Читать книгу Mi pequeña guerra inútil - Pablo Farrés - Страница 5
I
ОглавлениеReconocí rápidamente las coordenadas de mí mismo: mi dormitorio, el olor del pino artificial con el que mi mujer ordenaba embadurnar el aire de la casa, el espejo frente a la cama y en el espejo la figura estropeada por los voltios que aquella pesadilla había descargado sobre mi cerebro.
Nunca fui de soñar pero, desde que había sido designado como nuevo interventor y comandante de los destacamentos ingleses en las Islas Malvinas, no dejaba de perseguirme una misma y única imagen con sus mínimas variantes: me llamaba Gerónimo Elbosco, era un soldado argentino que había sido enviado a las Malvinas para asesinar al interventor y comandante de los destacamentos ingleses.
El sueño era absurdo —las Malvinas se habían transformado en un parque de diversiones psicotoxicológico—, pero no por ello dejaba de ser tenebroso: quizás los monos sueñen ser hombres, las ratas ser conejos y los gatos tigres de bengala, pero difícilmente un tigre de bengala sueñe ser gato, y el conejo rata y el hombre un mono sin despertar con los testículos en la garganta.
Imposible entonces comunicar qué puede sentir un teniente coronel del ejército inglés que ha soñado ser un soldado argentino.
Imposible comunicar en general, incluso comunicar que es imposible comunicar algo: por ejemplo esto mismo.
Por ejemplo comunicar cómo son los testículos de una rata, incluso los testículos de una rata en la garganta de una rata.
En fin: me desperté o creí despertar desesperado debido tal vez a que ese mismo era el día en que finalmente debía embarcarme en el avión que me llevaría a las Islas.
Por las hendijas de la persiana husmeaba la claridad de la mañana y el sonido de los pájaros desde los árboles del parque traían la promesa de algo mejor. Hice dos pasos alejándome de la cama y pisé la mierda del perro de Mary.
Esa cosa blandita y caliente.
Otra vez esa cosa blandita y caliente.
No sé qué le daba de comer, pero cada vez defecaba montañitas más grandes, más calientes e invariablemente blanditas.
En verdad sabía lo que le daba de comer: cada noche un caldo de verdura, banana y polenta. El perro no tenía otra posibilidad que cagar endemoniadamente su cosa blandita y caliente. Al principio le decía que debía darle otro tipo de comida porque sino el perro se le iba a morir, pero ella no le daba ninguna importancia a mis palabras y seguía dándole ese caldo vomitivo; pasado el tiempo ya no le dije nada acerca de la comida que le daba a su perro porque entendí claramente y sin necesidad de que ella me lo dijera, que la finalidad de aquellos caldos de verdura, banana y polenta no era alimentar a su perro sino cagarme el dormitorio, cagarme la mañana, cagarme la existencia.
Sé que ella se lo ordenaba, y el perro era verdaderamente un perro fiel: no había mañana que no despertara con su montaña de mierda a mi lado, y yo sabiéndolo, sabiendo que ese olor penetrante que acompañando el amanecer se metía en mis narices y escarbaba mi cerebro era el de la mierda del perro de Mary, de manera invariable la pisaba embadurnándome desde los dedos hasta el talón.
La claridad de la mañana por las hendijas de la persiana, el canto de los pájaros y mi pie embadurnado de la mierda de Jack —así se llamaba el bendito perro—. Fui hacia el baño, me lavé el pie, tomé el papel higiénico y la botella de lavandina, volví al cuarto y limpie la mierda de Jack. ¿Era yo el que había decidido marcharse de esa casa para no volver nunca más o era esa mujer la que me estaba echando? Ya no tenía la menor importancia, sólo importaba irme cuanto antes. Terminé de preparar el bolso y me vestí con mi uniforme de teniente coronel. El auto del ejército debía pasarme a buscar para llevarme al aeropuerto.
Mary debía estar como siempre en la cocina, por lo que me encaminé en dirección contraria, hacia el comedor, intentando que ella no escuchara mis pasos y me obligara a la palabra y algún tipo de despedida. Para mi mal, ella estaba despatarrada en el sillón del comedor como si estuviera esperando que yo pasara por allí.
Hablaba por teléfono, se reía y no sé de qué se reía.
Sí tenía claro con quién estaba hablando. No su nombre, nunca quise saber los nombres de los tipos con los que Mary se encamaba cada vez que yo me iba de viaje a alguna misión o quedaba acuartelado en Londres.
Lo sabía porque era ella la que me lo decía. No sus nombres, nunca me decía sus nombres, solamente hacía mención de que se trataba de un negro —acaso se trataba de un solo negro que la complacía como si se tratara de un pelotón de negros, pero a mí se me daba por pensar que se trataba de un pelotón de negros que en la cabeza de Mary funcionaban todos en conjunto como un mismo y único negro.
No podía recriminarle que se encamara con el que quisiera, en el fondo sabía que aquello era mi culpa. Desde hacía mucho yo la incitaba a encamarnos con un tercero, y ella siempre se había negado. Un día accedió, aunque ciertamente no había accedido sino de mala gana y seguramente forzada por las pastillas que había metido en su copa de champagne durante cierta fiesta que habíamos organizado en casa. Tres o cuatro copas después, tres o cuatro pastillitas allí disueltas, y nos encontrábamos en la cama: ella con los ojos vendados, las manos atadas detrás de la espalda, con la cabeza contra el colchón, de rodillas y con la cola levantada; yo sobándole el ano hasta dejarlo lo suficientemente dilatado como para que un camarada que yo había seleccionado para la cuestión solamente tuviera que introducir su pene y sodomizarla. El camarada sodomizó a mi mujer y mi mujer no dijo nada. Desde entonces comenzamos un raid en busca de tipos con los que encamarnos. La segunda o tercera vez que lo hicimos la escena había perdido magia. Los dos lo sabíamos, pero ella había tomado el mando de la nave y me obligaba a continuar. Todo iba en decadencia, no sólo el deseo, sino también los lugares y los tipos: de boliches swingers super ambientados y racionalizados para el encuentro de clientes que compartíamos el mismo target, fuimos derivando en el puro nomadismo nocturno por los barrios bajos de Londres al acecho de cualquier tipo que por más apestoso y reventado que se presentara le sirviera a Mary para mostrarme de lo que era capaz. Sabía yo que aquello era su venganza, pero no esperaba la crueldad que me tenía reservada: la siguiente fase, la fase superadora, fue un negro. Había sido el día del festejo de mi cumpleaños —todos se habían marchado, Mary me había llevado a la cama, había apagado la luz del cuarto, me había atado boca arriba contra los barrales, se había subido arriba mío y ya había empezado a moverse; de pronto vi que su cabeza estaba dirigida hacia un lado y que su cabeza se movía como un pájaro carpintero contra el árbol y que su boca se metía dentro la pija de un negro. No dije nada, nada podía decirle, aunque en verdad me hubiese gustado decirle que ya era suficiente, que la cortara con aquello, que sabía que los negros a mí no me gustaban, que me daban alergia y que me parecía mejor coger con un mono que coger con un negro. Eso es lo que me hubiese gustado decirle y no le dije cuando el negro la tomó del pelo, le sacó la verga de la boca, se subió arriba de la cama y la sodomizó de una, así como si nada.
Asco es la palabra —¿es comunicable la palabra asco o el asco ya es la expresión física y directa, efecto orgánico del hecho de sentir asco?—, asco no sólo de tener al negro ahí sodomizando a mi mujer sino enseguida asco también de la cara del negro acercándose a mi cara, mirándome como si estuviera escarbando en mi cerebro, metiéndome finalmente su lengua de mono colonizado dentro de mi boca apabullando mi propia lengua, enroscándola con sus movimientos de serpiente. Entonces ocurrió lo que Mary debió haber proyectado. El negro se paró y zarandeó su pija delante de mi boca. No podía haber nada más humillante. La desesperación me ganó. Me quité las cuerdas con las que me habían atado, empujé al negro, y le di un cachetazo a Mary. Mary golpeó su cabeza contra la pared. Me llamó “puto”. Le di otro cachetazo. Volvió a llamarme “puto”. Le di una piña en la cabeza, y luego una patada en las costillas. Después…, no sé qué pasó después. Pero ¿puedo decirlo?, ¿vale decirlo? Sé que a Mary no le gustaban los negros, no podían gustarle los negros. Era una cuestión biológica, orgánica. Sé de dónde ella venía, y de donde venía era imposible que un negro tuviera mayor entidad que una garrapata, incluso que una garrapata negra. Era a propósito, siempre había sido a propósito, sólo se encamaba con negros para humillarme y que todo el mundo se enteraba que la mujer de un teniente de los ejércitos de la corona se encamaba con negros.
En fin, esa vez Mary estaba despatarrada sobre el sillón hablando con unos de sus negros, mientras yo me encaminaba hacia la puerta buscando mis Malvinas. En el momento en que tomé la manija, Mary me chistó como si yo fuera el negro con el que se comunicaba. Tenía el brazo levantado en mi dirección con un sobre que tomaba entre las yemas de sus dedos, como si aquello le diera el mismo asco que a mí me daban sus negros.
—Es para vos —dijo, alejándose por un instante del teléfono. A propósito, hoy ni se te ocurra volver antes de las ocho de la noche. Voy a estar ocupada.
Tomé el sobre, nada le respondí, pero me gustó la idea de que ella todavía pudiese esperar que yo volviera alguna vez, después de las ocho de la noche o cuando fuera. Me gustó no decirle que ya no volvería a verla, que se quedara con todos los negros mugrientos que descendieran de los árboles para aparearse en sus entrañas.
Abrí la puerta y salí. En la vereda estaba estacionando el auto oficial. Rápido subí al asiento trasero, acomodé mi bolso, y luego levanté la vista hacia el espejo retrovisor: ¡dios mío, otro negro!, otro negro y encima trabajando para el ejército.
“Londres apesta”, le dije al negro sin que el negro me escuchara, o quizás el negro me escuchó pero no era capaz de comprender cuestiones del lenguaje tan básicas como el enunciado “Londres apesta”. Digo porque encima se trataba de un negro esforzado, no sólo porque el tono oscuro de la piel verdaderamente debió haberle demandado un buen tiempo de concentración física y espiritual acumulando noche, sino fundamentalmente porque era un negro peludo que parecía no tener ningún problema con ostentar su condición de mono.
Me sorprendió porque en general a los negros les gusta el camuflaje, y como todo el mundo sabe, al menos todo el mundo que vive en Londres y es como mínimo teniente coronel del ejército inglés, sabe que los negros son monos depilados, muy depilados, esforzadamente depilados.
Y se sabe además que los monos depilados se depilan para no parecer monos y al menos contentarse con ser negros.
Aunque también los negros tienen su propia épica y una vez que dejaron de ser monos quieren también dejar de ser negros, y entonces se vuelven latinos pero los latinos tampoco quieren ser latinos y hacen de todo para no parecerlo y entonces se transforman en argentinos.
Pero claro está, las ínfulas del argentino intentando trascender su condición de latino, negro y mono chocan contra las fuerzas inglesas que los devuelven a su condición verdadera.
Todo soldado inglés ha sabido que matar a un argentino siempre significa matar a un negro y con ello desde luego matar a un mono.
Por eso ganamos la guerra.
Porque la guerra es una cuestión zoológica.
Porque la guerra siempre es entre el animal y el hombre.
Incluso los argentinos saben de su condición de monos depilados que parecen negros y por eso cada tanto envían al sacrificio a sus monos más negros y peor depilados.
Pero, bueno, allá ellos. En la otra punta del planeta: nosotros —nosotros con nuestros negros y la pregunta ¿por qué tanta guerra en vano, tanta muerte dando vuelta para que a pesar de ello Londres se nos llenara de monos que incluso tienen el tupé de integrar el ejército de la corona y manejar autos oficiales que trasladan a tenientes coroneles?
Quité la vista del espejo retrovisor y del mono peludo que tenía por chofer, e intentando olvidar aquello perdí la mirada en el paisaje de las calles londinenses para encontrarme, claro está, con monos peludos caminando de aquí para allá vestidos con trajes, jeans, polleras, blusas, zapatos, manejando autos, vendiendo diarios, haciendo de policías.
Y cuando digo monos, digo monos de verdad, monos peludos, sin ningún tapujo de andar así como monos, monos que ya no necesitaban esconderse bajo el disfraz de un negro, monos que ya no necesitaban hacerse los latinos ni menos aún travestirse en argentinos, monos, simples monos.
Cerré los ojos. Aquella visión me excedía.
No era la primera vez que pasaba: últimamente a la realidad se le daba por cometer esos trucos de magia y donde estuviere, todo en derredor se me transformaba en la jaula de monos de un zoológico fantástico.
Ya no era un problema de políticas liberales multiculturalistas y todo eso, sino concretamente de alucinaciones que se inscribían en el forro interno de mi cerebro. Incluso soñar tan fuertemente ser un soldado argentino, y por lo tanto un soldado negro, y por lo tanto un mono depilado que pretendía retomar la guerra en un parque de diversiones, no podía sino ser parte de lo mismo.
No, no podía más conmigo mismo. Ni Mary me quedaba. Oh, Mary, ¿por qué me hiciste eso?
Mary, la carta.
Todavía tenía entre mis dedos el sobre de la carta que Mary me había dado. La abrí sólo para olvidar lo que me rodeaba y acaso con la esperanza de que Mary se hubiera dignado a ofrecer sus disculpas y rogar que comenzáramos todo de nuevo ya sin negros dando vueltas en nuestra cama.
Saqué el papel del sobre. La fecha era de ese mismo día. También habían escrito la hora y los minutos: 11 y 46. Miré mi reloj, eran las 11 y 46.
No pequeño, ese fue un primer asombro. Enseguida me sorprendió que la letra fuese tan parecida a la mía, incluso tendría que afirmar que era absolutamente idéntica a mi letra.
La carta estaba escrita en mi nombre y dirigida a mi persona.
Debía estar muy loco como para escribirme a mí mismo como si yo fuera otro.
Debía estar muy loco como para leer esa carta y no recordar siquiera haberla escrito.
“Nos conocemos y no nos conocemos. Mi nombre es Gerónimo Elbosco. Ese no es mi verdadero nombre. No lo es porque vos y yo somos el mismo, vos viniendo hacia mí, yo esperándote llegar. Me espero a mí mismo en mi propia llegada. Ese es mi estilo. También será el tuyo”.
Así comenzaba la carta.
Pensé, claro está, que me estaban haciendo una broma que todavía no lograba comprender.
Alguien, acaso Mary enterada de que me iría de paseo por Malvinas, había escrito aquello sólo para reírse de mí y de mi cara leyendo aquellas palabras. Quizás calculó el momento en que la iría a leer y escribió una hora y unos minutos posibles. Conocía mi letra, bien podía haberla copiado.
¿Pero cómo podía saber que yo desde hacía meses soñaba que era un soldado argentino llamado Gerónimo Elbosco?
Nunca se lo había dicho a nadie. Nadie podía saber que existía un engendro fantasmal que cada noche aparecía en mi cerebro con ese nombre.
Esa fue mi primera reacción: la del rechazo.
Sin embargo enseguida se dio un asombro mayor: el tal Gerónimo Elbosco no sólo afirmaba que éramos la misma persona sino que además contaba el contenido exacto y detallado de lo que yo venía soñando: que siendo argentino había sido reclutado para participar en la guerra de Malvinas con la misión de asesinar al Teniente John Anderson, que había viajado a Puerto Madryn, que se había embarcado en un buque llamado El Pichi, que las Islas se habían mudado, que tuvieron que atravesar la Patagonia y las montañas de Los Andes con el barco a cuestas, que cuando llegaron a las Islas se encontraron con un Parque de Diversiones, que en el Parque de Diversiones había sido fusilado y luego, por vaya uno a saber qué azares del destino, había revivido con el nombre de John Anderson, teniente coronel del ejército de la corona.
“No creas en nada de lo que ves. Seguimos en Malvinas…”, me escribió el tal Gerónimo Elbosco. “Mary, su perro Jack, tu casa londinense, Londres mismo, el negro que en este momento está conduciendo el auto oficial no existen. Nada de eso está ocurriendo sino en tu cabeza. No, no creas ni en vos mismo, No sos teniente de nada, no trabajás para el ejército de la corona. No sos más que un simple soldado raso, un soldado argentino”.
Mi asombro tomó el aspecto de un elefante engordado dentro de una cristalería: no sólo porque me trataba de soldado argentino sino fundamentalmente por la pregunta. ¿Cómo sabía Gerónimo Elbosco que yo tenía una esposa llamada Mary y un perro de nombre Jack?, incluso, ¿cómo podía saber que en ese momento estaba arriba del auto oficial que conducía un negro?
Llegado a ese punto levanté la vista y miré de nuevo al negro por el espejo retrovisor. ¿Era ese negro el que me estaba boludeando con aquella carta? ¿Era ese mono el que me acusaba de ser un soldado argentino? Seguí buscando su mirada en el espejo, pero sus ojos clavados en algún punto fijo de la ruta que ya habíamos tomado rumbo a la base aérea parecían no registrarme. Acaso ese negro tenía información sobre mí, quizás se trataba de alguno de los amantes de Mary y juntos me estaban montando la trampa. No sabía qué pensar, pero me daba cuenta que ya había comenzado a tomar en serio la carta y la posibilidad de que existiera alguien llamado Gerónimo Elbosco que la había escrito.
“Estamos atrapados en Malvinas. Lo que te rodea no es más que el efecto de los psicofármacos que contaminan el aire desde hace treinta años. En 1982, el mismo día que se produjo el desembarco argentino, la aviación inglesa lanzó bombas psicofarmacológicas. Los efectos habían sido programados: de pronto la guerra ya había ocurrido y los soldados argentinos supieron que todo estaba terminado antes de que en verdad comenzara: recordaron haber muerto de frío, de hambre, supieron lo que hacía el fuego abrazando el cuerpo de un compañero, vieron sus propios cadáveres destrozados por la guerra y se dejaron hacer entendiendo que ya nada tenía sentido. Los enterraron vivos sin que ninguno se resistiera.
Eso en algunos casos; en otros se dio que soldados argentinos de pronto se supieran ciudadanos ingleses defendiendo su patria. Se trataba de una jaula psíquica. Ese fue el modo en que ganamos la guerra sin que ni siquiera existiera una guerra.
Treinta años después, los efectos de las bombas siguen activos. Las tropas inglesas que han quedado en Malvinas sufren alucinaciones semejantes. Las Islas se han transformado en un Parque de Diversiones Psicotoxicológico.
El efecto alucinatorio es tan radical que distorsiona el pasado, el presente y el futuro. De pronto, no sabés ni cómo te llamás. Puedo estar escribiéndote esto y a la vez vivir un pasado distante en el que estoy leyendo lo que escribí en el futuro.
Nadie desde el poder lo admitirá; la documentación acerca de los bombardeos psicotoxicológicos ha sido borrada. Las pruebas concretas, es decir, el testimonio de aquellos que habitamos lo que ha quedado de las Islas, presenta una imposibilidad estructural: nadie puede dar testimonio de no estar donde está. Sólo se trata de meter las narices en las cercanías de Malvinas y saber de qué se trata la pérdida, no la pérdida de esto o de aquello, sino ese tipo de pérdidas en las que se juega la propia existencia y uno ya no sabe ni cómo se llama.
Te escribo para que no vengas. Estuve allí mismo donde vos estás ahora y sé que todavía tenés una oportunidad. Para mí ya es tarde. Ojalá nunca llegues a este lugar donde ya estás, porque acá no existe posibilidad de nada.
Quedate en Londres aunque Londres no exista. Nada podés hacer acá. Es inútil luchar contra tu propio cerebro, ahí adentro la guerra ya está perdida para siempre. Quedate en Inglaterra. Bajá ahora mismo del auto y volvé junto a Mary. Encerrate en la casa y ya no salgas. Soportá lo que tengas que soportar con ella: sus negros, la mierda de su perro, todo lo que se te ocurra pero quedate ahí, siempre va a ser mejor que tener que volver a Malvinas. ¿Mary es una alucinación? Acá todo es alucinación, pero es mil veces preferible la vida londinense con Mary que darte una guerra que no existe.
No cometas el error que yo cometí. Yo también tuve una esposa llamada Mary y un perro que me cagaba la cama y un negro que conducía mi auto oficial. Hace seis meses estuve en ese mismo auto con ese mismo chofer, leyendo esta misma carta que vos estás leyendo ahora. Alguien, quizás yo mismo en un pasado ya distante, me lo había advertido del mismo modo que yo ahora lo hago con vos. Pero me reí de aquello, pensé que me estaban haciendo una trampa y seguí adelante. Después ya fue tarde para todo. Tomé el avión hacia Malvinas y apenas pisé su suelo ya no pude hacer nada para resistir a la fuerza de las imágenes que me arrastraron hacia un agujero negro del que ya no encontré salida.
No vengas, bajá de ese auto y volvé con Mary. Encerrate en la casa y no salgas nunca más. Si seguís adelante ya no habrá regreso porque en verdad vos nunca habrás llegado. Aunque ciertamente ya ni sé dónde estamos y acaso ése es el verdadero infierno”.