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II

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Veinticuatro horas después ya estaba en suelo malvinense y mi pequeña guerra inútil recién entonces —es decir, ahora, en este mismo punto— comenzaba.

En el inesperado aeropuerto —nada, un tramo de tierra negra entre yuyales que habían desmalezado sólo para que descendiera nuestro avión— nos estaba esperando una camioneta. Al verme, bajó un sargento que dijo llamarse Reynols. Debía ser el encargado de mi traslado hacia los destacamentos ingleses. Le presenté el rango oficial y le expliqué que había llegado para reemplazar al comandante Anderson.

Nada dijo, parecía no importarle.

Subí a la camioneta y dejamos atrás las costas. Prontamente el paisaje mortuorio de lo que yo siempre imaginé que había sido Malvinas se abrió ante nosotros y con ello los fantasmas de una guerra que debía haber terminado hacía ya unos treinta y tres años, y que sin embargo —a primera impresión— todavía se estaba haciendo: cadáveres congelados al costado del camino, a la distancia tropas bajando los montes apuntando a sus prisioneros que caminaban delante, una sirena sonando a lo lejos, los cielos todavía atravesados por aviones Pucará, y cada tanto la sinfonía de las metralletas, las granadas, las bombas.

Aquello debía tener alguna explicación, quizás éramos los mismos ingleses los que usábamos los aviones Pucará para ejercicios aéreos, quizás lo que me parecía el fantasma de una guerra no debía ser más que una revuelta interna contra pobladores o soldados desertores. Me mantuve todo el viaje en silencio. Mis primeros pasos como nuevo comandante de los destacamentos ingleses debían ser cuidadosos y el silencio debía resultar una buena estrategia.

Al rato de andar divisamos a lo lejos un campamento enemigo. Reynols ordenó detener la camioneta y hacer silencio. Bajó, se alejó un par de pasos y se puso en cuclillas contemplando la escena. Al regresar se me acercó para consultar qué debíamos hacer. No sabía qué decirle: lo que a mí me importaba era que, efectivamente, en las Islas todavía había soldados enemigos.

Me sugirió no perder la oportunidad de atacarlos por sorpresa. Asentí a la idea y seguí las indicaciones que Reynols dirigía hacia la tropa dividiéndonos en dos flancos. Yo tomé el lado derecho y por allí ascendimos la cuesta de un monte. Al llegar al campamento, uno de los soldados del otro flanco tiró una granada y la explosión generó un incendio que pronto tomó las carpas. De entre las llamaradas salieron dos soldados con las manos alzadas. Me sorprendió que fueran argentinos. El grupo mayoritario salió corriendo por detrás de estos dos y atravesando la línea del fuego se dispersaron por el campo. Mi tropa corrió tras ellos.

Pretendiendo un lugar de contemplación de lo que sucedía, hice unos pasos hacia atrás. Casi todos se habían marchado y aprovechando la situación un soldado enemigo salió de cierto amontonamiento de piedras donde había permanecido escondido, esperando la dispersión. No contaba que yo me quedaría allí sin hacer nada.

Corrió en diagonal a mi posición de tal forma que no podía registrar mi presencia. Entonces corrí tras él unos cien o doscientos metros. Cuando lo tuve cerquita —arma en mano— le grité que se detuviera pero pareció no escuchar. Estaba apuntándole a la cabeza. Desde esa distancia mínima no podía fallar.

Volví a gritarle. No me hizo caso. Cuando ya estaba por apretar el gatillo, se detuvo. Vi que frente a él avanzaba un soldado de mi patrulla. Ya lo teníamos acorralado. El argentino entonces se dio vuelta y se puso frente a mí a unos pocos pasos. Estaba a un metro de distancia, con el brazo extendido apuntándole a su pecho. Él estaba parado mirándome pero era como si en vez de verme a mí y el cañón de mi revólver, observara solamente el paisaje a mis espaldas. Entonces levantó el brazo y yo sin dudar un segundo disparé contra su pecho.

No podía errarle, pero el disparo atravesó su pecho y el argentino no cayó, no solamente no cayó sino que ni siquiera registró que alguien le había disparado a menos de un metro de distancia. Vi en cambio que mi disparo atravesó el pecho del argentino y encontró su destino en la cabeza de mi soldado que estaba detrás. Mi soldado cayó. Acababa de matarlo.

Vi al argentino delante de mí y se mostraba inmutable. Volví a disparar contra su pecho y las balas lo atravesaron como si estuviera hecho de aire. Dio un paso hacia mí y ya no pude volver a disparar. Dio ese paso y entendí que su dirección iba directamente a chocarse con mi hombro. Efectivamente me chocó pero no sentí su peso, su espesor ni su materialidad, sólo era una briza que me recorría y nada más.

Di la vuelta y lo vi correr hacia el monte. Dejé atrás el cadáver del soldado que acababa de matar. Pensé que nadie había visto lo sucedido y lo dejé abandonado sabiendo que el asunto sólo quedaría entre él y yo.

Empezaba a saber de qué me hablaba Gerónimo Elbosco cuando escribía acerca de los efectos alucinatorios de las bombas psicofarmacológicas.

Hacia el mediodía llegamos a los destacamentos ingleses. Los soldados bajaron a los dos argentinos capturados y los llevaron hacia el campo de prisioneros.

Reynols pidió que lo acompañara antes de presentarme al responsable de los destacamentos. Caminamos unos doscientos metros entre los pastizales helados. Me costó identificar dónde se encontraba el campo, pero lo tenía ante mis ojos: se reducía a un par de tablones horizontales sostenidos por unas vigas que daban la impresión de un pobre corralón para animales de granja. Los dos argentinos iban delante de nosotros con las manos esposadas por detrás de la espalda. Para mi sorpresa, apenas nos metimos en el corral, Reynols ordenó quitarles las esposas y liberarlos.

—¿Por qué los libera? Si son soldados argentinos deben quedar prisioneros —le dije a Reynols, mientras un soldado obedecía su orden y los dos argentinos se echaban a correr por el campo.

—Porque no son argentinos. O quizás sí son argentinos pero ya no importa. Hay soldados ingleses que alucinan ser argentinos y hay soldados argentinos que alucinan ser ingleses. Ya no se puede distinguir quién es quién —dijo Reynols sin ningún interés de que yo comprendiera nada de lo que me decía.

Miré hacia el campo, los dos prisioneros liberados corrían desesperados hacia el horizonte. Fue entonces que Reynols mismo tomó la escopeta de un guardia y disparó contra uno de ellos como si estuviera jugando al tiro al blanco.

El aire se llenó de pólvora.

El soldado que corría más lejos cayó contra el suelo.

Reynols bajó el arma, estiró sus brazos hacia arriba como si se estuviera desperezando. Volvió a apuntar la escopeta contra el otro que seguía corriendo y disparó. El soldado cayó entre los pastos.

No entendía qué estaba haciendo, ¿por qué les disparaba?

—No se preocupe, teniente, esos dos ya estaban muertos —respondió Reynols.

—Los acaba de fusilar sin ningún motivo y bajo ninguna orden. Ni siquiera sabe si eran ingleses.

—¿Y eso a quién le importa? Esos dos necesitaban morir. ¿No lo entiende?

—No, no entiendo nada.

—Le estoy diciendo que esos dos ya estaban muertos. Ocurre todo el tiempo y desde hace mucho. Hay muertos por todos lados que alucinan estar vivos y se comportan como tales. Matarlos es hacerles un favor.

—Está loco. Es una estupidez lo que dice.

—Son los efectos psicotoxicológicos de las bombas. Usted sabe.

—No, no sé nada —dije decidido a mantener en silencio todo lo relativo a la carta de Gerónimo Elbosco y las bombas.

—Entonces entérese.

—No tengo nada de qué enterarme. Soy el nuevo comandante, ¿entiende? Es usted el que tiene que enterarse.

—No pretendo ofenderlo, teniente. Es que cosas así pasan todo el tiempo. Y no sólo pasa con muertos que alucinan estar vivos, también ocurre al revés. Hay soldados que alucinan haber muerto y entonces actúan como muertos. Usted los vio en el camino: cadáveres por todas partes, entre los pastizales, a los costados de la ruta, entre las rocas de los acantilados, siempre rígidos, sin que la intemperie, las heladas o la noche los interpele en algo. El efecto psicotoxicológico es sorprendente: nunca se mueven, no respiran, ni el más mínimo latido del corazón registran. Pueden estar así durante años y años. El único modo de facilitarles acabar con la alucinación es, justamente, matándolos. Un tiro les atraviesa el cráneo y de pronto despiertan de la alucinación, y se dan cuenta que siempre habían estado vivos. Claro que así andan después, haciendo sus cosas sí, pero con un agujero en la cabeza que ya no va a cicatrizar ni ellos olvidar.

—Lo que dice es un absurdo. No me haga perder más tiempo, quiero ver a su superior, el teniente Anderson —le dije a Reynols.

—¿Anderson? Anderson está muerto.

—¿De qué habla? El gobierno inglés me envió a suplantar a Anderson en el mando de los destacamentos.

—Le digo que murió hace cinco meses.

—¿Quién está al mando entonces?

—En verdad no hay nadie a cargo, pero el que ordena un poco las tropas es el coronel Thompson. Lo está esperando desde hace mucho tiempo. No veía la hora de que alguien viniera a hacerse cargo de todo esto.

—¿Por qué no informaron de la muerte de Anderson?

—Porque a nadie le importaba ni la suerte de Anderson ni la de ninguno de nosotros. Usted todavía no ha comprendido lo que nos está dado, usted se dará cuenta por sí solo.

—¿De qué me tengo que dar cuenta?

—Para empezar tiene que saber que usted nunca ha venido a la Isla. Siempre ha estado aquí con nosotros. De acá no se entra ni se sale.

No sé qué quise preguntarle a Reynols sobre la cuestión pero entonces los otros soldados que nos acompañaban levantaron sus ametralladoras y dispararon hacia la misma dirección que antes había disparado Reynols, y ya nada pude decir. El polvo se levantó envolviéndonos. Las ráfagas de los disparos no terminaban más y yo no comprendía contra quién estaban disparando si allí delante nuestro no había más que el campo con dos cadáveres arruinados.

Entonces di unos pasos hacia el costado del lugar, salí del corral y lo vi: cientos de hombres desnudos habían aparecido de no sé dónde y corrían a campo traviesa en la misma dirección que los anteriores.

Los disparos de las ametralladoras de nuestros soldados los alcanzaron a mitad de camino y cayeron desplomados aquí, allá y más allá.

Pensé que con aquello todo había terminado. Pero fue entonces que los cuerpos desnudos que no habían sido alcanzados por los disparos, de pronto, se echaron a volar.

Ascendieron unos cien metros hacia el cielo azul, con los brazos abiertos y dando pataditas en el aire.

Pensé que se trataba de alucinaciones. El mundo me interpelaba pretendiendo que yo diera un paso, sólo un paso más para caer en el abismo mental. Pero no se trataba de mi intimidad desbocada. Los soldados que estaban a mi lado necesariamente estaban viendo lo mismo que yo: levantaron las armas y continuaron con las ráfagas de sus metralletas, ahora apuntándole a aquellos hombres voladores. No se trataba entonces de las trampas que el cerebro podía montar sino de un fenómeno compartido.

De un modo u otro, debía resistir aquello, sólo dejarme estar, que lo que me rodeaba transcurriera como una película hasta encontrar alguna coordinación. Mientras tanto, los hombres voladores caían en picada, heridos o fusilados por los disparos de mis soldados. Aquello duró unos diez minutos, los suficientes en todo caso como para no olvidarme del olor a pelo quemado, pólvora y sangre que se mezclaban en el aire. Ninguno se iba a olvidar del silencio en el que nos hundimos cuando los cuerpos cayeron desde el cielo y ya no hubo más movimiento que el de los pájaros negros revoloteando sobre los muertos, para arrebatar pedazos de carne que se llevaban en el vuelo o quedarse allí picoteando lo que podían.

Aquello me había dejado mudo.

No quería volver a hablar con Reynols.

Aprovechando el desconcierto me perdí entre los soldados que se dispersaban hacia los pabellones.

Toda mi vida me había preparado para la guerra —pensaba—, hacer la guerra contra un enemigo externo, un enemigo que, venido desde la otra punta del planeta, me mirara a los ojos y pusiera en juego mi existencia, pero la guerra era contra de mí mismo, contra mi propio cerebro, y para ello no estaba preparado.

Caminaba solo entre los pastizales recordando la carta de Gerónimo Elbosco y lo que Reynols acababa de decir. Empezaba a creer que el gobierno inglés no me había dicho lo que debía decirme: la guerra nunca existió, sólo se la había ganado controlando —arruinando, estropeando— las imágenes mentales del enemigo pero con ello también condenando a las propias tropas inglesas a la pérdida más radical, ¿para qué entonces me habían enviado a la Isla, si en la Isla ya no había nada que hacer más que regodearse en el horror de un mundo que está siempre volviéndose otro? ¿Había sido una trampa? ¿Alguien en el gobierno, alguien en el ejército, había ordenado mi traslado a Malvinas sólo como condena por algo que no lograba identificar?

Pero acaso esa línea paranoica era mi propia defensa ante lo que no quería preguntarme a mí mismo: ¿qué había querido decir Reynols cuando dijo que “de la Isla no se entra ni se sale”?

Mi pequeña guerra inútil

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