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Aprender y recordar cambia nuestro cerebro

L., que ahora tiene diecinueve años, nació con problemas delicados: parálisis cerebral y un tipo de epilepsia grave y poco frecuente en recién nacidos. Ya desde que era una bebé, el hemisferio izquierdo de su cerebro no dejaba de producir descargas eléctricas sin control. Le dieron poco tiempo de vida, pero L. aprendió a gatear y a andar, y con dos años y medio ya hablaba. Sin embargo, las crisis epilépticas fueron en aumento y no había medicamento que lo remediara. Con catorce años, sus padres y los médicos que la trataban decidieron operarla para desconectar esa mitad del cerebro que hacía de su vida una tortura. Era una intervención complicada y agresiva que podía provocarle la pérdida del movimiento y dejarla sin habla. Tras recuperarse en el hospital, L. volvió a casa. No había perdido ni el habla ni la movilidad de su lado derecho, acciones que realizamos gracias a la actividad del hemisferio izquierdo, precisamente el que le habían desconectado. De hecho, L. estaba mejor que nunca. ¿Un milagro? Habrá quien piense que sí. De hecho, no deja de ser asombroso que nuestro cerebro sea capaz de hacer cosas como las que hizo el cerebro de L. Desde que nació había transferido las funciones de su hemisferio enfermo al sano, una capacidad del cerebro que se da, sobre todo, en personas que sufren lesiones en edades muy tempranas. Una de las propiedades más fascinantes de nuestro cerebro es su capacidad de adaptación. Llega a modificar su forma y sus funciones en respuesta a los estímulos que recibe. El de L. lo hizo y ahora es una joven que, a pesar de sus dificultades, tiene una vida relativamente autónoma. Gracias a su maleabilidad, se afirma que el cerebro es un órgano plástico. Seguro que has oído hablar de la plasticidad cerebral o neuroplasticidad. Son las palabras que se emplean cuando nos referimos a la capacidad del cerebro para cambiar y responden a un concepto muy amplio. La neuroplasticidad nos permite registrar nuestros recuerdos. Por lo tanto, es un elemento fundamental del aprendizaje. Pero además, este término también se usa cuando nos referimos a la capacidad del cerebro para recuperarse de una lesión. De este modo, la neuroplasticidad se refiere tanto a los cambios que afectan a nuestro cerebro y se originan en condiciones normales (los asociados al aprendizaje), como si son una respuesta a diferentes tipos de daño cerebral, como ocurrió con L. Vamos a descubrir cómo cambia nuestro cerebro cuando aprendemos y recordamos.

Nuestras neuronas hablan entre ellas

A simple vista y en un corto plazo, es imposible apreciar cambios en el cerebro, pero sabemos que las neuronas y otros componentes del sistema nervioso modifican constantemente su tamaño, su forma y su función a partir de cambios en su entorno. Hoy en día disponemos de la tecnología que nos permite demostrar que eso es así, pero antes de que fuésemos capaces de registrar la actividad de las neuronas o de que aparecieran herramientas diagnósticas como el famoso TAC o la resonancia magnética, que revolucionaron la investigación del cerebro, la neuroplasticidad fue objeto de polémica durante décadas. Santiago Ramón y Cajal descubrió que las neuronas son las células del sistema nervioso y que son individuales, pero se comunican entre sí. Galardonado con el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906, desafió a sus colegas, porque a principios del siglo xx se creía que el cerebro adulto ya no se modificaba. El genio navarro contradijo tal idea al proponer que los circuitos de neuronas eran estructuras dinámicas y que nuestras experiencias las modificaban a lo largo de toda la vida. Había nacido la neuroplasticidad. Sin embargo, esta teoría presentaba un problema. Ramón y Cajal trabajaba con muestras de tejido cerebral que le dejaban ver su estructura, pero que no le permitían estudiar su función. ¿Cómo podía entonces afirmarse que el cerebro cambiaba a partir de las experiencias vividas? Tuvieron que pasar décadas hasta que los avances tecnológicos permitieron demostrar que Ramón y Cajal tenía razón.

¿Qué es lo que hacen las neuronas para aprender y recuperar posteriormente esta información? A partir de la segunda mitad del siglo xx, varios experimentos fueron capaces de demostrar cómo cambian la forma y el funcionamiento de las neuronas en respuesta a lesiones o a situaciones de estrés. Uno de ellos permitió ver, a principios de los años setenta, que las sinapsis experimentaban cambios duraderos en respuesta a determinados estímulos. ¿Y qué son las sinapsis? Sencillamente, el lugar donde las neuronas se conectan entre sí. Por lo tanto, se encargan de que la información se transmita entre diferentes neuronas y entre distintas partes de nuestro cerebro. La sinapsis está formada por la unión de dos neuronas entre las que queda un espacio muy estrecho relleno de líquido. ¿Y cómo se comunican? Una neurona (presináptica) libera una señal (neurotransmisor) que se une al receptor de otra (postsináptica). Imagínate a ti mismo como una neurona y que tus llaves son los neurotransmisores. Imagina, también, que tu casa es otra neurona y que la cerradura de la puerta son los receptores. Cuando la llave se mete en la cerradura, tú entras en casa. Se acaba de producir la conexión entre neuronas (figura 11). Y esa conexión puede ser más débil o más fuerte. Cuanto más fuerte, más fácil es la comunicación entre dos neuronas.

Figura 11


Fuente: https://slideplayer.es/slide/1417740/ (abajo); https://www.khanacademy.org/science/biology/human-biology/neuron-nervous-system/a/the-synapse (arriba).

Miles de millones de neuronas trabajando sin parar

La potenciación a largo plazo es el principal mecanismo que usan las neuronas para guardar la información. Cuando vives una experiencia, si es suficientemente intensa se produce una serie de descargas eléctricas repetidas en las neuronas de tu hipocampo que provocan cambios a largo plazo en sus conexiones con las siguientes neuronas del circuito. Estos cambios no se limitan solo al hipocampo, sino que se propagan a todas las zonas del cerebro que han procesado la información de esa experiencia. De este modo, las conexiones entre neuronas se fortalecen, dejando una huella física del recuerdo, o lo que es lo mismo, el enigmático «engrama» de Semon que vimos en el primer capítulo. Los avances técnicos han permitido observar que la potenciación a largo plazo no solo provoca cambios en la función de una neurona para que se comunique mejor con la siguiente, sino que también hace que cambie físicamente, porque las sinapsis que más se estimulan también crecen. ¿Y cómo se producen los cambios? Los mecanismos que los hacen posibles darían para escribir otro libro, pero podemos resumirlos muy brevemente. Cuando vives una experiencia muy intensa, se producen descargas eléctricas en tus neuronas. Esas descargas activan en las neuronas una cascada de mecanismos capaces de elaborar nuevas proteínas. Y son esas proteínas las que incrementan el tamaño de las zonas de las neuronas que entran en conexión, amplificando al máximo y haciendo más eficaz la comunicación entre ellas.

La potenciación a largo plazo también permite asociar dos estímulos. Imagina una neurona, a la que llamaremos C, que conecta con otras dos neuronas, la A y la B. Supongamos que A estimula a C y que ese estímulo es potente y fortalece su conexión. Por su parte, el estímulo de B es demasiado débil. Si ambos estímulos se producen a la vez, la potenciación a largo plazo permitirá grabar la información que proporcionan los dos, pero si los estímulos se dan en momentos diferentes, solo guardaremos los datos ofrecidos por la conexión entre A y C, basados en el estímulo más intenso (figura 12).

Figura 12


Fuente: elaboración propia.

Ahora traslademos estos conceptos al mundo real. Los expertos en buscar setas saben perfectamente dónde encontrarlas, porque con los años han aprendido a asociar las setas con otros tipos de información que les proporcionan pistas que son útiles para encontrarlas, como ciertos lugares o ciertos tipos vegetación. Gracias a eso, predicen dónde estarán. Por ejemplo, si siempre encuentran setas bajo un pino, su cerebro asociará el pino con la seta. De esta forma, basándose en su experiencia, cada vez que encuentren un pino mirarán a ver si hay una seta.

Simplificando mucho, introduzcámonos en el cerebro de los buscadores de setas. La seta es el objetivo de su búsqueda y, por lo tanto, ese estímulo fuerte capaz de provocar la potenciación a largo plazo en la conexión entre las neuronas A y C. El pino sería el estímulo débil de la conexión entre B y C, porque de forma aislada no es importante. Si ambos estímulos se presentan a la vez, B y C se fortalecen y el recuerdo del pino queda irremediablemente asociado a las setas, de manera que si el buscador de setas ve de nuevo un pino en el futuro, lo asociará a la presencia de las mismas.

Así, pues, miles de millones de neuronas están en constante actividad en nuestro cerebro, comunicándose sin cesar unas con otras y fortaleciéndose y creciendo a cada segundo. Ahora bien, ¿no es posible que llegue un momento en el que los circuitos del cerebro se saturen?

En efecto. Después del descubrimiento de la potenciación a largo plazo fue descubierto el mecanismo opuesto, la depresión a largo plazo, que debilita las conexiones entre neuronas. Cuando una neurona recibe estímulos durante un tiempo prolongado, pero separados en el tiempo, su conexión con la siguiente neurona del circuito se debilita. Y este cambio también se mantiene a lo largo del tiempo. Nuestro cerebro es capaz de combinar ambos mecanismos para evitar un «cortocircuito» que nos impida aprender y recordar (figura 13).

Figura 13


Fuente: elaboración propia.

El milagro de la neuroplasticidad

El fenómeno de la neuroplasticidad ha sido estudiado y documentado en cerebros de animales de experimentación. ¿Pero qué ocurre con nosotros? ¿Sabemos realmente si la experiencia modifica la estructura de nuestro cerebro? Para desentrañar el misterio, hemos estudiado a personas que por su profesión han sido expuestas constantemente a un tipo de estímulo. ¿El objetivo? Encontrar diferencias entre sus cerebros y los de personas que no hayan recibido ese tipo de estímulos. Uno de esos colectivos ha sido el de los músicos. La música es un estímulo auditivo muy complejo que abarca diferentes dimensiones, como el ritmo, la melodía y la armonía, y activa casi todas las zonas de nuestro cerebro. Los estudios realizados han demostrado que los músicos tienen más desarrolladas las zonas del cerebro implicadas en el aprendizaje, el control, las sensaciones, el movimiento, el procesamiento auditivo y el lenguaje.

Otro de los experimentos más populares que se han realizado para demostrar la existencia de neuroplasticidad es el famoso estudio de los taxistas de Londres. Para obtener su licencia, deben superar un durísimo test y han de demostrar que son capaces de cruzar la ciudad a través de 320 rutas diferentes que deben aprenderse de memoria. Los candidatos tardan entre dos y cuatro años en entrenarse para someterse al examen. A ojos de un equipo de investigadores del University College de Londres, esta particularidad convertía a los taxistas londinenses en los candidatos ideales para comprobar si entrenar la capacidad de navegación espacial más que el resto de la población había cambiado la estructura de sus cerebros. Además, estos investigadores creían saber dónde podían encontrar estos cambios: en el hipocampo. Además de ser importante para nuestra memoria autobiográfica y otras formas de memoria declarativa, el hipocampo es básico para orientarnos en el espacio. Por todo ello, los autores del estudio creían que si el entrenamiento de los taxistas tenía algún efecto, debía encontrarse en él.

Se pusieron manos a la obra e invitaron a un grupo de taxistas y a otro grupo de personas de edad y características similares, pero que no eran taxistas, a hacerse una resonancia magnética cerebral. Encontraron que, efectivamente, una zona del hipocampo, la que se asocia con la capacidad de orientación espacial, era más grande en los taxistas. Sin embargo, había un problema: el mayor tamaño se podía deber al efecto del entrenamiento o a que el complicado examen para obtener la licencia solo lo aprobaran las personas con mayor capacidad de orientación y con un hipocampo más grande. Así que siguieron investigando, esta vez comparando a los taxistas veteranos con los novatos. Vieron que los primeros tenían un hipocampo de mayor tamaño que los que llevaban menos tiempo en la profesión. Eso les llevó a concluir que era la experiencia al volante la que había cambiado la forma de su cerebro: su hipocampo era más grande.

Para saber si las diferencias en el cerebro se deben al efecto de la experiencia o son rasgos innatos, otro equipo de investigadores de la Universidad de Ratisbona (Alemania) hizo un estudio diferente. Escogieron un grupo de jóvenes con edades y características similares, y los dividieron en dos grupos al azar. Los jóvenes de un grupo aprendieron a hacer malabarismos, mientras que los del otro no. Como requisito para participar en el estudio, ningún voluntario podía haber aprendido antes a hacer juegos malabares. De esta manera, se aseguraban de que todos fueran igual de inexpertos antes de empezar el experimento y todos se sometieron a una resonancia magnética cerebral antes y después de que el primer grupo aprendiera. Al comparar las imágenes, los investigadores encontraron que antes del aprendizaje no había diferencias entre ellos, pero que después, en los jóvenes que habían hecho el entrenamiento, se había desarrollado más una región del cerebro responsable del procesamiento visual y del movimiento. Eso confirmaba que, como en el caso los taxistas de Londres, el aprendizaje es capaz de cambiar la forma de nuestro cerebro.

Ejercita tu cerebro con música

La experiencia ha demostrado que la música puede ayudarnos a mejorar nuestra capacidad de aprendizaje. De hecho, como hemos visto, algunas zonas del cerebro de los músicos profesionales están más desarrolladas que en personas que no se dedican a ella. No es necesario que te apuntes a un conservatorio, pero sí puede serte de mucha ayuda escuchar música. Aunque hay investigadores que los cuestionan, diversos estudios han demostrado el denominado «efecto Mozart». De acuerdo con un estudio publicado en 1993, escuchar la música del compositor austriaco durante diez minutos puede mejorar nuestra concentración y la capacidad para razonar. Y, en general, la música clásica nos ayuda a disminuir nuestros niveles de estrés y a bajar la tensión arterial, mejora nuestro rendimiento, nos alivia la ansiedad y el dolor, y combate el insomnio, que, como veremos más adelante, es uno de los principales enemigos de nuestra memoria. Escuchar y practicar música, además, puede ayudar a los niños a desarrollar sus habilidades, pues mejora su capacidad de atención y de concentración, y también su memoria.

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