Читать книгу Oscar Wilde y yo - Оскар Уайльд, Oscar Wilde, F. H. Cornish - Страница 5
Prefacio de la traducción española (Escrito especialmente por el autor)
ОглавлениеPor el tiempo en que escribía este libro, en el año 1913 —no se publicó hasta agosto de 1914—, me vi seriamente cohibido por dos circunstancias: la primera, según explicaré aquí, fue la prohibición de reproducir en mi obra los fragmentos inéditos del De Profundis de Wilde, que se hallan en poder del Museo Británico4. La segunda, no poder decir la verdad sobre Robert Ross5 que, por aquella época, no se había hecho pública. Mis editores, asustados por la severa ley inglesa de Libelus, que puede ser invocada y lo es con frecuencia en defensa de los peores criminales, se negaron a publicar la verdad sobre Ross, sobre su vil carácter y el modo como me trató después de robar mis cartas de la capilla ardiente donde velaban a Oscar Wilde.
El primer paso en el camino de mi rehabilitación, después de la debacle que sufrí al perder en 1903 mi proceso por difamación contra Arthur Ransome6, fue mi denuncia pública contra Ross, que no tuvo lugar hasta diciembre de 1914, después de la publicación de aquel libro7. Luego de que Ross se vio públicamente convicto en la Sala Central de lo Criminal —en calidad de pederasta, estafador y autor del robo de mis cartas a Oscar Wilde—, el sostén principal del edificio de mentiras y falsedades que alzaron contra mí Oscar Wilde y sus amigos y discípulos se vino abajo. Así que, aunque protegido siempre Ross por la corrupta y degenerada coterie8 que en Inglaterra era dueña de la situación, pude de todas formas seguir mi camino.
La parte inédita del De Profundis, que tan injustamente me prohibieron reproducir en mi defensa, ya ha sido publicada en América y difundida por todo el mundo. De acuerdo con la lectura de la ley, hecha por míster Justice Astbury —amigo personal del difunto Robert Ross—, solamente a mí se me prohibió copiarla, cuando toda la prensa inglesa pudo hacerlo. Todo el mundo puede hacer uso de ella contra mí; pero como yo intenté emplearla en mi defensa corro peligro de ir a la cárcel “por desacato a la Justicia”. Así reza la disposición de este Juez de las costumbres. No necesito añadir a esto ni un solo comentario.
En la primera mitad del presente año me encontraba en Niza, pasando una temporada. Míster Frank Harris9, el biógrafo oficial de Oscar Wilde, vive en Niza con su esposa, y algunos amigos suyos se me acercaron para manifestar su deseo de entrevistarme. Yo les respondí que, después de las tremendas mentiras e injurias que incluyera en su libro Vida y confesiones de Oscar Wilde10, no quería saber nada de é1. Habiéndose publicado este libro en América, yo no podía obtener ninguna reparación de su parte. Todo cuanto podía hacer era notificarle que estaba dispuesto a iniciar un procedimiento criminal contra todo aquel que vendiese el libro en Inglaterra. Como consecuencia de mis amenazas, el libro no se ha puesto en venta en Inglaterra, aunque hayan circulado subrepticiamente algunos ejemplares y The Times y la revista Atheneum hayan hablado de él, calificándolo de “gran biografía”.
Pero, como iba diciendo, un amigo de Harris me explicó que este había podido comprobar que me había hecho víctima de una gran injusticia; pero que é1 a su vez lo había sido de los engaños de Ross, que le dictó todas las mentiras referentes a mí. Ahora míster Harris deseaba tener una entrevista conmigo con el objeto de reparar el agravio pues, por obra del acaso, había podido descubrir que míster Ross había falsificado deliberadamente todo lo concerniente a Wilde, no solo respecto a sus relaciones conmigo sino también en otros muchos aspectos, por todo lo cual deseaba verme a fin de que repasásemos juntos el libro y yo corrigiera los yerros e inexactitudes.
Accedí a la entrevista solicitada por Harris; y aunque al principio me conduje con él como es de imaginar, al final pude convencerme de que sus propósitos eran sinceros y que había sido verdaderamente víctima de las astutas mentiras de Robert Ross y de Wilde mismo.
Míster Harris y yo nos reconciliamos cordialmente. Me entregó una carta —que cuidadosamente conservo—, en la que confesaba que cuantas palabras relativas a mí había en el libro eran inexactas, y que “el De Profundis es una falsa y malévola caricatura de los hechos”. Al mismo tiempo, puso manos a la obra para escribir un nuevo prólogo para la edición revisada de su libro, que en breve ha de ver la luz, y me rogó que le escribiera una carta con objeto de incorporarla a dicho prólogo. Le escribí entonces una larga misiva y é1 redactó un prólogo en el que expresa su pesar por haber juzgado injustamente “al primer poeta de estos tiempos” —así me califica—, y a cuya continuación iría mi carta, cuya fiel reproducción me garantizaba.
Después de esto, Frank Harris decidió refundir su prólogo y retirar mi carta, alegando que la corrección y la retractación de sus falsedades deberían salir de él como algo espontáneo.
En consecuencia, me considero dueño de publicar mi carta, de la que reproduzco la parte referente a Robert Ross y al De Profundis exactamente como la escribiera hace unos meses, en Niza:
Niza, abril 30-1925.
Querido Frank:
Pasemos ahora al asunto de Robert Ross. Cuando yo enristré la pluma para hablar de él, hube de recordar una frase de san Pablo: “El misterio de iniquidad”.
No me explico en absoluto por qué se conduciría conmigo del modo que lo hizo, poniendo en juego un ingenio y una astucia diabólicos para destruirme. La perplejidad en que me sume la conducta de Ross se debió a haberse portado tan mal conmigo, que resulta increíble. La mayoría de la gente se resistirá a admitir que pueda haber un hombre tan vil y tan hipócrita. Todo lo que yo puedo hacer es relatar los principales hechos, según sucedieron y pueden comprobarse no por mi propio testimonio sino por la evidencia irrefutable de acontecimientos públicos. Cuando Oscar Wilde murió en París, me hallaba en Escocia y no llegué a la capital de Francia hasta dos días después, con el tiempo justo para acudir al entierro, que se hizo a mis expensas11. Ross, con quien estaba entonces en muy buenos términos, se encontraba en París al morir Oscar Wilde, y fue él quien me telegrafió anunciándome su muerte. Estando Wilde de cuerpo presente y antes de llegar yo a París, Ross revisó los documentos y manuscritos que encontró en el cuarto de Wilde. Entre esos papeles halló un fajo dc cartas mías dirigidas a aquél.
Ross se guardó esas cartas sin decirme una palabra. Yo no pensé lo más mínimo que él hubiese encontrado o robado cartas mías dirigidas a Wilde, y supongo que incluso esos sujetos que profesan admirar a Ross como modelo de leal amistad y le rinden público homenaje, después de que yo lo hice comparecer en 1914 en Old Bailey, habrán de reconocer que robar o apropiarse de cartas ajenas, de un amigo a otro amigo, y finalmente servirse de ellas contra su autor, exhibiéndolas en un tribunal de justicia, es un acto de corrupción, una acción deshonrosa y bochornosa.
Los hechos que aquí expongo no pueden ser negados. Ross se guardó mis cartas y sus albaceas o herederos las tienen hasta hoy en su poder. No podría precisar cuántas fueron las que encontró y se apropió. Al iniciarse el proceso Ransome —en el que yo demandé a Ransome por un libelo escrito contra mí por inspiración de Ross, su Estudio crítico sobre Oscar Wilde12—, Ross presentó en el tribunal algunas de esas cartas, que me fueron mostradas durante el interrogatorio del que me hizo objeto sir James Campbell, abogado de la defensa. Las cartas de referencia eran cartas de las que, como dije entonces en el banco de los testigos –y he repetido muchas veces—, estaba avergonzado. Echármelas encima como un zarpazo cuando estaba en el banco de los testigos y a quince años de haberlas escrito fue la causa de que perdiera el proceso contra Ransome. Míster Comyns Carr K. C., que fue mi abogado en otros cuatro procesos de los que salí victorioso, me dijo algunos años después que no comprendía cómo había podido perder el proceso Ransome. Sus palabras textuales fueron éstas: “Tengo la seguridad de que si la causa hubiese llegado a juicio, no lo habría perdido”.
El proceso no llegó a juicio porque mi abogado y antiguo amigo, míster Cecil Hayes, se hallaba —como él sería el primero en confesar— dominado por la partida de abogados contrarios: sir James Campbell, F. E. Smith —ahora lord Birkenhead— y míster Mac Cardie —ahora míster Justice Mc. Cardie—. Míster Hayes era entonces un joven inexperto y carecía de ese ingenio abogadil que luego ha adquirido. El juez que supervisó el proceso, míster Justice Darling, me profesaba gran antipatía y, para mi desgracia, me encontraba atado por una promesa que le hiciera a Cecil Hayes, bajo palabra de honor, de que no habría de atacar al juez por más que me provocase. ¡Así que fui al proceso como cordero al matadero! Y aunque exhibí mis libros de cuentas y demostré haberle dado a Wilde cheques por valor de 390 libras —además de una cantidad en metálico— en el año transcurrido entre la muerte de mi padre y la suya, y por más que demostré que al separarme de Wilde, dejándolo en mi villa de Nápoles, le entregué 200 libras que mi madre le pagó por medio de míster More Adey, al cual cité como testigo, y que en el preciso momento de estarle escribiendo esa desgraciada carta a Ross —que usted por instigación de él reproduce en su libro, página 406, en la que le decía “que yo le había dejado sin un céntimo en Nápoles”— tenía 200 libras de mi dinero en su bolsillo, hecho perfectamente conocido por Ross, que vivía en el mismo cuarto que More Adey al tiempo de efectuarse la entrega; a despecho de todo esto, repito, perdí el proceso, a causa del daño que me hicieron aquellas cartas robadas por Ross y guardadas en secreto durante tantos años.
En el proceso Ransome se adujo contra mí la parte inédita del De Profundis. Para la historia de este manuscrito es mejor remitirle a usted el propio prólogo que Ross escribió a la primera edición del De Profundis, publicada en 1905 —del que yo hice aquel año una reseña para usted en su periódico The Candid Friend, sin que se me ocurriera en lo más mínimo pensar que se tratase de una carta dirigida a mí por Wilde—, donde dice que el manuscrito se lo entregó el propio Wilde el mismo día que salió de la cárcel. Ni él ni Wilde me dijeron jamás una palabra sobre eso. Yo no tuve la menor noticia de la existencia de tal manuscrito hasta 1912, año en que los procuradores Lewis y Lewis me enviaron una copia del texto completo, incluso de la parte hasta ahora inédita, como parte de los “documentos justificativos” de Ransome. Poco tengo que decir sobre esta obra de maldad calculada, de falsedad e hipocresía. No alcanzo a explicarme cómo un ser racional puede llegar a tales extremos. Ya le he probado que casi todas las palabras que contiene son otras tantas mentiras o deformaciones de la verdad, y como usted siempre tuvo de él una mala opinión, y nunca, según me ha dicho, se hubiera tragado ninguno de esos inventos si Ross no le hubiera ayudado a digerirlos, con sus propias mentiras y mixtificaciones, no necesito gastar más tinta para convencerlo. Las cartas que Wilde me escribió desde Berneval, a raíz de su excarcelación, y que se han publicado en América en una edición privada impresa por míster Williams Andrews Clarke, son suficientes para demostrar la falsedad y maldad de sus ataques contra mí en el De Profundis. Pero a esos alegatos —absurdos en su mayoría— ya doy contestación cumplida en mi libro Oscar Wilde y yo13.
Precisamente, eso es un ejemplo del modo cómo Wilde desfigura sistemáticamente la verdad. Dice Wilde en el De Profundis, página 555, apéndice: “Yo no hablo con frases de retórica exageración, sino en términos de absoluta verdad, al recordarte que durante todo el tiempo que estábamos juntos no escribí nunca una sola línea. Lo mismo en Torquay que en Goring, Londres, Florencia o cualquier otro sitio, mi vida, en tanto tú estabas a mi lado resultaba enteramente estéril e incapaz de creación. Y con pocos intervalos, siempre, lamento decirlo, estabas junto a mí”.
Porque lo cierto es —según afirmo en mi libro Oscar Wilde y yo— que Wilde planeó y escribió Una mujer sin importancia estando los dos juntos en casa de lady Mount Temple, en Babbacombe, Torquay —lady Mount Temple le había cedido su casa, y yo pasé allí con él, en compañía de un tutor, míster Dogson Campbell, ahora del Museo Británico, una temporada de dos meses— ; que escribió todo el manuscrito de La importancia de llamarse Ernesto estando yo con él en Worthing, y Un marido ideal, parte en Goring, estando juntos, parte en Londres, en el piso que ocupó en Saint James Place, adonde iba diariamente a verlo. También dio remate a la versión final de La balada de la cárcel de Reading en mi villa de Nápoles. ¡Y hasta el De Profundis es una carta dirigida a mí! Me la escribió desde Berneval y empieza “My own darling boy”, escrita justamente en vísperas de reunirse conmigo en Nápoles, y dice: “Comprendo que únicamente contigo soy capaz de hacer algo”.
Pues no menos falsa es la carta titulada De Profundis. Mentira, mentira y más mentira. Oscar Wilde le dijo a usted mismo que en la cárcel había padecido tremendas decepciones. Parece haber confiado al papel el registro de esas decepciones. La mayor parte de su carta me resulta sencillamente incomprensible. Escenas puramente imaginarias de Voisin y Paillard. El absurdo grotesco que hace de una disputa que tuvimos en Brighton y que suponía que ya habíamos olvidado una semana después de sucedida. Mis supuestas amenazas de suicidio y mi terrible desesperación al encontrarme separado de él en Egipto, donde, a decir verdad, pasé una temporada de tres meses hospedado por lord y lady Cromer en la Agencia Británica, temporada amable y jovial según podrían testificar Reggie Turner y F. E. Benson, que se encontraron allí conmigo y me acompañaron a remontar el Nilo. Sus monstruosas patrañas tocante a las supuestas sumas de dinero que pretende que yo le robé, patrañas que no podría probar con un solo cheque o nota de su libro de gastos. Toda la carta es un frenesí de lunático, de alguien enloquecido de rabia impotente y maldad, y poseído del maligno deseo de injuriar a toda costa al amigo que finge querer y con quien había reanudado relaciones amistosas al salir de la cárcel.
Y paso a lo sucedido después de fallarse en mi contra el proceso Ransome14. Mi mujer me abandonó; me quitaron a mi único hijo; mi hogar se deshizo y yo me encontré en la miseria, tanto social como económicamente. Me constaba que el autor de todo este desastre era míster Robert Ross. Sabía por experiencia, como les ocurre a miles de personas en Londres, que Ross era exactamente la misma clase de hombre, en su vida privada, que había sido Wilde. La diferencia entre Ross y yo consistía en que, si bien yo a la edad de veinte años, cuando era casi un niño, había sufrido el influjo de Wilde y me encontré metido entre la horrible gentuza que lo rodeaba, ya me había alejado de todo eso hacía mucho tiempo —más de doce años—, y me había casado poco más de un año después de la muerte de Wilde, viviendo a la sazón una vida feliz, sana y normal con mi mujer y mi hijo. Ross, en cambio, se había dejado dominar cada vez más por el terrible vicio que fue la causa de la perdición de Wilde. En este sentido, el manto de Wilde lo había cubierto de pies a cabeza. Era el Sumo Sacerdote de todos los sodomitas de Londres, y todo el mundo lo saludaba como al fiel amigo de Wilde —con cuyo culto se había agenciado una fortuna—, el noble y desinteresado amigo, el ser puro y santo, la antítesis del perverso y depravado Alfred Douglas, que luego de arruinar a Oscar Wilde lo había abandonado a su suerte.
No era posible sufrir vejación semejante, y al día siguiente del proceso Ransome me juré no descansar hasta desenmascarar públicamente a Ross.
No necesito prolongar demasiado esta carta y debo limitarme a tocar los puntos esenciales, con la mayor brevedad posible. Dos años tardé en hacerle cantar a Rose la palinodia. Y algo de milagroso tiene que pudiera lograrlo sin dinero y casi sin amigos en el mundo, exceptuando a mi madre.
Adopté para eso el mismo procedimiento que mi padre. Es decir, insulté públicamente a Ross hasta obligarlo a que entablara contra mí una demanda criminal. Me costó más tiempo traer a Ross a la liza del que fue necesario con Wilde. Empecé por denunciarlo a míster Justice Darling, el juez que fallara en el proceso Ransome. Míster Justice Darling hizo una referencia pública a mi carta, desde su escaño; la leyó en voz alta en el tribunal y luego se la entregó al abogado de Ross. Sin duda alguna pensaría que inmediatamente seguiría contra mí el procedimiento criminal. Pero Ross no dijo esta boca es mía. Solo después de haber insistido en mis denuncias, con cartas a sus amigos (míster Asquith y su esposa, ahora condes de Oxford y Asquith), y escrito y difundido dos folletos con la misma denuncia, fue cuando conseguí mosquearlo. Mi padre había acusado a Wilde de posar de sodomita15. Yo apliqué a Ross las mismas flores del lenguaje: “un incalificable bribón”, un “sodomita declarado”, un “corruptor de jóvenes” y, por si esto fuese poco, estafador.
Me detuvieron y pasé cinco días en la cárcel de Brixton, sin que me concedieran libertad bajo fianza. Pedí justificación, y cuando por último me la concedieron y salí de Brixton tuve cinco semanas para hacerme de suficientes pruebas a fin de justificar mis diatribas, corriendo el riesgo de incurrir en una pena que oscila entre seis meses y dos años de cárcel.
Yo no tenía más pruebas de las que sabía por las mías y que se basaban en el hecho de que Ross jamás intentó ocultar sus tendencias. Incluso se vanagloriaba abiertamente de cuanto había hecho en su vida.
Pero esto sin embargo no servía de nada o, en todo caso, de muy poco, para mi propia justificación. No puedo decirle a usted ahora —sería demasiado largo— cómo debí procurarme las pruebas necesarias. Creo firmemente que hallarlas fue algo sobrenatural, debido al hecho de que, habiéndome convertido por aquella época al catolicismo, me confié a la Providencia y le pedí ayuda en aquel desesperado trance. Precisamente una semana antes de verse la causa, y cuando había renunciado casi por completo a toda esperanza, di con la anhelada prueba. Con ayuda de mi procurador, míster Edward Bell, en dos días ya tenía una lista de trece o catorce testigos y mi abogado, míster Comyns Carr, procedió a redactar su escrito de defensa.
El proceso de Old Bailey duró ocho días. Desde el primero salió para mí de maravillas. Después de que sir Ernest Wild K. C. —hoy registrador en Londres— abriera fuego con un discurso en favor de Ross, pintándome con los más oscuros colores, el jurado hizo sentar a Ross en el banquillo. El interrogatorio al que lo sometió Comyns Carr fue tan sensacional como el de Wilde por Carson. A partir de entonces ya tenía ganado el proceso. El presidente del jurado me contó después que todo era tan claro, que é1 y muchos de los jurados hubieran firmado, a renglón seguido del interrogatorio de Ross, un veredicto de inocencia a mi favor. Sin embargo uno de ellos —el mismo que ocasionó la disconformidad del jurado— no adhirió a tal propuesta, de suerte que prosiguieron las declaraciones. Yo mismo me senté en el banquillo y aguanté un interrogatorio de sir Ernest Wild que duró varias horas, aduciéndose en mi contra las cartas que me fueron robadas. En honor a la verdad, debo decir que surtieron muy poco efecto. Desde entonces han sido presentadas dos veces, una en el proceso Pemberton Billing, cuando yo apreté fuerte y ayudé a ganar el veredicto, y la otra en mi proceso contra el Evening News, en 1921, por haberme difamado diciendo que tenía “signos marcados de degeneración”, durante el cual fui interrogado por sir Douglas Hogg, el procurador general, por espacio de seis horas, obteniendo entonces un veredicto a mi favor y una declaración del jurado expresando la opinión de que sacar a relucir continuamente esas cartas resultaba desdichado y que debían devolvérmelas o destruirlas.
Testigo tras testigo, todos depusieron en forma terminante contra Ross, y el juez, míster Justice Coleridge, arremetió contra él en forma cortés aunque tremenda.
En realidad, los cargos que yo había formulado contra Ross —cargos específicos con indicación de nombres de las víctimas, fechas y toda clase de pormenores— quedaron plenamente probados. El testimonio del inspector West, con veinticinco años de servicio en Scotland Yard y Vine Street, hubiera resultado suficiente para justificar mis acusaciones. Dicho inspector, que compareció ante el tribunal por su propia iniciativa, juró que en su calidad de detective —durante quince años patrulló por las inmediaciones de Vine Street (Picadilly, etc.), por las noches— “conocía a Ross como compañero habitual de sodomitas y de individuos dedicados a la prostitución masculina”.
Sin embargo, el jurado, después de estar reunido unas tres horas, volvió a la sala y declaró que no podía dictar veredicto, de modo que quedé nuevamente en libertad bajo fianza, con obligación de comparecer en las próximas sesiones. Al retirarme de la sala me encontré con nueve miembros del jurado, incluso el presidente, esperándome afuera. Me expresaron su profundo pesar por el resultado y me dijeron que era debido a que uno de los jurados se había negado a que se dictara veredicto contra Ross. Pero todos me dieron la mano y me felicitaron. Añadieron que al principio estaban contra mí, pero que luego quedaron sorprendidos al ver cuánto derecho me asistía y qué distinto era yo de cómo me habían imaginado.
A todo esto, los periódicos de Londres no habían querido decir palabra de este sensacional proceso. En vez de aquellas columnas y más columnas que dedicaron al proceso Ransome, cuando salí perdiendo, ahora apenas le dedicaban una media columnita o a lo sumo unas cuantas líneas. El público se quedaba en ayunas de lo sucedido, y míster Blumenfeld, director del Daily Express, al quejarme del modo vergonzoso como me habían tratado en su periódico, me dijo que aquello no era debido a prejuicio u hostilidad hacia mí ya que, según decía, “hablando en serio, yo no tengo la menor idea de cómo ni por qué ha salido usted absuelto ni de por qué ha sido imputado”.
Pero el Relato de este proceso, probablemente el más sensacional de cuantos se hayan visto en Old Bailey, redundó en provecho de la prensa. El trato de que fui objeto entonces destruyó hasta el último vestigio de aquella fe en el British Fair Play —juego limpio inglés— que había sobrevivido a mis anteriores experiencias. Sin embargo, ni la prensa pudo salvar a Ross. Su abogado propuso primero presentar un nolle prosequi16 con mi consentimiento, pagando cada parte sus costas.
Yo me negué y manifesté mi resolución de pasar a las próximas sesiones y ser nuevamente juzgado, añadiendo algunos testimonios más a mi legajo de justificación. Esta respuesta le dio a entender a Ross cuáles eran mis propósitos. Lo dejé boquiabierto. Su abogado, Ernest Wild, vino todavía a proponerme que consintiera en el nolle prosequi, es decir, que me aviniera a suspender la continuación, y Lewis y Lewis, a expensas de Ross, pagaría mis costas y demás gastos —unas seiscientas libras—. Tal desenlace resultaba favorable para mí, que a la sazón me encontraba sin un céntimo; de suerte que acepté de buena gana la oferta, quedando archivado mi expediente de justificación, según lo convenido, en el Tribunal Central de lo Criminal, donde se halla a disposición de cualquiera.
Por otra parte, el desacuerdo del jurado salvó a Ross de un proceso criminal que casi con seguridad se hubiera seguido si el jurado hubiese dictado veredicto contra mí.
Fue a todo esto míster Forest Fullon, abogado de Ross e hijo del difunto registrador de Londres, quien le indicó a míster Bell, mi procurador, que la obtención de un nolle prosequi en favor de Ross había constituido una victoria todavía mayor para mí que un veredicto, por la obvia razón de que un nolle prosequi obtenido en tales circunstancias es una confesión de culpabilidad y equivale a la condena del demandante.
Solo tengo que añadir, para terminar de una vez para siempre con todo este odioso asunto de Ross, que unos tres meses después de haber sido publicado en la prensa el resultado de mi proceso en Old Bailey, Ross fue objeto de un testimonio público de adhesión y de un obsequio de 700 libras. El mensaje, que expresaba el mayor afecto, amistad y admiración a Ross como un fiel amigo y un distinguido hombre de letras, salió de la pluma de míster Edmund Gosse, que, junto con míster H. G. Wells, dieron testimonio del carácter de Ross en mi proceso. Ambos declararon, con el consiguiente asombro del juez y del jurado, que eran amigos de míster Ross hacía años y que le profesaban gran afecto, teniéndolo por el alma más pura que hubieran conocido.
El mensaje de referencia llevaba 350 firmas, entre ellas las del primer ministro míster Asquith y su señora, una docena de Pares, un obispo protestante y muchas personas más o menos distinguidas en el mundo social, literario y artístico.
A raíz del proceso, Ross tuvo que dimitir el lucrativo cargo de asesor para la tasación de cuadros en la Cámara de Comercio que le había conseguido míster Asquith, puesto que le valía un sueldo de 1.500 libras anuales. Pero no lo obligaron al ostracismo ni se vio seriamente quebrantado en su posición social. Los Asquiths continuaron recibiéndolo; un año después el gobierno lo designó para otro cargo y, al morir, el Times le dedicó una necrológica entera, ponderándolo como modelo de nobilísimo caballero inglés.
El tema no necesita comentarios. No he acertado nunca a comprender la actitud de esas personas que hacen de Ross un héroe, del mismo modo que jamás pude explicarme la vileza de aquél. Conviene recordar que al justificarme contra Ross tuve que demostrar que, además de ser un adepto a los vicios de Wilde, era también un estafador. Yo probé tanto una cosa como la otra. Si los Asquiths y los señores Gosse, Wells y compañía simpatizan con esas cosas, allá ellos; pero hay algo oscuro en todo este asunto. Yo me he devanado demasiado los sesos buscándole explicación; ahora dejaré a usted y a sus lectores seguir inquiriendo la clave, en caso de que se decida a incorporar esta carta a su Vida de Oscar Wilde revisada.
De usted, etc., etc.
Alfred Douglas
P.D. Ahora caigo en la cuenta de que he omitido decir algo sobre el cargo que me hace en su libro, respecto de lo que dije en París o en Chantilly, cuando le manifesté que Oscar Wilde era una vieja prostituta. Bueno: ahora que usted ya conoce la verdad acerca de cómo me esquilmaba de un golpe cientos de libras mientras que a otros les decía que yo no le daba ni un céntimo y escribía cartas injuriosas contra mí en secreto, ¿pensará usted todavía que aquella expresión —cuando precisamente acababa de tener con él un encuentro en el que me había lloriqueado para sacarme más de cuarenta libras— es indicio de que mi genio es tan terrible? Yo estaba muy triste cuando nos vimos. Wilde acababa de mostrarse, y no por primera vez, bajo una luz odiosa. Había descendido a simas de bajeza inéditas, para mí, en un ser humano, y a usted le dije lo que pensaba. Dos días después ya lo había olvidado, y ya reconocerá que ninguna falta de generosidad se advierte en el soneto que le dediqué a raíz de su muerte. Cuando lo escribí no tenía la menor noticia del De Profundis ni de sus cartas sobre mí enviadas a Ross desde Berneval, escritas al tiempo en que a mí me escribía otras llenas de cariño y afecto. Pero ahora que usted ya está enterado de todo lo referente al De Profundis y a sus cartas a Ross sobre mí y de las cosas que acerca de mí le dijo a usted —sin olvidar las que a mí me dijo de usted—, siento tener que decir que no creo haberle hecho ninguna injusticia. Si alguien aquí tuviera derecho a quejarse, no sería precisamente la vieja prostituta.
No tengo más nada que añadir a este prólogo, como no sea que estoy escribiendo Mis recuerdos, donde trataré una vez más todo el asunto Oscar Wilde y demás actores del terrible drama.
Alfred Douglas
Londres, agosto 1925
4. De Profundis es la epístola que Oscar Wilde escribió para lord Alfred Douglas en la cárcel de Reading en marzo de 1897, dos meses antes de que cumpliera la sentencia que le fue impuesta por el delito de sodomía. Mientras estuvo en prisión, Wilde no fue autorizado a enviar la carta. Solo se le permitió llevar el manuscrito consigo hasta el final de la condena. Wilde acabó por confiar la carta a su amigo Robert Baldwin Ross, que guardó el original e hizo, a instancias de Wilde, dos copias dactilografiadas. Se supone que una de ellas se la envió a Douglas, pero este negó siempre haberla leído. En 1905, cuatro años después de la muerte de Wilde, Ross publicó una versión reducida de la carta bajo el título De Profundis, que se utilizaría en posteriores ediciones. Un mes antes de salir de la cárcel, Wilde escribió una carta a Ross donde impartía algunas indicaciones: “Esta es una carta encíclica, y –como las bulas del Santo Padre se nombran a partir de sus primeras palabras– esta podría llamarse: Epístola: in carcere et vinculis.”
El original del De Profundis fue donado en 1909 por Robert Ross al Museo Británico con la expresa condición de que no fuera presentado al público hasta después de 1960. Sin embargo, una versión abreviada de esta carta fue publicada por el propio Ross en 1905, a cinco años de la muerte de Wilde. Allí quitaba todas las alusiones que pudieran resultar agraviantes para Douglas y su padre. Una segunda copia dactilografiada fue utilizada para la publicación de la primera versión completa y rigurosa por Vyvyan Holland, hijo de Oscar, en 1949. En realidad, cuando en 1960 el manuscrito fue revelado al público, fue posible establecer que la copia dactilografiada por Vyvyan contenía cerca de cien discordancias con el original. La versión corregida y definitiva se publicó en The Letters of Oscar Wilde (Hartcourt, Brace & World Inc, New York, 1962).
5. Robert Robbie Baldwin Ross (1869-1918) fue periodista, crítico de arte, albacea del legado de Oscar Wilde y mentor literario de varias figuras de su época. Durante la Primera Guerra Mundial atrajo a una camarilla de jóvenes artistas, en su mayoría homosexuales. Fue también amigo de Vyvyan y Cyril Holland, hijos de Wilde. “En 1886, cuando su mujer estaba embarazada de Vyvyan, Wilde conoció a Robert Ross, un joven canadiense que admiraba su poesía. Ross, que era homosexual, estaba decidido a seducir a Wilde, y ambos hombres sostuvieron luego que Ross fue el primer amante masculino de Oscar” (Trevor Fisher, Oscar y Bosie. una pasión fatal, traducción de Rolando Costa Picazo, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 2004).
En su testamento, Ross pidió que sus cenizas fuesen colocadas en la tumba de Wilde, deseo que fue cumplido.
6. Arthur Michell Ransome (1884-1967) fue un escritor y periodista inglés. Sus obras de literatura infantil aún tienen cierto predicamento entre los escolares ingleses. Escribió también sobre la vida literaria de Londres y sobre la situación en la naciente Unión Soviética. Sus vínculos con los líderes de la Revolución lo llevaron a proporcionar información al Servicio de Inteligencia Secreto, mientras que también se sospechaba que era un espía del servicio de Inteligencia del Reino Unido.
7. En 1913, Bosie demandó a Arthur Ransome por pasajes difamatorios de su libro sobre Oscar Wilde. Amigo de Robert Ross –de quien probablemente consiguió esos pasajes–, Ransome acusaba a Bosie de haber arruinado a Wilde (sugería que habían compartido un amor fatal). La evidencia para su acusación estaba apoyada en algunos pasajes del De Profundis, para lo cual las partes interesadas extrajeron el texto de su escondite en el Museo Británico. Esas partes inéditas fueron leídas en la corte y luego publicadas en los periódicos nacionales.
8. Ambiente literario, grupo social unido por intereses comunes de cualquier tipo (en francés en el original).
9. Frank Harris (1856-1931) fue autor, editor y periodista irlandés. En 1922 publicó en Berlín su autobiografía My Life and Loves, editada en cuatro volúmenes entre 1922 y 1927. Esta obra le hizo fama de pornógrafo y fabulador. Harris también escribió cuentos y novelas, además de dos libros sobre Shakespeare, una serie de biografías tituladas Contemporary Portraits y biografías de sus amigos Oscar Wilde y George Bernard Shaw.
10. Frank Harris, Vida y confesiones de Oscar Wilde, Emecé, Buenos Aires, 1942.
11. “Alfred Douglas presidió el entierro en el funeral, un entierro de sexta clase. El ataúd era barato, y el coche fúnebre, de aspecto lastimoso” (Richard Ellman, Oscar Wilde, Edhasa, Barcelona, España, 1990).
12. Ver http://www.gutenberg.org/ebooks/36017
13. El editor John Lang convenció a Alfred Douglas para que escribiera un libro a modo de descargo. Douglas estaba devastado por los resultados del proceso Ransome, necesitaba dinero y acaso también dar a conocer su punto de vista sobre el asunto, pero estaba psicológicamente exhausto. Entonces encargó a Crosland la redacción del libro. Crosland utilizó esta obra para expresar su profundo odio por Wilde. Como Douglas no podía confesar sus antiguas prácticas sexuales sin arriesgarse a ser condenado, las afirmaciones contenidas en la presente obra deben ser relativizadas a la luz de estos reparos. De hecho, en su Autobiografía Douglas admite que Oscar Wilde y yo no presenta una imagen verdadera de sí mismo sino de lo que él deseaba o suponía que era.
14. Mi mujer, con la cual hace tiempo que estoy reconciliado, y mi hijo –que ya es oficial de la Guardia Escocesa– se encuentran sentados en mi habitación, en tanto redacto este prólogo (nota del autor).
15. Según algunos biógrafos, esta acusación respondía a una estrategia jurídica, pues no acusaba directamente a Wilde de sodomita sino “de posar” como tal.
16. Del latín, término legal que significa “no estar dispuesto a perseguir”. Es una frase utilizada en muchos contextos de juicio penal de derecho común para describir la decisión de un fiscal de suspender voluntariamente los cargos penales, ya sea antes del juicio o antes de que se emita un veredicto.