Читать книгу Segunda chance - Patricia Suárez - Страница 26
ОглавлениеCAPÍTULO 15
Stavanger, Noruega
La primera sorpresa en Stavanger fue que Selva se había marchado del hotel boutique y de la ciudad; había dejado un recado en conserjería para Dalia y eso fue todo. Esperaba verla en Oslo, adelantarle su cheque y conversar de cosas sin importancia. En un sobre del hotel había metido su ticket de vuelo a Oslo, que sería el lunes a primera hora. La nota que le entregó el conserje estaba escrita en un castellano sobrio –una letra cuidadosa–, y parecía haber sido hecha con esmero. Tal vez Selva había planeado no quedarse todo el fin de semana a esperar el resultado de la filmación, sino que tenía previsto partir a ocuparse de sus negocios y obligaciones y dejarla sola a vivir el loco fin de semana de esa ciudad en apariencia tan saludable, repleta de senderistas de mejillas encendidas, que parecían celebrar la alegría de estar vivos caminando sobre piedras.
Dalia miró con consternación a Arvid. Él se limitó a encogerse de hombros y escribir en la pantalla de su teléfono:
Yo tampoco soy de Ryfylke, vivo en la capital. Puedo quedarme contigo el fin de semana.
Dalia negó con la cabeza, eso sería una locura; seguro a él lo esperaba su familia o sus amigos. Esta vez a Arvid le tocó hacer que no con la cabeza y escribió con sus dedos largos y gráciles de niño educado entre computadoras:
Mi familia vive lejos, en Suecia. Nadie me espera a mí; comparto vivienda con amigotes.
Dalia rio, ¿Arvid habría querido poner “amigos” y el traductor lo interpretó así?
Le consultaron al conserje si había habitaciones singles disponibles; por supuesto que había, era abril y la temporada de turismo recién comenzaba. Habría que reservar una a nombre de Arvid, pensó Dalia, pero por alguna razón no lo hizo en ese instante. Más adelante sospechó que, como bien dice el refrán, la mano es más rápida que el ojo y el deseo más rápido que el ojo y que la mano. Arvid le propuso que fueran al puerto de Stavanger y cenaran allí. La especialidad era el bacalao y las sardinas, pero también había platos más tradicionales, como ensaladas y alimentos de bajas calorías. Lo aclaró porque ella era actriz y las actrices están siempre cuidando su silueta, dijo entre señas. A Dalia no le hizo mucha gracia, iba a quitarse todos los escalofríos que había sufrido filmando el comercial comiendo un gran plato de bacalao con patatas y crema. O lo que fuera; tomó su teléfono para escribir en el traductor: “Por suerte tengo un metabolismo buenísimo y no necesito hacer dieta”, lo cual era una flagrante mentira, pero tampoco tenía por qué revelarle la verdad a un asistente de dirección al que acababa de conocer hacía diez minutos, o diez horas, y que había salvado su vida de caer en el abismo desde el Preikestolen. No obstante, algún ser de bondad que flotaba entre ambos impidió que Dalia escribiera su mentira, porque la página web del traductor de su teléfono se bloqueó. No era muy buen equipo y había sido una idea de su sobrina Laura –Laurita, como la llamaban todos– comprarlo canjeando puntos y aprovechando una promoción del Día de la Madre, para que le vendieran como una oportunidad un teléfono que debía tener unos circuitos del siglo pasado y no servían para conectar con nada ni con nadie.
Laurita era un tema aparte; trabajaba como su asistente desde que Dalia se había separado de Damián. Había infinidad de cuestiones prácticas y del oficio que resolvía su exesposo, y después de la violenta separación, Dalia tuvo que rehacerse en ese sentido. Laurita acababa de regresar de un largo viaje por Latinoamérica, y Pedro temía que su hija volviera a irse de mochilera por el mundo. Quería que sentara cabeza y qué mejor que Dalia la contratara como asistente. Laurita era despierta, Laurita era alegre, Laurita adoraba a su tía desde el día en que nació. Y Dalia la contrató. Laurita tenía una gran habilidad para salir de los líos en que se metía, odiaba las drogas y quemaba el dinero tan rápido como su tía se lo ponía en la mano. Se había convertido en su confidente y en su mejor amiga, y aunque a Dalia le parecía extraño que un vínculo así pudiera existir, la realidad del cariño entre Laurita y ella le ganó al prejuicio. Había puesto todo de sí para viajar a Noruega con Dalia, pero fue Pedro quien le pidió a escondidas a su hermana que no la llevara. Se lo rogó como un encarecido favor porque no quería ver realizados sus peores temores: 1) Laurita escapaba de la filmación del comercial y se dedicaba a vagabundear por los países nórdicos sin dar señales de vida más que una vez por mes; 2) Laurita convencía a Dalia y ambas se dedicaban a vagabundear por los países nórdicos sin dar señales de vida y vaciando los ahorros de toda la vida de Dalia –o lo que había quedado de ellos después de la separación–; 3) Laurita había tenido una experiencia triste en la Extremadura española, que nunca comentó abiertamente con nadie –no con su padre, al menos– y Pedro temía que se tratara de algo muy grave, tal vez había sido víctima de un hecho violento y no se animaba a hablar de ello aún. Bajo ningún concepto Pedro quería que su hija volviera a alejarse de su lado; la sobreprotegía. Dalia aceptó las razones de su hermano.
Ante la dificultad de abrir la aplicación de Google, Dalia soltó un insulto por lo bajo y Arvid sonrió. Estaban muy cerca uno de otro, acodados en el mostrador de la conserjería, y por primera vez ella se preguntó cuál sería el origen del asistente. ¿Sería Arvid su nombre verdadero, o lo había cambiado para habitar en los países escandinavos? En Noruega había un Arvid a cada paso. Estaba lleno de Ivers y de Evens y Olafes. La edad de Arvid también la intrigaba; si era pasante en una productora cinematográfica, no debía tener ni treinta años. No cabía duda de que era bastante mayor de edad, tal vez rondaba los treinta. Dalia cruzaba los dedos deseando que tuviera más de treinta años y no menos. Arvid, de quien no sabía su apellido, juntaba en sí mismo el aplomo de una persona de cuarenta y el arrebato de una de ¿veinticinco? No, por lo menos tenía treinta y algo. En la productora no hubieran contratado a un joven pasante con tan poca experiencia laboral. Veinticinco no, definitivamente. O mejor dicho, calculó Dalia Ruiz, por favor, que por lo menos este joven atractivo de piel trigueña tenga treinta años.
Mientras Dalia se extraviaba en una larga cadena de pensamientos acerca de su acompañante, Arvid acercó sus labios al oído de ella y susurró su nombre, “Dalia”, y algunas palabras más que ella no comprendió. Una corriente eléctrica la sacudió al instante. Turbada, lo miró a los ojos. Él bajó los suyos y murmuró en el mal castellano aprendido en poco tiempo:
–Ir a cenar al puerto, los dos, tú y yo.
Dalia sonrió apretando los labios y entrelazó su brazo con el de Arvid.
–Salgamos –le dijo.
¿Nos besaremos?, pensó Dalia. ¿O pasará algo más?
Eso fue todo lo que se le cruzó por la cabeza junto a Arvid.