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III

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Mis pasos me llevaron hacia los pabellones centrales. Pregunté por la oficina del tal coronel Thompson que Reynols había mencionado como el responsable de las tropas luego de la muerte de Anderson. Necesitaba que explicara, él, solamente él, qué había sucedido con Anderson. Un soldado me acompañó caminando en silencio. Su oficina se levantaba en el borde de los destacamentos.

Tenía mucho para preguntarle a Thompson pero él no tenía nada para decirrme: golpeé la puerta y no respondió, golpeé la puerta tres o cuatro veces más y gritó que me fuera, que no tenía tiempo para atender a nadie.

—Soy el nuevo comandante de las tropas. Usted debe estar informado quién soy.

—Le repito: no tengo tiempo para atenderlo. Vuelva en un rato, o mejor mañana.

—He venido para tomar el mando de las tropas, ¿entiende? Desde ahora soy su superior. Abra ya mismo.

—No puedo abrirle. Vuelva mañana, teniente.

—Abra o lo mando a apresar —le grité mientras golpeaba la puerta con los puños cerrados y pateaba la cerradura.

Fue entonces que Thompson abrió, pero ni siquiera me permitió pasar. Me chocó la palidez de su rostro acentuada por el pelo crespo y sus ojos negrísimos. Se mostraba nervioso, no por mi presencia sino por algo que ocurría dentro de la oficina. Desde allí venían los gritos de un chico que chillaba como si lo estuvieran desollando.

—¿Por qué no me deja pasar?

—No puedo, no le va a gustar ver.

—Es una orden. Quiero ver que hay dentro —dije mientras escuchamos los gritos del chico y la voz de un hombre adulto.

La voz del hombre cesó, pero entonces se escucharon golpes contra una pared o un mueble. Los gritos del chico se repitieron dos o tres veces más, y luego se hicieron continuos. El coronel Thompson giró la cabeza hacia el interior, luego volvió hacia mí e intentó cerrarme la puerta en la cara. Yo puse el pie contra el marco y me eché sobre la puerta. Con la fuerza del impulso desplacé a Thompson que cayó al suelo. Adentro no había nadie, ningún chico gritando ni ningún otro adulto, sin embargo Thompson seguía nervioso como si yo todavía no viera lo que él quería ocultar.

—¿Qué hace?, ¿cómo se le ocurre cerrarme la puerta?

—No es el momento, teniente. Será mejor encontrarnos mañana.

—No lo entiendo. No sé qué quiere ocultar.

—Ya lo entenderá. Cuando usted vea lo que yo veo, comprenderá todo.

—¿Qué es lo que ve? —pregunté ansioso y hastiado a la vez.

—¿No escuchó nada?

—Sí, algo escuché: un chico, alguien gritando como si lo estuviesen torturando.

—Lo que usted escucha, yo lo veo. Usted también lo verá. Es el aire. Las sustancias psicofarmacológicas todavía están en el aire. ¿Ya vio de lo que se trata? De las alucinaciones no podrá salir, se le volverán constantes, como a todos los que habitan la Isla. ¿Es una Isla todavía, no? Dígame, ¿estamos en Malvinas todavía? Respóndame. No es fácil para mí. No sabe el esfuerzo mental que significa para mí mantener este diálogo.

—Sí, estamos en Malvinas.

—¿No ve a ningún chico en esta habitación, no es cierto? Estamos los dos hablando sin nadie que nos rodee, ¿no?

—No sé de lo que me habla. Estamos solos.

Fue entonces que los gritos del chico volvieron a aparecer como largos chillidos de un perro electrocutado. El coronel Thompson se levantó, sacó su arma y se encaminó hacia el baño. Desde donde yo estaba sólo podía ver su espalda. Le gritó a alguien que no lo hiciera. Entonces, enseguida, se escuchó un disparo.

Me levanté y rápido me detuve junto a Thompson. En el baño no había nadie.

Al volver la vista hacia el escritorio encontré al chico. Estaba sorbiendo algo de una taza de color rojo. Pensé que, evidentemente, se trataba del mismo chico que había estado gritando.

—¿Esto es lo que no quería que viera? —le pregunté a Thompson señalando al nene.

—¿Lo está viendo? ¿Comprende lo que significa eso?

—No, ni siquiera sé quién es.

—Soy yo —dijo Thompson. Soy yo mismo cuando tenía diez años.

—No entiendo.

—No se haga el tonto, comandante. Sí, entiende. Ya estará informado de lo que sucede.

—No estoy informado de nada.

—Hablo de las bombas psicofarmacológicas, de los efectos alucinatorios.

—Sólo le estoy preguntando por el chico.

—Ya le dije. Él es la alucinación de mi propio pasado.

—No lo puedo comprender. Si es una alucinación cómo explica que esté ahí, tan real como estas paredes, la mesa, nosotros mismos. ¿Cómo hace para traerlo al presente y que yo pueda verlo?

—Yo no lo traigo de ninguna parte. Es él el que viene a mí. Y cada vez se queda más tiempo. Aquí está seguro. Conmigo vive mi mundo pero apenas se aleja vuelve el horror.

—¿El horror? —pregunté siguiéndole la corriente para hacerlo hablar.

—El horror es mi padre. Todavía no ha terminado. Apenas me voy regresa y con él vuelve el horror y todo vuelve a ser tal como fue hace treinta años atrás. Entonces ya siempre es tarde. Entonces tengo que matarlo todos los días. Abro la puerta de la oficina y ahí está el chico, yo mismo, con mi padre. Y lo que el padre hace con ese chico no tiene nombre. Yo tomo lo que tengo a mano, un cuchillo, mi revólver. Al principio se jugaba el odio y la violencia, se me hacía desborde. Ahora es un trabajo frío, como cualquier otro. Entro a la oficina y le pego un tiro a mi padre del mismo modo que me sirvo un café, acomodo mis libros o limpio mis botas.

—Pero ¿y el chico?

—No se acostumbra, no podría nunca acostumbrarse. No tiene opción. Para él siempre es como la primera vez, como si viviera eternamente la misma escena sin recordar haberla vivido ayer o hace una semana. Todos los días igual: mato al padre y tengo que calmar la desesperación del chico. Explicarle que ya no volverá a suceder cuando ciertamente volverá a ocurrir mañana y pasado mañana y siempre.

—¿Él nos está escuchando?

—Sí, claro. Escucha, siente, imagina, piensa, como cualquier otro chico de diez años.

—No deberíamos, entonces, hablar de esto.

—Ya no me importa. Antes tenía cuidado, ahora ya no puedo. ¿Sabe hasta dónde llegué para salir de todo esto?

—No sé, no me imagino.

—Lo maté a él. Maté al chico. ¿Cuántas veces? Tres o cuatro veces. Pensé desde la desesperación que si no podía acabar con esto matando al padre, podría hacerlo eliminando al chico. Pero nada resultó. Cada vez, al otro día, volví a encontrármelo a él y a su padre.

—Necesito que hablemos de Anderson. Me dicen que murió —dije cambiando de tema y buscando algún suelo firme desde donde poder pensar qué estaba haciendo allí.

—Por favor, mañana…, mañana todo estará en orden. No hace falta que venga a buscarme, yo lo encontraré en el campo de prisioneros.

—Necesito que reúna a las tropas, quiero presentarme, informar de la nueva situación.

—¿Tropas? Aquí no va a encontrar a nadie que pueda formar alguna tropa.

Mi pequeña guerra inútil

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