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2. LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA: FORMULACIÓN Y DESARROLLO DEL ESTADO AUTONÓMICO

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Trascurridos ya 30 años desde la aprobación de la Constitución española de 1978, la naturaleza trascendental del cambio acaecido y cierta aureola mítica en torno al proceso de transición pueden diluir la complejidad de un proceso en el que, no sólo había que dejar patente la voluntad de vivir en democracia, sino que también era necesario concretar qué tipo de democracia se deseaba y cómo lograrla. Se precisaba cautela en los procedimientos destinados a lograr el desarrollo de la acción política, así como en los mecanismos para atender las demandas que, por otra parte, respondían a la lógica propia de un proceso de transición: las demandas de secularización, de representatividad y de descentralización son un buen ejemplo.

Centrándonos en este último aspecto, en el inicio de la Transición, y aun antes de la muerte de Franco, amplios sectores sociales así como la mayoría de las fuerzas políticas antifranquistas, asociaban la democracia con la autonomía, en oposición a la centralización férrea y discriminatoria practicada por la dictadura. Como pone de manifiesto P. Ysàs, tanto PSOE como PCE estaban a favor de una estructura federalista, al mismo tiempo que hacían hincapié en la legitimidad de los derechos de todos los pueblos a decidir libremente su destino –como reflejó el PCE en el manifiesto de la II Conferencia, celebrada en septiembre de 1975, y el PSOE en el XIII Congreso (1974) y XIV Congreso (1976)–, lo que hacía referencia especialmente a aquellos territorios que durante la II República habían obtenido, o solicitado, una diferenciación jurídica respecto del resto de España: Cataluña, País Vasco y Galicia.1

Además, hay que tener en cuenta la creación de diferentes organismos de coordinación para el reestablecimiento de las libertades y derechos de los españoles: la Junta Democrática de España –creada en 1974–, la Plataforma de Convergencia Democrática –creada en 1975– y Coordinación Democrática o «Platajunta» –unificación de éstas–. Las movilizaciones populares constituyeron, desde las postrimerías del franquismo, un relevante elemento de presión que forzó al gobierno de Carlos Arias Navarro a plantear, con pretensiones principalmente descentralizadoras según afirma P. Ysàs, regímenes administrativos especiales para Cataluña y País Vasco. Así, por ejemplo, el 20 de febrero de 1976 se aprobó, mediante Real Decreto, la creación de una comisión para el estudio de un Régimen Administrativo Especial para Cataluña; la labor de esta comisión culminó en diciembre con la creación de una mancomunidad de servicios de las cuatro diputaciones y con la formación de un Consejo General de Cataluña.2 Los acontecimientos posteriores desbordaron las pretensiones de este proyecto que, como se puso de manifiesto posteriormente, no tenía en cuenta la complejidad del proceso.

A partir del 11 de junio de 1976, con el voto negativo de las Cortes franquistas a la reforma penal que hubiera permitido la afiliación a los partidos políticos, se hizo evidente que el reformismo era incompatible con el continuismo.3 Así, el 1 de julio de 1976 D. Juan Carlos pidió la dimisión a C. Arias Navarro. Posteriormente, de la terna que confeccionó el Consejo del Reino que incluía a Federico Silva Muñoz, Gregorio LópezBravo y Adolfo Suárez, el Rey eligió a Suárez para hacerse cargo de la Presidencia del Gobierno;4 el 5 de julio de 1976 A. Suárez juraba su cargo, dando lugar, como se vería posteriormente, a una etapa de desarticulación del régimen franquista e instauración de un régimen democrático.5

Por otro lado, el nombramiento de Suárez no alteró la primera iniciativa descentralizadora de Arias Navarro, puesto que, hasta conseguida la legitimidad ganada en elecciones democráticas, no se planteó ningún proyecto diferente a este estudio referido. Pero para llegar a celebrar elecciones democráticas, previamente debía aprobarse un mecanismo jurídico que permitiera el cambio de régimen de manera legal, lo que se plasmó en la Ley para la Reforma Política. En palabras de P. Preston:

Era éste un documento de enorme significación política porque indicaba una vía por la que el rey podía cumplir su juramento de lealtad a los Principios Fundamentales del Movimiento sin renunciar a su objeto expreso de traer la democracia a España.6

Por su parte, Suárez puso el énfasis en la simbología que encerraba el nombre que se dio a la Ley:

Ésta es la primera gran operación política de la transición y se llama así, Ley para la Reforma Política, porque no era una ley «de reforma» sino «para la reforma», que en última instancia permitía que el poder residiera en el pueblo español, en la soberanía popular.7

Aprobada por las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976 y refrendada por el pueblo español el 15 de diciembre de 1976 en medio de un clima tenso e inestable con especial protagonismo del terrorismo, esta ley constituyó el origen de la transición institucional, que finalizó con la aprobación de la Constitución el 6 de diciembre de 1978.8 Pero antes de llegar a la redacción de una Constitución, debían celebrarse las primeras elecciones libres tras la muerte de Franco. Y para que fueran verdaderamente democráticas, un requisito indispensable era que la oposición pudiera concurrir:

Todos los que estábamos trabajando en la línea de llegar a la convocatoria de unas elecciones generales libres que permitieran el renacimiento de la democracia en nuestro país, todos sabíamos que se iba a legalizar el PCE. Lo queríamos hacer en el momento en que fuera menos traumático para el país porque es cierto que tantos años vapuleando al Partido Comunista y haciéndole depositario de todos los males había tenido como consecuencia un estado, digamos que mayoritario, por lo menos de recelo hacia el PCE.9

La legalización se produjo el 9 de abril de 1977, Sábado Santo, para evitar reacciones adversas en la medida de lo posible. Sin embargo, esto no evitó que se abriera una crisis entre el ejército y el Gobierno, como demuestra la dimisión del ministro de Marina, almirante Gabriel Pita da Veiga. Probablemente la acción del rey evitó que dicha crisis se agravara, lo que permitió que el 15 de abril, el mismo día en que tomó posesión de su cargo el sustituto de Pita da Veiga, se convocaron las elecciones generales.10

Una vez celebradas las elecciones de 15 de junio de 1977, el nuevo gobierno ganó importantes cotas de poder al estar refrendado por el respaldo popular. La legitimidad que se ganó en las urnas facilitó a Suárez y a su equipo, en el que Abril Martorell jugaba un importante papel, llevar a cabo un pacto con la oposición para hacer frente a la dura crisis económica y social que sufrían los españoles. Así, estos acuerdos de concentración se concretaron en los llamados Pactos de la Moncloa, firmados el 27 de octubre de 1977.

Pero en el ámbito autonómico los resultados en las elecciones de junio de 1977 pusieron de manifiesto que, si bien a nivel nacional la iniciativa seguiría estando en manos del Gobierno, en Cataluña y País Vasco el gran protagonismo lo tenían las fuerzas nacionalistas o filonacionalistas. Así, mientras que el porcentaje de votos obtenidos por UCD en España fue 34’52% –siendo PSOE la segunda fuerza más votada con un 24’41%11–, en Cataluña UCD obtuvo un 16’8% frente al 28’4% de la coalición Socialistas de Cataluña y en el País Vasco UCD obtuvo un 13’1% frente al 29’1% del Partido Nacionalista Vasco12. Esto obligó al Gobierno a cambiar su estrategia política para mantener la iniciativa y llevar a cabo las reformas administrativas y territoriales, intentando, por otro lado, desarticular la tremenda oposición potencial que suponía el nacionalismo. El «descalabro» electoral de UCD posiblemente motivó que se pusiera en marcha la «Operación Tarradellas» por la cual se pactó la restitución de la Generalitat catalana –a título honorífico más que real, puesto que carecía de atribuciones–, que finalmente se produjo por Decreto del 29 de septiembre de 1977. A Cataluña siguió el País Vasco, el 30 de diciembre de 1977, si bien este proceso fue bastante más complejo de resolver. De hecho, ante la cantidad de puntos que habían quedado pendientes en las primeras negociaciones, y a la espera de la elaboración de la Constitución, acabó constituyéndose el Consejo General Vasco para acelerarlo. Se producía, por tanto, un reconocimiento de la especificidad de estos territorios, aun antes de la aprobación de la Constitución, para favorecer sus demandas de autonomía y que UCD tuviera la oportunidad de constituirse como alternativa a los partidos nacionalistas.

En opinión de Fusi, estas preautonomías pioneras (junto con la presión de los partidos de izquierda a favor de un territorio federal y la necesidad de apoyos de UCD) tuvieron dos consecuencias básicas: en primer lugar, estimularon las demandas autonomistas en otros territorios; en segundo lugar, pusieron de manifiesto la necesidad de una reestructuración administrativa del territorio más general.

En palabras del propio Fusi:

En 1978 se quiso combinar la necesidad de atender a los problemas vasco y catalán (y si se quiere gallego) con la idea –inicialmente confusa, vaga y mal perfilada– de abordar en profundidad la total transformación de la organización territorial del Estado, mediante la creación de un sistema uniforme de autonomías.13

Analizando estas dos consecuencias expuestas, hay que tener en cuenta que, si bien es cierto que las concesiones de autonomía catalana y vasca fueron un acicate para las demandas autonómicas de otros territorios, esto no significa que dichas demandas se iniciaran a raíz de las concesiones jurídicas hechas a Cataluña y País Vasco.14 Por otro lado, la reestructuración del territorio no se quedó en el planteamiento de un Estado integral,15 como el formulado por la Segunda República, sino que el régimen preautonómico se extendió a Galicia, Aragón, País Valenciano y Canarias; para ello, cada región creaba su propia Asamblea de Parlamentarios que determinaba importantes aspectos como la delimitación territorial de la Comunidad Autónoma para, a continuación, negociar con el gobierno la instauración de la preautonomía, que se formalizaba jurídicamente a través de un Decreto-Ley. A partir de ahí se formaba una Comisión Mixta entre el gobierno central y el preautonómico para negociar las transferencias. También correspondía a la Asamblea de Parlamentarios elegir al presidente del órgano preautonómico. Tras estas seis preautonomías, se aprobaron por Decreto-Ley otras ocho más, hasta llegar a un total de catorce regímenes preautonómicos16.

Sin embargo, la generalización de los entes preautonómicos tuvo reacciones encontradas (las cursivas son mías):

Se explicitan una serie de actitudes hasta entonces ocultas o semiocultas, cuando no enteramente nuevas. (…) Surge un sentimiento de emulación, desconocido hasta entonces, por parte de líderes regionales que, al mismo tiempo que se quejan de la desigualdad a favor de las comunidades históricas, ven en las preautonomías el camino seguro para alcanzar cotas de poder insospechadas hasta entonces. Y lo más peligroso, es que esos sentimientos nacen fundamentalmente en el propio seno del partido gubernamental. Landelino Lavilla y Herrero de Miñón se sorprenden cuando en las reuniones internas de UCD, Manuel Clavero, seducido por un repentino furor regionalista o tal vez para impedir que catalanes y vascos se desmanden en sus afanes nacionalistas propone lo que él llama «café para todos». Y la sorpresa crece cuando decenas de parlamentarios centristas –más algún líder socialista– se suman (…).17

Es decir, aunque las preautonomías eran en la práctica la satisfacción de unas demandas previas, contaban con la desaprobación de una buena parte de los miembros más destacados de UCD, lo cual adquiere especial relevancia si se piensa que era el partido del Gobierno. Esto posiblemente motivó que la política autonómica de UCD no tuviera una trayectoria definida ni coherente. Pero, por otro lado, la generalización autonómica contaba, en opinión de los sectores más conservadores, con una ventaja que disgustaba a las elites nacionalistas catalanas y vascas, puesto que diluía el hecho diferencial catalán y vasco y, por tanto, reforzaba el principio de unidad española. Además, la autonomía, por definición, servía para satisfacer las demandas de autogobierno de las regiones pero sin el reconocimiento de ente nacional específico del nacionalismo.18

En resumen, siguiendo a E. Aja, la configuración de los regímenes preautonómicos tuvo importantes consecuencias para el texto constitucional posterior. Y ello por dos razones, fundamentalmente: en primer lugar, las preautonomías clarificaron el mapa territorial, lo que evitó posteriores conflictos, de modo que en el texto constitucional no se especifican cuáles iban a ser las Comunidades Autónomas; en segundo lugar, las preautonomías iban más allá de un mero proceso de descentralización administrativa y de la voluntad de limitar el sistema autonómico a algunas regiones.19

La Constitución de 1978 dio entidad jurídica al Estado autonómico, el cual se iniciaba a través de la generalización del régimen preautonómico. Para llevar a cabo la histórica tarea de elaborar el texto constitucional, se aprobó el 26 de julio de 1977 la formación de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, que se constituiría unos días más tarde. Esta Comisión en primer lugar designó a los miembros de la Ponencia Constitucional, la cual se encargó desde el 22 de agosto de 1977 de realizar el primer borrador de la Constitución. El resultado de la ponencia fue un anteproyecto entregado por el presidente de la Comisión Constitucional –E. Attard– al presidente del Congreso el 23 de diciembre de 1977. El 5 de enero de 1978 se publicaba el proyecto de Constitución en el BOC y se abría el plazo de presentación de enmiendas. Tras informar de las enmiendas desde el 1 de febrero hasta el 10 de abril de 1978, se publicaba un nuevo anteproyecto en el BOC de 17 de abril de 1978. Desde el 5 de mayo hasta el 20 de junio en la Comisión se examinó el anteproyecto aprobado y se emitió un dictamen. Así, el 20 de junio de 1978 se publicaba en el BOC el nuevo anteproyecto, que después se debatió en el Congreso del 4 al 21 de julio de 1978, fecha en que fue aprobado por éste. El siguiente trámite era el paso del anteproyecto por la Comisión y el Pleno del Senado, cuyo dictamen fue publicado en el BOC de 6 de octubre de 1978. Del 11 al 24 de octubre de 1978 una Comisión Mixta de Congreso y Senado finalizó el proceso de redacción y su dictamen fue emitido en el BOC de 28 de octubre de 1978; después sería sancionado por el pueblo español de 6 de diciembre de 1978 y, finalmente, sancionado por el rey el 27 de diciembre de 1978.

El resultado podría decirse que fue una Constitución enunciativa, que buscaba ser mínimamente conflictiva, pues éstas habían sido las directrices dadas al presidente de la Comisión Constitucional por Landelino Lavilla, «quedando para su desarrollo las leyes que formasen la infraestructura de nuestro Estado bajo la Monarquía.20» Y ello en buena medida porque, como recuerda la periodista V. Prego, en realidad en muchos artículos, especialmente en el Título VIII, no hubo un verdadero consenso, sino que se sumaban posiciones divergentes defendidas por los diferentes partidos,21 buscando una fórmula que contase con los mayores apoyos posibles, por lo que se «apostó» por evitar los conflictos, en detrimento de que determinados artículos no fueran tan explícitos como hubiera sido deseable. Es el caso de algunos de los artículos vinculados a la organización territorial del Estado. Por ejemplo, la Constitución española de 1978 no supone un texto cerrado en cuanto a las competencias otorgadas a cada comunidad autónoma, ni tampoco en cuanto a nombre o características de las mismas, que realmente fueron aprobadas posteriormente. Una forma de compensar estas carencias fue a través de otras leyes, de modo que paralelamente a los trabajos de redacción de la Constitución se procedía a clarificar mínimamente el marco territorial a través de las preautonomías, si bien, para evitar problemas formales estos textos preautonómicos no obligaban a que hubiera una correspondencia en la Constitución. Posteriormente, entre 1979 y 1983, fueron aprobados, ratificados y publicados los estatutos pertenecientes a las diecisiete Comunidades Autónomas.

Con la Constitución se intentó dar una respuesta consensuada a la necesidad de una descentralización administrativa y a las demandas autonomistas planteadas por algunas regiones, pues, se pretendió que en ella quedaran recogidas las aspiraciones de Cataluña y País Vasco, junto con las del resto de «regiones», y se abordó también esa transformación del territorio que se deseaba iniciar. Por tanto, jurídicamente se plasmaron dos «lógicas» políticas en el texto constitucional: una que deseaba hacer cumplir la homogeneidad territorial (y que justificaba la aprobación previa de las preautonomías de Galicia, Asturias, Castilla-León, Aragón, Castilla-La Mancha, País Valenciano, Extremadura, Andalucía, Murcia (sin Albacete), Baleares y Canarias) y otra que deseaba «diferenciar» territorios según sus demandas autonómicas estuviesen más desarrolladas o menos. Resultado de la primera lógica son los artículos 149 –que intenta evitar el perjuicio de unas comunidades sobre otras– y 138, apartado 2: «Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales».22

Ó 158, apartado 2: «Con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de Compensación (...)».23

Por otro lado, esa diferenciación entre territorios, que ya había quedado patente en el periodo de las preautonomías, puede observarse en el artículo 2, donde hay una sibilina distinción entre nacionalidades y regiones, después no desarrollada, destinada a justificar tratos diferenciados.24 Pero puede apreciarse también en el Título VIII, donde es posible encontrar dos formas diferentes para aprobar el estatuto de cada comunidad: mediante el acuerdo al amparo del artículo 143 (delimitado por los artículos 144 y 146), o, de una manera mucha más rápida, mediante el artículo 151, apartado 2 (donde la iniciativa parte del gobierno y por tanto, está mucho más organizada). Otro elemento diferenciador lo establecen las disposiciones adicionales y transitorias, que permiten la coexistencia del nuevo marco jurídico con las legislaciones forales25 (amparadas por la primera disposición adicional). Esta doble postura no sólo separó al gobierno y a la oposición, sino que produjo divisiones internas en UCD. Por tanto, a la Constitución no le sucedió la armonía política, porque los intereses contrapuestos eran muy distantes y solamente la redacción de la Constitución había logrado la voluntad «conciliadora» para aunar tres planteamientos diferentes: el planteamiento del partido en el gobierno, que, a su vez, presenta divisiones internas; el punto de vista de las llamadas «nacionalidades históricas», que pretendían el reconocimiento de su trayectoria singular; el planteamiento de las otras futuras comunidades autónomas, que no deseaban quedar atrás en las concesiones otorgadas por el gobierno.

Una vez la Constitución entró en vigor, Suárez anunció la convocatoria de elecciones generales y municipales. Las generales se celebraron el 1 de marzo de 1979 y las municipales el 3 de abril. Y con la convocatoria de los comicios se hizo evidente el fin del consenso. Y esto no sólo por la interpretación que se hizo del discurso de Suárez durante la campaña electoral,26 sino también porque, una vez aprobada la Constitución, el pacto entre grupos políticos perdía sentido. Junto a esto hay que tener en cuenta, como factores que favorecieron la ruptura del consenso, los reajustes ministeriales que hacían evidente la crisis del gobierno, los problemas económicos derivados de la coyuntura internacional tras el nuevo aumento del precio del petróleo en 1979 –cuando aún no se habían sentado las bases para paliar los efectos de la crisis del petróleo de 1973 en España–, así como puntos conflictivos propios de la democratización tales como una reforma fiscal que facilitara «una distribución de la renta regional y personal más equitativa».27

También en materia autonómica hubo importantes cambios tras la aprobación de la Constitución porque a partir de 1979, especialmente tras las elecciones generales de 1 de marzo de 1979, se abordó el desarrollo del Título VIII de la Constitución, es decir, la concreción jurídica del Estado autonómico, en la que tuvo un papel destacado M. Broseta como secretario de Estado para las Autonomías entre 1979 y 1982. Además de la reforma del entramado local, provincial y regional, se acometió la redacción y aprobación de los Estatutos de autonomía de Cataluña y País Vasco –según Ley Orgánica 4/1979 de 18 de diciembre de 1979 y Ley Orgánica 3/1979 de 18 de diciembre de 1979, respectivamente–, así como el traspaso de competencias a estas comunidades autónomas. Para Aja la importancia de estos primeros estatutos radica en que constituyeron el modelo para la redacción de los estatutos de otras comunidades autónomas, al menos en lo que al borrador del anteproyecto catalán, el proyecto de Sau, se refiere. Además, la construcción administrativa y política de ambas comunidades «demostraban la viabilidad inicial del sistema, justamente en las dos CCAA que parecían más exigentes de autogobierno».28 Por otro lado, el temor de algunos de los principales dirigentes de UCD a que el Estado español quedase vacío de contenido,29 causó importantes desacuerdos en la redacción de los siguientes proyectos estatutarios, es decir, el de Galicia y el de Andalucía:

El gobierno de UCD, una vez aprobados los Estatutos vasco y catalán, que consideraba necesarios y urgentes para apaciguar las reivindicaciones más fuertes, estaba en contra de que las demás CCAA tuvieran el mismo nivel de competencias y, en cambio, las fuerzas políticas de ambos territorios (incluyendo a buena parte de UCD) querían alcanzar la misma autonomías que las primeras.30

Probablemente fue este temor lo que motivó que de manera unilateral el gobierno optase por apoyar la vía 143 para el resto de autonomías, de acuerdo con la revisión de la política autonómica de UCD en la Ejecutiva Nacional de septiembre de 1979,31 en un intento de ralentizar un proceso que, en opinión de J. P. Fusi, continuaba siendo un proyecto mal definido y, por tanto, preocupante.32 El viraje empezó a ser evidente con el Estatuto de Galicia, que se aprobó a tenor del artículo 151, pero en el que UCD planteó a sus parlamentarios gallegos «la necesidad de introducir un apartado 4 al artículo 32 del proyecto que suponía una novedad disuasoria de la emulación pretendida con los estatutos vasco y catalán».33 Ante la imposibilidad de sacar adelante el anteproyecto aprobado en la Comisión Constitucional de 22 de noviembre de 1979, puesto que ni tan siquiera contaba con el apoyo de importantes sectores de UCD, el Estatuto de Galicia necesitó de un segundo proceso en la Comisión Constitucional, el 29 de octubre de 1980.34 Con la reconducción autonómica de UCD, iniciada a instancias de Rodolfo Martín Villa, se planteaba el problema de los estatutos de aquellas Comunidades Autónomas que hubiesen iniciado los trámites acogiéndose al artículo 151 de la Constitución: Andalucía, País Valenciano, Canarias y Aragón. Este problema generó divisiones internas en UCD y un clima de tensión en las relaciones con la oposición. Tampoco en el PSOE había una posición unánime puesto que, en palabras de Attard, «parece que en algún momento Guerra se mostró favorable a la vía lenta del 143 que ofrecía menos riesgos y evitaba la posibilidad de votaciones adversas en provincias concretas»,35 mientras que el secretario general del partido, Felipe González, tras su discurso de voto de censura al presidente Suárez de 28 de mayo de 1980, solicitaba que –y cito de nuevo a Emilio Attard– «Para el País Valenciano, Canarias y Aragón, que se les permitiera seguir por la vía 151, ya que estaban bloqueados por UCD en cada una de las regiones».36 En cuanto a Andalucía, los trámites para lograr un referéndum estaban tan avanzados que la reconducción autonómica no pudo lograr más que la división interna de su partido:37 pese a la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, que regulaba las distintas modalidades de referéndum –según la cual para acogerse al artículo 151 hacía falta haberlo especificado en el momento de solicitar la autonomía– los trámites siguieron adelante y, finalmente, fue necesario reformar la mencionada Ley Orgánica a través de la Ley Orgánica 12/1980, de 16 de diciembre, para posibilitar una salida al problema andaluz.

Por tanto, el acuerdo autonómico entre UCD y PSOE –que, sin embargo, contó con el rechazo de una parte de los líderes regionales de ambos partidos– se vio propiciado por la necesidad de evitar nuevos conflictos autonómicos, especialmente tras la dimisión de Suárez de la Presidencia del Gobierno, a quién habría de sustituir Leopoldo Calvo-Sotelo, y el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Tras esta difícil coyuntura, el 31 de julio de 1981 se firmaron los Pactos Autonómicos, acuerdo entre el Presidente del Gobierno, Calvo-Sotelo, y el líder de la oposición, F. González. A través de estos pactos se cerró el mapa autonómico con diecisiete comunidades autónomas a las que se sumarían, posteriormente, dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla, regulando el principio de solidaridad entre comunidades autónomas con el Fondo de Compensación Territorial, especialmente, tras la aprobación de la LOAPA o Ley de Armonización. Así, pese a que parte de la ley fue rechazada por el Tribunal Constitucional, el principio que la inspiró sigue vigente.

Sin embargo, junto con el terrorismo, el problema autonómico es uno de los principales lastres de la transición, puesto que sigue habiendo discrepancias en cuanto a determinados aspectos. Para la configuración del actual marco autonómico fue precisa una «segunda vuelta del consenso».38 Y ello porque había diversas concepciones sobre la forma de estructurar el nuevo estado democrático, que no se pudo conjugar ni con la Constitución ni con los estatutos de autonomía.

UCD-Valencia

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