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Prólogo

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La lectura como experiencia narcótica no es recomendable para aquellos que creen que la novela es una especie de distracción del alma. La novela tuvo el honor de utilizar todos los recursos de difusión para atravesar el tiempo, perpetuarse, tomar las palabras por asalto e instalar nuevos mitos. Como el de que cualquier lector es un ente universal, atravesado por todas las sabidurías. Núcleo y temblor, acierto y soberbia. Nadie escribe para un lector ideal, más cuando el lector ideal de estos tiempos es un zombie terminal que debe consumir a la literatura como si de una droga bendita se tratara. Dosis de palabras para extender la ignorancia sobre sí mismo, engaño y sinsabor, pura falacia. En sí, la novela no tiene quien la defienda más que su propia consumación en la lectura.

No hay esperanza, sí desesperación. Farrés retoma la letra argentina para desactivar las bombas de la corrupción conceptual de un territorio inaprensible, también derrotado, perdido en un combate sin cuarteles ni tropas obedientes. El eufemismo “conflicto” aquí no aparece, casi como gesto anti político (o renunciando a toda posibilidad en la política del conflicto); y también niega lo negado para afirmar eso misterioso y casi negativo de la racionalidad nacionalista. Las Islas no nos son más que como órgano de una venganza infinita, y es donde el caudal imaginario convierte al texto en otro preso como el mismísimo Anderson, que como personaje principal es esclavo del retorno. El lector, en el efecto general, queda entonces atrapado en el mecanismo textual del delirio inacabable… La Torre de Babel como lento goteo en la ficción siempre inconclusa de Borges, lo inesperado de Kafka, la capitulación de Walser, el largo insomnio de Lowry, el lado perplejo de Osvaldo Lamborghini, y también su olvido, su digestión a fuego lento, al fuego lento de las armas.

La Historia de la Literatura (mayúscula, repleta de muertes acumuladas), nos dice que el hombre jamás logró la trascendencia sin ser héroe. Y aquí, en el territorio de las Islas, Stanton, Anderson, Elbosco, Tadeo, y otros más, amputan sus identidades en el furor de una conjetura paranoica que los convierte en carnales hasta deshacerlos en la nada misma que ofrece la destrucción absoluta. Ahora: ¿la decadencia de la carne es equivalente a la abolición de las palabras? ¿Enunciar lo indecible es una forma de conjurar con la muerte? Esta novela cruza el abismo de la destrucción absoluta, va y regresa, apuñala y acaricia, hace un guiño triste desde el fondo más oscuro de la pesadilla

La evolución de la lectura en Mi pequeña guerra inútil es producto de la tensión en cierta lógica de la cadena mecánica rota, por la que la rueda de la locura queda girando sin más tracción que su propio delirio. Hasta que se detiene. Pero se detiene, y ahí la fórmula de la desmemoria, para la relectura. Es posible que esta sea una novela circular fallida. O mejor: de manera gráfica, una novela al estilo de la Banda de Moebius, donde se vuelve a pasar por el mismo punto pero llegando desde otro lugar. Rémora del espacio topológico no euclidiano en el que trabajaba Lacan, enfermo, ya mudo, bocetando dibujos en un pizarrón. La novela del loco (o la novela de la mayor locura humana, que es la guerra), trae el recuerdo de cómo comienza La cartuja de Parma de Stendhal. Se trata de una gran descripción del combate, pero desde el lugar donde lo que se observa y sufre el que narra, no hace sentido. Nunca se encuentra al enemigo, ni una lógica de las deflagraciones ni del movimiento de tropas. Y más: a las tropas no se las puede ver en su totalidad. En eso plantea el límite de la literatura. Cuestión que después quiere zanjar el cine (y en alguna medida la pintura, por ejemplo, Cándido López retratando la infame Guerra del Paraguay): en Kagemusha, la sombra del guerrero, de Kurosawa, aparece constante un plano abierto donde los soldados hacen de hormigas (la referencia no es inocente), incluso los jinetes llevan un palo amarrado a la montura, y sobre él, banderas de color para identificarse. Existe allí cierta inocencia infantil en el acto de jugar con soldaditos de plomo. En esta pequeña guerra inútil que nunca termina (como no termina el discurso, como no termina la forma de sufrir del cuerpo humano, porque tener consciencia de la muerte ya es una forma de empezar a sufrir), todo se hace evanescente, capaz de repetir esa imposibilidad de transferencia del dolor.

En esa línea que el tiempo delimita como pasado, esta es la quinta novela de Pablo Farrés. Es también un hito de su construcción fantástica: precede la secuencia de una nueva edición de las mismas entreveradas con otros objetos de su ocupación constante, algo que podemos definir como Narración Extrema, especie de fórmula sin ataduras, donde ideas y recursos desatan las tormentas de una puesta en duda constante sobre la materia de la escritura.

Pero, ¿es el domino del lector un ámbito de sueño oscuro y aterrador? Esta experiencia insólita nos brinda una salida al mar de la infamia más revulsiva e inquietante. ¿Cuándo perdimos el idioma de los argentinos a manos de una guerra lejana? ¿Cuándo perdimos la infancia entre saliva y gritos desaforados que nadie pudo registrar? El campo no es santo, los muertos escapan a la tierra, y el estilo es el abandono desprolijo de todos los temores que revocan al perjuro. Inauguramos la temporada de caza: Farrés, como animal salvaje, ha regresado.

Omar Genovese

Mi pequeña guerra inútil

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