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Lord Queensberry interviene

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En 1895, mi amistad con Oscar Wilde se había resuelto en una intimidad tan estrecha que daba lu­gar a chismes y comentarios. Éramos inseparables; donde iba Wilde iba yo también, y él me acompañaba a todas partes. Yo vivía con mi madre en Cadogan Place, y Wilde, en Tite Street 16 (Chelsea). Almorzábamos y comíamos juntos, generalmente en el café Royal o en el Savoy, y por las noches íbamos a un teatro o a un music-hall. Terminábamos el día con una cena en Willis. Yo ya me había ido de Oxford y tenía todo el tiempo libre. Por aquella época, la cuestión del dinero no me preocupaba en lo más mínimo. Mi padre me pasaba una pensión de trescientas cincuenta libras al año; yo disponía de lo necesario y de lo superfluo con solo recurrir a mis parientes o amigos; cuando me veía apurado de dinero, no tenía más que pedírselo a mi madre o a mi indulgente abuelo Montgomery. Lo cierto es que gastaba al año no menos de mil quinientas libras. Wilde era un camarada muy derrochón, sobre todo desde que empezó a considerarse un gourmet y un aristócrata. Se permitía también juergas onerosas, y aunque yo me hubiese dado por satisfecho con una pinta de cerveza servida en cualquier bar, no le hago ascos a una buena cocina; cuando se trataba de encargar un menú exquisito o de convidar a la mesa a nuestros amigos, no quería por nada del mundo quedar a la zaga de Wilde.

Entre los cargos formulados contra mí en el proceso Ransome, con ayuda del precioso documento que míster Ross ha regalado al Museo Británico, figuraban los de mi extravagancia y mi prodigalidad, por culpa de los cuales tuve que soportar la lectura de los menús de algunos de nuestros festines de Lúculo. Wilde insinuaba que nosotros no nos alimentábamos más que de deliciosos hortelanos41 —y a propósito, ¿los hay que no lo sean?— y de fuagrás de Estrasburgo, creyéndonos obligados a rociarlo todo con Perrier-Jouët42 y un brandy cincuentenario.

Naturalmente me es imposible recordar ahora las comidas de hace veinte años, pero cualquier desocupado sabrá que en Londres se puede comer muy bien por un soberano, y yo recuerdo que a Wilde un soberano le parecía un capital. También se ha dicho que, desde el otoño de 1892 hasta la fecha de su encarcelamiento, o sea en menos de tres años, Wilde había gastado conmigo y en mí más de cinco mil libras contantes y sonantes, sin hablar de las trampas que no cesaba de atribuirme. Lo cual equivaldría a decir que gastaba por lo menos cuarenta libras por semana, de suerte que durante tres años he estado haciendo con Oscar Wilde tres comidas al día —veintiuna por semana—, al precio de dos libras cada una. Si hubiera sido así, yo no habría tenido que desembolsar un céntimo y todo induce a creer que, en ese caso, habría podido ingresar mil y hasta dos mil libras más en mi cuenta bancaria, y diez o quince kilos a mi peso corporal.

Pero lo cierto es que por aquella época gastaba mucho más dinero en Wilde que en mí mismo. En cuanto a mi peso, que apenas si varía, jamás pasó de los setenta y dos kilos, lo que en un hombre de mi estatura no indica glotonería.

Sienta mal a la dignidad de un gentleman entrar en semejantes detalles, pero como se le ha dicho a todo el mundo —y volverá a decírselo a partir de 196043— que en el espacio de tres años yo había consumido por valor de cinco mil libras de manjares y de Perrier-Jouët, por eso me atrevo a desmentirlo aquí. Y empiezo por preguntarme si durante esos mismos tres años tuvo alguna vez Wilde cinco mil libras en el bolsillo. Wilde tenía gustos caros, no solo en lo que a beber y a comer se refiere sino también respecto a su indumentaria. Vestía con elegancia, sin reparar en gastos; lucía joyas, hacía regalos en metálico y en alhajas a toda clase de gente ridícula; su tren de vida en Tite Street debía costarle no menos de mil libras al año; viajaba mucho y sus hospedajes en París eran costosos, lo mismo en Hamburgo y en Italia y, para no hablar más, siempre andaba mal de dinero.

Más de una vez, a instancia suya, me vi en situación de tomar, de manos de usureros, dinero en préstamo, y siempre se guardaba la mayor parte, no solo de aquel dinero sino del que me mandaban mi madre y otros miembros de mi familia. De mi peculio hacíamos fondo común. Jamás se me ocurrió negarle cosa alguna. Nada lo satisfacía del todo, y aunque a veces tenía ingresos de dinero era un hombre sin recursos fijos ni rentas, al que, por consiguiente, era menester ayudar.

Para no citar más que un rasgo: poco tiempo antes de estrenarse La mujer sin importancia en el teatro de Haymarket, fui a un prestamista que me dio doscientas cincuenta libras. A la hora del almuerzo le enseñé esa cantidad a Wilde, en billetes de banco de diez libras. Él los tomó y dijo:

—¡Qué magníficos! ¡Y qué suerte tienes, chico, por haberlos conseguido!

Luego, echándose a reír, se guardó cinco o seis en el bolsillo y me devolvió el resto. Yo no concedí a aquello más importancia que si hubiese bebido conmigo una botella de buen vino. Es más: había pedido aquel dinero con intención de darle una parte, pues llevaba una semana de estar quejándose de lo pobre que andaba.

Cito este ejemplo de entre mil que podría citar. En cuestiones pecuniarias he sido derrochador toda mi vida. Tenía más de treinta años cuando comencé a recapacitar en que el dinero no nace del aire o de los árboles sino de las heredades de familia. Muchas personas me conocen, y estoy seguro de que a la hora de pagar nadie podría tildarme de tacaño. Cierto que Wilde y yo vivimos mucho tiempo en un tren de intimidad que no incluía ese protocolo de invitaciones recíprocas, regularmente alternadas; pero sería grotesco decir que por mi culpa él derrochó parte de su capital. Wilde tenía una manera personal de dar importancia a las cosas más nimias. Gozaba molestando al director de un restorán para consultarle, con muchos aspavientos, sobre la elección de los vinos, rogándole que le transmitiese al jefe de cocina sus instrucciones o sus cumplidos. Tal modo de proceder no entraba ni ha entrado nunca en mis gustos. Antes de conocer a Oscar Wilde yo ya estaba habituado a vivir en los más lujosos palacios y siempre me senté ante muy buenas mesas. Lo que para Wilde era extraordinario, para mí era ordinario. Las cocinas del café Royal y del Savoy Hotel son sin duda excelentes, pero no superiores a las de una buena casa o un buen Círculo. Wilde andaba con la mar de remilgos para escoger el menú, como si se entregase a un ritual. Yo me limitaba a encargar los platos, comía y pagaba sin tantos quebraderos de cabeza.

Como ya dije, nuestra presencia conjunta en cafés y restoranes, teatros y demás lugares públicos concluyeron por ser pasto de malas lenguas. Llegaron hasta mí rumores que primero me parecieron estúpidos, y más estúpidos todavía a poco que se los sometiera a examen. Hasta entonces no había tenido la menor noticia de tales chismes. Tengo la convicción de que aquellas calumnias fueron ventiladas por individuos que creían que los había suplantado en el favor de Wilde, y por culparme de que este, por más de que siguiera tratándolos, ya no se ufanase tanto de su amistad. Lo cierto es que hubo quien me advirtió de que ciertos sujetos andaban quejándose por ahí de que yo monopolizara a Wilde. La señora de Wilde misma44, con la que había mantenido siempre buenas relaciones, enojada sin duda por lo que escuchaba de la gente, empezó a decir que yo acaparaba a Oscar, robándole su tiempo, y Wilde llegó a confiarme que su mujer se había quejado de vernos siempre juntos. Yo le respondí, enojado, que evidentemente pasábamos juntos la mayor parte del tiempo y le ofrecí alejarme, a lo que él respondió que eso sería intolerable, que ya había logrado hacer entrar en razones a su mujer y que, si me había contado ese lance, había sido sin darle importancia. Y seguimos haciendo la misma vida que antes...

Quizá sea oportuno observar que durante los tres primeros años de mi intimidad con Wilde jamás le oí proferir una grosería. Yo lo conocía como humorista —de a ratos cínico, de a ratos poco sincero—; no me hacía ilusiones ni sobre su vanidad ni sobre sus ocasionales arrebatos de vulgaridad; no lo tenía por santo ni por hombre de mundo, pero creía que llevaba una vida decorosa y honorable, sin que nada en su conducta ni en sus palabras me indujera a pensar lo contrario. Me trataba siempre con la mayor, con la más amistosa cortesía, y hasta notaba que cuando nos hallábamos en alguna tertulia propensa a conversaciones rabelesianas cuidaba siempre de cambiar de tono, haciendo que sus amigos se ajustasen al diapasón de las conveniencias. Wilde me parecía un hombre bueno; y cuando en una o dos ocasiones intentó hablarme de ciertas tendencias suyas yo le respondí, indignado, que siendo yo su más íntimo amigo lo conocía mejor que nadie, y no podía creer que hubiese la menor pizca de verdad en lo que quería darme a entender45.

Algunos años antes, mi madre había querido divorciarse de su esposo. En esa época no reinaba, naturalmente, la mejor armonía en el seno de mi familia46. Hablando con franqueza, yo estaba resentido con mi padre por el modo como trataba a mi madre, abrigando contra él un encono que nada tenía de filial. Ya comprenderán cuál no sería mi indignación cuando Wilde vino a decirme que había recibido un carta de lord Queensberry intimándolo a poner término a nuestras relaciones, pues su amistad no podía redundar sino en mi daño. Wilde me preguntó qué debía hacer, y yo le dije que no hiciera el menor caso de la carta. A poco de eso, mi padre me escribió exponiéndome el contenido de su carta y amenazándome con retirarme la pensión si no daba por terminada aquella amistad47. No comprendí por qué me intimaba de ese modo, y deduje que me había escrito únicamente por estar enojado a causa de haber apoyado a mi madre en el asunto del divorcio. Así que le contesté con otra carta desabrida, enzarzándonos ambos en una violentísima correspondencia. Parte de esa correspondencia ha sido archivada y puesta a buen recaudo por abogados concien­zudos, y estas reliquias fueron las presentadas contra mí en el curso de los diversos contra exámenes, con el fin de probar que yo era un hombre feroz e indigno, que maltrataba horriblemente incluso a mi propio padre.

Habiendo ocurrido lo que desde entonces ha ocurrido, reconozco ahora mi error y mis culpas; pero es imposible ser hijo del octavo marqués de Queensberry y miembro de la familia Douglas y no poseer los defectos inherentes al linaje. Además, yo no insultaba a mi padre con la saña de un imbécil, por la sencilla razón de que no lo fui ni lo seré nunca.

Antes de morir mi padre, me mandó a buscar; nos reconciliamos de corazón y él me legó todo cuanto humanamente podía legarme de su fortuna, que era considerable, y todo aquello que podía disponer a mi favor.

Al no lograr una ruptura entre Wilde y yo, mi padre adoptó una conducta totalmente distinta: para librarme de lo que sabía era una amistad dañina, decidió deshonrar públicamente a Wilde.

En un teatro donde se representaba una obra de Wilde, mandó arrojar al escenario un manojo de zanahorias y dejó una tarjeta escrita con frases ofensivas48. No necesito decir cómo impresionó a Wilde todo aquello. Vino desolado a avisarme lo ocurrido, diciéndome que era intolerable y cruel que mi padre lo tratara de aquel modo y que, a menos que le diera excusas inmediatas y categóricas, no iba a tener más remedio que demandarlo por difamación criminal. A mí me sentó mal el modo como tomaba el asunto, tanto más porque parecía querer echar sobre mí la responsabilidad del problema; así que no dudé en decirle:

—No abrigues esperanzas de que mi padre te presente excusas, pero eres dueño de demandarlo. ¡Solo que vas a salir perdiendo!

Se ha dicho, faltando a la verdad, que yo instigué aquella demanda. Es verdad que no me eché a los pies de Wilde para rogarle que no lo intentara. Él me aseguraba que la acusación lanzada en su contra era del todo falsa y desprovista de fundamento. Yo no tenía razón alguna para creer que mintiese y dejaba, es la verdad, que las cosas siguieran su curso. Voy más lejos todavía: confieso que no me parecía mal que mi padre tuviera que dar explicaciones sobre lo que yo consideraba como persecuciones injustas contra Wilde y contra mí. A instancias de Wilde, lo acompañé a ver a un abogado. Aquel abogado estaba recomendado por Robert Ross, que vino con nosotros a la consulta. El abogado nos aconsejó que presentáramos la demanda, y de su casa nos trasladamos a Bow Street, a fin de obtener una citación judicial contra mi padre.

El día que se la notificaron, Wilde vino a verme en un estado de gran excitación, diciéndome que no tenía un céntimo y que necesitaba por lo menos trescientas libras para que el asunto siguiera su curso. Accedí a sus ruegos; le di trescientas sesenta libras para que se las entregase a su abogado (las cifras constan en mi cuaderno de cheques y fueron verificadas en el proceso Ransome).

Ahora parece que mi conducta fue monstruosa. Pero Wilde me dijo que nuestra amistad había sido la única causa de los insultos de mi padre y que, a menos de tomar medidas legales, quedaría deshonrado ante toda Europa como culpable del más horrendo de los vicios; y que, puesto que yo había contribuido a ponerlo en semejante situación, daría muestras de ser un cobarde si le negaba aquellos cientos de libras, destinadas a sacarlo del atolladero.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo se hubiera conducido cualquiera en idéntica situación? Hubiera querido citar la versión que ofrece Wilde de este episodio, pero cuando este libro ya estaba en prensa míster Robert Ross obtuvo una disposición judicial por la que se me prohíbe reproducir el menor fragmento de la parte inédita del De Profundis. De ese texto se han servido contra mí con horrible saña; se han leído en pleno tribunal sus más venenosos pasajes, que fueron reproducidos luego por cientos de periódicos; pero a mí, en cambio, se me niega el derecho de citarlo con el propósito de refutarlo o de subrayar sus falsedades. No necesito insistir sobre la iniquidad de tal decisión, contraria a los más elementales principios de justicia e incluso al sentido común, pues resulta demasiado evidente. Es posible que semejante decisión responda a una correcta interpretación de la ley vigente y, aunque me cueste trabajo, opto por creerlo. Pero me empeño en destacar que una ley así es un peligro social, puesto que permite que cualquiera pueda calumniar a su prójimo sin que al imputado le resulte posible defenderse.

Por ejemplo, hoy nada me impediría escribir una larga carta, pongamos por caso... a míster Justice Astbury —el juez de quien recabó y obtuvo míster Ross la disposición que me impide citar el texto inédito del De Profundis—. Si me place, podría acusarlo de toda clase de crímenes y atribuirle igualmente todas las vilezas; podría atacar a sus parientes y a su familia, atribuirle frases inventadas por mí y que pasarían por suyas e inventar escenas asignándole un papel histórico. Con confiarle esta carta a un amigo y encargarle que a mi muerte se la entregara al Museo Británico para que la archivara hasta la fecha que él juzgara oportuno, asunto concluido. Si míster Justice Astbury me sobreviviera y llegara a enterarse de que el Museo Británico conservaba una carta llena de improperios contra él, que dicha carta estaba a su nombre y vería la luz dentro de cuarenta años, no podría defenderse de las acusaciones ni impedir que fuera publicada. El copyright del manuscrito sería propiedad de mis herederos y albaceas, y si míster Justice Astbury se propusiera citar una parte de la carta con el fin de demostrar su ridiculez, vería alzarse contra él, como una muralla, esa famosa ley del copyright. Mis calumnias serían propiedad literaria de gran valor, y publicar fragmentos inéditos equivaldría a menoscabar su rendimiento editorial.

En vano protestaría míster Justice Astbury diciendo que lo asistía el derecho a defenderse de las acusaciones proferidas contra él por un muerto y destinadas a publicidad luego de que él también muriera. Le saldrían al paso diciéndole que la ley no puede ser más terminante sobre el particular, sin que le quedara otro recurso que resignarse, como tuve que resignarme yo en idénticas circunstancias. Lo único que puedo permitirme legalmente —en la medida que lo consiente la interpretación que hace míster Justice Astbury de la ley— es exponer los hechos reales que se desarrollaron en aquel momento de la vida de Wilde, precisando la forma en que tercié en ellos.

Empiezo por negar formalmente haber obligado jamás a Wilde a adoptar medidas legales contra mi padre. Todo el asunto puede resumirse en unas pocas líneas. Mi padre había acusado a Wilde de ciertas abominaciones. Estas acusaciones eran fundadas. Wilde afirmó que no lo eran e intentó contra mi padre lo que —si se atiende a lo que yo ignoraba, pero él sabía— era un proceso ridículo. Como era natural, las autoridades competentes se volvieron en su contra, endilgándole los delitos que negaba. Y entonces fue cuando quisieron hacer de mí el chivo expiatorio.

No es cierto que arrastré a Wilde a Bow Street para obtener una orden de detención. Yo lo acompañé cediendo a su voluntad. La idea de coacción, moral o física, es ridícula. Por un lado he ahí al Rey de la Vida, un percherón recio y fuerte, con talento y con más de cuarenta años cumplidos —“resplandeciendo en la flor de su edad”, como lo ha descrito un admirador—, y por otro, yo, con 16 años menos; es decir, de 24. La verdad es que había en él algo que yo ignoraba: su conciencia culpable. Le faltaba valor para confesarme que mi padre estaba en lo cierto al lanzarle al rostro se­mejante imputación; le faltaba incluso valor para ir solo a Bow Street a pedir la orden de arresto y vino a suplicarme que lo acompañara.

Yo no obligué ni forcé a Wilde a que se fuera a Montecarlo, siendo igualmente falso de toda falsedad que allí pagara mis gastos y mis deudas de juego. Wilde me dijo que los nervios lo tenían a maltraer. No conocía Montecarlo y nos trasladamos allí para que él pudiera ahuyentar esa idea obsesionante del proceso.

Creyéndolo inocente, yo le decía que hacía mal en apurarse de aquel modo; que quien debía estar preocupada era la parte contraria. En esa situación emprendimos viaje a Montecarlo. Yo he estado allí muchas veces, pero nunca, en mi vida, he pasado más de dos horas seguidas en el casino. Aquella vez lo frecuenté todavía menos, precisamente por estar acompañado de Wilde. Este venía casi siempre conmigo a las salas de juego, y más de una vez, cuando yo ganaba, le daba luises a puñados. Él jamás puso un luis sobre la mesa, porque, según dije, conocía bien el valor de una moneda de oro.

De todas formas, ¿cómo sostener que a un individuo que no tiene para pagarle a su abogado piense nadie en llevárselo a Montecarlo para que le abone allí la cuenta del hotel y lo resarza de las cantidades perdidas en el juego? Solo un cretino podría creer semejantes patrañas.

Los amigos de Wilde —incluyendo entre ellos al inolvidable Robert Sherard49, cuya cara de emperador romano Wilde encontraba admirable— han difundido que yo, y nadie más que yo, fui el causante de su desgracia. La mujer de Wilde le escribió a Sherard diciéndole que yo “había roto una hermosa existencia”. Míster Ransome, que confiesa a sus lectores haber tomado de Ross estos datos biográficos, no tiene reparos en darlos a la estampa. Todos deberían comprender que la única persona de este mundo culpable de la ruina de Oscar Wilde, responsable de su desastre y del naufragio de su vida, fue el propio Oscar Wilde. En el pretorio de Old Bailey no fue acusado de haber procedido en justicia contra mi padre sino de haberse rebajado hasta el nivel de una bestia inmunda y abominable. Prefieren decir que fue convencido de testimonio falso, y pintarme a mí como al autor de su ruina. El argumento que emplean es este: si Wilde no me hubiera conocido, es probable que hubiera conservado toda su vida el antifaz y pasado a la posteridad como un hombre respetable, como uno de esos hombres que él afectaba despreciar tanto. Por lo demás, ese argumento no me preocupa en lo más mínimo y ni siquiera voy a tomarme el trabajo de refutarlo.

Otro cargo en mi contra, por lo menos según Wilde, es que en la época de su catástrofe yo lo ataqué, por cartas, de manera odiosa. ¿Qué quiere decir semejante aserto? ¿Dónde están esas cartas o cómo hubiera podido acusarlo por escrito, si lo que hacía era dar dinero para defenderlo contra esas mismas acusaciones? Jamás le escribí en ese tono; después de nuestra conversación solo le escribí una carta en la cual le repetía cuánta fe tenía en su inocencia, añadiendo que, en la condición en que se encontraba, no le quedaba otra opción que defenderse judicialmente de los ataques de mi padre. Sin embargo esto pareció tan horrible como la tarjeta en que mi padre expresó la tremenda ofensa. La pura verdad es que Wilde, luego de que decidió demandar a mi padre, se dijo que, en caso de perder, allí estaría yo para cargar con todas las culpas.

41. Ave diminuta que era servida en los restaurantes más exclusivos de Europa, especialmente de Francia. Su consumo fue prohibido en 1999.

42. Perrier-Jouët es una famosa bodega de champagne con sede en la región Épernay de Champagne. La casa fue fundada en 1811 por Pierre-Nicolas Perrier y Rose Adélaide Jouët.

43. Douglas se refiere a la fecha en que se haría pública la carta De Profundis.

44. Wilde había contraído matrimonio en 1884 con miss Constance Mary Lloyd, con quien tuvo dos hijos: Vyvyan y Cyril. Constance murió en Génova el 7 de abril de 1898, a la edad de 40 años, y fue inhumada en el cementerio protestante de esa ciudad.

45. Según Trevor Fisher, hasta después de los 30 años Douglas nunca negó ser homosexual. Como escribe en su Autobiografía: “Aun antes de conocer a Wilde yo estaba convencido de que ‘los pecados de la carne’ no eran nada malo, y mi opinión, por supuesto, se vio fortalecida y confirmada por la brillante defensa que él hacía de ellos. Intento ser justo con Wilde y no hacerlo responsable de ‘corromperme’ más de lo que hizo (…) Debo decir que ahora se me ocurre que la diferencia entre nosotros era esta: que en ese tiempo yo era franca y naturalmente pagano, y que él era un hombre que creía en el pecado e incurría en él deliberadamente (…)”.

46. “El matrimonio Queensberry se desintegró durante la década de 1870. Después del nacimiento de Edith en 1874, las relaciones sexuales entre marido y mujer cesaron, y la pareja empezó una vida separada. En su Autobiografía, Bosie recordaba: ‘Entre la época en que tenía cinco años y el momento en que se inició el conflicto Wilde-Queensberry, puedo decir con honestidad que podría contar con los dedos de ambas manos la cantidad de veces en que estuve con él bajo el mismo techo. Él no vivía con nosotros. Tenía un apartamento en Londres, y rara vez aparecía en nuestra casa de Londres o del campo, excepto un par de noches, a lo sumo. Cuando niño, he pasado hasta dos o tres años sin verlo ni una sola vez’” (Trevor Fisher, op. cit.),

47. La carta se expresa en estos términos: “Alfred, es en extremo doloroso tener que escribirte con el tono en que debo hacerlo, pero entiende por favor que me rehúso a recibir una respuesta tuya por escrito. Después de tus más recientes cartas, histéricas e impertinentes, no acepto ser fastidiado con ese tipo de misivas y me niego a leerlas. Si tienes algo que decirme, ven y dímelo en persona. Primero, ¿debo entender que después de abandonar Oxford como hiciste, con descrédito para tu persona, por razones que tu tutor me explicó con pleno detalle, tienes la intención de haraganear por allí, sin hacer nada? Todo el tiempo que desperdiciabas en Oxford se me engañaba diciéndome que, a su debido tiempo, ingresarías en la Administración Pública o en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y luego se me entretuvo con la idea de que estudiarías abogacía. A mí me parece que no piensas hacer nada. Sin embargo me niego por completo a proporcionarte fondos para que holgazanees. Te estás preparando un futuro miserable, y sería muy cruel y equivocado de mi parte alentarte en esa dirección. Por otra parte, llego a la segunda –y más dolorosa– parte de esta carta: tu intimidad con ese hombre, Wilde. Debe cesar, o de lo contrario te desconoceré como hijo y pondré fin al suministro de dinero. No voy a analizar esta intimidad, y no haré acusaciones, pero en mi opinión representar algo es tan malo como serlo. Con mis propios ojos vi a ambos en la relación más aborrecible y repugnante, tal cual la manifestaban en su modo de comportarse y expresión. Nunca, en toda mi experiencia, he visto un espectáculo más horrible. No es raro que la gente hable como habla. También me he enterado de buena fuente –aunque puede no ser verdad– que su esposa está solicitando el divorcio por sodomía y otros crímenes. ¿Es verdad o no lo sabes? Si yo pensara que es verdad, en nombre del decoro público, estaría justificado en dispararle a matar con solo verlo. Estos cobardes, ingleses cristianos, como se autodenominan, necesitan despertarse. Tu asqueado y (según se dice) padre. Queensberry”.

48. Lord Queensberry dejó su tarjeta, en la que había escrito “To Oscar Wilde, posing as a somdomite” (“A Oscar Wilde, que se las da de sodomita”), al portero del Abermarle Club, el 18 de febrero. El portero la metió en un sobre y se la entregó a Wilde cuando éste pasó por el club, que fue el 28 de febrero.

49. Robert Harborough Sherard (1861-1943), escritor y periodista inglés. Amigo de Oscar Wilde, fue también su primer biógrafo: The Life of Oscar Wilde –muy citado por Douglas en estas páginas– fue publicado en Londres en 1906.

Oscar Wilde y yo

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