Читать книгу Segunda chance - Patricia Suárez - Страница 18
ОглавлениеCAPÍTULO 7
Nordelta, provincia de Buenos Aires
Ricciardi (hijo) sospechaba que algo malo iba a pasar en Noruega; era un sexto sentido que tenía, aunque era un sexto sentido que no le servía para nada. Lo sospechó el día que su padre le habló por primera vez de Selva Moré, la empresaria de perfumes, y le comentó que quería hacer negocios con los Ricciardi, con el catálogo de actrices de la agencia de Ricciardi, con Diana Ruiz, Dalia Ruiz o Dora Ruiz, o como fuera que se llamara.
Este sexto sentido inútil lo había tenido con Fabricio Sánchez cuando catapultó su carrera como galancito y Sánchez la desperdició para dedicarse a las drogas; lo había tenido con la hija de la actriz más lacrimógena de los noventa y lo había tenido también cuando se casó con Celia. Con la primera Celia no, con la segunda. Algo, como un apretujón en el músculo cardíaco, le dijo que no tenía que casarse con la segunda Celia. Cómo fue que él, Augusto Ricciardi, había tenido dos esposas con el mismo nombre era harina de otro costal; que si una era la versión corregida y amplificada –de caderas, amplificada, sobre todo–, de la otra, o que si la primera fue la versión embrionaria de la segunda, era la clase de especulación que le dejaba a sus representados para que fantasearan en la salita de espera de su despacho. Incluso él las llamaba así cuando hablaba con su secretaria o con algún conocido: Celia 1 y Celia 2. Fuera del nombre no se parecían en nada; físicamente, no. La primera era tan alta que aun habiendo estudiado ballet toda la vida, no pudo bailar debido a su estatura. En el ballet clásico pueden cambiarte los pechos, las caderas, hacerte morir de hambre para semejar una sílfide, obligarte a bailar siempre en puntas para alcanzar más estatura, pero no pueden rebajar tu altura. Así que Celia 1 se limitó a poner una academia de ballet allí, adonde él ahora tenía su oficina. Tal vez por esa época los pálpitos de Ricciardi no tenían la firmeza que tienen ahora, y entonces no le vino una sombra de duda de las dotes de Celia 1 para enseñar ballet a las niñas. Al parecer, con las jóvenes y adultas tenía más paciencia –incluso unas cuantas de sus primeras actrices representadas, Dalia Ruiz, por ejemplo, había tomado clases con Celia 1 para adquirir un porte más esbelto–, pero las niñas la sacaban de quicio. Los métodos pedagógicos de Celia 1 pasaron de un grito de vez en cuando, un insulto leve a una chica un poco torpe, a tras una exhaustiva jornada de ensayos para una muestra del Cascanueces en un colegio, tomar de los pelos y apretar el cuello de una niña de nueve años hasta casi estrangularla. Celia 1 fue detenida y procesada, debió pagar una alta multa por daños y perjuicios a los padres de la chica, que aseguraron quedó traumatizada de por vida e incapacitada para bailar danzas clásicas, del pánico que le había quedado después del ataque. Celia 1 tuvo lo que hoy Ricciardi llamaba generosidad y deferencia de desaparecer del mapa yéndose a vivir a una casita en Traslasierra, en la provincia de Córdoba, y perderse allí entre hortalizas orgánicas. Al menos, si estrangulaba un tomate o una berenjena, ninguno de los dos iba a demandarla judicialmente.
Entonces entró en juego Celia 2.
Luego de la primera noche que estuvieron juntos, Celia 2 apareció con un test de embarazo en la mano. Con un resultado positivo, por supuesto. Como en su largo matrimonio con Celia 1, Ricciardi intuyó que alguno de los dos tenía problemas de esterilidad, Celia 2 había llegado a su vida para traerle la alegría de convertirse en padre. Era una asignatura pendiente en el seno familiar; cuando Ricciardi (padre) supo que iba a ser abuelo, invirtió una gran cantidad de dinero en la agencia de artistas de su hijo. Con eso, Ricciardi (hijo) estableció contacto con representantes internacionales para traer al país a las más reconocidas figuras de la actuación y de la música.
A Ricciardi le fue bien. Nació el primogénito varón, y el abuelo sintió que tocaba el cielo con las manos. Antes del año, sin entender de dónde había salido tanta fertilidad junta, Celia 2 quedó embarazada de su segundo hijo. También fue un varón, y Celia 2, más por malicia que por verdadero homenaje, lo bautizó con el nombre del suegro que también era el del esposo. A partir de esto, el suegro adoró a Celia 2, la quería más que a sus propios hijos; todo lo consultaba con ella: en qué tienda comprar ropa de hombre elegante, adónde invertir la ganancia de los seguros –fue gracias a Celia 2 que viajó a las islas Seychelles a abrirse una cuenta bancaria–, adónde irse de vacaciones. Celia 2 premió a su suegro con su tercer nieto –el mayorcito recién tenía tres años y medio–, y cuando quedó del cuarto insistió a Ricciardi en que debían casarse legalmente.
Entonces envió a los tres varones a la casa de su madre y preparó para él una cena a la luz de las velas. Decoró la casa con rosas rojas; perfumó con aromatizante de nardo y fresa, que propiciaba –según la publicidad de Selva Fragrances– el erotismo y el sexo desenfrenado. Celia 2 había encargado una langosta Thermidor en la pescadería Antonino e Hijos, a pesar de que ella jamás había probado una, e incluso la intimidaba eso de las tenazas y los bigotes del animal. Le habían dicho que era un plato de alta cocina, y se convenció de la idea porque Antonino y todos los hijos le aseguraron que hubiera sido bastante difícil conseguirle ostras en esa época del año, en el Río de la Plata, y que además estuvieran frescas.
Cuando Augusto (hijo) llegó, lo sorprendió el escenario. Había hecho de la salita comedor, habitualmente una especie de juguetería infantil, un antro de Eros: cubertería de plata, copas de cristal y un champagne rosado en un recipiente con hielo.
–No será para anunciarme que estás embarazada, porque ya lo sé, Celia.
–¿Sí, Gogo?
–Sí, me lo dijiste esta mañana cuando te hiciste el test.
–Ah, sí.
–¿Lo habías olvidado?
–No.
–¿Entonces para qué esta parafernalia, Celia? Esa langosta debió costarte una fortuna, una…
–Hay algo especial que quiero comunicarte, Gogo.
–No será que son mellizos, ni trillizos. Aún no puedes saberlo, por un simple test…
Celia 2 puso una rodilla en el suelo y extrajo un estuche de entre sus hinchados pechos. Augusto se asustó porque pensó que Celia 2 se sentía mal o se había caído o algo así. Quiso levantarla enseguida, pero ella le hizo señas de que no lo hiciera. Celia 2 tenía un plan y debía ejecutarlo. Era una mujer valiente y emprendedora, así la había criado una madre ruda, que había enviudado siendo muy joven, y así habría aprendido a abrirse camino. Amaba a Augusto y quería formar una familia con él, con libreta de casamiento y anillo, como habían sido las de todas las mujeres de su familia, a la antigua; y para ello estaba dispuesta a todo.
–Déjame –dijo Celia 2 y abrió el estuche; allí anidaban las alianzas de matrimonio–. No es lo usual, lo sé. Lo usual es un anillo de compromiso, con una piedra… Aunque eso es cuando el hombre le pide matrimonio a la mujer, y no cuando la mujer le pide matrimonio al hombre…
–Celia, ¿me estás pidiendo matrimonio?
–Sí, Gogo.
–Celia, ¿para qué?
–Por amor.
–Ya sabes que te quiero, que no hace falta que…
–Gogo –dijo ella con un nudo de emoción en la garganta–, ¿aceptas casarte conmigo?
Augusto Ricciardi (hijo) estalló en carcajadas.
–Sí, Celia. Claro que sí.
Ella se levantó y lo besó.
–Lo que no acepto de ninguna manera es comer esta porquería que compraste, así que mejor pidamos una pizza en Los Modernos, y ya que es una noche especial espero que no me lleves la contra y encarguemos una con doble anchoas.
Celia 2 brillaba de alegría.
La realidad, sin embargo, de lo que Augusto (hijo) dijo e hizo esa noche era muy diferente. Ricciardi no tenía el menor deseo de casarse y sí tenía un muy mal pálpito; pero fue tanta la presión que le puso su propio padre que no tuvo más remedio que aceptar.
Augusto (padre) obligó a Augusto (hijo) a divorciarse de la primera esposa y casarse, por fin, con la adorada Celia 2.
El día que obtuvo el divorcio de Celia 1, Augusto (hijo) tuvo la noche de sexo más ardiente de toda su vida con Celia 2. Él nunca había pensado que Celia 2 podía ser tan ardiente y menos estando embarazada. Fue entonces cuando Augusto Ricciardi (hijo) sospechó que pudiera tratarse de una beba y no de un varoncito. Tal vez las bebas, ya desde que se hacían en el vientre de la madre, venían pidiendo más amor. En ninguno de los tres embarazos anteriores había querido que él la tocara, ni siquiera que se le acercara, pero esta vez le hizo pasarle la lengua por todo el cuerpo, primero a ella, y luego ella a él, hasta hacerlo gritar de placer de un modo que despertó a los tres chicos.
Finalmente Ricciardi (hijo) se casó con Celia 2. Ya habían cortado el pastel de tres pisos cuando su padre se acercó y en voz muy baja pronunció:
–Esto que te pasa a ti, pronto me pasará a mí.
Ricciardi (hijo) creía que Ricciardi (padre) también estaba con el nivel de azúcar alto y temía la diabetes.
–Hay que cuidarse, papá –le respondió.
–Es una buena mujer. No tengo por qué cuidarme de ella.
–¿Celia 2, papá?
–Selva Moré, la empresaria de perfumes.
Ricciardi pensó que su padre estaba borracho. Lo había visto tomar una copa de vino y dos de champagne, y después ya no lo vio más; Augusto (padre) se había ido al recibidor a hablar por teléfono. Es verdad que en ese instante Ricciardi (hijo) pensó lo importunos que eran los agentes bancarios para hablarle de negocios un sábado a la noche. Debían ser agentes bancarios, porque el padre volvió sonriente y con las mejillas sonrojadas, eso quería decir que había ganado dinero. Cuando perdía o bajaban las acciones que tenía invertidas, quedaba pálido como un muerto y farfullaba en vez de hablar. Ahora comprendía que tal vez había estado hablando con una mujer.
–Tengo una amante –susurró el padre al oído de su hijo.
–Papá, ¿tú…? ¿A ti te parece que…?
–Tengo sesenta y siete años y hacía ocho que no me acostaba con una mujer.
–Papá, ten cuidado, mira que el corazón…
–De alguna manera la conoces, hizo negocios contigo. Enseguida te darás cuenta de quién te hablo.
–¿Quién?
–Mi amante.
–¿Quién? ¿Cómo?
–Celia me la presentó. Tu Celia. La divina Celia. Siempre quiso que yo conociera a alguna dama, pero me resistía. Timidez, claro, timidez, a mi edad. Celia logra que uno sea compatible con la compañía que ella consigue, sabe hacerlo bien, tiene un verdadero talento para hacer sentir cómodas a las personas. Pero yo no quise entrar en el club… y ella entonces me advirtió: “Augusto, cuando tenga una clienta interesada que valga la pena en serio, te la presento y no vas a poder decirme que no”.
–¿Qué club, papá?
–¿Eres estúpido, Augusto? El club que maneja tu mujer.
–¿Celia?
–¿De quién estamos hablando? Hoy pareces tonto. El club de encuentros que ella coordina, donde las personas pueden conocerse y quererse, si es que tienen ganas de quererse.
–¿Un club de personas solas?
Augusto Ricciardi (padre) resopló.
–Sí, Rocío de miel.
A Ricciardi (hijo) se le cayó la porción de pastel al suelo. Y no pudo reaccionar porque Celia 2 lo llamó a los gritos: acababa de romper bolsa antes de tiempo, y debieron correr de emergencia a la maternidad.