Читать книгу El secreto de la tierra y los primeros dioses - Pablo Orellana - Страница 9

La abundancia de mis manos no puedo verla, pero está ahí, en las manos del rey. La sangre de mis hijos no me ha sido devuelta, pero está ahí, en las manos de Yahveh. La fuerza de los nuestros nace de las caderas de las madres de este pueblo. Nuestra vida no es tuya, nuestra vida es de ellas…

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Y sucedió que los guardias titubearon durante un momento, pero el vocero del rey ordenó detener a quienes cantaron, además de interrumpir a Miriam y sus músicos.

Mientras sacaban del salón a los participantes, ella gritaba de forma reiterada y con voz enérgica:

—¡Acaben con la ley de las campanas!

—¿La ley de las campanas? —En medio del caos desatado, Ana se giró para mirar a Seth con expresión intrigada.

—Consiste en pedirle un favor al rey a cambio de enlistarte en las reservas del ejército. De esta forma, en caso de que surja alguna guerra, quienes deben algo están obligados a levantarse en armas. En cambio, aquellos que no están sujetos a esta ley, son libres de seguir con sus vidas normales o esconderse para esperar que todo pase.

—¿Son muchos quienes le deben al rey?

—Todos… Yo mismo estoy sujeto a esa ley, debido a que estudié en la Escuela del Ejército cuando pequeño; como no tenía dinero para pagar, firmé el decreto de las campanas y desde entonces estoy atado. Miriam también, además de muchas personas que han pedido al rey dinero para sus negocios y cosas así, todo a cambio de firmar el decreto.

—Pero tú eres soldado.

—Sí, no me afecta demasiado, pero a otras personas sí, como a padres de familia que no tienen más alternativa que acceder.

Luego de trasladar a los músicos y algunos sirvientes a las mazmorras, el rey intentó seguir con la fiesta como si nada hubiese pasado, presentando a actores circenses y bufones, mientras un grupo de soldados asumió el papel de servir a los invitados junto al viejo Faride, quien había encontrado un nuevo trabajo como barrendero en el castillo.

Finalizadas las distracciones, llegó la hora de premiar al ganador de la competencia de caza, tradición tan antigua como el reino mismo. Una vez más, el vocero del rey se adelantó y llamó a Seth para que se acercara.

El joven se encontraba entre el público, desconcertado y algo molesto. Hacía mucho que esperaba volver a ver a Miriam, pero de un momento a otro todo se complicó para él. A pesar de eso, se acercó al trono y se inclinó ante el rey.

Único en su especie, el trono del rey era, a su vez, una extraña especie de roble vivo; desde pequeño le fueron incrustadas piedras preciosas y una silla de oro. Sus raíces y ramas fueron cuidadosamente guiadas para sostenerse y madurar en perfecta simetría. De esta manera, el trono nunca dejaba de crecer.

Se decía que al nacer un miembro de la realeza, un brote aparecía en las ramas más tiernas y florecía de forma esplendorosa. Por el contrario, cuando uno de ellos moría, esta flor también perecía.

El rey Héctor era un hombre arrogante y petulante. A menudo sus malas decisiones le traían problemas, pero siempre encontraba la manera de culpar a otros por sus errores. Hermano menor de Sephnas, era físicamente similar, tanto en estatura como en rostro. Sus prendas de vestir variaban entre los colores del oro y el vino, sus dos cosas favoritas en el mundo luego de los placeres carnales.

A pesar de que a Seth nunca le agradó el rey, siempre existió entre ambos una relación de amor y odio. Como pocos, Seth sabía servirle y, a la vez, responderle, dejando en evidencia la torpeza de su majestad.

—No es mérito propio, sino la gracia de Yahveh que te engrandecen cada día, mi señor. Presento mis respetos, esperando que mi sacrificio haya sido de vuestro agrado.

—El rey acepta tu ofrenda —respondió Aemer—. Esta tarde fuimos testigos de tus habilidades durante la competencia de caza. No tengo muy claro de dónde sacaste a ese enorme animal, pero según nos contó nuestro cocinero, resultó una criatura fácil de cocinar. En nombre del rey y los presentes, te damos las gracias. Tienes derecho a solicitar un favor a tu rey, lo que quieras. Díganos, señor Seth, ¿cuál es tu deseo?

—¡Deseo —su voz emergió enérgica y sin titubeos— que Miriam sea liberada de su juramento! ¡Aquel voto que hizo al entrar a la Escuela del Ejército y que permite a mi señor el rey disponer de ella gracias a la ley de las campanas!

El soberano apretó la puño, sabía que no era conveniente aquel trato; sin embargo, era imposible negarse, ya que esto dejaría una mala imagen frente a sus invitados. Por este motivo, ordenó al vocero que se acercara para conversar en silencio con él, mientras la sala permanecía expectante ante su respuesta. Perder a Miriam significaba dejar ir una gran fuente de ingresos, ya que reyes de diferentes partes del mundo pagaban grandes cantidades de oro por escucharla cantar. No obstante, en paralelo se había convertido en el símbolo de una rebelión que cada vez sumaba más adeptos. Muchas de sus canciones buscaban abrir en la mente del pueblo una manera diferente de pensar. Liberarla significaría perder control sobre ella, así que los intereses del reino podrían verse gravemente afectados. Por este motivo, el rey decidió tratar a Seth de forma astuta.

Luego de largos minutos, el vocero del rey se incorporó.

—¡Seth, soldado de Ur!

—Sí, señor… al menos hasta mañana. —La respuesta fue pronunciada sin mover un músculo de su cuerpo, a excepción de la boca.

—Sí, hasta mañana. —El vocero no ocultó el desagrado en su voz—. Si mi memoria no falla, tus acciones en la competencia de caza hicieron que tu premio en dinero fuera retenido. Las cien monedas de oro se destinaron a pagar los daños que tu bestia causó a la ciudad y su gente. Sin embargo, el rey, en su generosidad, quiere ofrecerte la posibilidad de recuperarlo.

—¿Qué propone? —Seth lo miró, algo intrigado.

—Es muy simple: se sabe que eres hábil con la espada, así que el rey propone un duelo. Si vences a su campeón, Miriam será liberada de su juramento y, además, recibirás las cien monedas de oro que ganaste al inicio.

—¿Y si pierdo? —Mantuvo una incrédula postura, sospechando que algo ocultaba.

—Si pierdes, nada sucederá. —El vocero fingió una expresión de empatía—. El rey no tendrá obligación de liberar a Miriam ni de pagarte.

Seth meditó durante varios minutos, mientras los presentes gritaban para que aceptara las condiciones, aunque otros vociferaban que no lo hiciera. Había regresado a la ciudad luego de cinco largos años sirviendo lejos y sin paga, como castigo por un incidente. En principio, tenía planes de regresar por Miriam y sacarla del reino; sin embargo, carecía de dinero, así que sus planes estaban frustrados. Su mejor alternativa era ganar la competencia.

Mientras el joven reflexionaba su decisión, a un costado del trono permanecía de pie el general Dire, observando la escena. Con los ojos puestos sobre Seth, repetía en voz baja:

—No aceptes, no aceptes, no aceptes…

Durante un momento, Seth observó el anillo que adornaba su mano y susurro para sí:

—“Una familia para amar y buena tierra para proveerles, es el sueño de todo hombre”. Cumpliré mi promesa, Miriam. —Giró el rostro hacia el trono antes de vociferar de forma enérgica—: ¡Acepto el desafío, señor!

Sin demora, Aemer hizo los arreglos y pidió a los presentes que hicieran espacio en medio del salón, el duelo se llevaría a cabo de inmediato.

El joven de cabello liso permaneció de pie en medio del salón para esperar al oponente designado por el rey. Sin embargo, fue grande su sorpresa cuando el vocero nombró al campeón: el general Dire. El rostro de Seth, ya dominado por cierta inquietud, se tornó serio, pues sabía que el general era tal vez el más fuerte espadachín de Ur, además de su maestro durante años y casi un padre para él, hecho que aumentaba la complejidad del duelo.

Los visitantes del palacio permanecieron expectantes ante el combate que se avecinaba. Los entendidos en materia de formación miliar consideraban a Seth el sucesor del general. No obstante, el resto del público lo percibía como una batalla que era emocionante solo por el contexto en que se había presentado. Buena comida y un buen duelo de espadas, ¿qué más podían pedir?

Al avanzar un par de pasos, el rey pidió a Dire que se acercara antes de llegar al centro del salón. Una vez junto al soberano, escuchó estas palabras susurradas en su oído:

—Si pierdes, irás al paso de Alba a matar lobos. Ambos sabemos que ni siquiera tú regresarías con vida.

Los guardias formaron un perímetro y dejaron en el interior al joven capitán y a su maestro. Tras la señal de “¡Vamos!”, Seth se lanzó sobre Dire, igual que un animal salvaje lo hace con su presa. Golpes de espada caían sobre el general de lado a lado; sin embargo, contraatacó con la misma rapidez, mientras Seth esquivaba y ganaba espacio entre ambos con movimientos acrobáticos.

Se conocían muy bien debido a los años que entrenaron juntos, los movimientos de ambos simulaban una coreografía bien elaborada. A pesar del período que Seth pasó fuera de la ciudad, no había olvidado lo que su maestro le enseñó; por el contrario, demostraba haber aprendido movimientos nuevos que a ratos complicaban a Dire. No obstante, la paciencia nunca fue una virtud del joven. La incapacidad de sacar a Miriam de su mente, le generaba una intensa ansiedad y lo desconcentraba a ratos.

Dire, por su parte, como buen maestro entendía que no podía dejarlo ganar, aunque su empatía hacia el muchacho le inspiraba el deseo de perder. Dudaba y estaba confundido, sentimientos que Seth intuyó, pues dedujo que su maestro no estaba dando el cien por ciento. De hecho, se fijó en que ni siquiera usaba su característica espada grande, la cual reposaba al lado del rey. Este hecho desató su molestia y aumentó la desesperación que sentía.

—¿No me crees digno de usar tu espada? —Se quejó en un intento de provocar al general.

La ansiedad de Seth creció con cada minuto hasta convertirse en frustración, y esta frustración en ira. Por este motivo, comenzó a perder el control de la mayoría de sus movimientos, se tornaron imprecisos y erráticos, y esto le dio una ventaja considerable al general.

Luego de diez minutos de intenso combate, el maestro, quien contaba con algunos años sobre sus hombros, fue perdiendo fuerzas contra el ímpetu del joven discípulo. Tras cubrirse de dos enérgicos golpes seguidos, Dire casi no pudo sostener la espada, momento que Seth aprovechó para clavar la suya en el suelo, impulsarse hacia adelante, patear el pecho del general y, posteriormente, su mano derecha. El general soltó su espada y la vio caer junto a una joven escriba sentada cerca del rey. Un instante después, Seth pateó nuevamente el pecho de su maestro, haciéndolo tropezar. Dire cayó de espaldas, desarmado y a disposición de la espada de su alumno. El combate había acabado.

El general miró a su discípulo a los ojos para trasmitirle su orgullo, mientras las pupilas del joven mostraban gratitud y un poco de tranquilidad. Como era costumbre, ambos hicieron una reverencia frente a frente, inclinando la parte superior del cuerpo junto con la mirada. Sin embargo, al erguirse, los ojos de Seth se abrieron horrorizados: la punta de una espada brotaba del pecho de su maestro. Miró a su alrededor desconcertado, solo para descubrir que asistentes y soldados eran asesinados por varios personajes extraños que se encontraban entre los invitados. Nobles, príncipes y emisarios de otras tierras ocuparon el suelo del palacio en un cúmulo de cadáveres.

Lo primero que pasó por la mente de Seth fue encontrar a Ana, a quien identificó en pocos segundos tiñendo el suelo de rojo, al igual que los cuerpos del resto de los invitados. Ebrio de ira, desató su furia contra los asesinos que lo rodeaban y acabó con un total de trece almas, pero su cuerpo resintió el peso de una batalla tan intensa. Aunque trató de resistir en pie, cayó luego de recibir una herida considerable en la espalda; un instante después, fue finiquitado por tres espadas que lo atravesaron en distintas posiciones, hasta clavarse la última directamente en su corazón.

Nublado por el dolor, cerró los ojos y el mundo se tornó en oscuridad a su alrededor.

El secreto de la tierra y los primeros dioses

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