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ОглавлениеCAPÍTULO 13
San Telmo
Dieciocho meses antes
Un día, Aníbal Ruiz, el padre de Dalia, se cayó de la cama. Por ese tiempo vivía con su hijo Pedro; su nuera, Romina; y las dos hijas de la pareja, Lisa y Laurita, que eran mellizas o gemelas. Aníbal Ruiz no sabría decir cuál era la diferencia entre un tipo de concepción y la otra, o cuáles eran las diferencias entre las dos nietas. A veces pensaba que debería haberles prestado más atención a las chiquillas, pero tenía la cabeza puesta siempre en otra parte. Cuando era el teatro, en el teatro; y cuando ya no lo tenía, en escaparse con su Juancito y con alguna otra marioneta y hacer espectáculos que él titulaba Pimienta y sal.
Vivían en una vieja casa en el vecindario de San Telmo, que había comprado Aníbal cuando se ganó la lotería. Eso había ocurrido como mil años atrás, en un pasado que ya era muy lejano.
Pero El Farolito ya no existía más, y para que su padre estuviera más o menos contento, Pedro le había construido un taller de títeres en el altillo de la casa. Las mellizas, mientras fueron chicas, se divertían con él, y el abuelo solía arreglarles los juguetes y las muñecas que se rompían. Pero un día Aníbal se cayó y se golpeó la sien. Fue una caída de poca importancia, sin embargo, a los pocos días empezó a afirmar que veía deambular por la casa a su esposa fallecida muchos años atrás. Pedro quiso hacer la vista gorda al suceso y pensar que el padre estaba reparando su dolor y la ausencia con el delirio, pero después empezaron a faltarle las palabras; un día, entre insultos atroces, atacó a Lisa y la amenazó con un destornillador en el cuello. Romina, la nuera de Aníbal, obligó a su esposo a sacar al anciano de la casa. Si él no lo hacía, amenazó, lo haría ella por la fuerza policial, en cuanto ocurriera otro hecho peligroso. Suegro y nuera nunca se habían apreciado; Romina lo consideraba un vago, un hombre que nunca había sabido lo que era un trabajo de verdad, ocho horas metido en una fábrica o en una oficina. Para ella, que alguien trabajara arreglando juguetes en la semana y haciendo funciones de títeres era cosa de bohemios, de holgazanes. Además, la relación de Romina con sus hijas, que habían heredado la vocación artística del abuelo, era tirante. En secreto, Dalia se burlaba de la tosquedad de Romina e incluso había imitado gestos suyos, expresiones e inflexiones de voz, para construir los personajes de las malas de las telenovelas que interpretaba.
Sin embargo, Pedro, Dalia y las mellizas temieron la amenaza de Romina de sacar a Aníbal de la casona por la fuerza y lo ingresaron en un hogar de ancianos. Habían elegido uno en el vecindario de La Boca, no demasiado lejos de la casa de San Telmo, así podrían visitarlo con frecuencia o concurrir con rapidez ante cualquier emergencia. Los hijos estaban pendientes de él, sobre todo al principio, porque temían que no se adaptara y se marchitara allí dentro. Poco tiempo después se enteraron de que don Aníbal, como lo llamaban, contaba chistes subidos de tono a las enfermeras y las hacía reír aun cuando ya estaban agotadas del turno.