Читать книгу El arte de la mediación - Oriol Fontdevila - Страница 17
ОглавлениеLA FISURA DE LA INMEDIACIÓN
La mediación fue el gran invento que el Idealismo alemán afianzó durante los primeros decenios del siglo XIX. Sin embargo, la mediación apareció como tal justo en el momento en que sus artífices habían salido a la búsqueda de su contrario exacto: lo no-mediado. Lo que desde Johann Fichte se ha llamado la inmediación.
Un requerimiento de la ideología moderna fue que el arte se separase de la contingencia del mundo para constituirse como tal. Es decir, que deviniera autónomo –auto / nomous, del griego, literalmente “gobernado según la propia ley”–. En lo sucesivo ya no iba a ser posible aceptar el arte en tanto que agente que toma parte activa en el trenzado de las redes de actividad que conforman el mundo, tal y como se ha sugerido aquí con el análisis de la mímesis y del ornamento. El arte, para funcionar en tanto que arte –y no hacerlo ni como artefacto ni como fetiche, ni siquiera como artes aplicadas– debería dejar de dar forma al mundo para proceder a dársela tan solo a sí mismo. Así se requirió que el arte dejara de mediar, al mismo tiempo que dejara de ser mediado.
En efecto, el corte que el ideal de autonomía practicó en el arte al quererlo no-mediado, sirvió a los románticos para tomar conciencia de la mediación. Sin embargo, a diferencia del resplandor que estos confirieron al arte, la mediación fue interpretada desde el comienzo como un resto escindido de considerable ambigüedad. La mediación se juzgó por consiguiente como un residuo a eliminar –y así se tendieron a posicionar filósofos como Johann Fichte y Friedrich Schelling–, o bien como una suerte de reverso negativo del arte; esto es, el otro del arte, lo cual puede ser amenazante pero a la vez es constitutivo de la presencia inmediata que este adopta –y así se posicionan George Hegel o Friedrich Schlegel–. En los albores de la modernidad, por lo tanto, se atisbó por vez primera la mediación, aunque esto propiciara que a continuación fuera abandonada por un largo periodo en una zona de penumbra61.
Hasta aquel momento la mediación había sido reconocida como poco más que una cuestión relativa a los sentidos y a la percepción. Friedrich Kittler sostiene que desde la Antigüedad se le había negado a la mediación disponer de su propia ontología, habiéndose descrito como un fenómeno meramente relativo a la percepción. Aristóteles fue quien abordó por vez primera la cuestión del “medio” –tò metaxú–, que identificó con el agua y con el aire. Es decir, el filósofo dedujo que, entre las entidades que conforman el mundo se abren unos “entornos” invisibles, que funcionan como medios puesto que mantienen las entidades separadas a la vez que las ponen en relación.
El aire es lo que, según Aristóteles, relaciona el ojo con el objeto visto, y lleva también el sonido hasta las orejas. Por lo que, emplazado en este espacio intersticial, el medio se reconoció como un efecto de la percepción, si bien no se le atribuyó ninguna entidad que se le reconociera como propia. Por paradójico que parezca, el medio se descubrió solo indirectamente, como una suerte de no-ser que se abre paso entre los seres; a la vez que la mediación se dedujo como nada más que un missing link. Unos siglos después, un discípulo anónimo de Tomás de Aquino fue quien vinculó la noción aristotélica del tò metaxú con el término latín medium, cuando en el seno de la Escolástica se manifestó: “Omnis actio fit per contactum, quo fit ut nihil agit in distans nisi per aliquid medium”. Es decir: “Toda acción sucede por contacto, por lo que no hay nada que pueda actuar a distancia si no es por algún medio”62.
En 1829 se recogió por primera vez el término mediación en un diccionario, el Allgemeines Handwörterbuch der philosophischen Wissenschaften (Diccionario general de ciencias filosóficas). Wilhelm Krug expone en él como primer significado de vermittlung –mediación, en alemán– el arbitraje de dos partes en conflicto63. Habiendo sido estudiante de la Universidad de Jena y sucesor de Immanuel Kant en la cátedra de lógica de la Universidad de Königsberg, Krug entendió la mediación no solamente como una conexión –un contacto en la interpretación de la Escolástica–, sino sobre todo como un modo de evitar las posiciones extremas. Por lo que, con el Idealismo alemán, la mediación pasó a ser explicada ya no solo como aquel antiguo y pobre missing link desprovisto de ontología, sino que se identificó con la posibilidad de alcanzarse el momento de la síntesis en el seno de un proceso dialéctico. Es decir, la mediación, relacional por definición, encontró con el Romanticismo la posibilidad de abandonar su invisibilidad atávica y de ser reconocida como punto medio con una cierta consistencia.
En todo caso, moviéndose los filósofos del círculo de Jena entre la apreciación de la mediación y el deseo de negarla, no deja de ser significativo que le faltara tiempo a Fichte para acuñar el término inmediación a principios de la década de 1790: con su pensamiento, Fichte prefiguró la posibilidad de un Yo Absoluto en tanto que identidad autónoma y no determinada, el cual tendría la capacidad de obtener un conocimiento inmediato de la realidad por el mero ejercicio de la consciencia. El no-Yo (la naturaleza) es, de hecho, una proyección del Yo, por lo que, según Fichte, el conocimiento no pasaría tanto por la mediación que efectúan los sentidos entre la realidad y la capacidad cognoscitiva del Yo, sino por un reconocimiento de la absolutidad del Yo. Algo a lo que, a su vez, se llega por intuición intelectual –la consciencia inmediata– y nunca por medio de lo que sería el engañoso conocimiento mediado por los sentidos.
Fichte pone como ejemplo la relación entre la luz y la oscuridad. El crepúsculo aparece entre ambos como el tránsito de una entidad a la otra y, por lo tanto, como una suerte de “síntesis de la mediación”. Ahora bien, según el filósofo esta mediación es falsa puesto que “la luz y la oscuridad no son realmente opuestos […]. La oscuridad es simplemente la ausencia de luz”64. De esta manera, una vez superado el trampantojo de la mediación como crepúsculo, la inmediación es lo que permite a Fichte explicar la relación entre la luz y la oscuridad como partes del mismo fenómeno. Del mismo modo que la relación entre el Yo y el no-Yo son las partes constituyentes de un Yo Absoluto de acuerdo con su filosofía.
La “síntesis de la mediación” a la que Fichte se refería eran las categorías del conocimiento tal y como las había establecido Immanuel Kant con su Crítica a la razón pura durante la década anterior65. Fichte y los demás Idealistas coincidieron en poner en tela de juicio el límite que el filósofo de Königsberg había interpuesto entre aquello cognoscible y la Cosa-en-sí (Das Ding as sich). Tal y como es conocido, Kant supuso un trasfondo de realidad que no es perceptible directamente (el llamado noumenon), el cual existe por detrás de los fenómenos que los humanos aprehendemos por medio del entendimiento. Por lo que, según Kant, si el conocimiento de la realidad es posible, esto siempre va a ser gracias a la mediación que ejercen las categorías del conocimiento, las cuales permiten organizar el material en bruto obtenido con las impresiones en representaciones mentales.
Ahora bien, también es significativo el papel que Kant atribuyó al arte al respecto de todo esto y, más específicamente, a la noción de lo sublime. Kant definió lo sublime como un registro superior de la experiencia estética, el cual es a la vez placentero y abrumador en tanto que apunta hacia magnitudes infinitas, que superan los límites de la intuición sensible. Lo sublime es una experiencia de desborde, algo que “sobrepasa todo patrón de medida de los sentidos”66, tal y como este filósofo pensó que puede producirse estando frente a las pirámides de Egipto, bajo la cúpula de la basílica de San Pedro o bien en presencia de una tempestad. En casos como estos las mediaciones que los humanos interponemos para la comprensión de la realidad se ven rebosadas y abatidas. Y, aunque lo sublime no llega, ni siquiera así, a facilitar un acceso inmediato a la Cosa-en-sí, sí que confiere, en cambio, un “presentimiento de la verdadera dimensión de la Cosa”67; esto es, una intuición que permite pensar (aunque no percibir) la estructura nouménica que recorre por debajo el mundo de los fenómenos sensibles.
Es conocida la asimilación que el arte de vanguardia del siglo XX hizo de la categoría de sublime. Jean-François Lyotard ha reconocido lo sublime como la misma condición del arte de vanguardia, el cual tiene como correlato el efecto de shock que este arte habría perseguido producir frente a los modos consensuados de aprehender la realidad68. Esta equiparación del shock de la vanguardia con lo sublime kantiano quedó nítidamente manifiesta con los pintores del Expresionismo norteamericano de la década de 1940, quienes atribuyeron a la pintura abstracta la posibilidad de desbordar los límites del mundo fenoménico y de “reconsiderar el deseo natural humano por lo elevado, por nuestra preocupación de relacionarnos con las emociones absolutas”. Así, el artista Barnett Newmann se preguntaba en 1948: “Si rechazamos vivir en la abstracción, ¿cómo podremos crear entonces un arte sublime?”69.
En correspondencia, cuando el arte persigue lo sublime, se presume también un decrecimiento notable de la mediación, tanto a nivel cognitivo como –por analogía– a nivel institucional. Por un lado, el efecto de shock producido por el arte moderno implica que, con este, se lograría echar a perder las mediaciones cognoscitivas tal y como las efectúa habitualmente el espectador. Mientras que, por el lado de la institución museística, el mismo dispositivo de exposición ya se ha visto que procedió a acompañar tal expectativa ofreciendo lo que tal vez ha sido la mejor puesta en escena de la inmediación: el museo de arte moderno consiguió anticipar el efecto de lo sublime por medio del white cube, articulando un entorno inmersivo y depurado de cualquier traza de la mediación. Por medio del cubo blanco, el arte se presenta como una pura intuición de la Cosa-en-sí. Con su aparente suspensión de la mediación, el cubo blanco se debe reconocer como una de las más grandes piruetas de la mediación del siglo XX.
Toda la estética de Kant se encuentra, de hecho, atravesada por un decrecimiento de la mediación. La suspensión de la mediación no solamente se atribuye a lo sublime, sino que la misma posibilidad de realizar un juicio estético requiere de la interrupción de las formas ordinarias de la experiencia sensible. Para que se produzca el juicio estético, la obra de arte debe aparecer frente al espectador como una “finalidad sin fin” y, por lo tanto, como algo incondicionado y orgánico, algo que es producto de una “necesidad interna”, como si fuera la obra de arte un fruto de la naturaleza. Ese desinterés es lo que facilita al arte posicionarse como un activador del “libre juego de las facultades” e incentivar para sí una relación meramente contemplativa. Por esta razón, el arte deviene un principio de disrupción superior, siempre que consiga situarse al margen de las mediaciones con que el mundo aparece articulado. De esta forma, en Kant encontramos una primera formulación del arte en tanto que agente autónomo y, asimismo, se fragua una primera asociación entre la autonomía del arte, la disrupción frente a lo establecido y el decrecimiento de la mediación.
Los textos de corte más filosófico que Clement Greenberg escribió a principios de 1970 aún se hacen eco del planteamiento de Kant. Este crítico describió la estética como “una intuición” que, siendo “reflexiva e intransitiva”, inmediata, tiene la facultad de “registrar las propiedades de las cosas”. De este modo, según desarrolló Greenberg, la experiencia estética acarrea una experiencia de distanciamiento frente al mundo de las apariencias, estableciéndose esta “distancia estética” como un tipo de atención “por medio de la cual penetra una consciencia que es percibida y aceptada por su misma inmediatez”70.
La concatenación entre autonomía del arte, inmediación y relación discordante con la realidad se extiende aún hasta nuestros días con el pensamiento de Jacques Rancière. Este filósofo compara el régimen de la estética que se inauguró con el Romanticismo con la abstracción musical –y lo contrapone a la mímesis en que se basaban las bellas artes– para definir la estética como “una relación sin mediaciones entre el cálculo de la obra y el puro afecto sensible, que es también la relación inmediata entre el aparato técnico y el canto de la interioridad”71.
En todo caso, si se sigue el razonamiento de Kant y se cruza con el que se ha visto antes de Fichte, se encuentra la aportación de otro filósofo del círculo de Jena: Friedrich Schelling, quien identificó el arte con el absoluto mismo. Por un lado, Fichte ya había negado en menos de una década el supuesto kantiano de una Cosa-en-sí, la cual tan solo podía ser conocida indirectamente y a través de la mediación. Por lo que, a partir de Fichte, Schelling pudo desarrollar sucesivamente las implicaciones estéticas de la cuestión del Yo Absoluto, si bien tomando en consideración la idea kantiana de la autonomía del arte.
De este modo, con su Sistema del Idealismo trascendental (1800), Schelling planteó que en el arte devenido autónomo es donde se cumple la experiencia del Yo Absoluto, en tanto que el artista –proyectado aquí como genio– es quien ostenta propiamente la capacidad para resolver la tensión fichteana entre el Yo y el no-Yo, entre el espíritu y la naturaleza. El genio es quien tiene acceso a una unidad intencionada superior y vive de manera inmediata el Yo Absoluto.
No fue en balde que Hegel le reprochara entonces a Schelling querer alcanzar el absoluto “de un pistoletazo”72. Hegel, que por un lado hizo como los demás románticos y tampoco aceptó el límite cognoscitivo que Kant había interpuesto entre el mundo fenoménico y la Cosa-en-sí, se distanció a la vez de Fichte y Schelling en la medida en que no aceptó tampoco la posibilidad de que el conocimiento se pudiera obtener de un modo directo e inmediato. Aun abstrayendo la Cosa-en-sí, el sujeto Romántico se seguía concibiendo escindido de la realidad, por lo que, para este pensador, el sujeto no podía prescindir de la mediación para relacionarse con el mundo, e incluso a la hora de tratar de alcanzar el ideal de recomponer la unidad originaria.
De esta combinación resulta en Hegel una derivación de la Cosa-en-sí en tanto que forma pura del pensamiento –como una “Cosa-de-Pensamiento”, tal y como ha deducido al respecto Slavoj Žižek. Ya que si existe la posibilidad de alcanzar el absoluto, esta ya no se va a encontrar en la infinidad de lo real (la Cosa-en-sí que recorre por detrás de las apariencias) sino que esto va a ser gracias a la finitud de lo ideal; esto es, el obrar del espíritu, el pensamiento73.
Según lo expone Hegel, no hay nada en el más allá de los fenómenos, sino que, en todo caso, el “plus de objetividad” que Kant atribuía a la Cosa-en-sí se encuentra en el más acá74. La verdad no se descubre en el revés de las apariencias, sino que, según Hegel, la verdad se encuentra por medio de la introducción de un giro reflexivo en el mundo tal y como se da en su apariencia, el cual puede realizarse solo a través del pensamiento. La verdad no está, por lo tanto, en la mismidad de la cosa, sino en el pliegue reflexivo que la razón humana es capaz de introducir en la realidad. En este sentido, según Hegel, la verdad es una experiencia de pura negatividad frente a la apariencia del mundo, la cual, asimismo, solamente se puede alcanzar por vía de un proceso continuo de diferenciación, y en el cual la mediación juega un papel terminante.
La mediación, según Hegel, es lo que permite a las cosas un “llegar a ser otro”. A través de esta, la identidad se resuelve como un todo dinámico que es parte de un proceso dialéctico de mayor alcance. Según este filósofo, solamente al final de la dialéctica se puede alcanzar la verdad absoluta, la cual Hegel considera que puede existir definitivamente de un modo separado de todo lo demás y, por lo tanto, en tanto que algo –nuevamente– inmediato. Sin embargo, ya no se trata de la inmediatez indeterminada de lo idéntico con que aparece la realidad no-mediada, sino que al final de la mediación se encuentra la promesa de una inmediatez determinada, vale decir, diferenciada. Por lo que, según Hegel, “el concepto absoluto tiene dentro de sí mismo la mediación”75, entendiéndose por mediación “no otra cosa que la igualdad a sí misma moviéndose, […] la reflexión hacia dentro de sí misma […], la pura negatividad o el simple devenir”76.
Tal y como ha apuntado María J. Binetti, la contribución de Hegel inauguró definitivamente la “época de la mediación”77, en tanto que puso las bases de la filosofía especulativa contemporánea. La época de la mediación ha alcanzado nuestros días por vía de la filosofía de Søren Kierkegaard y de Deleuze: tal y como había ocurrido con Hegel, con estos dos filósofos tampoco se encuentra un sustrato ontológico de las cosas, un sí mismo que sea previo a la acción de la mediación. Según Binetti, todos estos pensadores coinciden en entender por mediación “el dinamismo diferencial propio de la identidad y enajenante de la misma, un movimiento que contradice lo uno en el mismo instante en que lo afirma”. Así pues, con la mediación, “todo contenido fijo y aislado se reduplica en su otro, las cosas se superan en su propia contradicción y lo absoluto desciende, finalmente, a la relatividad del mundo”78.
En lo que se refiere al arte, este también juega un papel decisivo en la aventura de la mediación orientada a la inmediación que promueve Hegel. Se puede decir que, en este proceso, el arte aparece como uno de los más potentes agentes de mediación para conducir la acción trascendental del espíritu hasta alcanzar la autoconsciencia. Para Schlegel, el crítico literario y poeta que desarrolló exponencialmente las implicaciones estéticas del pensamiento de Hegel, “la obra de arte es un momento del medio absoluto de la reflexión”79. De este modo, el arte puede aparecer en tanto que “mediación con el infinito”, mientras que “un mediador” es, según Schlegel, “aquel que percibe en su interior lo divino y se sacrifica, aniquilándose a sí mismo, para predicar, comunicar y exponer lo divino a la humanidad […]. La vida superior del ser humano en su totalidad consiste en la actividad de mediar y ser mediado, y cada artista ejerce de mediador para los demás”80.
Evidentemente, ni Hegel ni Schlegel se llegaron a cuestionar el estatus autónomo que el pensamiento kantiano confirió al arte. Contrariamente, ambos entendieron la autonomía como un prerrequisito para el establecimiento del arte en tanto que mediador de lo infinito. Ahora bien, no por esta razón Hegel o Schlegel pensaron la autonomía como algo que venga dado o como un estatus definitivo del arte, sino que esta se concibió inserta en el proceso dialéctico que sigue el espíritu hacia la autoconsciencia.
Según estos filósofos, el efecto de inmediación que se identifica con la autonomía solamente se puede conseguir a través de la mediación. Schlegel entendió el mismo arte como una “mediación de la inmediatez”, o bien, lo que es lo mismo, como “una mediación a través de inmediateces”81. Mientras que, a diferencia de la autonomía que Kant afirmó en términos absolutos, con Hegel se redefinió la autonomía en clave negativa y en tanto que eslabón de un proceso incesante de diferenciación –por lo que, extrañamente, en esta ocasión se podría llegar a trazar un símil entre la autonomía según Hegel y el white cube del arte moderno–. Cuando Hegel inauguró la llamada “época de la mediación”, por supuesto no abogaba por un retorno hacia mediaciones contingentes como las que podían acarrear la mímesis o el ornamento. Pero, a la vez, se puede establecer que este filósofo dejó la puerta abierta para que, en un futuro no muy lejano, se pudiera entrar a cuestionar el vínculo entre el impulso del arte hacia la diferenciación y la cuestión de la autonomía.