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MARÍA DEL PILAR MORENO

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El caso de María del Pilar Moreno resulta útil para entender cómo las prácticas y las discusiones relacionadas con el jurado criminal llegaron a producir narraciones perdurables. Su historia se volvió un poderoso foco de interés público en todo el país porque incorporaba varias tramas, tanto políticas como privadas. Como “tema de actualidad”, los detalles del caso circularon por todo el país de boca en boca durante varios meses. Lectores de periódicos, jueces, abogados, sospechosos, estudiantes, mujeres e incluso escritores (“todas las clases sociales”, según El Heraldo) conocían los detalles del caso y hablaban de él con emoción y conocimiento. La convergencia de un público tan diverso era consecuencia de que se trataba de una historia compleja con un significado muy rico. Las opiniones inspiradas por el asesinato y el juicio reflejaban que las concepciones en torno a la edad, el género, la privacidad y la justicia estaban cambiando de manera inesperada.76

El 10 de julio de 1922, a los 14 años de edad, María del Pilar mató al senador Francisco Tejeda Llorca fuera de su casa, en el número 48 de la calle de Tonalá, en la Ciudad de México. Dos meses antes, Tejeda Llorca había matado al padre de la pequeña, el diputado Jesús Moreno, pero había eludido una acusación criminal porque era miembro del Congreso. La acción de María del Pilar provocó inmediatas manifestaciones de apoyo y hubo celebraciones tras su absolución en abril de 1924. El resultado se debió en gran medida a la defensa de Querido Moheno, pero también ayudó a María del Pilar la propia explicación de sus motivaciones, diseminada por la prensa, un libro de sus memorias de infancia y el propio juicio. La “tragedia”, como los contemporáneos etiquetaron el caso, no habría sido tan poderosa si no hubiese tenido lugar en medio de la agitación política que en esos días asediaba al gobierno de Álvaro Obregón. La historia de María del Pilar expuso la ferocidad masculina de la política, la creciente brecha entre las instituciones judiciales y la verdadera justicia y la incertidumbre en torno al papel que debían desempeñar las mujeres en una nueva era marcada por una participación política cada vez mayor. El juicio reflejó un creciente apoyo público del uso de la violencia privada para remediar las fallas de la ley y la impunidad asociadas con la política.

Los personajes de la historia presentaban ese dilema con la severidad del melodrama. El 24 de mayo de 1922, Tejeda Llorca se encontró por casualidad con Jesús Moreno, el padre de María del Pilar, en las puertas de la Secretaría de Gobernación. Ambos estaban tratando de reunirse con el secretario Plutarco Elías Calles. Tuvieron un altercado y Tejeda Llorca, azuzado por sus amigos, que estaban sujetando a la víctima, le disparó de cerca a Moreno. Tejeda Llorca se entregó de inmediato a la policía y rindió declaración en la comisaría. Sin embargo, como diputado federal, no podía ser acusado, a menos que el Congreso lo despojara del fuero. En las semanas siguientes, María del Pilar y su madre, Ana Díaz, se reunieron con varios políticos de alto rango, incluido Calles, para pedir el arresto de Tejeda Llorca. No se podía hacer nada, les decían, debido a su inmunidad parlamentaria. Tejeda Llorca era el ejemplo de los privilegios de que gozaba una clase política de hombres violentos que parecían estar por encima de la ley. Los miembros del Congreso en particular eran objeto de desprecio, ya que el propio Congreso estaba perdiendo influencia en relación con la presidencia y como representación de la opinión pública.77 La prensa atribuyó la muerte de Moreno a la “pasión política” y las luchas electorales en el estado de Veracruz. A pesar de que ambos pertenecían al Partido Nacional Cooperatista, estaban tratando de socavar sus mutuas candidaturas para el Congreso —Moreno nuevamente para diputado y Tejeda Llorca para senador—. Los dos aseguraban tener apoyo popular, pero sabían que la bendición de Calles, el probable sucesor de Obregón, sería seguramente la que decidiría su futuro. El año siguiente, mientras tenían lugar las audiencias del juicio, una rebelión militar a favor del rival de Calles para la presidencia dentro del gabinete de Obregón, Adolfo de la Huerta, creó una seria amenaza al gobierno y magnificó las implicaciones políticas del caso. Los amigos de Jesús Moreno ahora estaban entre los delahuertistas y, durante el juicio, los abogados de María del Pilar le rindieron homenaje a algunos de los rebeldes ejecutados por el gobierno.78

Con todo, la muchacha de 14 años en el centro del caso parecía estar por encima de la política, ya que atraía la simpatía de todos los interesados en el suceso. Tras la muerte de su padre, María del Pilar reaccionó con gestos dramáticos: cuando vio su cadáver en el hospital, trató de subirse a un barandal para arrojarse a su muerte; luego abrazó el cuerpo de su padre y prometió buscar venganza. En el funeral, bajo una fuerte lluvia y frente a políticos y familiares, estalló en “gritos desgarradores” y exclamó: “¡Justicia, señor! ¡Mi padre ha sido villanamente asesinado!”79 Después de su crimen, confesó que al fin estaba en paz. Recibió flores en la comisaría, en la escuela correccional y durante el juicio; tras su absolución, salió de la sala del juzgado “pisando flores” lanzadas por la multitud que esperaba afuera del Palacio de Justicia de Belem y que detuvo el tráfico durante casi media hora.80 Gente de todo el país le escribió o la vino a ver en persona para abrazarla o besar sus manos. María del Pilar inspiraba estos sentimientos porque, después de su crimen, construyó una narrativa de su vida que exhibía su vulnerable feminidad contra la violenta disrupción de la domesticidad provocada por la política. Según sus memorias, La tragedia de mi vida (escritas con la ayuda de periodistas y publicadas en 1922, después del homicidio), a ella nunca le había dado miedo intervenir en defensa de su padre: una vez se lanzó contra los oficiales que venían a arrestarlo y en otra ocasión siguió a su madre en una larga travesía por el campo para cuidar a su padre enfermo.81

El que María del Pilar hubiese matado a Tejeda Llorca era simplemente otra demostración de su amor filial. Cuando decidió dispararle, se vistió de blanco y le ordenó a su chofer que la llevara a su iglesia favorita, la Sagrada Familia, en la colonia Roma. Su tía Otilia los acompañaba. En la calle de Tonalá, a dos cuadras de la iglesia, María del Pilar salió del coche y se acercó a Tejeda Llorca, que estaba parado en la banqueta con otros hombres. Lo tomó de la solapa y le dijo: “máteme como mató a mi padre”. Él tomó su brazo e intentó hincarla a la fuerza, pero ella logró sacar su pistola y dispararle cuatro veces. Al parecer hubo más disparos, y Manuel Zapata, un amigo de Tejeda Llorca que también había tenido que ver en la muerte de Jesús Moreno, desarmó a María del Pilar y la golpeó. Su madre llegó poco después en otro coche y la llevó a las oficinas de El Heraldo, el periódico que Jesús Moreno dirigía en el tiempo en que fue asesinado. El nuevo director del diario las acompañó a la comisaría, donde María del Pilar confesó, fue arrestada y pasó la noche en compañía de su madre.

En sus declaraciones, María del Pilar dio diferentes versiones; primero dijo que lo había hecho por venganza y luego añadió detalles que podían disminuir su responsabilidad penal. Al principio dijo que el crimen había sido premeditado y que estaba satisfecha por haber vengado a su padre; también lo hizo “por defender mi vida, por defender el honor de mi padre y por defender mi orfandad”. Pero cuando se le cuestionó acerca de los hechos del crimen, declaró que no estaba buscando a su víctima en la calle de Tonalá, que había usado su pistola porque creía que Tejeda Llorca iba a sacar la suya y que no tenía la intención de matarlo, pero que se vio obligada a jalar el gatillo por la dolorosa presión que la víctima ejerció sobre su brazo. Los testigos, sin embargo, sugirieron que todo había estado planeado; algunos habían visto, días antes del crimen, un “coche misterioso” estacionado en su calle con un hombre y dos mujeres adentro; otros declararon que vieron a un “hombre fuerte” dispararle dos veces a Tejeda Llorca mientras se tropezaba, ya herido, rumbo a su casa. La autopsia más adelante reveló que el cuerpo de Tejeda Llorca contenía una bala calibre .38, además de las balas calibre .32 de la pistola de María del Pilar. La investigación subsiguiente, sin embargo, no llevó a ningún otro arresto y las contradicciones entre las declaraciones de la acusada, las de los testigos y las pruebas físicas nunca se resolvieron.82

Los procedimientos que siguieron a la consignación de María del Pilar se enfocaron menos en los hechos que en el antagonismo entre múltiples actores. Los familiares de Tejeda Llorca demandaron a María del Pilar por 30 mil pesos, por lo que estuvieron involucrados directamente en el juicio. Más que el dinero, su objetivo era limpiar el nombre de la víctima ante la opinión pública. María del Pilar presentó el proceso como una confrontación en contra de adversarios poderosos. Cuando se le ofreció libertad bajo fianza, la rechazó, contraviniendo el consejo de su abogado y explicando que se sentía más segura en la escuela correccional. Eso implicaba que sus enemigos podían usar violencia en su contra, pero también era una manera de declarar su confianza en la justicia: más que obtener libertad sin una resolución clara, prefería esperar en prisión y dejar que el jurado decidiera su destino. El caso, sin embargo, se prolongó por casi dos años, una demora que era en sí misma una forma de castigo. María del Pilar permaneció ocho meses en la escuela, de donde salía solamente dos veces por semana para poner flores en la tumba de su padre, hasta que resultó evidente que los fiscales y el juez estaban retrasando la conclusión del juicio, y entonces se mudó de vuelta con su madre.83

El retraso le permitió a María del Pilar proponer una narración de su propia vida que abundaba en las contradicciones entre la violencia de la política y la feliz domesticidad de un hogar próspero y protector. Había estudiado con tutores privados, en el prestigioso Colegio Francés y en la Escuela Normal para Profesoras. Su padre la motivaba a aprender piano, canto y bordado, y esperaba que se volviera periodista. Le pedía a su esposa que excusara a María del Pilar de cualquier tarea doméstica que pudiese lastimar sus manos y esperaba que se vistiese bien, aunque sin ostentación. La respetabilidad de la familia estaba personificada en la casa en la que vivían en 1922. Su padre la había construido, la había llamado “María del Pilar” y había puesto las escrituras a nombre de su hija. Ella le había dicho que le gustaba la colonia Portales, un área escasamente poblada al sur de la ciudad. Los periodistas y el propio Moheno en su discurso final en el juicio describieron la casa de un modo que evocaba la dicha de la vida moderna y autosuficiente de la arquitectura estilo estadounidense y los automóviles característicos de las nuevas colonias de la Ciudad de México.84

La política, la fuente de la prosperidad que había hecho posible esta felicidad, también la amenazaba. María del Pilar y su madre a menudo le pedían a Jesús que abandonara su candidatura para el Congreso y se enfocara en el periodismo. A causa de su trabajo político había estado preso y había sido víctima de persecución, exilio, enfermedad y duelos. En los años veinte, el trabajo en el Congreso todavía implicaba riesgos considerables; en el propio recinto de la Cámara de Diputados hubo balaceras e incluso homicidios. La intriga política era probablemente la razón por la cual varios hombres enmascarados habían acechado la casa de la colonia Portales por la noche e intentado subir a la terraza de María del Pilar. Sin embargo, la forma en que María del Pilar defendió su vulnerable hogar se apartó de la feminidad que caracterizaba a las familias más respetables: disparó un pequeño rifle que había recibido como regalo, con el fin de llamar la atención hacia los intrusos. Como el rifle era demasiado endeble, su padre le dio otro que resultó demasiado pesado y luego le dio una pequeña pistola que mantenía en su buró y que terminaría utilizando para matar a Tejeda Llorca. Durante el juicio, Moheno intentó minimizar la poco femenina familiaridad de María del Pilar con las armas de fuego, ya que podía evocar criminelles passionnelles extranjeras e influir en su contra en los miembros del jurado. Pese a la estrategia de Moheno, a los admiradores masculinos de María del Pilar no les quedaba más remedio que reconocer su valiente uso de un símbolo tan viril del legado de su padre. Confiaba en que esa conexión filial le ayudaría, pues sabía que los miembros del jurado “han tenido padre o tienen hijos” y tendrían que exculparla.85

El distanciamiento más claro de María del Pilar de los roles de género y edad, no obstante, fue su conciencia del efecto de sus acciones y sus palabras en la opinión pública. Después de matar a Tejeda Llorca, le describió a los periodistas las emociones que la llevaron a cometer el crimen. Escribió una autobiografía y siguió dando entrevistas a los periódicos hasta los últimos días del juicio, siempre con énfasis en su feminidad vulnerable pero circunspecta. Por ejemplo, le aseguró a Excélsior que se sentía tranquila, a pesar “de mi temperamento femenil y nervioso”.86 Su actuación durante las audiencias ante el jurado estaba bien sintonizada para conmover al público. Lloraba varias veces durante los interrogatorios y los discursos, pero cuando llegaba el momento de testificar, ofrecía una versión clara y conmovedora de su historia. Además de narrar los acontecimientos básicos, reprobó a Calles por haber rechazado sus súplicas de que se hiciera justicia. En contraste con la imagen común de las mujeres tristes y silenciosas en los juicios criminales (que de todas maneras ella y su madre ofrecieron a los fotógrafos), ella era extrovertida, casi imponente: le pidió al juez que no expulsara de la sala al escandaloso público, invitó al auditorio a mostrar respeto hacia los fiscales y agradeció a los familiares de la víctima por abandonar su solicitud de que el asesinato de su padre se discutiera como parte del juicio. Esta última intervención provocó “una tempestad de aplausos del auditorio, profundamente conmovido”.87 Así María del Pilar pudo dotar a su acción de un claro sentido moral. No volvería a escribir, como prometió en su libro, pero sus ademanes y palabras ante el público del jurado, su autobiografía y sus fotos en la prensa crearon un paradigma del amor filial y la dignidad. Su triunfo se celebró como el triunfo de la feminidad, pero su activa defensa de la domesticidad y su reclamo de venganza parecían confundir las nociones contemporáneas sobre del uso de la violencia y las diferencias de género.

Las conclusiones de Moheno ante el jurado lograron darle una forma retórica efectiva a esta tensión entre las normas de género y el uso de la violencia en nombre de la justicia. Comenzó en un tono menor: la piedad, argumentó engañosamente el abogado, era el objetivo de un buen discurso de defensa, de modo que él profesaba la humildad. Pero luego se presentó como un hombre que había logrado defender a otras mujeres acusadas de homicidio. Es esos casos, también se había enfrentado a la hostilidad del gobierno, que lo caracterizaba “como el abanderado de la reacción”, cuyos triunfos eran “un peligro nacional”. Le recordó a los miembros del jurado y al público que estaba trabajando de manera gratuita, después de haber rechazado un anticipo de los familiares de Tejeda Llorca.88 La presencia de Moheno dominaba el escenario y contrastaba con la imagen de María del Pilar; sudoroso y corpulento, en algún momento pidió una pausa, explicando que estaba muy cansado.

En la parte principal del discurso, presentó la decisión del jurado en términos de las implicaciones morales del crimen, más que de los hechos. Pintó una escena idealizada de la dicha doméstica de los Moreno en la casa de la colonia Portales y la comparó con las “lobregueses de la sórdida vivienda de dos piezas en horrendo patio de vecindad” adonde la acusada y su madre habían tenido que mudarse tras la muerte de su padre. Ahora María tenía que hacer trabajo doméstico.89 Tal infortunio era consecuencia, explicó Moheno a un público con lágrimas en los ojos, de “la política baja, sangrienta y suicida nuestra”.90 La estrategia se calculó para orientar el razonamiento de los miembros del jurado hacia factores que eran a la vez más grandes que el crimen en cuestión, pero igualmente cargados de emociones. El verdadero crimen, manifestó Moheno, había sido el fraude electoral que le había dado a Tejeda Llorca una silla en el Senado, lo cual le había permitido mantener su impunidad después de haber cometido un asesinato. Siguiendo al pie de la letra las ideas de Le Bon acerca de las masas, Moheno incentivó la intervención del público de la sala y, más en general, de la opinión pública; citó sus propios libros, sus columnas y entrevistas en los periódicos. También trató de incitar a los miembros del jurado a la acción, como dictaba la retórica clásica, mediante la calidez y la pasión de las emociones. Sus herramientas en éste y otros discursos eran pocas pero efectivas: la repetición de “grandes ideas” y metáforas, referencias constantes a la religión, la mitología, la historia nacional y la literatura; ataques a los testigos de cargo, representaciones del sufrimiento de la acusada y patéticos llamados al perdón. El clímax, sin embargo, fue una justificación de la venganza violenta que demostraba poca piedad hacia la víctima. Moheno exhortaba al jurado a hacer justicia por mano propia, como lo había hecho María del Pilar, y a absolverla, votando con su conciencia aunque ello significara ignorar la letra de la ley. Le aplaudieron durante varios minutos y hasta el juez lo felicitó por la belleza de su discurso. Tras el veredicto, el público se lo llevó de la sala cargado en hombros.91

La resolución del juicio de María del Pilar fue un ejemplo emblemático de la forma en que los juicios por jurado se habían convertido en un lugar donde los roles de género podían discutirse abiertamente y, en cierta medida, transformarse. Su caso y otros más durante los años veinte crearon un espacio prominente para que la población escuchara historias en las que las mujeres y la violencia aparecían juntas. Eran narraciones fascinantes, lo suficientemente complejas como para hacer posibles distintas interpretaciones, y todas compartían una fuerte protagonista femenina. Con las palabras y las imágenes producidas en las salas de los juzgados, estas mujeres explicaban cómo habían utilizado la violencia para defender su honor y su integridad física. Las absoluciones que muchas de ellas consiguieron, como en el caso de María del Pilar, demostraban que los jurados estaban dispuestos a votar a favor de las acusadas incluso cuando ese voto contradijese la interpretación estricta de la ley.

Sin embargo, sería un error concluir que estos casos fueron parte de un proceso de empoderamiento femenino mediante usos socialmente legítimos de la violencia. Después de todo, el sistema que le otorgaba a estas asesinas una voz pública e impunidad estaba completamente controlado por hombres. Como resultado, las emociones que los abogados removían entre los miembros del jurado no estaban asociadas con la igualdad de género, sino que más bien estos sentimientos podían llevar a los miembros del jurado a interpretar las acciones de las sospechosas como una súplica de mujeres débiles en busca de ayuda masculina. La defensa de Moheno de María del Pilar invocó roles de género patriarcales y representó su historia como una tragedia en la que las funciones de hija y esposa habían sido cuestionadas por factores externos (concretamente, la política mexicana), arguyendo de paso que tenían que regresar a su equilibrio adecuado mediante una fuerza compensatoria, es decir, el sistema de jurados. Así, cuando los miembros del jurado y la opinión pública enfrentaban la ley escrita para promulgar su interpretación moral de la violencia, estaban protegiendo el mismo orden masculino que excluía a las mujeres de cualquier rol prominente en el sistema penal. Los casos de mujeres acusadas ante el jurado podían ser fascinantes, pero no eran un capítulo en una tendencia inequívoca hacia la igualdad de género.

Las mujeres eran primordiales en el público creado por los jurados. Excélsior mencionó que el público del juicio de María del Pilar y la multitud afuera de Belem se parecía muy poco al típico grupo de espectadores de los jurados: esta vez, las mujeres superaban en número a los hombres en la sala, donde había un gran número de personas de clase media y muchas “bellas y elegantes mujeres”.92 Estas “señoras y señoritas de la mejor sociedad” le traían flores a María del Pilar, escuchaban cada una de sus palabras, lloraban con ella, la visitaban y la abrazaban en la escuela correccional, e incluso ofrecían sus casas como cárceles sustitutas.93 El Heraldo justificó su minuciosa cobertura del caso argumentando que “La mujer mexicana nos interesa, ya sea madre, hija, esposa o hermana.”94 Esta presencia femenina en los juicios por jurado también se dio en otros casos famosos. Al escribir para El Universal acerca del público del juicio de Luis Romero Carrasco en 1929, José Pérez Moreno describió una masa ansiosa cuya “curiosidad había llegado a ser paroxística”. Mujeres mayores apuntaban sus binoculares hacia los abogados, un hombre elegante batallaba para conseguir un buen lugar y “muchas mujeres” aportaban color, ya que sus prendas creaban “manchas lila o rosa o rojas escarlata” en la sala. Pérez Moreno comparaba la escena en la sala del juzgado con la de un “salón de espectáculos”.95 Incluso los casos en los que a los hombres se les acusaba de matar a sus esposas ofrecían una oportunidad para expresar sentimientos normativamente femeninos: en 1928, el oficial del ejército Alfonso Francisco Nagore le disparó a su bella esposa y su lascivo jefe y fotógrafo. Durante el juicio, y contraviniendo el consejo de su abogado defensor, Nagore lloró abierta y largamente, como lo hacían muchas mujeres en el público.96 Es posible que a las espectadoras les hayan atraído estos juicios por algo más que las historias sórdidas, la oratoria artística o el melodrama. En las salas de los juzgados también reivindicaban su alfabetismo criminal y participaban en debates acerca del lugar y los derechos de las mujeres en la sociedad posrevolucionaria.

A los críticos les preocupaba la capacidad de estos juicios para socavar las jerarquías de género: además de los casos de Moheno, veían otros juicios famosos de los años veinte que involucraban a mujeres como un síntoma de la decadencia de la institución. Algo acerca de las presencia de las mujeres en los juzgados parecía estar cambiando de manera amenazante, empezando por la presentación de las sospechosas ante los jurados. El pasado reciente ofrecía un ejemplo opuesto del orden. En varios casos famosos durante el porfiriato, los abogados describieron a algunas de las asesinas como simples “harapos de las sociedades” que merecían piedad debido a su ignorancia, aun si también representaban los peores atributos de su sexo. Era el caso de María Villa, una prostituta que fue declarada culpable de matar a otra mujer por celos; su propio abogado la llamó “pantera terrible, que no cuentas con los recursos del claustro craneano”. Estas percepciones de las mujeres infractoras, basadas en la criminología positivista, estaban perdiendo vigencia ante nuevas actitudes.97 Para los años veinte, las mujeres que mataban parecían más complicadas e interesantes, incluso cuando los jurados las declaraban culpables. Los periódicos publicaban retratos de las sospechosas y la gente quería verlas en persona en sus juicios. Los abogados defensores le pedían a los jueces que los soldados que las custodiaban se apartaran para evitar bloquear la vista del público. Con su uso de la violencia, María del Pilar ofreció un ejemplo a seguir. Eso sugirió El Universal cuando en Torreón una niña de 13 años le disparó a un soldado que estaba acosando a su madre. Ahora los hombres se sentían en peligro por las reacciones populares instigadas por las mujeres: los amigos de Tejeda Llorca recibían amenazas anónimas y se rehusaban a asistir a las audiencias del juicio debido a que temían por su propia seguridad. Las historias personales de otras sospechosas, no sólo el hecho de que fueran mujeres, se volvió relevante para entender su necesidad de utilizar la violencia en contra de los hombres. Fue el caso de María Teresa de Landa, la primera “Miss Mexico”, quien en 1929 mató a su esposo bígamo, el general Moisés Vidal, y quien fue absuelta gracias a la defensa que de ella hizo Federico Sodi. Otro caso similar fue el de María Teresa Morfín, de 16 años, quien mató a su esposo cuando le anunció que la iba a dejar y fue absuelta en 1927. Para los críticos, su caso ilustraba perfectamente las consecuencias negativas de la laxitud de los jurados: tras su liberación, Morfín se volvió bailarina de cabaret y fue asesinada después en Ciudad Juárez.98

La experiencia de María del Pilar demostró que las mujeres, incluso las mujeres muy jóvenes como ella, ahora podían ser admiradas cuando hacían uso de la violencia. Ella, sostenía Moheno, había cometido un crimen pasional. Su comportamiento se comparaba con el de “fuertes varones dignos de reverencia”.99 Se solía aceptar que los autores de crímenes pasionales, por lo regular varones, no eran auténticos criminales —al menos no en términos de las clasificaciones somáticas y la causalidad hereditaria de la criminología positivista—, porque cometían crímenes inspirados en emociones exaltadas y ponían el honor por encima de la ley. Moheno apeló a la identificación “íntima” de los varones del jurado con la sospechosa. Les pidió que imaginaran el cadáver de su propio padre y los invitó a empatizar con el “desorden tempestuoso de todos sus sentimientos de ternura, de desesperanza y de indignada cólera”. En esas circunstancias, hacer justicia por propia mano merecía el elogio de todos.100 Las mujeres también tenían derecho a matar en casos de explotación o deshonra. Las respuestas de los varones del público al predicamento de María del Pilar se hacían eco de estos sentimientos: Federico Díaz González, por ejemplo, declaró su “respeto y veneración” por ella, que no tenía otra opción más que “hacerse justicia por sus propias manos” y cumplir con el “deber de hija amorosa”.101 Otros hombres enfatizaban la importancia de su edad y de su deber filial, y la valentía de poner su amor de “hija modelo” por encima de la ley. Algunos ofrecieron su ayuda para completar la tan viril acción: Adolfo Issasi estaba dispuesto a aportar 40 mil pesos para cubrir la fianza de la muchacha y otros ofrecieron sus propios cuerpos para tomar su lugar en la escuela correccional o en la colonia penal de las islas Marías en caso de ser necesario. Para estos hombres, María del Pilar había adquirido atributos masculinos que resultaban aún más admirables debido a su sexo: una “recia personalidad” y una “viril actitud”. Después de todo, argumentaba con cierta ironía un grupo de “obreros honrados”, había conseguido lo que ni los hombres ni las instituciones revolucionarias podían hacer: había castigado a un político.102

Este entusiasmo por las mujeres que realizaban acciones masculinas coexistía con los puntos de vista que enfatizaban roles más convencionales. María del Pilar era la encarnación de la feminidad: otras mujeres habían matado a hombres que vivían con ellas, pero ella venía de “las alturas de su lecho virginal de niña mimada” como “una virgen fuerte y justiciera” en un cuerpo pequeño.103 Tejeda Llorca ofrecía un contraste adecuado: era musculoso, adinerado e intocable, y amenazaba la pureza de la acusada. Incluso los abogados defensores de la acusada desempeñaron el papel de protectores caballerescos de mujeres indefensas. La reputación de Moheno, después de todo, se basaba en un récord perfecto en la defensa de mujeres asesinas.104 La lección moral del melodrama era tan fuerte como el grado en el que sus personajes resultaban emblemáticos de los roles de género.

Por lo tanto, no debe sorprender encontrarse con respuestas negativas a la acción criminal de las mujeres en los mismos lugares y a veces por parte de los mismos actores que habían elogiado la actuación de María del Pilar. En múltiples casos en los que los hombres asesinaban a mujeres por cuestiones de celos, los abogados justificaban el homicidio como una reacción natural en contra de la libertad que las mujeres estaban obteniendo. En un discurso de 1925 en defensa de un diputado que había matado a otro miembro del Congreso que lo había acusado de ser de “sexo dudoso”, el también diputado agrarista Antonio Díaz Soto y Gama sostuvo que el asesinato era una obligación en esas situaciones. “Si [el diputado Macip] no lo hacía, las mujeres se van a volver más terribles contra los hombres, como las prostitutas que defiende Moheno.”105 Díaz Soto y Gama advirtió acerca de los desafíos a las jerarquías sexuales que casos como ése parecían alentar: “La mujer mexicana se está convirtiendo en una mujer criminal, bravía, peor que aquellas mujeres que se nos contaba de España, que llevan la navaja debajo de la media. Ya nuestras mujeres ya casi no son mujeres; es para dar miedo quizás.”106 El asesinato de Tejeda Llorca por parte de una joven y débil mujer ofrecía un ejemplo gráfico del desorden de género. Las transcripciones de su autopsia en la prensa presentaban gráficamente el cuerpo del político expuesto y vulnerable: una de las balas, según los médicos, había salido a través de su pene. La violencia contra las mujeres podía, por lo tanto, ser justificada como una manera de restablecer el equilibrio. Mientras se desarrollaba el juicio de María del Pilar, muchos otros casos de hombres que mataban en defensa de su honor terminaban en su absolución o el retiro prematuro de los cargos. Esto se debía a la orden del procurador general del Distrito Federal para que los fiscales facilitaran la liberación de los hombres acusados de asesinato en esas circunstancias. En un juicio posterior, Moheno, a quien nunca le preocuparon las contradicciones, le pidió al jurado que absolviera a un hombre que había matado por motivo de celos.107

En este contexto, el fin del sistema de jurados en México puede interpretarse como un esfuerzo por mantener el monopolio masculino de la justicia. Los últimos tres casos notables que llegaron al jurado antes de su abolición en 1929 involucraban a mujeres que habían matado a varones. Los juzgados en adelante se volvieron espacios aún más dominados por hombres, en los que las mujeres estaban perdiendo hasta la más mínima protección. Preservar un rol limitado para las mujeres en la vida nacional era a todas luces el objetivo generalizado cuando el Congreso Constituyente de 1916-1917 debatió los derechos al voto: las asambleas y las masas no eran racionales, sostenían los diputados, sino que gobernaban por “sentimentalismo”, la influencia de “idealistas[,] soñadores” y el clero. De modo que decidieron no aprobar una propuesta para otorgar el derecho al voto a las mujeres.108 En contraste, durante los años veinte, el gobierno vio la intervención del Estado en el ámbito doméstico como una herramienta clave para la reconstrucción social y económica. Esto significó una mayor preocupación por la niñez y un renovado énfasis en las responsabilidades domésticas de las mujeres. El movimiento a favor del sufragio fracasó en el esfuerzo por capitalizar la movilización de las mujeres durante los años veinte y treinta, y no logró una reforma constitucional pese a los intentos del gobierno solidario de Lázaro Cárdenas (1934-1940).109 Pero puede que ésa no sea la manera correcta de abordar esta historia particular. María del Pilar Moreno personificó un estilo valiente de feminidad, pero a la vez era un ejemplo de la domesticidad perturbada por la política. Tras su momento de fama, parece haberse apartado por completo de la vida pública. Su juicio movilizó las emociones como un elemento legítimo de la vida pública, cultivó nuevos públicos que incluían a mujeres y reconfiguró los vínculos entre la verdad y la justicia de una manera que, al menos por un muy breve lapso, cuestionó el poder del Estado.

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