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TORAL, CONCHITA Y EL DESCENSO HACIA LA OPACIDAD

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Un ejemplo de un desafío similar al poder del Estado puede encontrarse en el caso más importante jamás dirimido ante un jurado en México. El 17 de julio de 1928, el presidente electo Álvaro Obregón fue asesinado por José de León Toral en un restaurante del barrio de San Ángel, en el sur de la Ciudad de México. El asesinato sucedió en un momento de gran tensión entre la élite política, marcado por amenazas de rebelión militar, una guerra religiosa que se propagaba en algunos estados del occidente del país y confrontaciones entre los obregonistas y los grupos políticos que se identificaban más con el presidente Plutarco Elías Calles. Era tal la complejidad de la situación, que aquellos que vieron a Toral dispararle a Obregón se abstuvieron de matar al asesino para saber quién lo había mandado. Un grupo de políticos confrontó a Calles en las siguientes horas y le dijo que la opinión pública estaba culpando a Luis N. Morones, líder del Partido Laborista Mexicano, leal al presidente y enemigo abierto de Obregón; le dijeron, según la autobiografía de Emilio Portes Gil, que la gente no confiaba en el actual jefe de la policía y exigía que el general Antonio Ríos Zertuche, conocido obregonista, se pusiera a cargo del Departamento y la investigación.110 Calles pronto se dio cuenta de que el liderazgo caudillista heredado de la Revolución y personificado por Obregón tenía que ser reemplazado por un sistema más estable. En los meses que siguieron, negoció el fin de la guerra civil con la jerarquía eclesiástica, dejó de lado la idea de su propia reelección, se aseguró de que Portes Gil fuese nombrado presidente interino y fundó un partido oficial. También maniobró políticamente para mantener una influencia preeminente durante los siguientes seis años.

A Calles no le quedó más remedio que acceder a las demandas de los hombres que lo confrontaron tras el asesinato: se dio cuenta de que su posición era débil y de que él mismo no sabía lo que había sucedido. Si bien no podía sacrificar a Morones de inmediato, porque hacerlo habría sido una señal de debilidad, como le explicó a Portes Gil, Calles se aseguró de que la verdad del caso saliera a la luz. Él mismo interrogó a Toral poco después del asesinato, pero no pudo extraer nada de él; el asesino se rehusó a hablar, salvo para decir que estaba haciendo el trabajo de dios. A pesar de que la investigación en sí no se apartó de las prácticas comunes de la policía mexicana, las consecuencias políticas y jurídicas del juicio fueron inesperadas. Entre los agentes que trabajaron con Ríos Zertuche estaba el famoso detective Valente Quintana (del que se hablará en el capítulo 3), a quien se le pidió que regresara de la práctica privada para sumarse al esfuerzo, así como otros hombres cercanos a la víctima, entre ellos el vengativo coronel Ricardo Topete, que había visto a Toral actuar de manera sospechosa en el restaurante, pero que no logró evitar que le disparara a su jefe. Torturaron a Toral y amenazaron a su familia durante varios días antes de que se decidiera a hablar, revelara su verdadero nombre y llevara a Quintana y a Topete a detener a Concepción Acevedo de la Llata, la “madre Conchita”, una monja que también sería acusada del asesinato. Al cabo de unos días emergió una explicación: Toral era un fanático religioso que había decidido matar a Obregón para detener la persecución de católicos por parte del Estado. Se arrestó también a las personas que habían influido en él y le habían ayudado, pero los hallazgos no condujeron con claridad a ningún otro autor intelectual, más allá de Acevedo. Se trataba de una religiosa de espíritu independiente que había alojado a Toral y a otros personajes de la resistencia católica urbana en un convento ilegal, donde vivía con otras monjas desde que tuvieron que desalojar su morada original a raíz de un decreto gubernamental.

La acusación en contra de Toral era parte de los esfuerzos de Calles para fomentar la institucionalización del régimen. Descubrir las verdaderas motivaciones detrás del crimen mediante un proceso judicial regular debía restablecer cierta sensación de normalidad de cara a una serie de circunstancias más bien extraordinarias. Como consecuencia, la policía no ejecutó a Toral inmediatamente después de su crimen, como lo había hecho con otros católicos sospechosos de atentar contra Obregón el año anterior. En noviembre de 1927, días después de que se lanzara una bomba al auto del caudillo de camino a una corrida de toros, un pelotón de fusilamiento le disparó a cuatro hombres, sin que mediara juicio, en el cuartel central de la policía. A pesar de que las pruebas en contra de algunos de ellos eran poco convincentes, Calles ordenó una ejecución rápida que sirviera de lección para los cristeros. El suceso se fotografió cuidadosamente pero, en lugar de infundir miedo, las imágenes se volvieron parte de la devoción popular a una de las víctimas, el jesuita Miguel Agustín Pro.111 A su funeral asistieron decenas de miles de personas y, a ojos del pueblo, su sacrificio se volvió un ejemplo de los abusos del régimen.

Un año después, el contexto político y la creciente fuerza de la resistencia católica obligaron a Calles a probar un nuevo enfoque. Un juez le concedió a Toral un amparo después de su arresto para prevenir su ejecución y fue consignado, interrogado por un juez y juzgado de manera adecuada, junto con Acevedo, ante un jurado popular, al igual que otros criminales comunes. Tratar el crimen como un homicidio común era fundamental para la estrategia del gobierno. El objetivo era proyectar una imagen de paz y progreso para la opinión pública del país y del resto del mundo. Las audiencias tuvieron lugar en el cabildo de San Ángel, no lejos del lugar del asesinato, en la sala de reuniones del ayuntamiento. Se eligió para el jurado a nueve residentes locales de origen humilde. Toral y Acevedo estaban representados por buenos abogados: el más importante de ellos era Demetrio Sodi, el crítico porfirista del jurado, ya una figura reconocida en el gremio. Como Toral había confesado y había decidido no alegar demencia, Sodi se enfocó en evitar su ejecución, invocando el artículo 22 de la Constitución, que prohibía la pena de muerte por crímenes políticos. La fiscalía ignoró la protección constitucional siguiendo de cerca la definición en el código penal de asesinato con circunstancias agravantes. El procurador de justicia del Distrito Federal, Juan Correa Nieto, en función de fiscal, no previó ningún problema, ya que el crimen había sido condenado casi universalmente. El marco judicial era sólo un espacio para que la sociedad canalizara la “indignación justa” de la nación. Incluso la jerarquía de la iglesia católica se distanció de Toral y Acevedo, ya que le urgía resolver su conflicto con el gobierno y controlar una rebelión religiosa que estaba rebasando su propia autoridad.112

Sin embargo, como en otros juicios por jurado de la época, las cosas se le salieron de control al gobierno. Si bien no cabía la menor duda de la culpabilidad de Toral, el juicio hipnotizó a la nación y refrescó la memoria de los juicios a otros criminales famosos. Con su trasfondo político y religioso, atrajo demasiada atención. Según Excélsior, el nivel de interés sólo podía compararse con el que recibió el juicio de Maximiliano en 1867, otro caso en el que un régimen liberal ejecutaba a un enemigo conservador. Como sucedió con la ejecución de Pro, un acto que buscaba servir de propaganda terminaría por manchar aún más al gobierno. La cobertura de los medios fue vasta. Los procesos judiciales en la sala de sesiones de San Ángel fueron transmitidos por la cadena de radio de la Secretaría de Educación Pública en todo el país.113 Una cámara de cine filmó a los sospechosos. Se puso una mesa especial para los numerosos reporteros y fotógrafos de la prensa nacional e internacional. Excélsior prometió ofrecer “la más estupenda, al par que la más verídica e imparcial información que jamás haya publicado órgano alguno de la prensa nacional”, y el periódico desplegó a fotógrafos, al famoso caricaturista Ernesto García Cabral, al escritor Rafael Heliodoro Valle y a varios reporteros. También le pagó a estenógrafos para que escribieran cada palabra pronunciada durante el juicio. Querido Moheno escribió comentarios y observaciones, y M. de Espinosa Tagle escribió una columna titulada “Lo que opina una mujer sobre el jurado”.114

Durante los primeros días del juicio, que empezó el 2 de noviembre de 1928, Excélsior le dedicó varias páginas, al menos dos de ellas con grandes composiciones fotográficas que mostraban a los “personajes centrales” del drama, las multitudes dentro y fuera del ayuntamiento de San Ángel, el arma que se usó en el crimen y el dibujo de Obregón que Toral había usado como excusa para acercarse a su víctima. Los lectores estaban absortos con cada uno de los detalles del proceso. Breves entrevistas con los actores principales ofrecían una sensación de proximidad con los sucesos, la cual se complementaba con el uso de retratos fotográficos o dibujados. Después de que se sortearon los nombres de los miembros del jurado, un reportero encontró sus direcciones en San Ángel, los entrevistó y les tomó fotos. Varios de ellos eran trabajadores de la industria textil, un par eran dueños de pulquerías y todos respondieron a las preguntas del reportero acerca del jurado como institución y sus expectativas del caso. J. Cruz Licea, un empleado de una fábrica cercana, declaró que no daría opinión alguna hasta que le mostraran las pruebas y pudiera “resolver conforme a mi conciencia”, sin influencia externa de ningún tipo.115 Los reporteros registraron cuidadosamente los gestos y las reacciones de juez, miembros del jurado, abogados, testigos y sospechosos, y los columnistas escribieron sus “observaciones psicológicas”. García Cabral le mostraba sus dibujos a Toral, que también era artista, y el sospechoso hacía gestos de aprobación. Acevedo le pedía a los fotógrafos que la retrataran con Toral y el fiscal Correa Nieto fuera de la sala de sesiones. Los periodistas extranjeros elogiaban el “color” y la “intimidad” del escenario. Excélsior recibió felicitaciones por su cobertura durante los primeros días del juicio, incluso aplausos del público afuera del juzgado. Sus tirajes se agotaron durante esos días, a pesar de que los vendedores aumentaron su precio a un peso.116

La gente que se reunía afuera, según un reportero, quería ver el juicio “entre un ambiente de tragedia griega”. Pero no era distinta a “estas multitudes que van a presenciar espectáculos impresionantes: gente de cara apacible, buenos burgueses de los que se ven en fiestas y paseos, y, sobre todo, mujeres jóvenes, del tipo de la flapper, que ríen y comentan con una indiferencia que tiene sus ribetes de perversidad”.117 Las mujeres también eran prominentes en el interior de la sala de sesiones. Además de Acevedo, estaban la madre de Toral, su esposa, que estaba a punto de dar a luz a su tercer hijo, y la hija de Sodi, entre muchas otras. Según Espinosa Tagle, las mujeres solían estar excluidas del público de los jurados, pero “Hoy con el modernismo que ha cambiado las costumbres, se nota decidido entusiasmo entre el elemento femenino para presenciar estos debates […] El caso de Toral ha venido a comprobar esta afición.”118 Al igual que con el juicio de María del Pilar, la visibilidad de las mujeres en el tribunal de justicia preocupó a algunos observadores de sexo masculino. Excélsior detalló el comportamiento femenino en esas multitudes: “El público, que es por naturaleza impresionista, no va a los jurados ni a los teatros […] los Jurados son centros teatrales pagados por el Estado, con ánimo de razonar: su juicio [el del público] se mece en la hamaca de las sensaciones, y según el lado original del impulso determina sus afectos.”119 Los sucesos que tuvieron lugar durante los últimos días del juicio revertirían el tono desenfadado del inicio.

Como sucedía a menudo con los juicios por jurado de alto perfil, los sospechosos se volvieron los protagonistas. José de León Toral (figura 3) era, según se dice, un hombre tímido, un devoto católico, un buen padre y marido, estudiante de arte y jugador de futbol. No encajaba mucho en el centro de una cause célèbre. Cuando llegó para el inicio del juicio en San Ángel, una multitud lo rodeó y él saludó con un semblante relajado, incluso se quitó el sombrero para las fotos. En una imagen, le sonríe a la cámara mientras se come algo sencillo en su celda. En otra, parece que está sosteniendo una agradable conversación con la madre Conchita. Y todo a pesar de que lo más probable era que estuviese a unas cuantas semanas de ser ejecutado. Rafael Cardona explicó:

La personalidad de José de León Toral ha despertado, desde los hechos del 17 de julio último, la general curiosidad. Abogados, médicos, gentes aficionadas al estudio de la psicología y literatos, todos los elementos capaces, en fin, de penetrar el misterio de la criminalidad […] así como los periodistas […] han expresado ya sus convencimientos, lanzando hipótesis y sugerido ideas sobre el carácter de Toral, sus móviles criminales, sus antecedentes, su constitución mental, etc.

Cardona creía que Toral no había mentido en su testimonio, aunque sí reveló cierta susceptibilidad a la influencia femenina: según él mismo admitía, las palabras de Acevedo (quien había dicho de manera casual que sólo la muerte de Obregón y Calles resolvería la situación de los católicos) habían sido parte de la motivación de sus actos, al igual que la historia bíblica de Judith, quien sedujo y decapitó al asirio Holofernes en defensa de su ciudad. A pesar de que no se utilizaron insultos como “afeminado” ni nada similar en contra suya durante el juicio, la imagen pública de Toral se parecía muy poco a la masculinidad dominante de la política revolucionaria. Quizá su apariencia pulcra, delgada y juvenil le haya ayudado a acercarse a Obregón en La Bombilla, donde pasó por artista sin despertar ninguna sospecha.120


FIGURA 3. José de León Toral, Concepción Acevedo de la Llata y guardias fuera de la sala de sesiones de San Ángel. Colección Casasola, Fototeca Nacional, INAH.

Desde el inicio, Toral evadió los interrogatorios hostiles del juez y los fiscales, y presentó su historia con un gran cuidado, mirando a los miembros del jurado, ocasionalmente consultando sus notas, citando los periódicos, mostrando sus dibujos y asegurándose de que el micrófono capturase su voz. La sección en inglés de Excélsior mencionó que, gracias a su “extraordinaria compostura, su evidente inteligencia y un intenso fervor religioso, el joven asesino prácticamente condujo su propio caso”.121 A pesar de que su plan inicial era que lo mataran inmediatamente después de asesinar a Obregón, según explicó, ahora estaba aprovechando la plataforma que le ofrecía el juicio. Le dijo a Excélsior que no sabía cómo funcionaban los juicios por jurado, pero que confiaba en que se haría justicia si se escuchaban los argumentos de su defensa y la de Acevedo. Aceptó la estrategia de Sodi de tratar de evitar la pena de muerte; no haberlo hecho, explicó, habría sido como un suicidio. Preparar una defensa también significaba prolongar la oportunidad de hablarle directamente al país en los medios, lo cual hizo sistemáticamente. Antes de que se iniciara el juicio, dio entrevistas y, durante las audiencias de San Ángel, le pidió permiso al juez para leer los periódicos de modo que pudiera responderles y evitar repeticiones en sus declaraciones.122

Toral no presentó un argumento abiertamente político, aun si hacerlo hubiera respaldado el argumento de Sodi, sino que ofreció un mensaje que consideró más profundo. Confesó y dio detalles de la preparación de su crimen y de su ejecución. Insistió en que había actuado solo y en que Acevedo sólo había influido en su decisión de manera involuntaria, pero que más allá de eso no estaba involucrada en el crimen. Toral explicó que le preocupaba la libertad religiosa y admiraba el ejemplo de su amigo y compañero de futbol Miguel Agustín Pro. Toral no odiaba a Obregón, pero había tenido que matarlo al servicio de una causa más elevada. Por esa causa, también, esperaba sufrir como un mártir y, como tal, volverse testigo de la verdad. Esto resonó en los medios. Toral era, para Excélsior, “un muerto que anda”, que “mira el mundo como los fantasmas: más allá de toda condescendencia moral”.123 Aludiendo a su obligación legal y religiosa de hablar con verdad y rigor acerca de las circunstancias del caso, en un momento dado Toral interrumpió el interrogatorio del fiscal y comenzó a relatar con detalle la forma en que había sido torturado en la comisaría. A pesar de que los detalles eran impactantes y sorprendentes para todos, la revelación no fue cuestionada por el juez ni los fiscales, ni fue invocada por la defensa para desestimar sus declaraciones anteriores.124 Más que utilizar su tortura como un argumento en contra del gobierno, Toral la presentó como prueba de su sacrificio y su fiel lealtad a la verdad fáctica.

El historiador Renato González Mello ha sostenido que los dibujos de Toral también revelan su interés principal, como artista y sujeto jurídico, por la verdad. Mientras estuvo en la cárcel, dibujó en un papel las diferentes posiciones en las que lo habían torturado (colgado de los pulgares, de las axilas, de los tobillos y las muñecas), escribió “Mi martirio” y, con permiso del juez, le mostró los dibujos a los miembros del jurado. A pesar de que estaba listo para el martirio desde el momento en que concibió el crimen, Toral también quería lograrlo dentro de las reglas de la justicia secular: “Quiero que se vaya entendiendo esto, que es la verdad lo que digo a ver si algún día se me llega a justificar.” Cuando Toral se reunió con Calles el día del asesinato, le dijo: “Lo que hice fue para que Cristo pudiera reinar en México.” Cuando Calles le pidió que le explicara de qué reino hablaba, Toral le dijo que “es un reinado sobre las almas, pero completo, absoluto, no a medias”.125 Quizás estaba haciendo alusión a Juan 18:36-37, donde Jesús declara que “mi reino no es de este mundo” y que “para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha Mi voz.”126 El juicio le otorgó a Toral la mejor oportunidad para adoptar el papel del mártir como testigo del sufrimiento de Cristo. Explicó que, tras su arresto, “Sólo pedí una gracia para los días del jurado: que Él hablara por mi boca. No busqué defenderme sino justificarme y hacerlo amar para preparar su pronta venida.”127 La verdad de Toral, que expresó con aparente sinceridad ante los miembros del jurado, era tan subjetiva como religiosa. El naturalismo de sus dibujos de tortura y otras imágenes con temas religiosos producidos en la cárcel utilizaban su cuerpo juvenil y masculino para transmitir el dolor solitario y la humildad que emulaban el sacrificio de Cristo. En los tres meses que estuvo preso, entre la sentencia y su ejecución, Toral escribió pensamientos religiosos en pequeñas tarjetas que le regalaba a quienes venían a visitarlo: “Conocer a Jesús es amarlo”, decía una de las más comunes.128 La verdad, en el testimonio de Toral, era la palabra de dios que su cuerpo debía transmitir.

Concepción Acevedo de la Llata (1891-1978) también declaraba hablar con la verdad, pero contrastaba de manera rotunda con Toral, ya que su reputación era la de una mujer desafiante en el centro de un entorno rebelde de activistas católicos. Se trataba de una monja capuchina que dirigió un convento en Tlalpan hasta que el gobierno lo cerró en 1927. A pesar de las órdenes oficiales de la jerarquía eclesiástica, continuó viviendo con otras hermanas en casas donde, liberada de las estrictas reglas del convento, la visitaban hombres y mujeres que querían leer la Biblia, asistir a misa o socializar. Ahí conoció a Miguel Agustín Pro y, tras su ejecución, empezó a llevarle alimentos a otros católicos presos. Su popularidad en los círculos católicos a menudo derivaba en conflictos con sus superiores, quienes habían criticado su énfasis en una severa penitencia física en el convento. Durante el juicio, Correa Nieto reveló que Acevedo había utilizado una marca de hierro para quemar las iniciales de Cristo en sus brazos y había llevado a otras monjas a hacer lo mismo. Otro miembros de la resistencia católica usaron la marca como una forma de sellar su compromiso con la causa.129 Acevedo no buscaba ser el centro de atención durante el juicio, pero tampoco evadió sus consecuencias. Cuando Toral trajo a la policía hasta su puerta, le preguntó si estaba dispuesta a morir con él y ella dijo que sí. Las circunstancias políticas que habían causado el cierre del convento la estaban empujando hacia una nueva forma de sufrimiento místico. Acevedo fue encarcelada, juzgada y enviada a la colonia penal de las islas Marías. En sus memorias, describió su sufrimiento con lujo de detalle: hambre, humillación, enfermedad y hasta un hueso roto como resultado de los ataques de los obregonistas en la sala de sesiones. También su nueva fama era una forma de castigo, ya que había jurado dedicar su vida a dios en silencio y humildad. Se volvió objeto de una escandalosa especulación: mientras que los fiscales trataban de describirla como una figura poderosa que presionó a Toral para que cometiese el crimen, otros que estaban del lado del gobierno la criticaban desde un punto de vista moral: “era una perversa, muy guapa, muy sensual […] tenían grandes orgías con champaña”.130 Las multitudes hostiles en la sala la llamaron “puta”.131 Rechazó las falsas acusaciones en su contra porque quería “ir al martirio por medio de la verdad y la justicia”. La verdad que buscaba se centraba en la persecución de los católicos por parte del gobierno. En sus declaraciones durante y después del juicio, definió su sacrificio como una obligación religiosa y política. Tenía, no obstante, que ser cautelosa, no mostrar vanidad. Después de todo, era una mujer cuyo papel religioso exigía paciencia y piedad.132

Sin embargo, como sucedió con Toral, al final Acevedo no tuvo reparos en adoptar un papel protagónico. Tras su arresto, negó su participación en los preparativos para el asesinato de Obregón pero, al mismo tiempo, se rehusó con obstinación a condenar el crimen.133 Dio entrevistas a la prensa antes del juicio, posó para las cámaras y se conmovió con la multitud que la recibió afuera del edificio del ayuntamiento de San Ángel. Mientras que las palabras de Toral fascinaban al público porque venían de un hombre que estaba a punto de morir, los comentarios de Acevedo intrigaban al público de un modo similar al de otros casos de mujeres acusadas de homicidio que rompían con los roles de género en los juicios por jurado. Durante las audiencias, hablaba con una libertad considerable, adoptando un tono desafiante hacia los abogados, dirigiéndose de manera directa al público y criticando a aquellos que la abucheaban y le aplaudían al fiscal. Más adelante, en la colonia penal, donde se hizo amiga del director, el general Francisco J. Múgica, y después se casó con otro hombre acusado de conspirar para matar a Obregón, Acevedo escribió sus memorias, en las que defendía tanto su compromiso político como su reputación a ojos de la opinión pública y la iglesia.134

Durante el juicio, Toral y Acevedo desviaron la atención hacia un terreno que tendía a socavar la acusación del Estado. Correa Nieto y los otros fiscales fustigaban a los sospechosos, retratando a Toral como un vengador fanático de Pro que había actuado por su cuenta y a Acevedo como una mujer conspiradora que lo manipulaba a él y a otros asesinos potenciales para lograr objetivos más oscuros. Estas caracterizaciones tenían como objetivo contrarrestar la justificación que ambos habían presentado y probar que no habían cometido un crimen político inspirado en la religión sino un homicidio vulgar motivado por bajas pasiones. Pero ambos sospechosos ofrecían de manera consistente una alternativa políticamente aceptable y aparentemente sincera. La narración de Acevedo durante el juicio giraba en torno a la defensa del valor político de una resistencia religiosa como la suya. Cuando el fiscal le preguntó si estaba consciente de que su influencia, por medio de un comentario casual que escuchó Toral, pudo ser la causa del crimen, ella replicó que “fue la influencia nacional”. En otras palabras, la causa había sido una reacción social generalizada a la persecución religiosa por parte del Estado. Alegó que ella simplemente había dicho en voz alta lo que mucha gente en México creía, sólo que no todos —añadió sarcásticamente— serían procesados.135 Sus palabras en el juicio y sus escritos posteriores sugerían que había miembros de la alta jerarquía eclesiástica e incluso personajes políticos detrás del asesinato. Pero su abogado defensor insistió en que Acevedo no había sido la “autora intelectual” del crimen ni de ninguna conspiración, como aseguraba el gobierno, y en que ella desaprobaba el enfoque militar de los cristeros. Se trajo a varios testigos a declarar en su contra, pero no proporcionaron pruebas que la incriminaran. Mientras que la culpabilidad de Toral estaba fuera de toda duda, el abogado de Acevedo le pidió a los miembros del jurado que la absolvieran.136 Sin embargo, su disposición a abandonar el papel de mujer religiosa callada y pasiva socavó su declaración de inocencia absoluta. Por el contrario, bajo custodia del gobierno y por radio en cadena nacional, defendió la tesis de que el asesinato de Obregón era justificable.

Las palabras de Toral se prestaban a un mayor esclarecimiento. En sus columnas, Moheno escribió sobre Toral como “el regicida”, uno de esos criminales que están dispuestos a perder la vida para asesinar a un monarca o a un gobernante con el fin de lograr un bien mayor; en este caso, la libertad religiosa. El regicidio, añadía Moheno, tenía una larga historia, si bien era nuevo en México. Otros presidentes habían sido asesinados (los más recientes de ellos, Madero y Venustiano Carranza) pero, según Moheno, este caso sí merecía la etiqueta debido al significado más profundo del crimen. Sin suscribir abiertamente la causa cristera, Moheno explicó el regicidio (no utilizó la palabra tiranicidio, sino regicidio, para no insinuar que Obregón era un tirano) señalando que el país estaba sufriendo un “estado de desaliento intenso que reclama una nueva fe”.137 Toral, por lo tanto, mató a Obregón por razones políticas: “él mata porque […] se siente un elegido de Dios para aquella misión”. Toral era un místico, según Moheno, que expiaba los pecados de los demás con su sufrimiento. Su crimen era político del mismo modo en que Lombroso clasificaba como política la resistencia de los mártires cristianos en Roma. Para entender el acto de Toral era necesaria una definición de la política que abarcase, como las ideas de Le Bon acerca de las masas, el papel de las emociones. La religión —escribió Moheno— le da forma a la política cuando “el sentimiento religioso de la masa ha desempeñado el papel de instigador”.138 Sin embargo, la combinación de sentimiento, religión y política que personificaba Toral era anatema para la tradición liberal que suscribía el régimen posrevolucionario. Moheno aludió a ese abismo en los intercambios entre el sospechoso y el fiscal Correa Nieto: “Ese interrogatorio parecía un diálogo sostenido entre dos personas que hablasen idiomas distintos.” Incapaz de entender la lógica del sospechoso, Correa Nieto daba discursos, más que hacer preguntas. Esto a su vez le daba a Toral la ocasión para presentar su misión religiosa, narrando su tortura y deteniéndose en cada detalle doloroso, con la monótona voz de “un testigo indiferente” que se creía mártir y estaba más allá del sufrimiento.139

En el interrogatorio y el resumen del caso presentados por su abogado aparece otra interpretación de Toral. Demetrio Sodi quería evitar la pena de muerte para su cliente, pues sostenía que había cometido un crimen político. Por lo tanto, Sodi se vio obligado a combinar el apego obligatorio al código penal y una definición muy amplia de lo que constituía un crimen político; en otras palabras, estaba atrapado entre la necesidad de defender la ley y la de promover una idea crítica de la justicia. Como resultado, la versión de su cliente contradecía su propia estrategia. A medida que el juicio avanzaba, Sodi perdía aún más fuerza ante el ambiente hostil que suscitaron las implicaciones políticas de su argumento. En un momento, cuestionó las pruebas en contra de su cliente señalando que no había habido una autopsia adecuada y que el cadáver de Obregón presentaba muchos agujeros de balas de distintos calibres. Esto habría significado que había otros culpables de disparar, pero que se les estaba protegiendo. Dicha aseveración, por sensata que fuera, resultó ser un error estratégico, ya que la fiscalía acusó a Sodi de decirle al público nacional que había habido un acto de encubrimiento en el que Calles estaba involucrado. Esta reacción indignada obligó a Sodi a abandonar rápidamente esa idea. De manera semejante, mientras que Toral insistió en que había actuado solo y trató de exculpar a Acevedo, Sodi trató de probar que ella había influido en Toral y otros adversarios católicos del régimen. Impulsando la tesis del crimen político, Sodi sostenía que el caso tenía una gran relevancia histórica y que incluso los fiscales admitían que el crimen se dirigía “en contra del gobierno”.140 En cuanto a sus motivaciones, añadió Sodi, el crimen de Toral era el equivalente de aquellos por los cuales hombres y mujeres que simpatizaban con la iglesia habían sido acusados recientemente, pero le recordó al juzgado que la acción de su cliente no constituía un respaldo de la guerra cristera.141 Sodi se hizo eco del argumento de Moheno según el cual Toral no había matado a Obregón por un motivo de odio, sino por un sentido del deber propio del mártir. Después de traer a colación otros casos de regicidio en la historia, Sodi argumentó que la ley penal se habría equivocado si los hubiese clasificado como crímenes comunes. Pero ésta era otra estrategia perdedora. En su discurso final, Sodi hizo múltiples referencias a la Biblia y a persecuciones en contra de los primeros cristianos y otros mártires de la intolerancia, pero tuvo que coincidir con el fiscal en que el asesinato de Obregón no podía ser justificado por la doctrina católica, la cual había condenado el tiranicidio desde el Concilio de Trento.142 Su argumento clave, sin embargo, encapsulaba un dilema muy frecuente en los juicios por jurado: mientras que la letra de la ley definía el delito por sus factores externos, si los miembros del jurado entendían las razones profundas de éste, sus votos en contra de los cargos podían justificarse.

Al exponer con lujo de detalle la contradicción entre la ley penal y la relevancia política del delito, Sodi estaba invocando el honor de los miembros del jurado. Cuando el juez lo amonestó por hablar del castigo que Toral podría recibir, Sodi respondió con franqueza: “Ésta es otra ficción de la ley, una mentira de la ley. Nosotros vivimos entre puras mentiras.”143 En su crítica de 1909 al sistema de jurados, Sodi se había mostrado en contra de la ficción democrática de que nueve hombres comunes pudiesen decidir con objetividad acerca de asuntos complejos que los expertos en leyes entendían mejor. Diecinueve años más tarde, como litigante de los oprimidos en un caso sumamente visible, expresó una nueva apreciación de la integridad del sistema. Cuando llegaron desde la parte trasera de la sala volantes y voces acusando a los miembros del jurado de haber recibido dinero de Sodi, éste reaccionó con indignación, diciendo que ni siquiera a él mismo se le estaba pagando por su trabajo, mucho menos había recibido fondos para comprar los votos del jurado. La acusación también provocó que algunos miembros del jurado rompieran el silencio que habían mantenido durante el juicio. Según Excélsior, “El jurado Ausencio B. Lira se exalta, protesta lleno de indignación y dice que su vida toda ha sido de honradez acrisolada.”144 Durante su discurso de cierre, Sodi se sirvió de la retórica racial posrevolucionaria respecto del mestizaje al recordarle al público la “hermosa indignación [que] se retrató en los semblantes broncíneos, que son nuestro orgullo nacional, de los señores jurados”. Enfatizó la “honorabilidad” de las “personas humildes” que integraban el jurado.145

Los elogios que Demetrio Sodi dirigía a la “honestidad” del jurado proyectaban sobre la institución el orgullo de su propia familia en su oposición a un régimen que consideraba cada vez más tiránico. A pesar de sus diferencias en el pasado (cuando Demetrio había colaborado con Moheno en contra de Federico), los hermanos Sodi ahora tenían una visión favorable de la perspicacia de los jurados. Lo que Federico recordaría más adelante como un espacio de libertad de expresión y camaradería entre abogados fue arrollado por la hostilidad del gobierno en 1928. Demetrio había sido “cruelmente insultado” y le habían impedido hablar varias veces durante las sesiones.146 En un libro publicado ocho años después del juicio, la hija de Demetrio, María Elena Sodi de Pallares, subrayó la ironía de ese momento: tras perder su prominente posición política y su dinero con la Revolución, su padre comenzó a trabajar de nuevo en los juzgados. Emprendió su defensa de Toral como una obligación moral, aunque también podría ayudarle económicamente. El libro de María Elena, sin embargo, sugiere un compromiso ideológico más profundo. Demetrio Sodi pensaba que Toral “era el representante digno de la juventud de su época, juventud que heroicamente moría por sentimientos místicos”. Sodi había planeado presentar pruebas adicionales de los ataques del gobierno en contra de los católicos y la libertad de expresión, pero no le permitieron hacerlo.147 Los cristeros y José de León Toral también contiene una explicación del conflicto religioso desde una perspectiva católica, así como biografías favorables de Acevedo y Toral, esta última basada en parte en las memorias de su madre, reproducciones de sus dibujos y testimonios de la participación de Toral en la vida cívica de los católicos a fines de los años veinte.148 Para María Elena y su padre, el jurado, por defectuoso que fuera, parecía ser el último espacio en expresar abiertamente un punto de vista católico opositor en la esfera pública mexicana.

Las amargas memorias de los Sodi acerca del caso se derivan de la violencia con la que la defensa de Demetrio fue frustrada por intervenciones externas al proceso judicial. A pesar de que Calles había planeado el juicio de Toral como muestra de cómo el Estado podía impartir justicia de manera imparcial, los procedimientos degeneraron en un caótico fiasco que sólo avivó la oposición religiosa y dejó al desnudo la ineptitud del gobierno en la aplicación de la ley. Durante una pausa, los miembros del jurado le enviaron un mensaje a Acevedo, diciéndole que iban a declararla culpable y pidiéndole perdón. Ella aceptó sus disculpas y en sus memorias le preguntó al lector: “¿Es pueblo libre? Seguro que sí, hay que creer en esa libertad, los jueces piden perdón al reo, ¡qué ironía!”149 Incluso un partidario del obregonismo, el diputado Antonio Díaz Soto y Gama, expresó escepticismo hacia lo que veía como una farsa del gobierno: como buenos revolucionarios, “no nos interesa por hoy en este caso la ‘justicia de juzgado’ ni creemos en ella”; todo el juicio no era más que “una maniobra para desviar la atención pública” del verdadero culpable. La insinuación se dirigía a Morones, rival político del propio Soto y Gama.150

Quedaba claro que el gobierno tenía la culpa del fiasco, lo que lo obligó a recurrir a la violencia para cambiar la dirección del juicio. Con la transmisión de radio, las autoridades le habían permitido a los presuntos autores del asesinato del presidente electo hablarle a la nación de la persecución religiosa. El juez y los fiscales habían hecho un mal trabajo: sus interrogatorios, en particular los de Correa Nieto, habían sido excesivamente agresivos, con preguntas demasiado generales y más orientadas a comunicar un mensaje político en contra de los cristeros que a presentar pruebas de manera adecuada. El 4 de noviembre, el tercer día de las audiencias públicas, las cosas empezaron a cambiar. El juez cortó la sesión antes de tiempo y la defensa se quejó de que la interrupción se debía a instrucciones de las autoridades políticas. La transmisión de radio también se detuvo y a los fotógrafos se les prohibió entrar a la sala para la sesión del lunes 5. Ese día, Correa Nieto abandonó el juicio, alegando que había sido amenazado. Nombró a fiscales sustitutos para que se quedaran a cargo del caso, incluido el procurador general de la república, Ezequiel Padilla. El nuevo equipo se enfocó en probar la participación de Acevedo en otras conspiraciones y limitó las oportunidades de la defensa y los acusados.151

Ese mismo 5 de noviembre, en las cámaras del Congreso, los diputados federales discutieron la necesidad de intervenir de manera contundente en el juicio de Toral. Los congresistas afirmaron que el Congreso tenía la responsabilidad de expresar su apoyo a la Revolución para contrarrestar la arremetida de mensajes de los “reaccionarios” en la radio. En la “deificación del delito”, sostenían los diputados, “el delincuente se convierte en mártir”.152 En consecuencia, debían actuar enérgicamente para proteger a “las masas del país”. Más específicamente, esto significaba que si no se declaraba culpable a Toral, como aseguraba el beligerante cacique de San Luis Potosí, Gonzalo N. Santos, “le vaciaré la pistola a él y a los jurados”. Otros diputados sostenían que el juicio era una vergüenza nacional: “en otros países, aun en los que parecen más civilizados como los Estados Unidos, se hubiera linchado a León Toral y, sin embargo, aquí se le está tratando con guante blanco”.153 Esa misma tarde, un grupo de varias docenas de diputados federales liderados por Santos irrumpieron en la sala de sesiones de San Ángel. Blandiendo pistolas y palos, insultaron a Sodi, quien tuvo que subirse a una silla para defenderse. Los diputados también atacaron a los sospechosos, de hecho patearon a la madre Conchita y le rompieron una pierna, y le jalaron el pelo a Toral. También amenazaron a los miembros del jurado. En los días siguientes, los diputados mantuvieron el control de la sala, perturbando la defensa y creando una situación sumamente tensa. Algunos de los miembros del jurado le pidieron al juez que los excusara, argumentando que temían por su vida. El juez negó sus solicitudes y garantizó su seguridad, pero varios decidieron traer su propio revólver al juicio. Un grupo de soldados bien armados se instaló en la sala mientras que las tropas a caballo afuera repelían a los manifestantes. A pesar de que las cosas parecieron calmarse el 6 y 7 de noviembre, el público diverso de los primeros días se había desvanecido y, para ese momento, la única mujer en la sala era Acevedo. El jueves 8, el último día del juicio, se reinició la transmisión por radio, pero el nuevo público, que incluía a funcionarios del gobierno y miembros del congreso, hizo tanto ruido que el último discurso de Sodi tuvo que cortarse antes de tiempo. Cuando el jurado volvió con el veredicto de culpabilidad (sólo se emitió un voto a favor de la inocencia de Acevedo), hubo gritos de alegría entre los simpatizantes del gobierno que esperaban afuera.154 El juicio se había vuelto un escaparate de la violencia de la política mexicana.

Los actos de Santos y los otros diputados demostraron que hubo un esfuerzo coordinado, aunque tardío, para limitar los efectos públicos del juicio. Hasta antes de esta violenta intervención, los abogados defensores habían confiado en que los medios evitarían distorsionar su mensaje: “Afortunadamente, el día de ayer, todo el país oyó nuestras palabras por radio, toda la prensa habla hoy de lo que dijimos, y pueden ser testigos todos los que oyeron, que no hemos atacado a nadie”, declaró Ortega el 4 de noviembre.155 Sin embargo, para el día siguiente, ya no hubo oportunidad de escuchar a Toral y Acevedo en la radio. Los periódicos nacionales casi no hablaron de la violencia que tuvo lugar dentro del juzgado, probablemente por instrucciones del gobierno. En los debates del 5 de noviembre en la Cámara de Diputados, se mencionó a Excélsior como un objetivo específico: “Los enemigos de la Revolución, la prensa y el dinero”, declaró el diputado Manuel Mijares; “la prensa reaccionaria”, aseguró Alejandro Cerisola. Los diputados se pusieron de acuerdo para iniciar un boicot económico en contra de Excélsior, suspendieron la publicidad guberna-mental, cancelaron suscripciones y participaron en otras formas de acción directa.156 El periódico redujo drásticamente su cobertura del juicio y reemplazó las transcripciones de los procesos judiciales por síntesis. A partir del 7 de noviembre, Excélsior le dio mayor importancia a los resultados de las elecciones en Estados Unidos. Dejó de imprimir los artículos de Moheno acerca del juicio y también los de otros escritores y artistas. Los editores señalaron con parquedad en un editorial que su deber periodístico había sido interpretado “torcidamente” por el gobierno, lo cual se tradujo en amenazas en su contra.157 Pronto, el periódico fue castigado de una manera más permanente: se bloqueó su circulación y se obligó a Consuelo Thomalen, la viuda de su fundador, Rafael Alducín, a venderlo a un grupo de empresarios que tenían estrechas conexiones con el gobierno.158

Las apelaciones de Toral y Acevedo fueron denegadas y Toral fue ejecutado el 9 de febrero de 1929. Frente al batallón de fusilamiento, gritó: “Viva Cristo Rey”, como había hecho su amigo Agustín Pro momentos antes de su muerte dos años atrás. Las balas interrumpieron la voz de Toral. Su entierro suscitó manifestaciones y disturbios, y, mientras la furia de la resistencia cristera siguió activa, continuaron los intentos de asesinato, el siguiente en contra del presidente Portes Gil el mismo día de la ejecución. En lugar de servir como un ejemplo de la buena administración de justicia, el juicio dejó un legado duradero como una muestra de abuso del poder, una mancha en la legitimidad del sistema de justicia.159 Toral fue recordado en corridos, aunque no fue objeto de culto póstumo como Miguel Agustín Pro. Décadas más tarde, Jorge Ibargüengoitia y Vicente Leñero utilizaron los registros del juicio en sendas obras de teatro para reflexionar acerca del autoritarismo que se estableció en esa época, en forma de un régimen para el cual las palabras no tenían ningún significado de cara al poder. Escrita en 1962, El atentado de Ibargüengoitia retoma el juicio de 1928 como el clímax de una comedia histórica que se burla del discurso de justicia del régimen posrevolucionario. Todos los actores asumen que hubo una conspiración en la que estaban involucrados la abadesa y Pepe para matar al presidente electo Borges, y ven el juicio como un mero escenario teatral para una sentencia predeterminada.160 La obra de Leñero, El juicio, consiste en fragmentos de transcripciones del juicio de 1928. Por medio de la voz de sospechosos, abogados y testigos, la historia se presenta en toda su ambivalencia ominosa. Toral, Acevedo y otros hombres y mujeres acusados de conspirar en contra de Obregón y Calles alegan que la violencia es un derecho que pueden ejercer en defensa de su religión; los investigadores del gobierno utilizan la tortura como un elemento normal de su labor; los fiscales construyen su caso en términos de realpolitik. Las voces amenazantes que irrumpieron en la sala del juzgado el 5 de noviembre permanecen, en la obra de Leñero, anónimas y en la oscuridad: su poder, al igual que la verdad acerca del crimen, es irrefutable. La obra se montó por primera vez en 1971, cuando el público podía conectar fácilmente la opacidad que rodeaba la historia del juicio de Toral con el autoritarismo violento del régimen contemporáneo del PRI.161 Ambas obras reflejan otra lección histórica de la sala de sesiones de San Ángel en noviembre de 1928: ya sea como tragedia o como farsa, el juicio por jurado de Toral y Acevedo fue un episodio lleno de ambigüedades, sórdido, que tuvo muy poco que ver con la justicia.

Historia nacional de la infamia

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