Читать книгу Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina - Pablo González Casanova - Страница 9

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Sociología de la explotación[1]

POSIBILIDADES

Hace diez años Henri Denis definía la economía política como una investigación que por la vía de la abstracción estudia “la naturaleza profunda de los sistemas económicos y de las leyes esenciales del desarrollo”[2]. Por el contrario, pensaba que “la sociología económica es un estudio comparativo sistemático de los hechos concretos que se relacionan a la vida de los hombres”[3].

En esa época era raro que un marxista acordara importancia científica a la sociología. El caso de Denis era más bien excepcional. La mayor parte consideraba que la sociología es una mera ideología burguesa, o destacaba el carácter esquemático de las técnicas sociológicas y las “graves consecuencias” que podía traer el uso de las leyes estadísticas. Esto ocurría incluso entre pensadores tan abiertos y finos como Gramsci, que al lado de la utilidad que tiene la “filología” para la precisión de los hechos particulares, reconocía la “utilidad práctica de identificar ciertas leyes de tendencia más generales, que corresponden en la política a las leyes estadísticas y de los grandes números”;[4] pero que consideraba que la sociología es “La filosofía de los no filósofos”.

Hoy no sólo ha sido aceptado el término, sino que muchas de sus técnicas representativas son usadas cada vez más en los círculos científicos socialistas. Pero por un hecho singular, el uso de estas técnicas ha estado aparejado, en los propios países socialistas, a una problemática con frecuencia semejante a la de la sociología empirista, mientras los problemas clásicos del marxismo siguen siendo objeto de estudios que emplean las técnicas, también clásicas, de la filología, la historia y la política para el análisis sistemático de los hechos particulares.[5] De cualquier forma, la posibilidad de una sociología de la explotación tiene hoy menos probabilidades de ser contemplada con escepticismo por los mismos sociólogos de los países socialistas que por los marxistas más cuidadosos de mantener las tradiciones técnicas de la escuela, y los problemas originales del marxismo.

En el terreno opuesto, el de la sociología empirista y neoliberal, las reservas frente a la posibilidad de una sociología de la explotación serían exactamente contrarias a las anteriores. Si para la mayoría de los marxistas ortodoxos lo que no es científico es la sociología, para la mayoría de los empiristas lo que no es científico es la noción de explotación. Las dudas de los sociólogos empiristas, como es fácil suponer, girarían en torno al supuesto de que la categoría explotación está íntimamente ligada a juicios de valor y a conceptos morales, que en su opinión nos sacan del mundo positivo y del terreno empírico, característicos de la ciencia. Las palabras de Marx, en el sentido de que no había considerado a los capitalistas y los propietarios como personas, sino como “personificación de categorías económicas”, y que “no podía hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere por encima de ellas”[6] resultaron, como era de esperarse, insuficientes para acabar con el escepticismo positivista en sus distintas manifestaciones.

El problema de la posibilidad de una sociología de la explotación se plantea pues en dos frentes. Pero si la mejor forma de demostrar a los marxistas tradicionales y académicos la utilidad del estudio depende de la validez y congruencia del modelo teórico que se les presente, en el caso de los sociólogos empiristas y neoliberales parece necesario —ante todo— invalidar las objeciones que los llevan a rechazar la idea misma de un estudio científico de la explotación. Por ello, antes de plantear el problema de una sociología de la explotación, puede ser conveniente analizar otros conceptos análogos, que sí se usan en la sociología empirista y en la economía neoliberal, y que se hallan directamente relacionados a valores. Estamos seguros que el escepticismo de los empiristas no terminará a base de puros razonamientos; pero, quizá, el mostrar en su propio lenguaje algunas de las incongruencias más significativas en que incurren pueda contribuir a que consideren el marco teórico de una sociología de la explotación como un conjunto de hipótesis relativamente viables. Sus discípulos serán, sin duda, más sensibles al razonamiento.

DESIGUALDAD, DISIMETRÍA, DESARROLLO

En la mejor tradición científica liberal y empirista se manejan con lenguaje técnico y métodos sofisticados los conceptos de desi­gualdad, disimetría y desarrollo. El estudio de éstos no es solamente útil para destacar sus vínculos con un sistema de valores, sino para advertir las diferencias que estos valores tienen respecto de los característicos del concepto de explotación. Si el primer objetivo puede mostrar una vez más a los sociólogos empiristas que toda investigación científica del hombre está ligada a valores, incluida la que ellos practican, el segundo puede justificar el estudio específico del fenómeno de la explotación, en tanto que tiene características distintas.

I

El análisis de las desigualdades sociales es uno de los más frecuentes en la sociología y la ciencia política. Las investigaciones que implican un corte seccional de la población y se basan en encuestas, o las que toman un año censal y comparan las distribuciones de una variable en distintas naciones o provincias, constituyen las más frecuentes formas del análisis empirista de la sociedad contemporánea. Los investigadores de esta corriente han desarrollado esfuerzos notables para perfeccionar las técnicas correspondientes, sin pensar para nada que exista una imposibilidad científica, por tratarse de juicios de valor. Y sin embargo, no sólo se encuentra implícito —en el supuesto teórico del que parten— el valor de la igualdad de los hombres, sino que éste se transfiere a los procedimientos analíticos.

La medición de las desigualdades es inconcebible sin el trasfondo histórico no sólo de la sociedad de mercado, sino de la Revolución francesa y la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Las ideas sobre la desigualdad necesaria rechazan la medición de la desigualdad: el esclavo como “ser no humano” de Aristóteles; los “individuos excepcionales como fuerza de la historia” de Spencer; los “superhombres necesarios” de Nietzsche, no son un estímulo particularmente vigoroso para analizar y medir las desigualdades sociales; todo lo contrario. Y si en ocasiones se les llega a medir, el resultado busca apoyo automático en variables biológicas.

Cuando las desigualdades se miden como fenómeno únicamente social están inexorablemente ligadas al valor de la igualdad, al rechazo de la desigualdad social como consecuencia del “pecado”, a la “denuncia de las desigualdades extremas” por los filósofos de la Ilustración, y a la idea de que el “hecho social” puede y debe cambiar en un sentido: de mayor igualdad o menor desigualdad, mediante ciertos procedimientos como “la educación igual para todos” de Condorcet; la “comunidad de bienes” de Marshall; el paternalismo isabelino de las “leyes de los pobres”, el “crecimiento de las clases medias” de Mill.[7]

La medición de la desigualdad no es un fenómeno puramente científico y alejado de todo valor; en ocasiones reviste formas obviamente ideológicas que aparecen en el coeficiente de Pareto y en distintos tipos de análisis gráfico;[8] pero incluso cuando se usan las fórmulas que más fielmente expresan la desigualdad, como el coeficiente de Gini o el de Schutz, en la base de su aplicación se encuentra “el dogma central de un nuevo orden político y social” a que se refería Tocqueville, hablando de la sociedad capitalista de su tiempo. Y este dogma subsistirá en medio de las desigualdades de la sociedad capitalista. El irracionalismo, el fascismo y la discriminación racial o colonial no lograrán acabar con él, como valor, ni tampoco con el análisis empirista de las desigualdades.

II

La medición de las asimetrías alude de manera inmediata a las curvas de frecuencia simétricas, en particular a aquellas llamadas “normales” o próximas a las normales, en que el valor medio es el predominante. El concepto de asimetría implica así una noción de desigualdad, sobre todo si se piensa que la mayoría de las curvas de fenómenos sociales son “hacia la derecha”, con lo que indican el predominio en la población de los valores más bajos: ingresos, salarios, etc. Pero las asimetrías también aluden a un tipo de relación, que es una propiedad de las escalas nominales.

Por simetría se entiende en estadística no paramétrica (y en lógica) que la relación que existe entre un fenómeno x y otro y implica una relación entre y y x para todas las x y todas las y. Dicho de otro modo, implica la noción de igualdad en el sentido de que si y pertenece a la misma “clase” que x, se dice que x pertenece a la misma clase que y. Simétrico: x = y y = x.[9] En todo caso, el término encierra la idea de relación y cuando esta relación es asimétrica, quiere decir que la relación que existe entre x y y es “mayor que” o “mejor que” la relación existente entre y y x —propiedad de las escalas ordinales.

También en lógica y en álgebra la simetría y asimetría se refieren a relaciones de díadas en que “una relación simétrica es una relación tal que si un individuo tiene esa relación con otro individuo, entonces el segundo individuo debe tener esa misma relación con el primero […]. Por otra parte una relación asimétrica es aquella en que si un individuo tiene una relación con otro individuo, entonces el segundo individuo no puede tener esa misma relación con el primero”.[10] De esta forma, si a R b implica b R a, la relación es simétrica; y si a R b excluye b R a, la relación es asimétrica. Este concepto de relación es más riguroso en tanto no se limita a la clasificación de individuos aislados en una misma categoría o en categorías superiores o inferiores (correspondientes a las escalas nominales u ordinales que usa la sociología empirista más común), sino en tanto “indica posibles pares a, b, tales que, dados dos conjuntos A y B, se llama relación de A con B a un subconjunto R de AxB; es decir, a un conjunto R de pares (a,b), a ϵ A, b ϵ B. Se escribe a R b si el par (a,b) pertenece a R, es decir, si (a,b) ϵ R”.[11] Las relaciones simétricas o asimétricas son así verdaderas relaciones de conjuntos de pares.

Con frecuencia, cuando se destacan las relaciones disimétricas se dice que son irreversibles, o se menciona la irreversibilidad como una característica más del fenómeno. Ahora bien, en un sentido funcional, se dice que una relación del tipo y = f (x) es irreversible si la función inversa x = f (y) no existe. La función sólo es reversible en un sentido causal si puede ser interpretada tomando a x como causa y a y como efecto o viceversa. Si sólo x es causa y y sólo es efecto, la función es causalmente irreversible.

En este terreno es necesario distinguir la simetría que refleja una interacción o “cocausalidad”, de la simetría que es una mera manipulación matemática que puede predecir x por y, no obstante que en la realidad histórica o social x sea la causa o el factor que determina a y. La estimación o predicción de x por y supone una simetría simbólica o matemática perfectamente legítima, pero que no corresponde a un análisis en que x —variable dependiente de la estimación— es una variable dependiente en términos causales.[12]

En cualquier caso en las ciencias sociales, tanto las relaciones asimétricas —o disimétricas— como las relaciones irreversibles apuntan a una noción de poder o de “influencia” política, a un “factor de dominio” en que un elemento de la proposición guarda con el otro una relación mayor o mejor, o en que lo que le puede hacer un elemento x a otro y, éste no se lo puede hacer a aquél; o dicho de otro modo, que lo que hace y obligado por x, no es posible que x lo haga obligado por y.

Es evidente que en todas estas proposiciones y mediciones de la conducta humana se alude a un valor —la libertad— quizá más importante que el de la igualdad para comprender no sólo el fundamento social del análisis estadístico y sociológico, sus bases sociales, ideológicas y estructurales, sino algunas limitaciones científicas de la investigación empirista, relacionadas con el individualismo y con la propia sociedad de mercado.

Resulta difícil decir hasta qué punto el verdadero dogma a que se refería Tocqueville cuando estudiaba el nacimiento de la sociedad capitalista no era la igualdad, sino la libertad. Lo que sí es posible decir es que entre los filósofos y los investigadores más representativos del pensamiento clásico burgués, no es el igualitarismo sino el liberalismo la característica más significativa y la corriente de valores más profundamente arraigada. Desde la libertad de conciencia hasta la teoría del laissez-faire con sus manifestaciones más específicas, que van de la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, la libertad política, hasta las formulaciones teóricas de la persona humana, asociadas a la “libertad de mercado”, a la “libre competencia”, a la “libertad del empresario individual”, a la “libertad del trabajador individual”), la idea de libertad formal y el valor que implica señorean el pensamiento de los filósofos e investigadores de la naciente sociedad capitalista. Que ellos postulen que las leyes naturales corresponden a su escala de valores morales no les impide hacer juicios de valor, destinados a acabar con las limitaciones dogmáticas a la libertad de conciencia, o con las que el Estado precapitalista imponía al empresario y el ciudadano, o con las que los estamentos y los gremios imponían a los hombres.

Es más, la idea de libertad está en la base de la inmensa mayoría de las luchas liberales contra el aumento de funciones del Estado capitalista, contra el crecimiento de las asociaciones obreras y los monopolios, todas ellas relaciones asimétricas e irreversibles, objeto de lucha y de análisis. Y en el análisis influye la configuración misma de la libertad como valor individual, la lucha por darle derechos al individuo independientemente del grupo al que pertenezca, que va a hacer del individuo, separado del grupo, la unidad de datos prevaleciente hasta hoy en la sociología empirista, y de la sociedad, un agregado de individuos, lo cual trae aparejado un sinnúmero de problemas en la medición y análisis de los fenómenos, y en el intento de explicar las llamadas “medidas colectivas”.[13]

Ahora bien, es evidente que la asimetría, como propiedad de las escalas ordinales o como función, es diferente de la desigualdad como distribución o dispersión, y que también es distinta en tanto que aquélla apunta a una relación interna, directa, y ésta no. La disimetría y la irreversibilidad apuntan a las relaciones del ciudadano con el Estado, de un ciudadano con otros, de un empresario con otro, del trabajador y su empleador; o a relaciones entre agregados de ciudadanos, empresarios, trabajadores, o entre los Estados, concebidos como agregados de aquéllos. Sobre este punto quizá valga la pena detenerse.

En el liberalismo clásico el problema de la libertad de las naciones no se plantea. Es más bien la escuela alemana —opuesta al liberalismo—, que corresponde a las corrientes del nacionalismo económico, la que se ocupa del tema. En el liberalismo la “libertad de intercambio entre las naciones” se postula como una función de la libertad individual o del beneficio individual del empresario y del trabajador.

Mientras en la tradición griega la libertad es libertad de la ciudad-Estado frente a sus enemigos —frente al dominio o ataque de éstos—, y posibilidad de la ciudad-Estado para realizarse mediante una participación sin trabas de sus ciudadanos en la vida pública, en el liberalismo clásico toda noción de libertad está asociada al individuo aislado o agregado. La idea de que el libre intercambio entre las naciones va a afectar la libertad de las naciones pobres y atrasadas no aparece ni siquiera en los liberales de entonces que vivían en América Latina y otras regiones atrasadas. No es sino hasta fines del siglo XIX y sobre todo en el siglo XX cuando el liberalismo crítico y sus herederos, en particular Hobson en Inglaterra y después Perroux en Francia, o Hirschman en Estados Unidos, se plantean el problema de las relaciones disimétricas entre las naciones.

En todo caso, tanto por el fenómeno apuntado como por las características analíticas del mismo, la desigualdad y la asimetría son bien distintas. La desigualdad está ligada a la idea de riqueza, al consumo, la participación, que son analizados en los individuos —o las naciones— como atributos o variables, en sus distribuciones y correlaciones. La asimetría está ligada a la idea de poder y dominio; es analizada indirectamente como pre-dominio o dependencia, como monopolización de la economía, el poder, la cultura de una nación por otra; o directamente como influencia económica, política y psicológica, que los hombres o las naciones con poder, riqueza o prestigio ejercen sobre los que carecen de ellos o los tienen en grado menor.[14] En esta última forma de análisis se estudian los actos, o secuencias y confluencias de actos, en que aparece la asimetría y la irreversibilidad, con análisis de grupos experimentales o paraexperimentales.

Así, se hace apremiante la necesidad de considerar las “díadas” de individuos o naciones, y la diferencia entre desigualdad y asimetría es más patente, pues mientras aquélla mide las características que presentan los individuos o grupos aislados, ésta implica el registro y la medición de la relación concreta entre dos (o más) individuos o grupos. Pero si ambos conceptos son distintos, se parecen en que uno y otro apuntan a valores, suponen valores, que en el trasfondo tienen todas las estructuras de la disimetría y la desigualdad.

III

El concepto de desarrollo económico —en cualquiera de sus definiciones liberales y empiristas— está íntimamente vinculado a la idea de un movimiento que va en “una dirección deseada”, a la de un cambio continuado “hacia algo mejor”. Y ésta es también la característica de un concepto más antiguo, el de progreso, que si bien tiene antecedentes en Luciano —como progreso técnico— o en San Agustín —como progreso de la industria humana, que permite mejorar en formas acumulativas “la casa y el vestido”—, encuentra su verdadero origen en el siglo ilustrado y en la sociedad capitalista.[15]

Es bien conocida la noción cíclica de la historia que caracterizaba el pensamiento griego —todos vivimos antes y también después de Troya—, y que niega la de progreso; o la falta de “esperanza” de los pueblos bárbaros a que se refiere san Pablo, que piensan que la vida no les depara sino lo mismo que siempre les ha deparado y que no hay nada más —y que no es progreso—, o la esperanza en una salvación en el más allá del cristianismo, que no es progreso terreno, o las ideas judaicas de la “Nueva Jerusalén” y el Reino de Dios en la Tierra, que implican la noción de lucha y apocalipsis, de “destrucción del orden”, y están más emparentadas con el concepto revolución que con el de un movimiento o cambio continuado y pacífico hacia algo mejor, característico del concepto progreso.

La idea de progreso en la sociedad capitalista es distinta de la visión histórica de los griegos —cíclica—, de la cristiana-israelí —revolucionaria y apocalíptica—, o de la cristiana medieval, escatológica y ultraterrena. La idea de progreso del liberalismo se refiere, por el contrario, a una mejoría acumulativa, inevitable, que “sólo una catástrofe puede impedir” (Condorcet); “que es un perpetuo ir más allá y que al mismo tiempo es una perpetua conservación” —como dice Croce refiriéndose al romanticismo alemán—, y que corresponde a una etapa de la historia humana, que se inicia con el nacimiento del mundo burgués y se dirige hacia una mayor riqueza y una mayor igualdad.

La idea de progreso en la Edad moderna corresponde a “la línea ascendente del desarrollo científico y tecnológico” (Mannheim) que se extrapola al resto de la sociedad y a los valores económicos, políticos y culturales. La aplicación a los fenómenos sociales de la ecuación del tipo Y = a + bX —en la que X es la variable independiente, Y el valor de la tendencia de la variable dependiente; a y b las constantes que no cambian una vez que se determinan sus valores matemáticos— es inconcebible sin el sustrato de los valores morales del progreso. Otro tanto ocurre con el análisis dinámico de las medidas de desigualdad, desde la desviación media hasta el índice de Gini, que, aplicadas al subconjunto de los países metropolitanos, registran un creciente progreso en la distribución, de donde se pasa a inferir —en formas carentes de todo rigor matemático—, que el proceso distributivo será semejante en el conjunto universal. En fin, la medición de la movilidad y la movilización mediante los más distintos índices y escalas constituye la expresión matemática de una idea que supone la combinación de valores tales como la libertad, la igualdad y el progreso, considerados como fenómenos característicos del individuo que progresa, participa, se iguala, es más libre.

Sin duda el concepto de desarrollo destaca un fenómeno distinto del concepto de disimetría y desigualdad, al enmarcar a éstos en un tiempo semidinámico, en que las constantes no cambian una vez que se determinan sus valores; en que se postula que b es superior a cero, en que se piensa que las desigualdades tienden a disminuir y las disimetrías a desaparecer. Todos estos análisis encierran en su base el extraordinario desarrollo científico y tecnológico que ocurre en algunas regiones del mundo durante el periodo capitalista; pero tanto los análisis válidos como las extrapolaciones ilegítimas se fundan en valores morales y políticos.

Los límites en la validez del análisis se perciben cuando la ecuación no logra ajustar una realidad más compleja, cuando se estratifica el universo —social o histórico— y aparecen otras curvas, cuando se repara en el hecho de que las generalizaciones sobre el progreso, la igualdad y la libertad crecientes, se basan en muestras sesgadas o predispuestas, no representativas del universo al que se refieren, y en que no se toman ni las precauciones probabilísticas utilizadas para este tipo de inferencias, ni siquiera la precaución mínima de las técnicas de réplica. Pero incluso en el supuesto de que se tomaran todas las precauciones que aconseja el desarrollo de las ciencias sociales, el estudio más riguroso y “sofisticado” de cualquier “hipótesis de generalización” sobre las distribuciones, asimetrías y tendencias lineales de los fenómenos sociales supone la existencia histórica y gnoseológica de los valores de igualdad, libertad y progreso y es siempre la expresión técnica y matemática de los mismos.

Lo que es más, el empirismo social no es menos científico porque esté relacionado con valores morales, o porque haga hincapié en la medición de valores matemáticos, ni porque la medición de los valores sea precisamente una expresión o manipulación, con símbolos matemáticos, de los valores morales que postula, sino porque recubre un ámbito superficial del disgusto, frente a una realidad —el sistema social— que se acepta como totalmente dada, que no se postula como histórica, sino sólo como susceptible de perfeccionamiento, de cambios destinados a atenuar, disminuir e incluso acabar con las desigualdades y las disimetrías que lo caracterizan, manteniendo siempre el sistema social como sistema natural, sin alternativa moral ni término histórico.

La falta de rigor científico del empirismo proviene de renunciar al estudio de sus valores y, paradójicamente, consiste en afirmar que el sistema social es natural y que los valores que niegan al sistema no son naturales. El empirismo es así menos científico y más ideológico en tanto más renuncia al estudio científico de sus propios valores, en tanto más los relega a un orden extracientífico, asumiéndolos sólo en parte, sólo en tanto sus análisis no afectan al sistema mismo. No deja de usarlos, como hemos visto; los usa y los analiza, pero con límites, y su racionalización o ideología no consiste en que los use, sino en que no los analiza cabalmente como fenómenos históricos y sociales, como categorías y símbolos cualitativos o cuantitativos insertos en un sistema social igualmente susceptible de un análisis científico, en que lo natural es que el sistema sea histórico, esto es, en que lo natural es que el sistema genere valores y fuerzas que lo rechazan como sistema y como entidad metafísica o metahistórica, o metaempírica.

La superficialidad del empirismo consiste en no ir más al fondo de las cosas; en tener por “constante” al sistema, en detenerse ante los patronos y la propiedad. Esta superficialidad le provoca una frustración científica y moral que resuelve renunciando a asumir los valores morales como el trasfondo natural, histórico, de la ciencia social, y renunciando a registrar la realidad científica del sistema como el trasfondo de la moral y la política.

Así, el empirismo, por muy científico y técnico que sea su lenguaje, se detiene al borde de la realidad histórica y de la interpretación de lo cotidiano, no resuelve los supuestos sociales de sus propios valores morales, analiza la realidad de las desigualdades, la falta de libertad, las injusticias, en formas parciales, que se sostienen sólo en algunos momentos, con modas científicas que pasan y reniegan de sí mismas, en un despliegue formidable de frivolidad intelectual, hasta que, en las crisis, muchos de sus autores rechazan el racionalismo y los valores libertarios e igualitarios para acogerse abiertamente a la injusticia y a la ideología fascista-tecnocrática.

En ese momento se da la máxima renuncia moral del empirismo y, también, la máxima renuncia científica.

En cualquier caso, con los conceptos de desigualdad, asimetría, progreso, se ha hecho sociología en un ambiente científico, inconcebible sin los “dogmas” de la igualdad y la libertad crecientes. Desde este punto de vista es evidente así, que no se puede negar la posibilidad de una sociología de la explotación con el supuesto de que ésta quedaría automáticamente en la órbita de los valores, impropios de la ciencia positiva. El problema, pues, que queda por esbozar, consiste en precisar en qué forma una sociología de la explotación puede contribuir con algo distinto y específico al conocimiento de la realidad social que justifique el esfuerzo de investigación.

LA EXPLOTACIÓN

El concepto de explotación, tal y como aparece en el marxismo, constituye una ruptura muy profunda con todas las formas anteriores —idealistas y materialistas— de analizar al hombre. Aunque el fenómeno de la explotación de unos hombres por otros había sido registrado con anterioridad,[16] siempre apareció como una manifestación dependiente de los conceptos clásicos del hombre y el ser.

La explotación como pecado, la explotación como accidente, eran la característica o la propiedad de ciertos hombres que aparecían como explotadores, y la característica de otros que aparecían como explotados. La explotación era un fenómeno del orden moral, susceptible de ser moral o cívicamente corregido, como en Robert Owen; o una ley bárbara dictada por los capitales, como en Charles Germain; o un derecho de la propiedad a “gozar los frutos del trabajo sin realizar ninguna de las tareas del trabajo”, como en Proudhon; o un abuso de los consumidores frente a los productores, como en Saint-Simon. En ellos y en Ravenstone, John Gray, Thomas Hoggkin, William Thompson o Babeuf, la explotación es un hecho accidental, una característica de la sociedad o parte de ella, que tiene su origen en la conciencia, la riqueza o la fuerza física. Lo constitutivo de la sociedad —Dios o las leyes naturales— es violado con la explotación; o la explotación obedece a leyes naturales; pero siempre hay algo fuera de la explotación, causa de la explotación, que pertenece a un orden distinto y superior. El hombre está en primer término ligado a Dios o a la naturaleza, a su conciencia, a su poder o su riqueza, y a partir de esa ligazón, indisoluble y constitutiva, explota a otros hombres que están ligados a Dios o la naturaleza, por su conciencia, su pobreza y su condición humana.

La relación de un hombre con otro aparece como una entidad derivada de algo distinto. Las propias imágenes de la relación de un hombre con otro surgen como “robinsonadas”, separadas de la sociedad —recuérdese el cuento de Defoe—, o separadas del mercado como en el señor y el criado de Diderot, o separadas de los procesos reales de la producción, como en el amo y el esclavo de Hegel; pero incluso cuando se les relaciona con la sociedad, con el mercado y la producción, incluso cuando se destacan las relaciones entre explotadores y explotados éstas tienen un origen, dependen de otras causas distintas de la explotación y distintas de la relación misma de los explotadores y los explotados.

La crítica que hace Marx a la concepción de Hegel sobre la propiedad privada revela el punto de partida original del marxismo, no sólo respecto de Hegel sino de las demás filosofías. “Nada más cómico [escribía Marx] que la argumentación de la propiedad privada en Hegel. El hombre como persona necesita dar realidad a su voluntad como el alma de la naturaleza exterior, y por tanto, tomar posesión de esta naturaleza como su propiedad privada [...]. La libre propiedad privada sobre la tierra —un producto muy moderno— no es, según Hegel, una relación social determinada, sino una relación del hombre como persona con la ‘naturaleza’, un ‘derecho absoluto de apropiación del hombre sobre todas las cosas’.”[17]

En efecto, hasta la aparición del marxismo, la relación del hombre con Dios precede a la relación del hombre con los demás hombres; la relación del hombre con su conciencia o su voluntad precede a la relación con los demás hombres; la relación con el sistema natural, con la fuerza o la riqueza, precede a cualquier relación humana, incluyendo la relación de explotación, cuando se le llega a mencionar.

La explotación no es de hecho antes de Marx un tema central y sistemático de la filosofía; eventualmente surge como característica, como “propiedad”, más que como relación humana, y cuando se esboza como relación hay algo siempre que la constituye y la precede, algo que separa a los hombres antes de unirlos en forma de lucha o de contrato.

Con el marxismo, surge por primera vez como constitutiva “una relación social determinada”, que tiene varias características, en cuanto a su carácter constitutivo, y en cuanto a su delimitación o determinación. La relación social es constitutiva, pero a diferencia de las entidades constitutivas de otras filosofías es histórica y contradictoria. En otras filosofías toda entidad constitutiva es metahistórica —incluso en el positivismo y el empirismo— y coherente, en el sentido de que no representa la lucha, el conflicto, lo irracional, sino uno de sus términos, el bien o la razón. En el marxismo la relación social es constitutiva, pero además es histórica, contradictoria y concreta. Se trata de un cierto tipo de relación social: “Es siempre la relación directa de los propietarios de los medios de producción con los productores directos, la que revela el secreto más recóndito, la base oculta de toda la estructura social”.[18] Esta relación tiene “formas específicas”, “por las que se arranca al productor directo el trabajo excedente no retribuido”, las cuales dependen de relaciones históricas anteriores, y cambian y se modifican por las nuevas fuerzas que generan.

La relación social de explotación de unos hombres por otros produce —cosas, objetos, bienes— y también se reproduce como relación humana. Pero el círculo se rompe: los términos de la relación se alteran. La producción de las cosas y los instrumentos —incluidos los hombres considerados como cosas— implica un desarrollo de las fuerzas productivas, sin un cambio correlativo de las relaciones de producción fundamentales. Surge así una contradicción complementaria que modifica los términos de la contradicción original entre los propietarios de los medios de producción y los productores directos, cuyo trabajo no es retribuido sino en parte. Estos últimos aumentan en número, concentración, capacidad de producir y actuar.

Ambas contradicciones —la del explotador y el explotado— y la que existe entre la relación social de explotación y los instrumentos y objetos que produce —las llamadas “fuerzas de producción”—, hacen que el sistema sea también histórico. La relación genera con el progreso técnico y social su propia destrucción.

Por ello el carácter constitutivo de la relación social de explotación no es concebible en un sentido metafísico, y como incontaminado de todo nacimiento —o término—, o como desvinculado, o más allá de una génesis, que es la expropiación de los trabajadores de sus medios de producción y la evolución de la propiedad privada de los mismos, o como separado de todo contexto —en un cielo, nirvana o espíritu puro—, sino relacionado con intimidad histórica al desarrollo de las fuerzas de producción que lo acompañan en el proceso cabal de sus distintas formas de nacer, evolucionar y extinguirse, generando la historia de las relaciones cotidianas y particulares de la explotación en el esclavismo, el feudalismo o el capitalismo, y generando la historia natural de los valores, que en las relaciones concretas de cada sistema plantean la solución mistificada o rigurosa de los problemas de la desigualdad, o de la libertad y la justicia, que aparecen, dadas ciertas relaciones o en el proceso de formación de nuevas relaciones —equivalentes en una visión global a nuevas bases o estructuras—. Pero la relación social determinada es constitutiva en un doble sentido: desde el punto de vista epistemológico porque es la categoría inmediata, sin la cual los problemas del hombre y el conocimiento no son comprensibles, a menos de caer en un idealismo objetivo o subjetivo o en un materialismo cosificador; en que Dios, el ego, o “la economía” cosa, “la base” cosa, “la estructura” cosa “explican” los procesos y el funcionamiento de la sociedad, dando sus autores un traspié tras otro en la explicación de las incongruencias de un mundo imperfecto de origen divino, de la realidad de un mundo objetivo, o de la libertad y responsabilidad de los hombres, no obstante la existencia de los determinismos económicos y estructurales. El carácter constitutivo de la relación social de explotación resuelve estos problemas con mucha más profundidad y precisión que las categorías constitutivas que la preceden y suceden en la historia de la filosofía y la teoría.

De otro lado la relación es constitutiva, porque teniendo una génesis y una configuración histórica, inseparable de la expropiación y de las fuerzas de producción, siendo una relación entre propietarios y desposeídos, siendo una relación de producción, registra como el centro de las categorías concretas y de los procesos históricos reales las relaciones históricas de los hombres, que consisten en que unos explotan a los otros, las cuales se encuentran en la base —histórica y humana— que constituye la estructura —de las relaciones humanas más significativas— para explicar el carácter también histórico de la “naturaleza” humana y el carácter natural e histórico de los valores abstractos más propios de esa naturaleza —de la libertad, la igualdad, la justicia— y de su configuración y procesos concretos que consisten en que la relación de explotación es necesaria mientras existe propiedad privada de los medios de producción, y que la relación de explotación sigue un curso histórico naturalmente ligado al desarrollo de las fuerzas de producción que genera las condiciones de distintos sistemas de explotación y la posibilidad de acabar políticamente con el régimen actual de explotación, si se aprovechan en formas técnicas —y revolucionarias— sus debilidades naturales y momentos de crisis.

Tomar así como “punto de partida la explotación”[19], analizar la sociedad en clases que guardan relaciones de explotación —la burguesía y el proletariado—; considerar el Estado como un instrumento de estas relaciones y como “un órgano de dominio de la burguesía”; abandonar la idea de “condenar” las desigualdades para explicarlas por la explotación, para explicar la explotación; descubrir las luchas concretas de valores concretos —como luchas de clases— y determinar “su programa: que consiste en la adhesión en esta lucha del proletariado contra la burguesía”[20], hace de la relación de explotación simultáneamente la realidad constitutiva epistemológica e histórica, natural y política más profunda de una sociología científica que asume concretamente los valores de la Edad moderna y que identifica los antivalores, la realidad, en la sociedad de mercado, en el materialismo de las relaciones humanas, y en el egoísmo histórico de las relaciones del hombre que tienen como base la propiedad privada de los medios de producción.

De todos estos conceptos, en ocasiones difíciles de captar por la cortina que interponen los esquemas o los prejuicios, el más difícil realmente es el primero, el que hace que el hombre no pueda ser concebido independientemente de una determinada relación social, que no sólo es cotidiana, diaria, sino fundamental y que es el tipo de relación que guarda en el trabajo y en la producción. Cuando se entiende este punto y no se deja cabida a otros conceptos —en que aparecen los hombres ligados antes que entre sí a cualquier otra entidad— surge una línea de razonamiento que constituye un trastorno en el terreno del conocimiento y de los valores.

El análisis de la relación social determinada o de la relación de explotación apunta también a una serie de valores, y de hecho con ella se vinculan los valores de la igualdad, la libertad y el progreso; pero de un modo sui generis y demasiado próximo o cotidiano como para que sea comprendido con facilidad.

Ni la igualdad ni la libertad ni el progreso son valores que estén más allá de la explotación, sino características o propiedades de ésta.[21] En efecto, junto con la desigualdad, el poder y el desarrollo son parte de la unidad que forma la relación de explotación. En esas condiciones, el análisis de la desigualdad aparece indisolublemente vinculado a la relación social determinada de los explotadores y los explotados, a la relación entre los propietarios y los proletarios; y todas las características con que se mide la desigualdad —que caen bajo la categoría primitiva de riqueza— quedan ligadas a la relación: el capital-dinero, la técnica, la industria, los ingresos, el consumo, los servicios. Del mismo modo están ligadas con la relación de explotación las características que quedan bajo la categoría primitiva del poder; los soberanos y súbditos, los gobernantes y gobernados, las élites y las masas, los países independientes y dependientes. Otro tanto ocurre con las nociones del progreso, el desarrollo, el desenvolvimiento. Cualquiera de estas características o conceptos se entiende sólo cuando se vincula a la relación de explotación, y cualquier problema sobre ellos, cualquier pregunta que intente ser respondida en forma concreta y comprehensiva se tiene que vincular a la relación. El porqué de la desigualdad se explica por la relación entre los propietarios y no propietarios, el para qué del poder, el desarrollo para quién. Pero entonces la desigualdad no aparece como un fenómeno natural o individual o metafísico, sino como un fenómeno ligado a la explotación, y concretamente a la relación social determinada entre los propietarios de los medios de producción y los no propietarios. Las relaciones de fuerza y poder —la libertad y falta de libertad— no aparecen tampoco como fenómenos naturales o individuales o metafísicos, sino como fenómenos históricos ligados a la relación social de explotación entre propietarios y desposeídos; el progreso tampoco aparece como fenómeno natural o individual o metafísico, sino como un fenómeno vinculado a la relación de explotación, a las clases que a lo largo de la historia se benefician de él, se lo arrebatan.

Entonces un valor que está en la base de los anteriores, que es el de la justicia, ya no aparece tampoco como natural, individual o metafísico, ni como un problema de redistribución de la riqueza o el poder, sino ligado a un fenómeno diario y cotidiano: la imposibilidad de que existiendo la relación de explotación y la propiedad privada de los medios de producción haya justicia, libertad o igualdad, o desarrollo que no estén limitados por la relación, por la explotación, siempre presente y recurrente como la petite phrase de Swann.

El descubrimiento de la relación humana de la explotación por el marxismo causa tal desagrado e incertidumbre en el hombre burgués —que no existe ni es sin el proletario— como el descubrimiento del Ego y la Mónada, la Voluntad general y el Interés general, le causaron placer y fueron fuente de su seguridad intelectual y política, a partir de Descartes, Leibniz, Rousseau, Helvétius o Smith.

El descubrimiento de la relación social determinada es algo así como la caída del Ego, y es rechazada por la conciencia de uno de los términos de la relación —el propietario, con toda su cultura y tradición filosófica y científica— como lo cotidiano desagradable, como la parte sobre la que el Ego no quiere pensar y que el burgués hace, indisolublemente, en forma diaria, con el proletario. Esta reacción de rechazo, particularmente dramática, genera una racionalización en el pensamiento y la ciencia del propietario que construye enormes y complejos edificios intelectuales, recogiendo, cultivando o revisando los de otras culturas, y añadiendo cuanto descubrimiento técnico y científico surge en el desarrollo de la sociedad capitalista. Pero lo que es drama para la conciencia burguesa corresponde a un júbilo equivalente en el pensamiento revolucionario, que escoge la relación social determinada y la asume, la aprehende como entidad constitutiva de la realidad histórica y social, y de las ciencias humanas.

Nacen entonces una serie de problemas que dificultan la nueva investigación científica. Desde luego estos problemas no provienen de una vinculación con “valores” que distinga la investigación de la explotación por anticientífica, respecto de la investigación positivista y empirista. Tan ligada está a valores una como la otra. Pero el tipo de valores que encierra la investigación de la explotación, la forma en que concibe a la humanidad y a la sociedad actuales e ideales, no sólo son radicalmente distintos de la conceptualización burguesa —por más profundos que sean en su explicación de lo cotidiano— sino distintos de una copiosa cultura metafísica.

De un lado, en su oposición a los intereses creados, el nuevo pensamiento encuentra una resistencia que sólo podrá romper mediante la lucha; pero no es ése su obstáculo más característico, ni el que más lo distingue de otros movimientos intelectuales, incluidos los de la burguesía en su época revolucionaria. El problema principal es que sus categorías no tienen la tradición, y sus investigadores suelen perderlas para volver a la sólida y recurrente cultura metafísica, mientras encuentran un vacío de datos y técnicas, que hacen particularmente ardua la tarea. En fin, los datos necesarios para el análisis de la explotación no están publicados, o están registrados en forma incompleta, o agrupados y agregados a modo que desaparezca el valor científico de los mismos para los propósitos de la nueva investigación; en ello hay un trasfondo no sólo político, sino también metafísico, que se encuentra en las técnicas tradicionales de investigación de la historia, de la economía, de la sociología y hasta de la matemática y la estadística social, con sustratos ontológicos e individualistas que reaparecen donde menos se los espera.

Así, la investigación de la explotación tiene los mismos problemas de lucha de otras filosofías; a ellos se suman los problemas característicos del desarrollo de la ciencia social de su tiempo, y la endeble película de una nueva metodología sin tradición y que no tiene organizados sus datos. Nada de ello hace imposible —sin embargo— la investigación científica nueva, como no lo hizo en otras corrientes de pensamiento y en otras épocas históricas; pero dificulta seriamente la tarea.

Entre los principales problemas que aparecen, y que caracterizan al marxismo vulgar, todos constituyen en alguna medida una vuelta a la cultura metafísica, y uno representa, además, la característica típica de las limitaciones de las ciencias de su tiempo. En principio estos problemas son los siguientes:

1. El carácter absorbente que suele tomar la relación de explotación; su desvinculación de otras relaciones y factores sociales, incluido el desarrollo de las fuerzas y producción. Aquí el error consiste en pensar que la relación de explotación es todo y explica todo. Es un típico error metafísico, que posee la vieja tradición de la causa prima, presente en todo, explicando todo, siéndolo todo.

2. La falta de especificación de la relación de explotación en distintos contextos históricos y sociales y la falta de un análisis concreto de la misma. Aquí aparecen varias formas de volver a la cultura metafísica o de quedarse en ella. Así, la dificultad de comprender los distintos mundos, universos, subconjuntos de la explotación, que ya anunciaba el sentido histórico del marxismo clásico, y que con frecuencia abandona para generalizar a partir del mundo cerrado e invariado de la metrópoli y la libre competencia. Este tipo de error corresponde al peso que tiene sobre la investigación empírica y dialéctica la noción de causa sive ratio o de causa seu ratio de Descartes y Leibniz, esto es, la idea de que hay algo determinante de la verdad de una proposición; que existe una premisa de la cual se puede inferir una proposición, un hecho del que resulta lógicamente otro hecho, y esta noción se inserta en el nivel de conocimientos científicos a que había llegado el hombre en el control de las generalizaciones, de las inferencias, cuando no existía aún la teoría de los conjuntos ni el cálculo de probabilidades propiamente dicho, ni las técnicas de muestreo con las implicaciones lógicas que tienen, ni menos la teoría de los sistemas complejos.

3. El olvido de la relación de explotación como una entidad constitutiva que explica la historia y se explica con la historia del hombre. Olvidarse de ella y volver al idealismo objetivo o subjetivo es la consecuencia más inmediata.

Pero los errores en que tiende a incurrir la nueva investigación, que la repliegan a la antigua, o la hacen quedarse hasta hoy en el siglo XIX en algunos puntos y técnicas (cuando la estructura, la historia y la ciencia son del siglo XX), pueden ser superados, en parte, integrando las novedades al gran descubrimiento de la relación social determinada y colocando ésta o buscándola en el nuevo contexto.

Si se analiza la teoría del valor trabajo en una economía en que prevalece la competencia monopolista, y se tiene presente la existencia de conjuntos de tal modo diferenciados que no resulta legítimo el hacer inferencias de uno a otro sin un estudio previo que precise el comportamiento del fenómeno en sus aspectos económicos y políticos, la sociología de la explotación surge no sólo como una posibilidad sino como una tarea necesaria. Sus hábitos de trabajo, la forma en que precisa los conceptos para medirlos y observarlos, la forma en que selecciona sus casos para comparar en forma sistemática y específica el comportamiento de las distintas variables y factores —de las relaciones concretas— pueden ser particularmente útiles en la determinación de un universo, cuyas variantes ha precisado sólo la praxis revolucionaria.

[1] Texto extraído de P. González Casanova, Sociología de la explotación, México, Siglo XXI, 111987, p. 9-34.

[2] H. Denis, Valeur et capitalisme, París, Éditions Sociales, 1957, p. 126.

[3] Ibid.

[4] A. Gramsci, II materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce, Torino, Einaudi, 1949, p. 124 ss.

[5] Es cierto que los autores clásicos dejaron constancia de su interés por las técnicas de campo y por los estudios matemáticos y estadísticos. Baste recordar La situación de la clase obrera en Inglaterra, del joven Engels, la formalización matemática de El capital, o el uso abundante de las estadísticas disponibles que hace Lenin en El desarrollo del capitalismo en Rusia. Pero tanto por razones de lucha ideológica contra el positivismo y el empirismo naturalista, como por las propias formas de trabajo intelectual e ideológico del marxismo, las técnicas de investigación de campo y análisis estadístico ocuparon un lugar secundario frente a las técnicas históricas, filológicas y de abstracción dialéctica. Con posterioridad tampoco se desarrollaron para el análisis de los problemas clásicos del marxismo —para el estudio de las clases, de la explotación, de las crisis políticas—. Los trabajos más significativos en el campo correspondieron a una investigación militante; los de los profesores y académicos siguieron los métodos tradicionales de la historia y la filología, y respecto al análisis cuantitativo, se orientó sobre todo a los problemas de la planificación socialista.

[6] K. Marx, El capital, México, Fondo de Cultura Económica, 1964; prólogo a la primera edición, t. I, p. xv.

[7] Cfr. S. A. Lakoff, Equality in Political Philosophy, Cambridge, Harvard University Press, 1964.

[8] Cfr. H. Alker Jr. y B. M. Russett, “On Measuring Inequality”, Behavioral Science, 9 de julio (1964), pp. 207-218.

[9] S. Siegel, Nonparametric Statistics for the Behavioral Sciences, Nueva York, McGraw-Hill, 1956, p. 23.

[10] I. M. Copi, Symbolic Logic, Nueva York, MacMillan, 1966, p. 145.

[11] M. Cotlar y C. Rato de Sadovsky, Introducción al álgebra, Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1964, p. 87.

[12] Para un análisis más amplio, cfr. H. M. Blalock, Causal Inferences in Non-experimental Research, Chapell Hill, The University of North Carolina Press, 1964, pp. 38 y 42 ss.

[13] Cfr. infra.

[14] La bibliografía sobre medidas de influencia y poder es muy amplia. Cfr., entre otros: L. S. Shapley y M. Shubik, “A Method for Evaluating the Distribution of Power in a Committee System”, American Political Science Review, vol. 48 (1954), pp. 787-792; J. G. March, “An Introduction to the Theory and Measurement of Influence”, American Political Science Review, vol. 49 (1955), pp. 431-451; D. Cartwright, “A Field Theoretical Conception of Power”, en D. Cartwright (ed.), Studies in Social Power, Ann Arbor, Institute for Socail Itxsearch, 1959, pp. 183-220; G. Karlson, “Some Aspects of Power in Small Groups”, en J. H. Criswell, H. Solomon y P. Suppes (eds.), Mathematical Methods in Small Groups Processes, Stanford, 1962, pp. 193-202; Robert A. Dahl, “The Concept of Power”, Behavioral Science, vol. 2 (1957), pp. 201-215; J. G. March, “The Power of Power”, en D. Easton (ed.), Varieties of Political Theory, Englewood Cliffs, N. J., Prentice Hall, 1966, pp. 39-70.

[15] Cfr. J. Baillie, The Belief in Progress, Londres, Oxford University Press, 1950, y K. Löwith, Meaning in History, Chicago, The University Press, 1955.

[16] Sobre la historia de la idea de “explotación”, cfr. L. L. Lorwin, “Exploitation”, Encyclopedia of the Social Sciences, Nueva York, MacMillan, 1957.

[17] K. Marx, op. cit., t. III, p. 574 (salvo especificado, edición 1964).

[18] K. Marx, El capital, t. III, vol. II, México, Fondo de Cultura Económica, 1947, p. 917.

[19] Lenin, “Ce que sont les ‘amis du peuple’ et comment ils luttent contre les social démocrates”, en Oeuvres choisies, Moscú, 1948.

[20] Ibid., p. 141.

[21] Reconocida la relación de explotación, aparecen históricamente articuladas a ella las relaciones del poder, sus represiones y mediaciones. Éste es un fenómeno muy importante, consustancial a las relaciones de explotación y a sus interacciones con otras relaciones. Vid., P. González Casanova, Las nuevas ciencias y las humanidades. De la Academia a la Política, Barcelona, Anthropos, 2004.

Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina

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