las infraestructuras, requiere de los vínculos y, asimismo, de la articulación entre una heterogeneidad de términos? A mi modo de ver, si convenimos que el museo de arte contemporáneo se sitúa o no al margen de los procesos creativos que incentiva, se abre una cosmología considerablemente distinta respecto a la comprensión del trabajo artístico, comisarial, educativo y hasta de la misma política cultural.

En todo caso, mi posición –voy a enunciarla de entrada– es que no hay arte sin mediación, a la vez que la mediación debe estar permanentemente mediada por el arte. La Negative Dialektik de Theodor W. Adorno es una influencia importante a la hora de articular una idea de la mediación en tanto que catalizador para la realización de diferencia. “La mediación está mediada por lo mediado”, dijo el paladín de la Escuela de Frankfurt1. En todo caso, en lo que sigue, “lo mediado” va a ser en buena parte el arte, que es requerido por la mediación en la misma medida que el arte va a requerir a esta con el objetivo de desencadenar un efecto diferencial sobre lo establecido2.

La mediación es el eslabón que es necesario tener en consideración a la hora de articular el paradigma postautónomo del arte que se ha fraguado estos últimos años. La mediación es lo que debe permitir superar la antigua diatriba entre un arte que otrora se proclamó autónomo (el arte por el arte) y un arte que ha procedido, después, a deshacerse en la inflación discursiva de el arte es lo que se dice que es arte. Lo que aquí se quiere alcanzar es, en cambio, una articulación performativa y materialista del arte, con la cual se pueda establecer una retroalimentación fluida entre su agencia material y la producción de sentido.

Un problema al respecto de tal giro material y performativo es que tanto la teoría como la praxis del arte se manifiestan recurrentemente torpes a la hora de movilizar el substrato infraestructural y comprenderlo como un componente consubstancial de los procesos experimentales. Aun así, desde una perspectiva postautónoma del arte, hace ya tiempo que nos preguntamos por la pertinencia de –por poner algunos ejemplos recurrentes– generar exposiciones sobre temática queer desde estructuras incontestablemente heteronormativas, o bien exposiciones sobre aspectos subculturales desde instituciones que no ceden en la orquestación de la hegemonía.

Christoph Cox, Jenny Jaskey y Suhail Malik lamentaban algo similar recientemente cuando se percataron de que, con el impacto que está teniendo la performatividad y los llamados neomaterialismos, se procede a reabastecer el arte de nuevos temas y discursos sin que, con ello, se consigan “reorganizar radicalmente las categorías ontológicas y epistemológicas de la modernidad”3. Tal y como exponen dichos autores, mientras no se valoren los vínculos que unen las proposiciones que hace el arte con sus respectivos substratos mediales, dichas perspectivas que cuestionan de raíz la herencia moderna corren el peligro de tematizarse y de quedar anquilosadas para pasar rápidamente de moda, en vez de lograr activarse como un fundamento para el desarrollo de modos diferenciales con que performar de otros modos el mundo del arte.

Un museo como al que he hecho referencia podría estar acogiendo ahora mismo exposiciones sobre algunos hits discursivos del momento como son “la ancestralidad, el tecnoanimismo, la dark ecology, la cosmología, el de-antropomorfismo, la animalidad, la hypersition y el afecto” –me limito a la lista que dan los mencionados autores4–. Se trata de discursos que, a grandes rasgos, cuestionan el logocentrismo y la herencia positivista de la Ilustración, a la vez que abren la puerta a la especulación sobre la prefiguración de un conocimiento basado en el desplazamiento tanto del lenguaje como del sujeto.

Pero, tal y como pasó también en aquella ocasión, después de cada show, el museo pulsa su botón de reset y restablece el flamante cubo blanco como si nada hubiera pasado. Ya se tratase antaño del giro lingüístico, así como más recientemente de los llamados “giro social”, “giro afectivo”, “giro del archivo”, “giro narrativo”, “giro educativo” –y un largo etcétera–, la lógica que permanece instalada en el museo es la moderna. El white cube se descubre, así, como un dispositivo preparado para olvidar cualquier input con que pueda verse interpelada su mediación fundacional. Y, mientras esto sea así, tendremos que admitir que la incidencia de discursos como el queer, la decolonialidad o el desantropoceno van a tener allí una incidencia más ilustrativa que performativa. En un museo anclado en las mediaciones de la modernidad, los discursos que presenten formas alternativas de gobernar y de gestionar la vida solo encontrarán allí la posibilidad de representarse, pero nunca de realizarse.

El arte de la mediación

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