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2. ADVERTENCIA: LA CUESTIÓN DE CREER

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Si crees también dudarás. Nadie puede creer sin dudar. Que quede claro de una vez por todas: nadie puede creer sin dudar. Toda creencia es una tapadera de la duda.

Creer es sólo la circunferencia del centro llamado duda; porque la duda está ahí se crea la creencia. La duda duele, es como una herida, es dolorosa. La duda duele porque es una herida; te hace sentir el vacío interno, la ignorancia interior. Quieres ocultarla. ¿Pero crees que te ayudará esconder la herida tras una rosa? ¿Piensas que la rosa podrá hacer que la herida desaparezca? ¡Al contrario! Más tarde o más temprano la rosa empezará a apestar por culpa de la herida. La herida no desaparecerá a causa de la rosa; de hecho será la rosa la que desaparezca a causa de la herida.

Puede que consigas engañar a alguien que mire desde fuera –tus vecino podrían llegar a creer que no hay herida, sino una rosa–, ¿pero cómo podrás engañarte a ti mismo? Es imposible. Nadie puede engañarse a sí mismo; en lo profundo de ti mismo sabes la verdad, sabes que la herida existe y que intentas ocultarla tras una flor. Y sabes que la rosa es arbitraria: no ha crecido en ti, la has arrancado del exterior, mientras la herida crecía dentro de ti; la herida no la has arrancado del exterior.

El niño lleva la duda en sí, una duda interna, que es natural. A causa de ella indaga, y a causa de ella pregunta. Acompaña a un niño a dar un paseo matinal por el bosque, y te hará tantas preguntas que te aburrirá, que desearás decirle que se calle. Pero continuará preguntando.

¿De dónde provienen todas esas preguntas? Para él son naturales. La duda es un potencial interno; es la única manera en que el niño podrá inquirir, buscar e indagar. No hay nada malo en ello. Vuestros sacerdotes os han estado mintiendo, os han dicho que en la duda hay algo malo. Pero no es cierto. Es algo natural, y por ello debe ser aceptada y respetada. Cuando respetas tu propia duda, deja de ser una herida; cuando la rechazas, se convierte en herida.

Seamos claros: la duda en sí misma no es ninguna herida. Es una ayuda tremenda, porque te convertirá en un aventurero, en un explorador. Te llevará hasta los confines del universo en busca de la verdad, te convertirá en peregrino. No hay nada malo en dudar. La duda es hermosa, inocente, natural. Pero los sacerdotes no han hecho más que condenarla a lo largo de la historia. Y a causa de su condena, la duda, que podría haber florecido en confianza, se ha convertido en una herida. Condena lo que sea y se convertirá en una herida, rechaza cualquier cosa y se volverá una herida.

Mi enseñanza es que lo primero que hay que hacer es no tratar de creer. ¿Por qué? Si la duda está ahí, ¡es porque existe! No es necesario ocultarla. De hecho, hay que permitir su existencia, ayudarla, dejar que se convierta en la gran búsqueda. Que se convierta en las mil y una preguntas, y al final te darás cuenta de que las preguntas no son lo que importa, ¡sino los signos de interrogación! La duda no es una búsqueda para creer; la duda simplemente busca a tientas el misterio, lleva a cabo todo tipo de esfuerzos para entender lo inentendible, para comprender lo incomprensible… un esfuerzo a tientas.

Si buscas, si indagas, sin llenarte de creencias prestadas, sucederán dos cosas: la primera es que nunca tendrás creencia alguna. Recuerda, la duda y la incredulidad no son sinónimos. La incredulidad tiene lugar únicamente cuando ya has creído, cuando te has engañado a ti mismo y a los demás. La incredulidad sólo aparece cuando la creencia ha penetrado en ti; es una sombra del creer.

Todos los creyentes son incrédulos, sean hinduistas, cristianos o jainistas. ¡Los conozco a todos! Todos los creyentes son incrédulos porque creer conlleva ser incrédulo, que es la consecuencia del creer. ¿Puedes creer sin incredulidad? Es imposible; no puede ser según la naturaleza de las cosas. Si quieres ser incrédulo, el primer requisito es creer. ¿Puedes creer sin que la incredulidad entre por la puerta de atrás? ¿O es que acaso puedes ser incrédulo sin creer en primer lugar? Cree en Dios e inmediatamente aparece la incredulidad. Cree en el más allá y surge la incredulidad. La incredulidad es secundaria, el creer viene en primer lugar.

Pero hay millones de personas en el mundo que sólo quieren creer; no aceptan la incredulidad. Yo no puedo ayudarles, nadie puede hacerlo. Si sólo te interesa creer, también tendrás que sufrir la incredulidad. Permanecerás dividido, quebrado, esquizofrénico. No podrás sentir la unidad orgánica; habrás impedido que suceda.

¿Cuál es mi consejo? Primero, dejar de creer. Abandonar las creencias, ¡son basura! Confía en la duda, ésa es mi sugerencia; no intentes ocultarla. Confía en la duda. Eso es lo primero que tienes que hacer, confiar en tu duda y ver cuán hermosa es, qué maravillosa confianza ha penetrado en ti.

No digo creencia, sino confianza. La duda es un don natural; debe provenir de Dios. ¿De dónde si no? Has de llevar la duda en ti… confiar en ella, confiar en tu cuestionamiento y no tener prisa por llenarla y ocultarla mediante creencias tomadas prestadas del exterior, de los padres, los sacerdotes, los políticos, de la sociedad y la iglesia. Tu duda es algo hermoso porque es tuya; es algo hermoso porque es auténtica. Algún día, de esta duda auténtica florecerá la flor de la auténtica confianza. Será un florecimiento interior, y no una imposición del exterior.

Ésa es la diferencia entre creer y confiar; la confianza crece en tu interior, en tu interioridad, en tu subjetividad. La confianza es interna, al igual que la duda. Y sólo lo interior puede transformar lo interno. La creencia proviene del exterior; no puede servir de ayuda porque no alcanza el centro de tu ser, que es donde está la duda.

¿Cómo empezar? Confiando en tu dudar. Ése es mi método para obtener confianza. No creas en Dios, no creas en el alma, no creas en el más allá. Confía en tu duda, y la conversión habrá empezado al momento. La confianza es una fuerza tan poderosa que incluso si confías en tu duda la habrás iluminado. Y la duda es como la oscuridad. Esa pequeña confianza en la duda empezará a cambiar tu mundo interior, el paisaje interno.

¡Y cuestiona! ¿Qué has de temer? ¿Por qué tanta cobardía? Cuestiona… cuestiona todos los budas, cuestióname a mí, porque si existe alguna verdad, no temerá tu cuestionamiento. Si los budas son verdaderos, serán verdaderos; no necesitas creer en ellos. Cuestiónalos… y un día verás que la confianza ha surgido.

Cuando se duda y se duda hasta el fin, el resultado más lógico es que más tarde o más temprano tropezaremos con una verdad. La duda anda a tientas por la oscuridad, pero la puerta existe. Si el Buda pudo llegar a la puerta, si Jesús también pudo hallarla, si yo puedo encontrarla, ¿por qué no vas a poder tú? Todo el mundo puede llegar hasta la puerta, pero tienes miedo de andar a tientas, así que te limitas a sentarte en un rincón oscuro creyendo en alguien que ha encontrado la puerta. No conocemos a ese alguien, sólo has oído hablar de él a otros que a su vez lo han escuchado de boca de otros, y así sucesivamente.

¿Cómo es que crees en Jesús? ¿Por qué? ¡Si no le has visto! Y aunque le hubieses visto, no te habrías dado cuenta de que era él. El día que fue crucificado fueron miles los que se reunieron para verle, ¿y sabes lo que hicieron? ¡Le escupieron en la cara! Puede que tú también estuvieses en esa multitud, porque no eran diferentes de nosotros. La humanidad no ha cambiado.

Contamos con mejores carreteras y vehículos para que nos lleven de un sitio a otro, mejor tecnología –el hombre ha caminado por la Luna–, pero no ha cambiado. Por eso digo que muchos de vosotros podríais haber estado en la multitud que escupió a Jesús. No habéis cambiado. ¿Cómo podéis creer en Jesús? Le escupisteis en la cara cuando estaba vivo, ¿y ahora creéis en él, al cabo de dos mil años? Es un esfuerzo desesperado por ocultar vuestra duda. ¿Por qué creéis en Jesús?

Hay una sola cosa que si desapareciese de la historia de Jesús, todo el cristianismo se vendría abajo. Si una cosa, una sola cosa, como el fenómeno de la resurrección –tras ser crucificado y permanecer muerto durante tres días, Jesús regresó–; si sólo eso desapareciese, todo el cristianismo desaparecería. Creéis en Jesús porque tenéis miedo a la muerte, y él parece ser el único hombre que ha regresado de la muerte, que la ha derrotado.

El cristianismo se ha convertido en la mayor religión del mundo. El budismo no podrá ser tan importante, por la sencilla razón de que el miedo a la muerte ayuda a la gente a creer en Cristo más que en el Buda. De hecho, hay que tener agallas para creer en el Buda, porque el Buda dice: «Te enseño la muerte total». No está satisfecho con la muerte pequeña. Dice: «Esta muerte pequeña no sirve, porque regresarás. Yo te enseño la muerte total, la muerte suprema. Enseño la aniquilación, de manera que nunca tengas que regresar, para que desaparezcas, para que te disuelvas en la existencia, para que no existas más, nunca más; para que no quede rastro de ti».

El budismo desapareció en la India, totalmente. Un país del que se dice que es tan religioso, y el budismo desapareció por completo. ¿Por qué? Porque la gente cree en religiones que enseñan que viviremos tras la muerte, que el alma es inmortal. El Buda decía que lo único que valía la pena realizar es que no se es. El budismo no podía sobrevivir en la India porque no ofrecía un refugio contra el miedo.

El Buda no le dijo a la gente: «Creed en mí». Por eso su enseñanza desapareció de la India, porque la gente quiere creer. La gente no quiere verdades, quiere creencias.

Creer es fácil. La verdad es peligrosa, ardua, difícil; tiene un precio. Uno tiene que buscar e indagar, y sin garantías de que se hallará, sin garantías de que exista verdad alguna en ningún sitio. Puede que no exista.

La gente quiere creer, y el último mensaje del Buda al mundo fue: «Appo dipo bhava», «Sé tu propia luz». Sus discípulos lloraron, diez mil sannyasins le rodeaban… estaban tristes, claro está, y vertieron lágrimas; su maestro se iba. Y el Buda les dijo:

–No lloréis. ¿Por qué lloráis?

Ananda, uno de los discípulos, dijo:

–Porque nos dejáis, porque erais nuestra única esperanza, porque teníamos la esperanza de que a través de vos podríamos obtener la verdad.

Para responder a Ananda, el Buda dijo:

–No te preocupes por eso. Yo no puedo darte la verdad; nadie puede dártela, no es transferible. Debes alcanzarla por ti mismo. Sé tu propia luz.

Mi actitud es la misma. No necesitáis creer en mí. No quiero creyentes aquí. Quiero buscadores, pues el buscador es un fenómeno completamente distinto. El creyente no es un buscador. El creyente no quiere buscar, por eso cree. El creyente quiere evitar la búsqueda, por eso cree. El creyente quiere ser liberado, salvado, necesita un redentor. Siempre está buscando un mesías, alguien que pueda comer por él, masticar por él, digerir por él. Pero si soy yo el que come, a ti no se te pasará el hambre. Nadie puede salvarte excepto tú mismo.

Aquí lo que se necesitan son buscadores, indagadores, y no creyentes. Los creyentes son la gente más mediocre del mundo. Así que olvidaos de creer, pues os estáis buscando problemas. Empezáis creyendo en mí, y entonces surge la incredulidad, porque no estoy aquí para satisfacer vuestras esperanzas.

Yo vivo a mi manera, y no os tengo en cuenta. No tengo en cuenta a nadie, porque si empezamos a tener en cuenta a los demás, uno no puede vivir su propia vida de manera auténtica. Tened en cuenta algo y os convertiréis en farsantes.

George Gurdjieff solía decir a sus discípulos algo fundamental: «No tengáis en cuenta a los demás, si no no creceréis nunca». Y eso es lo que está sucediendo en todo el mundo, que todos se ponen a tener en cuenta a los demás: «¿Qué pensará mi madre? ¿Qué pensará mi padre? ¿Qué pensará la sociedad? ¿Qué pensará mi esposa, mi marido…?». ¿Qué puede decirse de los padres…? ¡Incluso temen a los hijos! Porque piensan: «¿qué pensarán nuestros hijos?». La gente tiene en cuenta a los demás, y entonces resulta que hay millones de personas a las que tener en cuenta. Si vamos por ahí teniendo en cuenta a todo el mundo, entonces nunca seremos individuos, sólo un batiburrillo. Con tantos compromisos como habéis adquirido, tendríais que haberos suicidado hace mucho.

Se dice que hay gente que muere a los treinta años y que los entierran a los setenta. La muerte sucede muy pronto. Creo que decir que a los treinta no es correcto, la muerte sucede incluso mucho antes. Alrededor de los veintiuno, cuando la ley y el estado te organizan, convirtiéndote en un ciudadano, ése es el momento en que muere una persona. De hecho, es cuando te reconocen como ciudadano: ahora ya no eres peligroso, ya has dejado de ser salvaje, ya no eres un bruto sin refinar. Ahora todo está bien en ti, todo correcto; ahora te han ajustado a la sociedad. Eso es lo que significa el que tu nación te conceda el derecho de voto: la nación puede estar ahora tranquila porque te ha destrozado la inteligencia, y por ello puedes votar. No hay nada que temer; ahora eres un ciudadano, un hombre civilizado. Has dejado de ser un hombre, ahora eres un ciudadano.

He observado que la gente muere alrededor de los veintiún años. A partir de entonces, la existencia es póstuma. En las tumbas deberíamos empezar por escribir tres fechas: nacimiento, muerte y muerte póstuma.

Se dice que una persona es ingeniosa cuando sabe resolver dificultades, y que es sabia cuando sabe cómo evitarlas. Sé sabio. ¿Por qué no cortarlo todo de raíz? No creas, y no habrá razón para ser incrédulo, y la dualidad nunca surgirá, y no necesitarás hallar una manera de salir de ello. Por favor, no os metáis en eso.

La verdad es individual, y la masa no se preocupa por la verdad. Le preocupa el consuelo; le preocupa la comodidad. La masa no consiste en exploradores, aventureros, en gente que se adentra en lo desconocido, valientes… que arriesgan sus vidas para hallar el significado de sus vidas y de la vida de todo lo que existe. La masa sólo quiere que le regalen los oídos con cosas agradables y cómodas, para así relajarse tranquilamente en esas palabras de consuelo.

La última vez que me acerqué por mi pueblo natal fue en 1970. Uno de mis antiguos maestros, con quien siempre había mantenido una relación cariñosa, se hallaba en su lecho de muerte, así que lo primero que hice fue dirigirme a su casa.

Su hijo me recibió en la puerta y me dijo:

–No le moleste, por favor. Está a punto de morir. Le quiere a usted, le ha estado recordando, pero sabemos que su presencia puede arrebatarle su consuelo. No le haga eso cuando está a punto de morir.

Yo le contesté:

–Si no estuviese precisamente a punto de morir habría hecho caso de tu consejo, pero ahora tengo que verle. Si justo antes de morir abandona sus mentiras y consuelos, su muerte tendrá un valor mucho mayor que el que ha tenido su vida.

Aparté al hijo a un lado y entré en la casa. El anciano abrió los ojos, sonrió y dijo:

–Me estaba acordando de ti y al mismo tiempo sentía miedo. Me enteré de que venías al pueblo y pensé que tal vez llegarías antes de que muriese y así podría verte por última vez. Pero al mismo tiempo sentí mucho miedo, ¡pues encontrarse contigo puede resultar peligroso!

Le dije:

–Ciertamente será peligroso. He venido en el momento justo. Quiero que acabe con todos sus consuelos antes de morir. Si puede morir inocente, su muerte tendrá un valor tremendo. Eche a un lado todo lo que sabe porque se trata de un conocimiento prestado. Aparte de sí a su dios porque sólo es una creencia. Aparte de sí la idea de cualquier cielo o infierno porque no son más que su codicia y su miedo. Ha permanecido aferrado a esas cosas durante toda su vida. Al menos, antes de morir, reúna el coraje suficiente… ¡ahora ya no tiene nada que perder!

»Un hombre moribundo no tiene nada que perder: la muerte lo hará todo pedazos. Es mejor que abandone sus consuelos por propia voluntad y que muera inocentemente, lleno de pasmo e interés, porque la muerte es la experiencia suprema de la vida. Es su auténtico crescendo.

El anciano dijo:

–Tenía miedo y ahora me pides lo mismo. He rendido culto a Dios durante toda mi vida, y ahora resulta que sólo es una hipótesis… Nunca lo he experimentado. He rogado a los cielos, y sé que ninguna de mis oraciones fue nunca contestada; no hay nadie para hacerlo. Pero ha sido un consuelo a través de los sufrimientos de la vida y de sus ansiedades. ¿Qué más puede hacer un hombre desvalido?

Le contesté:

–Ahora ya no está desvalido, ahora no hay ansiedad alguna, ni sufrimiento, ni problemas; todo eso pertenece a la vida. Ahora la vida se escurre de sus manos; tal vez pueda permanecer en esta orilla unos pocos minutos más. ¡Reúna valor! No vaya al encuentro de la muerte como un cobarde.

Cerró los ojos, y me dijo:

–Haré todo lo posible.

Toda la familia se hallaba reunida y estaban enfadados conmigo. Eran brahmanes de casta alta, muy ortodoxos, y no podían creer que el anciano estuviese de acuerdo conmigo. La muerte fue una conmoción tal que hizo pedazos todas sus mentiras.

Te puedes pasar la vida creyendo en mentiras, pero en la muerte sabes perfectamente bien que los barquitos de papel no te serán de gran ayuda en el océano. Es mejor saber que hay que nadar y que no se tiene barco alguno a mano. Aferrarse a un barquito de papel es peligroso; puede evitar que nades. En lugar de llevarte a la otra orilla, puede hacer que te ahogues.

Todos estaban enfadados conmigo, pero no pudieron decirme nada. El anciano cerró los ojos, sonrió y dijo:

–Es una desgracia que nunca te haya querido escuchar. Ahora me siento tan ligero, sin cargas. No tengo miedo alguno; no sólo no tengo miedo sino que siento curiosidad por morir y ver cuál es el misterio de la muerte.

Murió, y la sonrisa permaneció en su rostro.

El libro de la vida y la muerte

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