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¿Cuántas memorias tenemos?
El estudio del caso de H. M. fue esencial para saber que existen distintos tipos de memoria y que cada uno de ellos depende de estructuras diferentes del cerebro. H. M. también nos ayudó a saber que el aprendizaje y la memoria dejan huella en nuestro sistema nervioso, que esta huella depende de múltiples regiones cerebrales y que no todas las zonas implicadas en la memoria tienen el mismo peso, ya que existen algunas especialmente importantes. ¿Pero cuántas clases de memoria tenemos? (figura 6).
Figura 6
Fuente: adaptado a partir de Squire (1986).
La memoria a corto plazo
En algún momento, todos necesitamos almacenar información para usarla inmediatamente y durante poco tiempo. Cuando queremos recordar un número de teléfono y no podemos anotarlo, por ejemplo, lo que hacemos es repetirlo mentalmente una y otra vez hasta que logramos escribirlo en algún sitio. ¿Y cómo actúa nuestro cerebro en ese momento? Mientras no podemos anotar el número, mantiene activos los circuitos de neuronas que procesan la información (el número de teléfono). Esta capacidad de manipular mentalmente la información registrada para llevar a cabo un objetivo determinado (anotar el teléfono en un papel) se conoce como memoria de trabajo y es uno de los principales tipos de memoria a corto plazo.
Supongamos ahora que estás viendo una película y aparece una persona con una chaqueta roja que en la escena siguiente ya no vuelve a aparecer. Si a los pocos segundos de verla te preguntan: «¿De qué color es la chaqueta de la persona que apareció en la escena anterior?», probablemente responderás con acierto, aunque no hayas hecho ningún esfuerzo para retener dicha información. Este proceso es lo que conocemos como memoria inmediata, el otro tipo de memoria a corto plazo. La diferencia entre ambas es que mientras que la memoria de trabajo requiere una manipulación activa de la información, como repetir un número de teléfono, la memoria inmediata es un proceso pasivo.
¿Y cómo recordamos a corto plazo? Mientras estamos conscientes, siempre mantenemos activa durante unos segundos la información que procesan sin parar nuestros ojos, oídos, etc. y los sistemas responsables de que nos movamos. Si no ocurriera así, cada vez que cambiásemos la dirección de la mirada nos parecería estar en un lugar totalmente nuevo, porque no podríamos relacionar lo que vemos con lo que veíamos una fracción de segundo antes. Toda la información que nuestro cerebro retiene a corto plazo transitoriamente para lograr algún objetivo (memoria de trabajo) se mantiene activa gracias, en gran medida, a la corteza prefrontal, cuya principal función es planificar y coordinar acciones dirigidas a objetivos. También es esencial para centrar nuestra atención, algo muy importante, porque sin concentrarnos no podemos codificar bien la información que recibimos y, por lo tanto, no es posible que se registren y se consoliden los recuerdos.
Por otra parte, la corteza prefrontal también es fundamental a la hora de recuperar información que ya tenemos almacenada. Si te preguntan por el nombre de un director de cine y no te sale al instante, quizás intentes recordar la letra por la que empieza el nombre, qué cara tiene, qué otras películas ha dirigido… Así hasta que su nombre aparece en tu mente. Este tipo de recursos que utilizamos para recordar dependen en gran medida de nuestra corteza prefrontal. Por este motivo, las personas con lesiones en esta región del cerebro no solo tienen más dificultad para aprender nueva información debido a su dificultad para centrar la atención, sino que también les cuesta crear estrategias para acceder a la información que ya tienen en la memoria.
La memoria a largo plazo
Muchos de nosotros aprendemos a ir en bicicleta de niños y algunos continuamos usándola a lo largo de nuestras vidas. Otros, sin embargo, la dejamos hasta que años más tarde decidimos pedalear de nuevo. No obstante, nadie que haya aprendido a ir en bici tiene que volver a aprender. Y no importa que hayan pasado décadas desde la última vez que nos subimos a una. Además, seguramente tenemos innumerables recuerdos asociados a ella: la fiesta de cumpleaños en la que nos la regalaron, una excursión o tal vez un brazo roto por una caída. Ir en bicicleta y recordar experiencias asociadas a ella son ejemplos que ilustran dos tipos diferentes de memoria a largo plazo. Nos acordamos de pedalear y mantener el equilibrio en la bici gracias a nuestra memoria procedimental, que es un tipo de memoria implícita (o no declarativa). Son memorias que se activan de forma automática sin que seamos conscientes de ello. En cambio, los recuerdos de momentos de nuestras vidas asociados a la bicicleta forman parte de nuestra memoria episódica, que a su vez es un tipo de memoria explícita (o declarativa). Son memorias que activamos de forma consciente para recuperar información sobre episodios de nuestras vidas o conocimientos generales. Sin embargo, las dos tienen en común que permiten mantener habilidades o información que aprendimos o registramos en el pasado y que a menudo permanecen en nuestro cerebro durante toda la vida.
La memoria explícita (o declarativa)
Cuando hablamos de tener o no memoria nos estamos refiriendo a nuestra memoria explícita. Este tipo de memoria nos permite recuperar información sobre acontecimientos que pueden ser recordados de forma consciente y se divide en dos categorías: la memoria episódica, relativa a experiencias personales, y la memoria semántica, sobre conocimientos generales que vamos acumulando a lo largo de la vida. Cuando recuerdas algo de tus últimas vacaciones o los detalles de una conversación mantenida el día anterior, utilizas tu memoria episódica, ya que estás recuperando de forma consciente datos sobre vivencias que te han ocurrido en lugares y momentos concretos. Por otro lado, si te estás entreteniendo con un juego de mesa que ponga a prueba tus conocimientos generales, deberás usar tu memoria semántica para recuperar información sobre historia, geografía, cultura, etc. Así, pues, la memoria episódica es como un diario o un álbum de fotos donde guardamos diferentes fragmentos de episodios de nuestras vidas, mientras que la memoria semántica es como nuestra enciclopedia personal, el lugar donde almacenamos todo lo que sabemos del mundo que nos rodea, incluyendo palabras, objetos, animales, personas o conceptos abstractos.
¿Dónde se almacenan los recuerdos de toda una vida? En la actualidad todavía hay muchas incógnitas, pero parece claro que el almacenamiento a largo plazo de nuestros recuerdos autobiográficos (memoria episódica) y de nuestros conocimientos generales (memoria semántica) depende de redes de neuronas ampliamente distribuidas por nuestra corteza cerebral que mantienen una relación común con el hipocampo. Los recuerdos de la memoria explícita no quedan fijados inmediatamente después de vivir una determinada experiencia. Van consolidándose a lo largo del tiempo y por eso pueden ir cambiando. Se cree que este proceso de fijar los recuerdos puede durar varios años y al final sí quedan almacenados de forma estable. Al principio de ese proceso, cuando queremos recordar, recuperamos la información del hipocampo, pero a la larga, y progresivamente, los recuerdos «viajan» a las áreas de la corteza cerebral donde se procesó por primera vez la experiencia que dio lugar a nuestro recuerdo. En mis años de experiencia, y tras innumerables charlas con las familias de personas que padecen la enfermedad de Alzheimer, he observado que tienen algo en común: no entienden que los pacientes, en fases iniciales de la enfermedad, tengan grandes dificultades para recordar cosas que han sucedido pocas horas o minutos antes, mientras que son capaces de rememorar episodios de su infancia. Muchas personas se sorprenden ante esta situación y pueden llegar a pensar que sus familiares exageran sus problemas. «¿Cómo no se acuerda de algo que ha sucedido el día anterior si es capaz de evocar un recuerdo de cuando tenía ocho años?», se preguntan una y otra vez. Su argumento se basa en la creencia errónea de que los recuerdos antiguos son más débiles que los recientes. Y es justamente al revés. En realidad, la pérdida de memoria de los pacientes con alzhéimer cuadra perfectamente con el modelo de almacenamiento que hemos explicado antes: una de las primeras regiones cerebrales que se daña debido al alzhéimer es el hipocampo, mientras que las regiones de la corteza cerebral donde al final se almacenan los recuerdos más antiguos permanecen bastante salvaguardadas hasta fases más avanzadas de la enfermedad, cuando los pacientes ya empiezan a olvidar su propia biografía, así como a sus familiares y amigos, de forma que poco a poco se va desintegrando su identidad.
¿Y cómo creamos nuestra propia enciclopedia? Para saber cómo funciona la memoria semántica nos ha ayudado mucho otra enfermedad: la demencia semántica. Los pacientes que la sufren tienen dificultades para nombrar objetos, animales, personas o conceptos, y eso no se debe a problemas de percepción o a que olviden el nombre de las cosas, sino a que olvidan por completo su significado. Por ejemplo, si le damos una manzana a un paciente con demencia semántica, tal vez pueda describirnos su forma y su color, podría probarla y apreciar su sabor dulce, pero no sería capaz de reconocer qué es lo que tiene en las manos. ¿Qué le sucede? Nuestro conocimiento sobre las manzanas implica diferentes características y a diversas zonas del cerebro. Su forma, su color, su tacto, su gusto, etc. se analizan en diferentes regiones de la corteza cerebral. Podemos pronunciar su nombre gracias a otras. Y al cortarla, se activan programas situados en regiones que controlan los movimientos. ¿Pero el concepto de manzana depende solo de que se activen a la vez estas distintas áreas del cerebro? No. Para que nuestro cerebro sepa cuándo se reúne el conjunto mínimo de características para poder reconocerla, hace falta algo que centralice el procesamiento de todas sus características. Las personas con demencia semántica tienen afectado el polo temporal anterior, que es ese «algo»: el centro de recepción de los diferentes atributos que configuran nuestro conocimiento sobre objetos, personas, hechos y, en resumen, sobre todo aquello que nos rodea. A esta singular región cerebral va a parar toda la información procedente de diferentes áreas, permitiéndonos encajar las piezas necesarias para formar conceptos (figura 7). Si se deteriora, nuestra enciclopedia personal se desvanece.
Figura 7
Fuente: Patterson, Nestor y Rogers (2007): https://www.semanticscholar.org/paper/Where-do-you-know-what-you-know-The-representation-Patterson-Nestor/a6770205004166b4f16dc6625f8dea6cb901b1b0/figure/0.
La memoria implícita (no declarativa)
Las personas solemos repetir las mismas conductas a diario y la mayoría de estos actos rutinarios los llevamos a cabo casi sin darnos cuenta, porque nuestro cerebro ha aprendido a realizarlos de forma automática. Gracias a ello, nuestra atención puede centrarse en resolver imprevistos o planificar acciones futuras sin tener que ocuparnos de las rutinas. Este tipo de acciones rutinarias que realizamos de forma casi inconsciente son lo que denominamos hábitos. Estos son una suerte de fuerza invisible que gobierna la mayoría de nuestros actos cotidianos, liberándonos de la necesidad de pensar constantemente qué tenemos que hacer. Los hábitos se aprenden y, por consiguiente, son un tipo de memoria. Concretamente, forman parte de la denominada memoria procedimental, uno de los principales tipos de memoria implícita, que no requiere un acceso consciente a la información y que también engloba las habilidades del movimiento y de la percepción. Este tipo de memoria se diferencia de la memoria explícita en que accedemos a ella de forma automática. Si tenemos que enseñar a alguien a montar en bicicleta, difícilmente lo lograremos si solo se lo explicamos. Es mucho más sencillo que aprenda, en primer lugar, mirando cómo lo hacen otras personas y, luego, probándolo ella misma, de manera que pueda mejorar su técnica a base de probar y corregir errores. La memoria procedimental se basa, pues, en la repetición de actos, aplicando las correcciones necesarias, hasta alcanzar un dominio suficiente de la habilidad que se quiere aprender. Actualmente, sabemos que el aprendizaje de habilidades motoras y otras formas de memoria procedimental dependen en gran medida de los ganglios basales, situados en la parte profunda del cerebro y que forman parte de una red más extensa, que también implica a otro núcleo de la zona profunda del cerebro llamado tálamo y a áreas de la corteza cerebral (figura 8).
Figura 8. Imagen orientativa del circuito entre ganglios basales, tálamo y corteza cerebral
Fuente: https://tremorjournal.org/index.php/tremor/article/view/175.
En los circuitos que se establecen entre estas regiones, se guarda la memoria procedimental. Tal y como hemos comentado, los hábitos y habilidades se aprenden a base de repetir acciones. Al final de cada repetición, nuestro cerebro evalúa el resultado y determina hasta qué punto nos hemos acercado a nuestro objetivo. El papel de los ganglios basales es recordar las acciones que nos han acercado más al éxito.
Otra estructura que también participa en el proceso de aprendizaje de habilidades motoras es el cerebelo (figura 9), que funciona como una especie de detector de errores que permite que corrijamos nuestros movimientos en tiempo real cada vez que se desvían del plan para lograr un objetivo.
Figura 9
Fuente: https://www.kenhub.com/en/library/anatomy/cerebellum-gross-anatomy.
Otros tipos de memoria implícita
Existe un tipo de memoria, la memoria primado, que hace que, si nos exponemos a un estímulo, nuestra respuesta a otro posterior se vea condicionada de forma inconsciente. El experimento realizado por el psicólogo social John Bargh nos permitirá entenderla mejor. Bargh expuso a un grupo de personas a diferentes listados de palabras. Encontró que los voluntarios expuestos a conceptos asociados a la vejez (como jubilado, bingo, rígido, conservador o antiguo, entre otros) caminaban de forma más lenta tras finalizar el experimento en comparación con los participantes de otro grupo, que habían sido expuestos a otras palabras. La conclusión de este estudio, algo controvertido, fue que la exposición a palabras asociadas a la vejez había condicionado de forma inconsciente la manera de caminar de los participantes. Aunque las zonas del cerebro que albergan el primado no son bien conocidas del todo, existen evidencias de que este tipo de memoria reside en regiones de nuestra corteza cerebral y que es independiente del hipocampo y de los ganglios basales.
Otro tipo de memoria implícita, el condicionamiento clásico, nos permite asociar un estímulo neutro con otro que es capaz de evocar automáticamente una respuesta. Es lo que hemos visto anteriormente con el ejemplo de la sirena y el bombardeo. En esta memoria, el cerebelo estaría implicado en respuestas de movimiento, pero existe un tipo particular de condicionamiento clásico que asocia los estímulos con respuestas emocionales. Una de ellas, el miedo, se ha vinculado a una estructura del cerebro llamada amígdala (figura 10).
Figura 10
Fuente: https://accessmedicina.mhmedical.com/content.aspx?bookid=1486§ionid=102078084.
La amígdala es básica para procesar nuestras emociones. El miedo a algunos animales potencialmente peligrosos, como las serpientes, es una respuesta que hemos conservado a lo largo de la evolución. También hemos desarrollado un sistema para aprender a temer determinados estímulos que, aunque por sí mismos no resultan peligrosos, suelen anunciar algún peligro según nos ha enseñado nuestra experiencia. Esta capacidad de aprendizaje nos permite anticipar futuros peligros y adoptar las medidas necesarias para evitarlos. Tanto la capacidad para detectar señales inequívocas de peligro (que no necesitan ser aprendidas) como la capacidad de aprender a temer nuevos peligros dependen de la amígdala. Recibe información y activa una respuesta emocional si detecta un peligro. Cuando experimentamos miedo, nuestro ritmo cardíaco se acelera, nuestra respiración se vuelve más agitada y nuestros músculos se tensan. Lo que está haciendo nuestro organismo de forma automática es prepararnos para hacer frente a una amenaza.
Por último, la habituación y la sensibilización, que también se consideran un tipo de memoria implícita, son las formas más sencillas de aprendizaje y básicamente consisten en la creación de actos reflejos basándonos en nuestra experiencia. La habituación se produce cuando un estímulo inofensivo se presenta de manera repetida y nuestro cerebro aprende a ignorarlo, de manera que dejamos de prestarle atención. Por ejemplo, el ruido de un tren que pasa cerca de nuestro hogar y que con el tiempo ya ni percibimos. La sensibilización hace que nuestra respuesta a estímulos inofensivos sea mayor que la habitual si momentos antes hemos recibido alguno nocivo. Si nos acabamos de quemar las manos al coger una bandeja del horno y pasa el tren, reaccionamos como si el ruido fuera una señal de peligro. Este tipo de memoria implícita no requiere la participación de estructuras cerebrales. Actúa sobre vías neuronales más simples.
A lo largo de este capítulo he presentado los distintos tipos de memoria de forma separada. Es la forma de poder describir de manera más comprensible sus características y rasgos diferenciales. No obstante, no hay que pensar en los sistemas de memoria a corto y a largo plazo, o en la memoria implícita y explícita, como compartimentos cerrados sin comunicación entre ellos. La realidad es que estos tipos de memorias se solapan y comunican entre ellos. Es su suma y su interacción lo que en última instancia constituye la base de lo que somos cada uno de nosotros.