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¿Qué entendemos por memoria?
El famoso filósofo griego Heráclito de Éfeso dijo: «No podemos bañarnos dos veces en el mismo río», porque, aunque su apariencia sea siempre la misma, el movimiento constante del agua hace que cambie a cada instante. El cerebro humano se parece un poco al río de Heráclito. Aunque no lo parezca, incluso mientras lees estas líneas, tu cerebro está en constante proceso de transformación. Las experiencias que vivimos cambian nuestra forma de ver el mundo y nuestra manera de actuar en él, y estos cambios se deben a modificaciones en los circuitos de neuronas —las células del sistema nervioso— de nuestro cerebro. Interactuamos con nuestro entorno y el proceso por el cual esa relación modifica nuestro sistema nervioso es lo que conocemos como aprendizaje. Una vez hemos aprendido, la capacidad de poder recuperar esa información es lo que denominamos memoria. Sin estas capacidades, no podríamos comunicarnos, porque no podríamos aprender ningún idioma, no aprenderíamos habilidades motoras como caminar o ir en bicicleta y, por supuesto, no recordaríamos los momentos más importantes de nuestras vidas. Sin memoria no tendríamos identidad, quedaríamos atrapados en un presente constante, porque no podríamos apreciar las diferencias entre los sucesivos episodios con los que se escribe nuestra propia historia.
Nuestro cerebro, el mejor ordenador
En 1996, el campeón mundial de ajedrez Garri Kaspárov se enfrentó a Deep Blue, una supercomputadora capaz de procesar hasta 100 millones de jugadas por segundo. La contienda fue reñida, pero se saldó con la victoria del legendario ajedrecista. La especie humana podía respirar aliviada, todavía no había sido destronada. No obstante, la alegría no duró mucho. Un año después, una versión mejorada de Deep Blue derrotó a un atónito Kaspárov. Tras este hito histórico, cabía imaginar que en poco tiempo las máquinas llegarían a pensar, hablar, comportarse e, incluso, a sentir como las personas. Sin embargo, la realidad dista mucho de ser así. A pesar de los impresionantes avances en el mundo de la inteligencia artificial, la diferencia entre los ordenadores y el cerebro humano sigue siendo abismal.
Es evidente que las computadoras nos ganan por goleada en cuanto a capacidad de almacenaje y velocidad de procesamiento. Deep Blue era capaz de procesar en un segundo muchísimas más jugadas que las que un jugador de ajedrez profesional puede realizar o imaginar a lo largo de su vida. No obstante, Kaspárov fue capaz de vencer a la famosa computadora en su primer encuentro. Este hecho demuestra que realizar un número estratosférico de cálculos a velocidad de vértigo no basta para superar al intelecto humano. Y este no es el único ejemplo. Hasta las computadoras más avanzadas, empleando sofisticados programas diseñados por los mejores ingenieros, encuentran enormes dificultades para ejecutar tareas que cualquier niño en edad preescolar es capaz de realizar sin esfuerzo. ¿Cuál es el secreto de nuestro éxito? El diseño de nuestros circuitos neuronales, formados por unos cien mil millones de neuronas conectadas entre sí.
¿Y qué es lo que hace que nuestro cerebro sea tan especial? Es cierto que existen ciertas similitudes entre nuestro cerebro y una computadora, pero hay algunas diferencias cruciales. En los ordenadores existe una unidad central por donde tiene que pasar necesariamente cualquier información. En cambio, el cerebro es un sistema mucho más descentralizado. Tiene multitud de regiones interconectadas en amplias redes de neuronas y unos pocos puntos donde se concentra un elevado número de interconexiones. Por otro lado, los ordenadores van recibiendo y procesando datos uno detrás de otro. En cambio, nuestro cerebro dispone de varias decenas de miles de millones de neuronas capaces de procesar a la vez la colosal cantidad de información que constantemente nos bombardea, procedente tanto del mundo exterior como de nuestro propio cuerpo. Este sistema de procesamiento paralelo masivo nos confiere una gran ventaja respecto a las computadoras.
Aprendemos desde niños. ¿Cómo lo hacemos?
Existe otra gran diferencia entre nuestro cerebro y las computadoras convencionales: nuestra capacidad de aprender. La mayoría de programas informáticos se basan en una serie de instrucciones consecutivas que pueden conducir a diferentes resultados según las indicaciones que vaya dando el usuario. Por ejemplo, si queremos que un programa reconozca un gato como el que podemos observar en la figura 1A, tendremos que darle una serie de instrucciones: los gatos tienen cuatro patas, una larga cola, unas orejas con forma triangular, bigotes, colmillos, etc. Con una serie de instrucciones lo bastante precisas, conseguiremos que reconozca la imagen e incluso alguna otra similar. ¿Pero qué pasaría si le presentáramos al programa un gato desde otra perspectiva (figura 1B) o un dibujo que representa la silueta de un gato (figura 1C)? Seguramente no sería capaz de reconocer como un gato estas otras imágenes, porque no encajan con la definición que le hemos proporcionado. En cambio, sería posible que la imagen (figura 1D), que corresponde a un lince, sí la considerara erróneamente como un gato.
Figura 1
Para la mayoría de personas, identificar cuáles de estas imágenes corresponden a gatos (reales o figurados) no entraña ninguna dificultad. Esto es así porque cuando nos enfrentamos a una tarea de estas caracerísticas, no tenemos que aplicar una serie de instrucciones. No tenemos que pensar primero que se trata de un animal porque tiene cuatro patas, pero que no es un perro, etc. Automáticamente sabemos qué es un gato y qué no. Si sabemos reconocer imágenes de forma tan eficaz es porque lo hemos aprendido. Por ejemplo, nuestros padres, o en el colegio, nos enseñan a diferenciar animales mediante la repetición de sus características únicas. Así acabamos aprendiendo qué forma tienen los gatos, cómo se mueven, qué ruido hacen, qué comen, cómo dibujarlos y, tras muchas experiencias, somos capaces de identificar sin dificultad estos animales o representaciones esquemáticas de ellos.
Este tipo de aprendizaje es el denominado aprendizaje perceptivo, que consiste en la capacidad de reconocer lo que se nos presenta a través de la información que reciben los ojos, los oídos, la piel, la nariz y las papilas gustativas de la boca. Esa información es transmitida al cerebro desde los órganos de los sentidos y procesada por regiones cerebrales especializadas (figura 2).
Ahora imagina que estás de viaje y te paras en el camino para observar una magnífica puesta de sol. Te rodea un bosque de pinos y hueles su intenso aroma. La información que llega a tus ojos activará neuronas de una zona de tu corteza cerebral (figura 3), donde se empezará a procesar esta información para extraer su significado.
Figura 2
Fuente: https://www.tah-heetch.com/what-area-of-the-brain-gives-us-sense-of-smell-the-kecun3cbjdajavel.html.
La información olfativa también será procesada en la región correspondiente. Y todo ese conjunto de datos quedará integrado en tu cerebro. Si al cabo de un tiempo ves una fotografía de ese mismo paisaje, lo reconocerás. También es posible que percibas olor a pino en cualquier otro lugar y que ese aroma te lleve al recuerdo de la puesta de sol. ¿Por qué podemos reconocer y evocar ese paisaje y hasta su olor en cualquier circunstancia? Porque cuando disfrutábamos de él se crearon circuitos de neuronas en varias regiones del cerebro para procesar lo que veíamos y olíamos, y al volver a contemplar el paisaje en una foto, o al oler su fragancia, se activan esos mismos circuitos, permitiéndonos reconocerlo al instante. ¿Pero existen otros tipos de aprendizaje? En efecto. Si aprendemos a jugar al baloncesto, por ejemplo, también se producirán cambios a largo plazo en las regiones cerebrales implicadas en nuestros movimientos y en su coordinación. En este caso, hablamos de aprendizaje motor.
Figura 3. La corteza cerebral
La corteza cerebral también se conoce como sustancia gris y es la región donde se encuentran los núcleos de las neuronas. En la sustancia blanca, situada justo debajo, es por donde circulan los axones, que también forman parte de las neuronas y que actúan como cables que las conectan entre sí.
Fuente: https://www.zonahospitalaria.com/envejecimiento-no-patologico-un-acercamiento-desde-la-neurociencia/.
Aprendemos para sobrevivir
Existe una forma de aprendizaje que combina las dos anteriores. Se trata del aprendizaje por asociación entre estímulo y respuesta, y nos permite adaptar nuestro comportamiento a la aparición de un estímulo. Implica conexiones entre los circuitos responsables del movimiento y de lo que oímos, vemos, tocamos, etc. Dentro de esta categoría diferenciamos dos tipos de aprendizaje: el condicionamiento clásico y el condicionamiento instrumental. El primero se basa en una asociación entre dos estímulos. ¿Y es importante este tipo de aprendizaje? Mucho, porque aprendemos a predecir el futuro a partir de determinados estímulos sensoriales. Por ejemplo, todo el mundo sabe que las sirenas de alarma nos advierten de algún tipo de peligro. Imagina que nunca hubieses oído una y que mientras caminas por la calle empieza a sonar. Tal vez te extrañaría, pero seguramente ese ruido no provocaría en ti ninguna reacción en particular, puesto que no te resultaría familiar, y tampoco tendría por qué asustarte. Ahora supongamos que segundos después de sonar la sirena aparecen unos aviones en el cielo que empiezan a lanzar bombas. Rápidamente correrías a refugiarte para salvar la vida. Si esa situación volviera a repetirse (primero suena una sirena y al cabo de poco rato empiezan los bombardeos), sin lugar a dudas las siguientes veces que sonase la sirena no esperarías ni un segundo para empezar a correr y buscar refugio. Así, un estímulo inicialmente neutro (la sirena) se habría convertido en un estímulo condicionado capaz de desencadenar una respuesta condicionada (correr para buscar refugio), permitiéndote de esta manera anticiparte a un potencial peligro. ¿Y qué habría sucedido en tu cerebro? Pues que se habrían establecido conexiones entre los circuitos sensoriales que procesan el sonido de la sirena y los circuitos motores que te ponen en movimiento para buscar refugio.
El otro tipo de aprendizaje asociativo es el condicionamiento instrumental. En este caso, lo que se establece es una asociación entre una conducta y un estímulo posterior, que puede ser positivo (recompensa) o negativo (castigo). Así, si una conducta va seguida por una recompensa, tendemos a repetirla, mientras que si va seguida por un castigo, intentamos evitarla en el futuro. Este tipo de aprendizaje propicia comportamientos que son favorables para nuestra supervivencia y que aseguran nuestra reproducción, y anula los que nos perjudican.
También existen procesos de aprendizaje mucho más complejos que suponen establecer relaciones entre diferentes tipos de información sensorial (por ejemplo: aprender qué es una manzana implica integrar información visual, táctil, olfativa y gustativa), relaciones espaciales entre objetos o lugares (por ejemplo: aprender la ruta más corta para ir del trabajo a casa), o relaciones entre secuencias de acontecimientos (por ejemplo: establecer relaciones temporales y espaciales entre los recuerdos de nuestra vida nos permite clasificar mejor y dar continuidad a nuestras experiencias pasadas). Estos tipos de aprendizajes más complejos se encuadran dentro de lo que denominamos aprendizaje relacional.
¿Dónde se esconde la memoria?
Volviendo a la comparación con las computadoras, estas almacenan físicamente la información en lugares concretos de su disco duro. ¿Sabemos si ocurre lo mismo con la memoria en el cerebro? ¿Existe algo así como pequeños compartimentos para cada uno de nuestros recuerdos? Sin que hoy en día seamos capaces de responder completamente estas preguntas, el conocimiento acumulado durante décadas de investigación nos demuestra que es un poco más complicado. El sentido común nos indica que si somos capaces de aprender nueva información y después recuperarla, forzosamente debería existir algún tipo de registro de esta información en nuestro cerebro. Ya en 1921, el biólogo Richard Semon acuñó el término engrama para referirse a las huellas que deja en él la información que aprendemos y que después somos capaces de recuperar. Estos engramas, una vez formados, quedarían en un estado latente, pudiendo ser de nuevo activados en presencia de lo que los originó, de parte de ello o de algo parecido. Semon anticipó que esas huellas están distribuidas por todo nuestro cerebro.
Años más tarde, un psicólogo estadounidense llamado Karl Lashley quiso localizar los misteriosos engramas. Para lograrlo, entrenó ratas para que encontraran comida al final de un laberinto, de manera que tenían que aprender de memoria la ruta que les conducía a su recompensa. Posteriormente, Lashley provocó lesiones en diferentes zonas de sus cerebros y observó cómo afectaban a su capacidad para seguir esa ruta. Su conclusión, tras más de treinta años de investigación, fue que el tamaño de las lesiones era lo que provocaba los problemas de memoria. Así que cuanto más grande era la lesión, más afectada resultaba la memoria, sin importar dónde estaba. Estas observaciones llevaron a Lashley a concluir que no existían regiones en el cerebro especializadas en el aprendizaje y la memoria. ¿Cómo encajan estas conclusiones con lo que sabemos hoy? A diferencia de Lashley, ahora sabemos que sí existen regiones cerebrales que resultan básicas para el normal desarrollo de determinadas funciones del conocimiento, entre ellas la memoria. El psicólogo también fracasó en su intento de localizar los engramas porque su búsqueda se centró en la corteza cerebral, ignorando otras regiones que hoy sabemos que son cruciales para el aprendizaje y la memoria. Pero sus resultados y los conocimientos actuales coinciden en que nuestra capacidad para aprender y recordar depende de redes de neuronas ampliamente distribuidas por todo el cerebro.
Uno de los discípulos de Lashley, Donald Hebb, elaboró uno de los trabajos más influyentes en la neurociencia de las siguientes décadas. Según Hebb, las experiencias que vivimos activan circuitos específicos de neuronas interconectadas y distribuidas por el cerebro, de manera que la representación de dicha experiencia en nuestro cerebro se mantiene viva mientras existe actividad eléctrica en el circuito. Y esa comunicación continuada y simultánea entre las neuronas provoca que las conexiones entre ellas sean cada vez más fuertes. A pesar de la importancia de la contribución de Hebb, su teoría seguía sin aclarar si existen regiones cerebrales específicas que alberguen la memoria, hasta que una década después apareció el paciente H. M.
El curioso caso del paciente H. M.
En 1957, la neuropsicóloga Brenda Milner y el neurocirujano William Scoville describieron el curioso caso de H. M., una persona con un grave trastorno de memoria cuyo estudio nos ayudó a comprender dónde se ubican los recuerdos. H. M. fue atropellado por una bicicleta a los nueve años, y a los diez empezó a tener crisis epilépticas que con el tiempo se agravaron. Ya de adulto, H. M. se puso en manos de Scoville, quien le aplicó una terapia experimental: le extirpó el área del cerebro donde se ubica una estructura llamada hipocampo (figura 4).
Figura 4
Fuente: https://maestroviejo.es/conoce-la-maravillosa-anatomia-del-hipocampo/.
La operación lo ayudó a controlar las crisis epilépticas, pero empezó a sufrir graves problemas de memoria. Había perdido la capacidad de aprender nueva información y tampoco recordaba hechos ocurridos algunos años antes de la operación. Sin embargo, conservaba intactos los recuerdos más antiguos. Por otro lado, su capacidad de percepción, comunicación y razonamiento, y su memoria verbal inmediata (la capacidad de repetir información justo después de recibirla) permanecían intactas. El caso de H. M. fue estudiado por la neuropsicóloga Brenda Milner durante cincuenta años y constató que era incapaz de aprender nueva información. Por ejemplo, cada vez que entraba en su consulta era como si fuese la primera vez que la veía y podía leer el mismo número de una revista innumerables veces, puesto que cada vez le parecía nuevo. H. M. era consciente de su problema. Para él empezaba todo de nuevo cada día, sin que le fuese posible saber qué había ocurrido el día anterior o, incluso, pocos instantes antes. Según sus propias palabras, era como «despertar de un sueño constantemente». Con el tiempo, Milner y Scoville llegaron a la conclusión de que la extirpación del hipocampo era la responsable de los problemas de su paciente, de lo cual podía deducirse que tiene un papel relevante en el aprendizaje de nueva información.
No obstante, también comprobaron que no todas sus formas de memoria se habían alterado. Como hemos comentado, H. M. era capaz de retener información verbal durante un breve lapso de tiempo siempre que la repitiese mentalmente, pero si lo distraían, la información se esfumaba. Su memoria a corto plazo parecía estar intacta, pero no conseguía retener la información a largo plazo. Esto parecía indicar que las memorias a corto y a largo plazo dependían de diferentes áreas cerebrales.
Además, Milner y Scoville sometieron a H. M. a un sencillo experimento. Le sentaron delante de un folio con una estrella dibujada y colocaron en vertical un espejo enfocando hacia él y en el que se veía reflejada la estrella. Sin dejarle mirar dicha estrella del folio sino a su reflejo, le dieron un lápiz para que trazase su contorno en el propio folio.
Esta tarea, si no se ha realizado nunca antes, requiere un cierto grado de destreza que se consigue a base de repetirla. H. M. logró la habilidad suficiente para realizar el dibujo correctamente tras diez intentos y varios días después lo podía seguir haciendo. Esta forma de aprendizaje también estaba en perfecto estado, aunque su sorpresa fue mayúscula cuando vio que H. M. podía aprender a dibujar la estrella, pero no podía recordar cuándo lo había aprendido. Lo que le ocurría solo se explicaba si este tipo de aprendizaje dependía de áreas diferentes a la del hipocampo, ya que se lo habían extirpado.
Figura 5
Fuente: Kandel (2013, pág. 1446).
Estos hallazgos pusieron de manifiesto que existen diferentes sistemas de memoria y que están situados en diversas zonas del cerebro: la memoria declarativa y la memoria procedimental. La primera es lo que normalmente conocemos como memoria y está constituida por diferentes tipos de información (datos autobiográficos o conocimientos generales, como, por ejemplo, que París es la capital de Francia) a los que accedemos de forma consciente. La segunda se refiere a conocimientos basados en habilidades que adquirimos a través de un entrenamiento y que después activamos de forma automática y mayoritariamente no consciente (por ejemplo, conducir un coche o dibujar la estrella). Mientras que la memoria declarativa depende de una red de neuronas de la cual forma parte el hipocampo, la memoria procedimental depende de una red diferente que implica a otras regiones cerebrales, los ganglios basales. Por eso H. M. no recordaba haber aprendido a dibujar la estrella, pero lo podía hacer de forma automática. Así, pues, a principios de la segunda mitad del siglo xx empezaba a cristalizar la idea de que, aunque la memoria dependiese de una red ampliamente distribuida a lo largo del cerebro, existían regiones con más peso que otras en su funcionamiento.