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CAPÍTULO 5

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Cadaqués, España

Unos días atrás

Su secretaria le informó que la actriz argentina, Dalia Ruiz, había aceptado hacer la publicidad. Por el tipo de cambio euro/peso argentino resultaba rentable contratarla y no arrojaba saldos desfavorables. Habían averiguado cuánto cobraría Cindy Crawford por la publicidad, y la cuestión se ponía bastante más onerosa no solo por los honorarios, sino también por los requisitos.

–Le dices a Cindy Crawford que de ninguna manera estoy dispuesta a tolerar sus condiciones –ordenó a su secretaria.

–¿La argentina, entonces?

–Sí.

–¿Está segura? ¿Cree que su rostro puede impactar? Cerramos publicidad en el canal de la RAI y el Canal + de Francia.

–Montse, ¿tengo que darte explicaciones de qué quiero hacer yo con mi empresa?

–Nada más digo que podríamos haber pensado dos veces en Maria Grazia Cucinotta. También tiene el rango de edad que usted buscaba para el Selva Essence…

–Si llegas a mencionar la palabra menopausia te despido en este instante.

–No me refería a…

–Te despido y no lograrás que ningún maldito abogado laboral me saque un euro para indemnizarte. Montse, este no es un perfume para menopáusicas. Es una fragancia para mujeres que pueden elegir hacer el amor en el sentido más amplio, y hacerlo bien, tocar las estrellas con el amor, porque para ello han recaudado toda su vida, toda la experiencia. Y Maria Grazia Cucinotta, aunque Italia la adore de pie, está muy robusta.

–¿Salma Hayek? Hubiera sido una entrada en el mercado norteamericano.

–No me gustan las modelos que usan talla 105 de sujetador y muestran sus pechos como melones en la feria.

–Como usted diga, Selva.

–Me alegro, Montse. Para eso te pago.

Así que Selva Moré dio órdenes a su secretaria para que emitiera el contrato y lo enviara a la agencia Ricciardi. Había que contratar a Dalia Ruiz antes de que cambiara de opinión y antes de que los noruegos se arrepintieran de rentarle el Preikestolen.

Estaba segura de que esa fragancia llegaría al mercado deseado. En realidad no estaba segura, pero no tenía ningún sentido demostrarle su inseguridad a nadie. En la industria del perfume ya todos sabían que anhelaba destronar a Paloma Picasso. Los gerentes de las grandes tiendas solían reír entre dientes cuando oían el rumor. Otros apostaban a que Selva Moré se convertiría en líder de la industria de perfumes; no se trataba solo de fragancias que combinaban el sándalo y el azafrán sino de la garra que ella ponía en el marketing.

Selva se asomó a la ventana de la oficina, vio pasar por las callecitas empinadas docenas de turistas, algunos que simplemente iban a tomar sol y pasar un día de playa; otros que eran adoradores de Salvador Dalí. Cadaqués había sido el hogar del conocido pintor durante un largo tiempo; el azul del mar había inspirado los azules de su pintura, así clamaba la leyenda. Había sido un genio y había elevado la pintura española por esos años, junto a Picasso, para posicionarla entre los primeros lugares del mundo. La humanidad recordará al siglo xx como el siglo de Dalí y de Picasso. También Miró, por supuesto, también Joan Miró. Esto que ella repetía, convencida, solía decirlo su padre, Cayetano Aguilar y Moré, en su taller y en algunas entrevistas que le hicieron en el periódico La Vanguardia. Cayetano Aguilar y Moré había sido catalán, había pintado y admirado hasta la locura a Dalí, y había pintado sus cuadritos también. Él los llamaba así: “sus cuadritos”; los bodegones con sardinas, la sombra de una mujer en la arena. En la actualidad, ya no se pintan más cuadros sobre bodegones y naturalezas muertas, pasaron de moda en el arte pictórico, reflexionó Selva, sin embargo, se les toma una foto con el teléfono a la comida que uno tiene en el plato y se la sube a Instagram, o a Twitter o a Pinterest, alguna de esas redes sociales, al paso, que cuentan tu vida o que te cuentan tu vida a ti mismo, como la voz de la conciencia. Todo el mundo sube continuamente los platos exóticos o coloridos, o los tradicionales que nos sirven y nos servimos. Nos gusta comer, es la gran pasión de los humanos, tal vez el resto de las cosas existen para entretenernos y alejar nuestra mente de la comida. Ella había comprendido esto en 1990 cuando abrió la empresa Selva Fragrances y comenzó a trabajar con aromas de alimentos para los perfumes: limón era un clásico, pero ¿pera, jengibre, cacao? Sus fragancias inspiradas en alimentos generaron una vanguardia en la industria del perfume.

Había aprendido a pintar gracias a su padre. Había aprendido a oler gracias a la cocina de su madre.

Cayetano Aguilar y Moré no había rendido culto monogámico a su esposa, pero tampoco había sido un adicto al sexo como Pablo Picasso. Cayetano Aguilar y Moré tuvo cuatro hijos, de los que estaba muy orgulloso, porque tres de ellos se dedicaban al arte y enseñaban en las mejores universidades europeas, y el cuarto era diplomático en Londres.

A la quinta hija no la había reconocido como suya, no la quería. Había nacido de una amante a la que visitó con frecuencia hacia el final de la década de los cincuenta, Lucía Arroyo –Cayetano había pintado algunas desmañadas acuarelas con Lucía posando desnuda–, y ya habían roto la relación –escándalo mediante que le armara la esposa legal, quien pertenecía a la alta burguesía catalana y no podía permitir que su esposo anduviera en amores con una tabernera–, cuando Lucía le informó que estaba esperando un hijo. Una hija fue, Selva Moré, a la que pidió conocer cuando estaba medio ciego y ya en su lecho de muerte. Pero Selva no estaba disponible ese día para visitar a su padre. Estaba en prisión pagando una condena por estafa y falsificación.

Por cierto, Selva Moré no existió nunca. Nació como Silvia Arroyo, tal era el apellido de su madre. Selva Moré fue el nombre más poético y sonoro que se le ocurrió. Y el que tomó con prepotencia de su padre, sin pruebas de paternidad de por medio, y porque Moré es un apellido que existe y suena como cualquier otro.

Silvia Arroyo, o sea, su nombre verdadero, desde siempre supo quién era su padre, aunque él renegara de ella y ninguno de sus medio hermanos hubiera detenido su paso en la calle para hablarle un instante cuando ella les suplicaba.

–Alberto, detente un momento…

Y nada.

–Carlos, tenme piedad un minuto que te hablo, soy tu hermana…

Y el hombre seguía de largo.

–Abel, que soy la hija de Lucía Arroyo, y tú sabes que ella es la mujer escondida de tu padre, nuestro padre…

Pero tampoco Abel detenía su paso para volverse y hablarle.

–Gonzalo, que eres mi última esperanza. El hermano más pequeño de todos los Aguilar y Moré sin corazón. Me conoces, date la vuelta y mírame, por favor. Háblame; soy tu hermana, Silvia, la que tu padre tuvo con Lucía, su amante con la que vivió en Hostalric. A quien pintó desnuda y cuyos retratos colgó en el Gerona. ¡Gonzalo, que eres mi sangre!

A Gonzalo poco le importaba qué cosas había hecho su padre, en dónde se había bajado los pantalones y en dónde se los había subido.

De modo que Selva Moré se hizo a sí misma y a despecho de sus medio hermanos, que no la querían; estudió en el Conservatorio de las Artes de Barcelona y se graduó con una tesis sobre el significado del duelo en el uso del color azul en Pablo Picasso. Pero resultó que tenía mejor pincel que capacidad para retener el estudio, y había empezado, solo por diversión, a imitar a Picasso. Mil veces la interrogaron después acerca de cuál había sido su intención cuando empezó a copiar a Picasso.

–Ninguna, matar el tiempo –respondía Selva cada vez.

Primero lo hizo pintando detalles del cuadro La cerveza: un bebedor sentado, en soledad absoluta, frente a un jarro de cerveza. Con una mano, el bebedor de cerveza toca el vaso; con la otra sostiene su rostro. La mirada está perdida en algo cercano, que él contempla con indiferencia. Es invierno, porque el modelo tiene un abrigo azul marino y un suéter oscuro. Apenas lo vio –en reproducciones de libros y en una muestra itinerante en Madrid–, Selva se sintió identificada con el bebedor. ¿Cuántos años tenía ella entonces? ¿Veintiséis, veintisiete? Compró una tela y unos cuantos pomos de óleo que diluyó en un producto que le hacía arder los ojos. Se concentró en la boca y el mentón del modelo de Picasso y pintó. Fijó su atención en cada pincelada. La boca del bebedor de cerveza había quedado idéntica. Ni siquiera un erudito maestro de arte hubiera podido distinguir el original de la copia; si su padre no la hubiese rechazado, habría estado orgulloso de Selva. Ella, en verdad, era quien había heredado la sangre artística paterna.

Por aquellos días, Selva –aún Silvia– había tenido la idea de hacer una muestra. Conocía algunas galerías de arte y algunos marchantes que podrían estar interesados en exhibir sus versiones de Picasso azul… La idea le dio vueltas unas semanas, hasta que el diablo metió la cola. El diablo tenía la forma de un profesor de la universidad, una eminencia, Santiago Alba, que la sedujo al instante por todo su saber en historia del arte y por el arte que ponía para hacerle el amor en la cama. Antes de él, Selva no había hecho el amor con nadie. ¡Había llegado virgen casi a los treinta años y solamente porque el tiempo se había empeñado en pasar mientras ella estaba entretenida pidiéndoles a sus hermanastros que le prestaran atención! El día que tuvo sexo por primera vez estaba muerta de miedo, pero llena de ganas. Es así, pensó, como se debe hacer el amor. El profesor, que se creía más vigoroso y potente de lo que después resultó, le sugirió que pusiera una toalla sobre las sábanas, así no las manchaba con sangre por la pérdida de la virginidad y la rotura de su himen en aquella estrecha camita de soltera. Selva le hizo caso igual que si hubiera sido un mandato de Dios en persona, aunque luego resultó que la mancha era mínima, redonda, del tamaño de una moneda de cobre de cinco céntimos, una “perra chica”, como se le decían por ese entonces. Una perra chica de cobre. Ni siquiera un reguero de sangre como para tener algo que contar de aquel que, ella supuso al principio, era su gran amor. Guardó el color lacre de esa sangre en su retina. Y usaba ese color en el moño de seda que ponía a cada uno de los recipientes de las Selva Fragrances.

Durante tres semanas el profesor fue su estrella guía, y ella bebía y comía de su mano; fue muchos años después, reflexionando entre asfixiantes cuatro paredes, cuando comprendió que el amor había sido un mero ejercicio del profesor para ablandarla. Al cabo de tres semanas, y mientras ella abordaba la segunda imitación de Picasso de Mujer en camisa, fue cuando recibió la propuesta que cambiaría su vida. Su amado profesor universitario tenía una visión menos ideal del arte: “Debía servir para esquilmar gilipollas”, tal fue su expresión exacta. El maestro le propuso falsificar La cerveza y Mujer en camisa; él tenía conocidos ladrones de guante blanco que se dedicaban a vaciar los museos de sus obras verdaderas y reemplazarlas por reproducciones. Si el delito estaba bien hecho, podían pasar meses hasta que notaran la diferencia. Si ella se sentía capaz de hacerlo, ese era el momento de actuar, los cuadros del período azul de Picasso estarían por un mes en una muestra itinerante en Bilbao. Los contactos se encargarían del trabajo sucio de meter y sacar las obras del museo y estos contactos pagaban millones de pesetas.

Acto seguido, en el invierno más oscuro de su vida, Silvia Arroyo y cinco secuaces fueron condenados por falsificación y fraude. Los “contactos” no habían sabido desconectar con suficiente eficiencia una cámara de vigilancia que los incriminó. Los “contactos” tampoco habían sabido guardar el silencio respecto de quién era ella y la delataron. No fue el dolor mayor; el mayor, el puñetazo en el pecho fue cuando el tribunal de justicia organizó el careo entre ella y el profesor. Y a él, el fiscal que defendía al Estado le preguntó:

–¿Es su nombre Santiago Alba?

–Sí, su señoría.

–¿Conoce a Silvia María de la Concepción Arroyo?

–Sí, su señoría.

–¿Le encargó usted que copiara los cuadros de Picasso La cerveza y Mujer en camisa?

–Sí, su señoría.

–¿Ha tenido usted relaciones románticas con la susodicha Silvia María de la Concepción Arroyo?

–No, su señoría.

–La susodicha aquí presente dice que usted, Santiago Alba, la sedujo sexualmente y luego la convenció del delito.

–Jamás. Ella no es mi tipo de mujer.

–La susodicha afirma tener testigos de que usted entró en su habitación…

–A encargarle los trabajos por los que me están juzgando.

–Que entró varias veces en su habitación y que no se iba de allí hasta el amanecer.

–Esa mujer en el estrado no me gusta; no me gustan las mujeres feas.

A ella le dieron ocho años de cárcel, sin libertad bajo fianza, en el Centre Penitenciari Brians II en Cataluña.

Cuando cumplió su condena, salió sin mirar atrás.

Cambió su nombre y empezó un nuevo camino.

Juró nunca más enamorarse de nadie.

Le quedaba de su antigua vida un odio acérrimo a Pablo Picasso, incomprensible.

Y uno al color azul, aún más incomprensible.

Segunda chance

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